¡Hágalo ud. mismo!: auto-construcción cultural

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naturaleza —sigue Spinoza— somos tan cooperativos y colaboradores como guerreros y agresivos, y lo que hace que predomine entre nosotros la paz y la cooperación es el acto de pactar, entendido y practicado como una acción real y cotidiana entre ciudadanos, no como un contrato mítico, fundacional y originario. La armonía en la sociedad civil es fruto del compromiso entre los ciudadanos, y es de ese compromiso de donde derivan las leyes. En los albores de la Ilustración se barajaron, pues, dos concepciones del contrato social, una mítica y otra práctica. Como mito, el contrato social es un pacto ficticio entre individuos que, en pro de su seguridad y bienestar, ceden su libertad y su poder al Estado y consienten en ser gobernados. Como pacto real y cotidiano, el contrato social consiste en continuos compromisos entre ciudadanos que no ceden su libertad sino la ejercen y no delegan su poder sino lo despliegan con sus iguales. A través del contrato mítico los individuos pierden su poder, y lo recuperan solo en el momento puntual de elegir a sus gobernantes; a través del pacto real, en cambio, los ciudadanos se autogobiernan; con otras palabras, mediante el pacto real los individuos ejercen su libertad y aumentan su poder al sumarlo al de otros, mientras el pacto mítico, que otorga todo el poder al gobernante, no procura a cada individuo mayor poder y libertad sino sumisión y obediencia. Según Hannah Arendt —cuya obra Sobre la revolución recomiendo encarecidamente y a quien debo muchas ideas que aquí se exponen—, la falta de claridad y precisión acerca de los dos tipos de contrato social ha sido desde entonces el azote de la historia política de Occidente. Desde el contrato mítico hay súbditos que consienten en ser gobernados, no ciudadanos; la ciudadanía es una condición real si los llamados ciudadanos ejercen efectivamente su poder y su libertad y, por tanto, participan activa y continuamente en los asuntos públicos. Una república no es digna de ese nombre sin la existencia de instituciones donde los individuos definidos como ciudadanos puedan conducirse efectivamente como tales.

Una república no es digna de ese nombre sin la existencia de instituciones donde los individuos definidos como ciudadanos puedan conducirse efectivamente como tales. Puede decirse, por ello, que la república y el mito del contrato social son incompatibles. Otra consecuencia perniciosa de ese mito es que, a su luz, la finalidad del Estado es procurar seguridad y bienestar a los individuos privados, lo cual tampoco nos conducirá nunca a una república. La república exige el bienestar; sin las necesidades resueltas los individuos no tienen energía ni tiempo que dedicar a los asuntos públicos, pero el objetivo de un sistema político republicano no es el bienestar sino además y sobre todo el ejercicio de la ciudadanía. El bienestar y el interés privado pueden ser garantizados por un régimen en el que la población sea súbdita, porque la libertad no es lo mismo que la prosperidad, ni tampoco es lo mismo que los derechos civiles. El bienestar y los derechos civiles son condiciones para la libertad, pero la libertad consiste en la igualdad política, que consiste a su vez en la paridad entre los ciudadanos, en su participación, la de todos, en los asuntos públicos. Riqueza y pobreza son dos caras de una misma moneda, y si bien no puede accederse a la vida pública sin tener las necesidades cubiertas con toda la holgura que nos parezca, tampoco accederá a la vida pública quien tenga por objetivo la riqueza, ni será nunca republicana una sociedad referenciada en la riqueza como su más alto valor. La pasión por la riqueza no es el ideal de gente libre sino el sueño de los pobres; por eso es un gravísimo error, de desastrosas


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