METEORO
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Leyó la noticia en la pantalla cegadora de su celular. El tercer día de Octubre un meteorito de trescientos metros iba a acercarse a la tierra. Las luces del túnel iban girando, esculpiendo poco a poco la figura de la gente en el interior del bus. Ella miró a su alrededor, las pantallas de los celulares alumbrando las caras de la gente en la oscuridad intermitente del túnel.
Pudo distinguir los ojos de la gente, que se quedaban mirándola como si fuera una loca. Ella volvió a refugiarse en la ventana, apoyando la cabeza con tal fuerza que casi podía escuchar la superficie del cristal cuartearse. Cerró los ojos y rezó en secreto, mientras esperaba la luz al final del Lincoln Tunnel. PASE LO QUE PASE. PASE LO QUE
PASE. En ese mismo momento, pero al otro lado del mundo, las olas del mar cogían impulso para estrellarse contra el borde del malecón de Santo Domingo. Cerca de ahí se leía en un muro, mal escrito y en pintura roja:
Orieta iba abriéndose paso en el mar de gente de la 42, cubriéndose los oídos para poder escuchar la voz al otro lado del celular. Como iba con la cabeza abajo, viendo los pies que caminaban por la acera, logró leer la letra pequeñita de un periódico tirado en el suelo:
HELP WANTED:
WAITRESS AND COOK WITH EXPERIENCE
Hace poco su papá había aprendido a hacer llamadas por FaceTime. A
ella no le molestaba que la llamara más de lo normal. Por el contrario, le preocupaba saber cómo se hacía él viviendo solo en el otro lado del mundo. Pero cuando él le preguntó esa mañana si todo iba bien, ella no supo de qué manera responder.
—Sí, todo va muy bien.
—¿Y el trabajo?
Ella levantó la mirada buscando una respuesta, pero en el parpadeo de las pantallas que anunciaban fragancias y musicales no la encontró. En medio del tren de pensamiento en que se fue su mente, llegó a acordarse con claridad de la premonición que había tenido la noche anterior.
— Anoche me soñé con bichos.
—¿Con bichos? —le preguntó él asustado desde el otro lado del celular.
—Sí, ¿qué significa eso?
Y él se quedó callado por un momento, tal vez preguntándose a sí mismo si era posible cambiar el destino sólo cambiando las palabras. Entonces dijo:
—Ya me acuerdo. Eso e algo bueno.
—¿Tú crees?
—Sí, no te preocupe mi hija. La vida da vuelta. La vida da mucha vuelta.
La llamada se había cortado. Sin 3
darse cuenta, había bajado las escaleras al subterráneo. El tren C acababa de irse.
Durante los últimos meses había hecho lo mismo todos los días. Salía de su habitación en West New York, cruzaba el Lincoln Tunnel en bus, y de ahí andaba por cada rincón de Manhattan tratando de seguir las direcciones de Google Maps para llegar a sus entrevistas de empleo.
Aquella mañana antes de salir a la calle, al verse en el espejo, había confirmado las libras de menos que no le quería creer a la balanza. Ya no tenía esos buches que la identificaban cuando chiquita. Ahora, a su edad, tenía una cara halada. Por primera vez se había tenido que amarrar la correa en la medida más estrecha. El año pasado había ido a todos los médicos de habla hispana en West New York, convencida de estar bajo la amenaza de un cáncer. Le hicieron todas las pruebas y todos los estudios posibles. Y cuando entraba en las máquinas de resonancia —PASE LO QUE PASE, PASE LO QUE PASE— y le decían por una bocina que no se moviera, le daba un susto en el pecho nada más de pensar cómo sería quedarse ahí trancada. Hasta aquel día todavía guardaba las radiografías de su cráneo debajo del
colchón. Todos los médicos a los que fue se hartaron de decirle que no tenía nada.
Después de tantos años montándose en el mismo bus de regreso a West New York, siempre confirmaba el destino antes de ponerse en la fila de la ruta 156 en el Port Authority, con miedo de que un día se subiera al bus equivocado y no supiera regresar.
—¿Boulevard East? —había preguntado como siempre la tarde del día anterior.
—Sí, ésta es —le respondió un señor dominicano que esperaba en la fila.
—¿Y cómo supo usted que yo hablaba español?
Ella misma se sorprendió de haber abierto la boca, pero la curiosidad le había ganado.
—En los ojo se te nota —le dijo. Ahora que iba sentada en el tren C, con el cabello despeinado por el brisero de ese día tan raro de Agosto, cerraba los ojos y rezaba en secreto para no verle la cara al borracho que se sentaba frente a ella a punto de vomitarle los pies. Así con los ojos cerrados podía concentrarse en el ruido que hacía el tren al moverse por debajo de la tierra hacia lo alto de Manhattan 5
y sentir cómo todas sus piezas temblaban, como si fuera una nave a punto de romperse en pedazos en la atmósfera de la tierra. PASE LO QUE PASE. PASE LO QUE PASE. Era como un viaje espacial. Desde chiquita cualquier paseo le parecía un viaje al espacio. Como cuando iba todos los fines de semana en la camioneta de su papá a la playa y al pasar por debajo del túnel de camino a Puerto Plata ponían sus manos en el techo del carro para pedir un deseo. PASE LO QUE PASE. PASE LO QUE PASE.
