Recuperar la calle (o de la relación entre el capitalismo y mi tendencia a la melancolía)

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Pero estas ocupaciones espontáneas realizadas por el ciudadano de a pie, generalmente obedecen a la satisfacción de una necesidad, a la compensación de una carencia o a un hábito producto de éstas. El mismo gesto puede desdibujar las fronteras entre el arte y la vida cuando se realiza de forma deliberada. Podríamos hablar de un ciudadano artista, aquel urbanita consciente del emplazamiento político de sus actos (pero no por eso mas significativos que los espontáneos) que intenta llenar el vacío -físico y antropológico, suyo y del lugar- con sus ocupaciones, cambiando la función del lugar, generando nuevos contextos, (re)construyendo pequeñas historias. Con esta ocupación espacial, esta utilización del lugar como catalizador de historias, sensibilidades y energías en suspensión, el artista también quiere integrar al otro, quiere, como afirmaba en el capítulo cuarto, apartado tres, funcionar además como un estímulo, proponerse como un programa para efectuar y propagar; ahí radica su diferencia con el acto espontáneo. Y es que el derroche del arte, si bien muchas veces es íntimo, no lo es nunca egoísta; el arte siempre intenta dar algo, una posibilidad de entender mejor la complejidad de la realidad, de ver más claro, de percibir más profundamente, de vivir y entender lo que nos rodea de maneras más ricas y diversas. Volviendo a esa intención de propagación del gesto; es justamente ahí donde se encuentra siempre el contenido utópico del arte como programa. En esos ideales que las vanguardias proclamaban como grandes utopías sociales de esperanza revolucionaria y que ahora, en la decepción posmoderna ante una historia de fracasos y promesas sin cumplir, dan lugar a lo que Bourriaud70 llama las micro-utopías; del calor de pequeños ideales cotidianos, son utopías transportables, efímeras y limitadas como proyecto, que el artista despliega en territorios acotados 70

BOURRIAUD, Nicolás. Op. cit. p. 35

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