El Telegrafo

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Opinión

nº 983 ● Miércoles 16 de febrero de 2011

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Goya en el portal e madrugada, extraviado D entre la temperatura en franca huida, transitaba por una

relato

Curro Castillo Periodista

calle sin gélida placa que, desde la fachada, supurara estalactitas. No me quedaba sino acurrucarme a mi hechura carnal y buscar aliento en la bondad de un espacio que admitiera mi urgencia para resguardarme de la agresividad del mercurio enterrado dos palmos bajo tierra. Un portal medio abierto al fondo de la calle se asemejó a una plaza libre en una barcaza de salvamento tras el hundimiento del Titanic apreté el paso, casi sin sentir las piernas y Empujé la pesada puerta de madera y allí estaba él, ensortijado, cadavérico, aferrado a la oscuridad seca y ausente del portal que palpitaba de frío. -¡Joder! ¡Qué frío! De la primavera a Siberia sin pasar por la casilla de salida. Mañana pulmonía. ¿Le importa a usted que recupere el aliento aquí cinco minutos? ¡Me cuesta hasta respirar! -No lo dudéis, caballero. Vos mismo comprobaréis que, tratándose de un portal tan espacioso, dos abrigan más que uno. Y no conviene despreciar la compañía cuando la esperanza abandona y la temperatura te olvida para la eternidad. Vaya, la suerte me regaló un flipado. Claro que, encogido hasta casi desaparecer, mejor recuperar el aliento, aplicar los principios de la cortesía distante y no perder de vista la salida por si el rarito apretaba la urgencia. Y se movió, un paso apenas. Levedad suficiente que le trasladó de la lóbrega sombra que le celaba a la tenue luz de las farolas que se colaba por el resquicio de la puerta. Así, dejó visible su impávido esqueleto presente y su vida toda ausente. -¡Caray!, respingué, sabe usted como sobresaltar al prójimo. Muy logrado el atavío de difunto. ¿Nadie quiso llevarle a casa después de la fiesta? Bueno, dos peatones arrepentidos. Hoy cuando menos. Ya que vamos a pasar aquí unos minutos juntos, me llamo Curro. -Francisco José de Goya y Lucientes, para servirle. Y en cuanto a mi presencia, se debe a grave cuestión. Mejoraba la situación por momentos. La guardia ya la mantenía alta como consecuencia del tripi del colgado. Sin embargo, el elemento ya presentaba tarjeta de visita con alguna seria avería. Opté por mantenerle el discurso sin más intención que no remover más los nervios del esqueleto y garantizar un grado más mi seguridad, que ganaba por momentos espacios de inestabilidad. -No me cabe la menor duda, D. Francisco, del tamaño y gravedad de su ofensa. Tan profunda y dolorosa como para arrastrarlo hasta aquí desde su tumba, respondí. -Efectivamente, caballero, habláis con sensibilidad y sabiduría. Y aún así, vuestro cálculo generoso roza el ridículo. 25 años se cumplen desde que me destaparon el panteón y, sin demasiado variar en el calendario, me veo en la indignidad de ordenar mis huesos y partir de

-Entiendo, le pregunté, que su señoría se refiere, por lo que sospecho en sus palabras, a los llamados Premios Goya del cine español.

entre los muertos, sin más esqueleto que el que veis. - Disculpe su señoría, Sr. de Goya, que mi lógica no apunta tan larga. Si vos viajáis de entre los muertos para entregaros a este frío vagar, no cabe sino concluir que dejasteis deudas importantes pendientes o sois víctima aciaga de una severa maldición. - Deudas, quizá, de viejo huraño, desagradecido y gruñón que dejara pendientes en alguna buena alma que cuidara de mí en el ocaso de mi vida. Caballero, muy diminuta rueda para mover tanto molino, dijo lánguido el huesudo ya lo creo. Mi presencia en este mundo inadecuado y hostil responde a la obligación que corresponde a

- ¡¿Que premios?! ¡Prebendas! - Verá, maestro, los comediantes que vos condenáis se dan a conocer como directores, actrices y actores del Séptimo Arte. Para qué más. El montón de huesos del desamparado mental que se autoproclamó Francisco de Goya me cortó tan en seco y exaltado, definitivamente, que me agrediera. -¡Séptimo Arte!, ¡Séptimo Arte! ¡¿Y cuál es el sexto y cuál el octavo?! ¿Y que orden le corresponde a la pintura? ¡¿Y qué depravado cortejo de corre-

