Tantas claridades para prender una luz

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Eduardo Rosenzvaig / Tantas claridades para prender una luz

por ellos”. Mamá encontró en los días siguientes mucha gente en el pueblo que andaba enloquecida, con ese color arbolito a madres solteras, con esos colores rebalsados de hermana, con un color de harina en los primos, porque la misma noche se habían llevado a tanta gente, los hermanos Guernica que eran ocho varones y los cargaron a los ocho; a las hermanas Figueroa, las cuatro profesoras, a tantos como si la razón fuese pura. Mi abuela fue eliminando lo de llorar. Pero ni un sólo día dejó de rezar y de salir a buscarlos. Alguien golpeó la puerta. Cuando ella abrió estaba parado Raúl, el menor, en la vereda. (Papá no había llegado del ingenio aún). Muy delgado y con la barba que usa hasta hoy, mi abuela lo abrazaba tanto que si hubiera llegado un fantasma en carreta no lo hubiera abrazado menos. El muchacho padecía el color de una carga de papas recién arrancadas a la tierra. Del grosor del hambre, las papas. Luego le contaría a papá que, mientras estaba en el pabellón de fusilamiento, alguien se le acercó, le quitó la venda de los ojos diciéndole: “Andate, ya no te debo nada”. Era un superior suyo del servicio militar, cuando hubo un levantamiento de armas, aquí en Tucumán, y en medio de un tiroteo Raúl lo rescató. El tío Horacio no volvía. Pasó mucho tiempo. La abuela siguió con el mismo ritual de rezar y buscar. Papá la acompañaba siempre que podía. Esa mañana tan temprano, antes que papá saliera al trabajo, mamá escuchó a la abuela pegar un grito y clamar como nunca la había visto, como si los cadáveres de la historia cargaran felices la rama de un árbol oscuro, y entró mi tío Horacio. Él contaría a papá cómo le colocaban picana en los testículos, lo asfixiaban con bolsas de plástico, le gatillaban en la cabeza cada día para que supiera que la suerte es nada más que un estado de ánimo del gatillo, escuchaba cada día doblarse a las chicas violadas y las que pedían por favor que ya no algo. 145


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