El Viejo Topo | Abril 2020 | Número 387

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españa

En definitiva, la aconfesionalidad del Estado es una de las principales herencias republicanas de nuestra historia política, que felizmente incorpora la monárquica de 1978, aunque afirmada de un modo tímido y algo espurio. La vigente constitución dice en su Art. 16.3: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Compárese ésta con la redacción de la del 31: “El Estado español no tiene religión oficial” o con la no promulgada de 1873: “Queda separada la Iglesia del Estado”. No es una diferencia meramente formal. En la formulación republicana el Estado afirma su propia independencia como sujeto político activo. En la monárquica vigente, el sujeto es la confesión, a la que se priva de una propiedad: su carácter estatal. Esta fórmula deja abierta la puerta, sin duda, a muchas formas de colaboración institucional con la Iglesia. Cosa que, de hecho, por si hubiera alguna duda, se afirma a continuación en el mismo artículo: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y con las demás confesiones”. No es de extrañar pues que, en rigor, solo las dos constituciones republicanas eliminaran explícitamente el presupuesto de culto y clero, y sancionaran a la Iglesia católica como una institución más de la sociedad civil entre otras muchas, segregada del Estado. Como acabamos de ver, la constitución del 78 deja abiertas muchas puertas, en un momento, además, en el que paralelamente se estaban negociando –desde mucho antes del debate constitucional– los que poco después serían los acuerdos del 79 con la Santa Sede, actualmente en vigor. Por el contrario, las constituciones republicanas cerraban todas las puertas, como no podía ser de otra forma, ya que esas constituciones sí se tomaron en serio los dos principios constitucionales, de separación Iglesia-Estado y de aconfensionalidad. Emilio Castelar, en 1873, redactaba así el artículo 36: “Queda prohibido a la Nación o Estado Federal, a los Estados regionales y a los municipios subvencionar directa o indirectamente ningún culto”. Y la constitución del 31, inspirada por Azaña, dice en su célebre artículo 26: “El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las iglesias, asociaciones e instituciones religiosas. Una ley especial regulará la total extinción en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero”. Azaña y la II República fueron más lejos. No solo disolvieron la Compañía de Jesús, por ser orden que no obedecía al Estado sino al Papado, nacionalizando sus

Juan Álvarez y Méndez, más conocido como Mendizábal.

bienes. A las demás órdenes religiosas las sometieron a una ley especial ajustada a unas exigentes bases, de las que merece la pena recordar ad litteram al menos las siguientes: 3ª. Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos. 4ª. Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza. 5ª. Sumisión a todas las leyes tributarias del Estado. Obsérvese cuán alejados estamos –casi un siglo después– de esta normativa republicana. La Iglesia ha seguido adquiriendo propiedades hasta 2015, realiza inversiones financieras, ejerce al menos el comercio y, desde luego, la enseñanza. En efecto, gracias a la franquista ley hipotecaria de 1946, ampliada a los templos por la ley del gobierno Aznar de 1998, la Iglesia católica ha inmatriculado decenas de miles de bienes inmuebles,

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