mi rango de Maestro Pintor, y al talento de mi pincel, de dignificar mi apellido mancillado por una suerte de tasquería de groseros titiriteros. La mirada se me perdió ajena a los fémures y humeros, que más parecían subir del moro que emerger de la posteridad. Me lamentaba ya de la dislocación de las entendederas de mi óseo interlocutor. En cualquier caso, la cordura teórica de tantos no hilvanaría semejante discurso ni aunque el genio de la lámpara le concediera mil deseos. El vacío motivado por el cansancio en la interpretación de mi personaje lo asimiló el colgado esqueleto como una pausa prudente entre conversadores de respeto. Y volvió al ataque. - Año tras año, 25 cumplidos ya, me veo obligado a desenterrar por estas fechas mi paz de cumplido difunto. Más parece un endiablado encantamiento medieval, como la sangría de los alzados; perverso, como la maldad francesa; retorcido, como la inteligencia morbosa de la Duquesa. Y me encuentro tan decididamente muerto como soliviantado por esta bajeza de cortesanos advenedizos en busca de favores y tajadas.

veidiles de antesala proclamas a sus rechuflas incluidas en los sentimientos y noblezas de la palabra “Arte”?!. ¡Por Dios! ¡¿Pero que satánica sarta de merodeadores del dinero ajeno se autoproclama abanderado de…..de……?! ¡Pérfidos habitantes de las cloacas! ¡Turban y enturbian a mí y al Arte! Entendí que tanto calcio desbocado, aliñado con otra nieve diferente a la que azotaba tras el portón del portal, se había disparado sin freno hacia vaya usted a saber a donde. Yo no veía el momento de frenar aquella farsa y, con los pies en polvorosa, sumar con urgencia kilómetros de por medio. Ya echaba de menos hablar al uso del siglo XXI e, incluso, el gélido exterior. Pero el bastidor osamentado cabalgaba imparable y furibundo en su discurso. -Más razón me dais vos, caballero, para sentir mayor ofensa a mi memoria. Y la de tantos difuntos como yo, otrora trotamundos por antonomasia, que alimentaban los sueños, penas y alegrías de los pueblos, sin otros medios que sus manos y sus gestos. Sin más armonía que un simple organillo y el cielo por pantalla.

-Comprendo bien vuestro arrebato, maestro. 25 años como convidado de piedra, manejado por titiriteros que viven reyes con mucho cuento a cuenta de los vivos y los muertos, enfurece a cualquiera. Sin embargo, señoría, el precio del mensaje lo impone el que lo paga y, a costa de denigran el más profundo sentido del Arte organizan su cambalache impostor. De esta manera, vos ya lo sabéis, se organiza hoy en día la cultura desde los despachos de los validos. No acabado mi argumento la calavera entristeció y me pareció que un par de lágrimas resbalaban por lo que, eliminado el disfraz, aparecerían como mejillas. Me alentó el llanto aparente, fase final del colocón y paso definitivo hacía la añorada y helada calle. Tras unos minutos interminables de silencio e importancia lacrimógena, el esqueleto se echo mano a la sien y, entre óseas cavilaciones, arrancó de nuevo. -Deseo solicitar de vos, caballero, un favor, si su generosidad se lo permite. -Me halaga su petición, señoría. Si se encuentra entre mis posibilidades…. -Caballero, ya comprendéis que sólo alcanzo a esta patulea con mi mente y ellos me ignoran salvo para zarandear mi imagen repetida. Agradecería de vos, que vivo al menos hoy parece, les transmitiera de mi parte, que desistan de tomar de mí, Francisco de Goya y Lucientes, apellido y nombre como epígrafe en su evento. Convencedles de que el Arte que precisa de la prostitución no recibe este, sino otro nombre, -acabó malhumorada, agria y sin esperanza la calavera. - Mala tumba, señoría, le regalan estos titiriteros y, no se desespere, maestro, que todo apunta a un rato largo. Intentaré cumplir, le aseguré con la mayor convicción posible, su encargo, aunque se presenta como quimera tanto recuperar el fuero Arte cuando bastardear con él, tanto como reclamar respeto y dignidad para los muertos, cuando tanto lo decora. Y debo advertir a su señoría que no represento más para estas gentes que un peligro analfabeto vivo y vos, aunque ilustre, un muerto, un difunto que levantará su voz, un elegante busto que glorifica su vanidad. Los muertos ilustres quedan como negocio camuflado para los vivos. No obstante prometo que lo intentaré. -Razón os sobra, caballero, me respondió; pero ha de saber que los muertos jamás se rinden ni permiten la derrota. Gracias, confío en vos y en vuestra palabra – me dijo con la certeza de su recio e insigne pudor cadavérico. Aliviado enfilé el portón en busca del oxígeno que me alejara de semejante, sicodélica y esquizofrénica aventura. Sano y salvo, con los pies y las piernas calientes y el cerebro ardiendo y agotado. Con medio cuerpo fuera del portal la curiosidad me venció y me volví a preguntar. -En serio, tío, cómo te llamas de verdad…. Pero ya ni le vi ni escuche el claqueo de los huesos.


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