STAND CLEAR OF THE CLOSING DOORS, PLEASE.
Cuando abrió los ojos, las puertas automáticas se cerraban en la estación de la 116. Tuvo que esperar once cuadras más arriba para bajarse del tren. THIS IS AN UPTOWN BOUND TRAIN. NEXT STOP IS… Cuando puso sus pies en la estación de la 125, los modelos en las pantallas de los billboards seguían parpadeando; pero no para los humanos, sino para los fantasmas que andaban por ahí, porque en ese momento, en la estación de la 125, no había nadie más que ella. Fue después de un rato que pudo distinguir un eco. Un eco de una voz que cantaba: 6
¿Cuándo parará la lluvia? ¿Cuándo parará la lluvia en mi corazón?
Arriba de las escaleras hacia afuera del subterráneo, se veían unas nubes grises formarse. Una mujer con una melena larga de canas gruesas, recostada como si durmiera en uno de los bancos de madera frente a las vías calladitas del tren, se cantaba a ella misma con una voz ronca y cansada.
¿Cuándo parará la lluvia en mi corazón?
¿Cuándo dejará de hablarme con tu voz?
Orieta había visto a aquella mujer antes frente al Port Authority, empujando un carrito de supermercado lleno de sabría Dios qué y gritando desde el fondo del estómago en la cara de los neoyorquinos que iban bien vestidos al trabajo:
¿A caso sabes tú lo que significa guagua en pueltorriqueño?
¿A caso sabe tú?
¿Qué va sabé tú?
Y al ver sus caras asustadas, se reía.
Your Destiny Is On Your Right.
Do you need any help?
BUILDING 33W.
GOING UP.
3RD FLOOR.
Y al final de un pasillo largo, una señora en ropa de gimnasio esperaba apoyada del escritorio de la secretaria, que tomaba apuntes a medida que completaba su interrogatorio.
—¿Jacqueline es con J?
—No, como suena. Ya-Que-Lín.
La secretaria empezó a teclear.
—Pero la cita es para mi mamá.
—¿Ella cómo se llama?
—Marta.
—¿Marta cómo?
—Póngalo con H.
Al terminar con la señora en ropa de gimnasio, la secretaria detrás del escritorio esperó a Orieta con la mirada puesta sobre los bifocales. Ella estaba todavía parada a mitad del pasillo.
—¿Le ayudo en algo?
Orieta asintió con la cabeza y le entregó una carpeta.
—Siéntese.
Hace unos días había visto un anuncio en la tele sobre aquel consultorio de una dentista cubana que era, según el anuncio, la odontóloga de más prestigio para la comunidad hispana. Posaba para la cámara con el pulgar en alto, mientras el número de teléfono se imprimía en la pantalla. En la primera servilleta que encontró tirada, Orieta anotó el número, y después de muchos días de considerarlo, cuando llegó a atreverse a marcar, le dijeron que, efectivamente, en ese momento estaban buscando una asistente. Ahora que esperaba sentada en una banqueta fría como todos los pacientes, le dio ese susto que le atacaba en el pecho cada vez que iba al médico o a una entrevista de trabajo. En parte era, también, porque últimamente le remordía la consciencia cada vez que contabilizaba en su cabeza todo el dinero que había gastado el papá en su carrera de odontología, y tantos años después de graduada no había ni empastado un diente. Fue muy tarde cuando se dio cuenta que eso no era lo suyo, pero como a los seis años todo el mundo le preguntaba qué iba a hacer cuando fuera grande, y le había sorprendido tanto la vez que su tía le arrancó —PASE LO QUE PASE, 9
PASE LO QUE PASE— un diente de leche amarrado de un hilo de cocer, empezó a responder que iba a ser dentista.
—Joven… —le llamó la secretaria por tercera vez.
Orieta se acercó al escritorio.
—Me va a tener que perdonar que le hiciera venir, pero es que la doctora busca a alguien con más experiencia.
—Sí, ahí en el papel está toda.
—¿Usté ha trabajado en consultorio antes?
—No.
—¿Nunca?
—Hice un poco de todo.
—Usté puede dejar el curriculum si quiere. Cualquier cosa yo la llamo.
—El problema es que había quedado con ella de hacer una entrevista ahora.
—El problema es que la doctora acaba de salir y no sabe cuándo vuelva. Y hoy ya hay muchos pacientes. Yo la llamo después.
Orieta se quedó parada largo rato esperando el ascensor que subía y bajaba sin detenerse en el piso. Cuando por fin la puerta se abrió y dio un paso para entrar, la voz de la secretaria la detuvo desde el fondo del pasillo.
