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Maracay, Sábado 20 de noviembre de 2010

Conmemoración: (En el centenario del nacimiento de Miguel Hernández)

El rayo que no cesa -EDUARDO GASCA-

E

n el cementerio alicantino de Nuestra Señora del Remedio una lápida mortuoria reza, con elocuencia escueta, MIGUEL HERNÁNDEZ / POETA, 1910-1942. Cierre literalmente lapidario que, no obstante, se abre como partida de nacimiento iluminada y fe de vida que no caduca nunca: "Miguel Hernández, poeta". Pues eso es Miguel Hernández: poeta. Simplemente. Y en presente perfecto, siempre. Poeta es lo que siempre quiere ser Miguel, poeta a secas. Y sin embargo, en 1937, en Valencia, España (su España del pueblo y la esperanza y el amor y la vida, la España de la luz en guerra contra la España oscura, reaccionaria, mortífera y mortuoria) le rinde un homenaje y lo declara "el gran poeta del pueblo". De haber tenido que escoger un atributo de su ser poeta, Miguel hubiese preferido (¿quién que lea sus poemas de amor y de vida y de sueños lo pondría en duda?) "el gran poeta del amor y de la vida y de los sueños". Lo de la pertenencia al pueblo es aclaratoria y título y reconocimiento que ya vendría como sobrando, si se nace pastor de cabras y en Orihuela, y se es pastor de cabras y en Orihuela hasta bien pasada la adolescencia. Y se hace poesía a escondidas del padre (que hubiese preferido para él el epitafio "Miguel Hernández, cabrero", como todos los Hernández de Orihuela) mientras pastorea cabras, y se gana el primer concurso literario pasando en limpio los textos con una máquina de escribir prestada. Miguel es pueblo, entonces, por derecho de cuna. Mas no es por eso nada más, por pastorcillo provinciano, que la España de la luz y los poetas nuestros, la de Antonio Machado y García Lorca y Rafael Alberti, pero también de Pablo Neruda y César Vallejo, hispanos españolísimos de oficio, lo nombra "el gran poeta del pueblo". Es que del 30 de octubre de 1910, cuando nace, a 1937, cuando el pueblo soberano en armas lo nombra su vocero (pues de eso se trata: de reconocer en la poesía de Miguel la voz poética del pueblo que lucha a muerte por la vida) se ha atravesado en el camino la Guerra Civil española. Miguel, que hasta de la muerte había escrito fundamentalmente con amor (¿no es acaso la "Elegía" a Ramón Sijé, la más hermosa escrita jamás en castellano, ante todo un poema de amor dolido?) aprende a escribir también con ira. Con y para el pueblo airado combatiente en una guerra desigual que enfrenta a la República (que con todo y sus terribles contradicciones e incoherencias internas es mal que bien el bando de los justos y los libres y los desposeídos), apoyada desde afuera directamente tan sólo por la

Unión Soviética, simbólicamente por México y demasiado tímidamente por Francia, contra el sector reaccionario del ejército al servicio del oscurantismo, el fascismo, los grandes terratenientes, los dueños de fábricas implacablemente explotadores, el alto clero cómplice y aprovechador que le da cobertura reli-

giosa a la iniquidad, con el apoyo masivo de Alemania e Italia, y la complicidad más o menos abierta de las grandes potencias imperialistas europeas y los Estados Unidos. Cuando estalla la Guerra Civil, en julio de 1936, hace rato ya que Miguel Hernández ha tomado partido por el pueblo. Es

decir, ha asumido un compromiso político activo, militante, con la causa popular. De hecho, en 1931 había ingresado a la Juventud Socialista. Y es como militante político revolucionario que Miguel Hernández, poeta, asume su papel en la guerra. Hacedor de poemas y combatiente en el frente. Se alista en una compañía de zapadores, asciende a comisario político y luego a Delegado Cultural de la Primera Brigada Móvil de Choque. "En los campos de batalla animaba a través de altavoces del frente a los soldados del ejército popular para llenarlos de entusiasmo con la lectura de sus versos", dice uno de sus biógrafos. ("¡Salud, hombre de Dios, mata y escribe!" le dice el hablante poético al combatiente Ramón Collar en un poema sobre la Guerra Civil, de César Vallejo. Miguel, hombre de Dios que nunca conoció el poema de Vallejo, mata y escribe. Y arenga). Y a pesar de todo (¿o acaso precisamente por ello?), el Miguel Hernández personaje de epopeya que es a la vez poeta épico y voz del pueblo en combate escribe en esos tiempos varios de sus poemas líricos más conmovedoramente hermosos. A la amada presente, a los hijos que nacen. A la presencia del amor. Intimidad y ternura, a pesar de los pesares. Y luego, poco a poco, al ritmo de los reveses en la vida y en la guerra, a la amada ausente, al hijo que muere, a la presencia del amor que duele. Las batallas perdidas. Esa guerra, como se sabe, la perdimos nosotros. El poeta perdió al final todas las suyas, menos la de la dignidad. El 1º de abril de 1939 el ejército popular es derrotado finalmente. Miguel Hernández, poeta ex combatiente vencido, intenta escapar de la represión brutal y letal que sobreviene a la derrota, pero en

la frontera con Portugal lo detiene la policía portuguesa y lo entrega de vuelta a sus hermanos fascistas españoles. Sin embargo, esa primera vez la represión se equivoca y le conceden la libertad provisional. Y el poeta provinciano esposo y padre que añora su casa en Orihuela y la esposa y el hijo que ama, desatiende vulnerable e ingenuo al instinto del poeta ex combatiente que le dice que aproveche para huir. Regresa a Orihuela, a la esposa, al hijo, al último reducto. Y en su propio pueblo lo detienen de nuevo. Ese sí es el encierro final, en rotación por diferentes cárceles que a fin de cuentas son una misma prisión definitiva. Y saber del hambre y la penuria económica de la familia. La soledad, la separación. Y en 1940, la tuberculosis pulmonar aguda. Por él interceden influencias de renombre nacional e internacional, y el régimen está dispuesto a ganarse algunas indulgencias en la opinión pública accediendo graciosamente a su liberación. Bajo la condición, por supuesto, de que firme una declaración en la que abjure de su compromiso político. Oferta que se le repite varias veces y bajo diferentes formas, y siempre se niega a aceptar. Los interrogatorios constantes, las amenazas de condena a muerte alternadas con la oferta de libertad si claudica. Y no claudica. Y por supuesto muere la muerte terrible del tuberculoso. Es 28 de marzo de 1942. No llega a los 32. Y en esos tres años finales literalmente agónicos, Miguel Hernández, poeta, decanta para cantar tanta derrota de la historia, tanta derrota del pueblo, tanta agonía personal. Ya no más la voz de la arenga, proyectada hacia afuera, al oído del pueblo. Ahora el poeta, pueblo reducido a sí mismo canta quedo, acorralado en un adentro en el que ya sólo habitan las ausencias, la sedienta necesidad de la esposa y del hijo, la familia. Dice de él y para ellos. Y del amor. Con dolor, con un dolor inmenso y amatorio. Hace Cancionero y romancero de ausencias, y compone "Nanas de la cebolla" para que la poesía en lengua española toque el límite de la pureza lírica perfecta. Y para que esa lápida lacónica en el cementerio de Alicante resulte en verdad partida de nacimiento y fe de vida.

Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte. Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.


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