—Ese va pa arriba.
—Sí, yo sé —mintió. 10
Y al salir por la puerta giratoria del edificio, siguió caminando de largo hacia el centro de la ciudad. Así pensaba pasársela el resto de la tarde, sin saber a dónde iba.
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SALE: 20% OFF IN HOME FURNITURE. Pero al acercarse a la Broadway con 42 se refugió en el lavadero de un baño público para limpiarse el sudor de la cara, y a su lado, una muchacha muy bajita salió de abajo de la cabeza gigante de un disfraz de Minnie Mouse, y viéndose en el espejo el cabello sudoroso pegado a la cara, le dijo a la compañera de al lado:
—Qué maldito calor.
—Usté no sabe nada —suspiró la otra quitándose un sombrero de vaquero de la cabeza.
Al salir de vuelta a la calle, a Orieta le sorprendió una brisa sombría y repentina que tenía a la gente bajando por las escaleras a los subterráneos como si fueran cucarachas. Escuchó algo ondeando sobre ella, y al levantar la mirada vio un espectro que se paseaba por sí sólo sobre los edificios. Era una funda de plástico en la que se leía:
Ella se quedó ahí parada en medio de la calle esperando ver el momento en que aquella funda se cansara y regresara a la tierra. Entonces se acordó del cuento que siempre hacía su papá sobre el día que murió su madre. Era un Domingo día de las madres, siendo ella todavía una muchacha, cuando vio pasar por el frente de la casa un carro fúnebre que llevaba un ramo de flores en el techo, y oyó a su prima decir mientras las dos se asomaban en los hierros de la ventana:
—Qué muerto tan antojao, muriéndose un día de las madres.
Esa misma tarde, cuando empezó a caer el aguacero, su papá estaba fumando en la cocina, y una brisa repentina cerró de golpe las persianas y tumbó las lozas que estaban colgadas de la pared. A los pocos minutos sonó el teléfono de parte de alguien en el hospital diciéndole que su esposa se había accidentado mientras conducía de regreso a casa por la loma de Puerto Plata con un limpiaparabrisas averiado.
A Orieta se le ocurrió que esa funda plástica que flotaba por sí sola en el cielo era un asomo que
le había querido hacer su papá en el tránsito por el mundo de los vivos al de los muertos. Y efectivamente, unas horas después, en medio de la noche, la levantaría del sueño aquella llamada de la señora de servicio diciendo que su papá no había despertado. El tren C pasó sin frenos por la estación de la 42 arrastrando un chirrido que ensordecía, y cuando siguió de largo frente a ella con su rugido y le voló los cabellos, Orieta supo exactamente cómo se sentiría en un cuerpo de carne y hueso el impacto de un tren sin frenos. Esa fue la última vez que vio a la mujer de las canas gruesas que cantaba dormida en los bancos de todas las estaciones del subterráneo y que caminaba sola por cada rincón de la ciudad y que le gritaba en la cara a los peatones frente al Port Authority arrastrando su carrito de supermercado. Fue que por un descuido de su curiosidad, mientras miraba hacia el fondo de las vías del tren con los pies a la orilla de la plataforma, Orieta la sintió cruzar a sus espaldas con una respiración tan notoria que cometió el error de verla directo a los ojos. Al darse ella cuenta se le acercó tanto que respiraron las dos el mismo aire
gastado de aquella estación sin escape, y sin dejar de verla a los ojos le dijo en una voz muy bajita, como si fuera un secreto:
—Yo a tí te he visto antes. Y Orieta pudo ver sus ojos amarillentos hablando con la verdad.
—Sí, yo a ti te he visto… ¿Verdá que tú tampoco eres de aquí?
Habían anunciado la última llamada del bus 156 por las bocinas del Port Authority, y como todos los pasajeros que andaba con prisa, Orieta subió trotando por el espacio que dejaban los demás al lado derecho de la escalera eléctrica.
Cuando el bus entró al Lincoln Tunnel en el camino de vuelta a casa, ella notó que sentada a su lado, bajo la gotera del aire acondicionado que la tenía arrinconada a la ventana, había un muchacho hablando con la imagen pixelada de una cara en la pantalla de su celular. Ella miró a su alrededor, las pantallas de los celulares alumbrando las caras de la gente en la oscuridad intermitente del túnel. Pudo distinguir en cada pantalla una cara distinta; caras lejanas, caras queridas, caras dispersas, caras perdidas. En ese momento el bus estaba a punto de salir del túnel —PASE LO QUE PASE, PASE LO
QUE PASE— cuando se acordó de las
últimas palabras que le había dicho su papá. Entonces cerró los ojos y susurró unas palabras que ya no pertenecían a un rezo sino a un deseo, pues se le ocurrió que si ese bus fuera a parar en algún lugar lejos de su casa, sería como reencarnar en otra vida.
ESCRITO POR ERIK ALFREDO MARTÍNEZ EN SANTIAGO DE LOS CABALLEROS
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