S COL PIRE
S colpire
En un pasaje del tratado renacentista De sculptura, publicado en 1504, su autor, el poeta y humanista italiano Pomponio Gaurico (1481-1530) celebra la abundancia de esculturas en la antigua Roma, comentando que en ella “el pueblo imaginario (populus fictus) de las estatuas igualaba al de las personas vivas”. La afirmación, sin duda ya hiperbólica en su día, sería progresivamente desmentida con el tiempo. El papel ejemplarizante de la escultura como modelo formal fue sustituido por otras tecnologías más eficaces en la producción y difusión de imágenes, pero por fortuna en museos y colecciones de arte se conservan ejemplares de aquel pueblo imaginario. Gracias a ello han llegado hasta nosotras. En la historia del paulatino declive de las estatuas es pertinente señalar un curioso fenómeno que conoció su auge entre la segunda mitad del siglo XX y el primer tercio del XXI: el turismo. Una de sus variedades, el llamado turismo cultural, revitalizó el interés por el arte del pasado incluyendo, naturalmente, las estatuas. Desde su aparición este tipo de turismo conoció un crecimiento continuo, llegando a hacerse masivo. A pesar de la insistencia de expertos, científicos e investigadores que alertaban sobre la insostenibilidad económica y ecológica del modelo. Las advertencias sobre la inminencia del estallido de una burbuja irracionalmente sobreinflada nunca fueron atendidas, su expansión parecía no tener fin. Solamente se veía interrumpida temporalmente debido a las periódicas crisis del sistema capitalista. También, en determinadas localizaciones, por motivos específicos, como catástrofes naturales o conflictos bélicos. No fue hasta 2020, a causa de la inesperada aparición de la pandemia provocada por el virus bautizado como Covid19, cuando fue posible siquiera imaginar un mundo post-turístico. Se impusieron a nivel global duras restricciones a la movilidad. Esto dio lugar a un insólito panorama de desiertas
estaciones y aeropuertos, de hoteles y restaurantes cerrados, de vacíos cruceros, playas y museos. También permanecían cerrados los numerosos establecimientos comerciales que, alrededor de los lugares más visitados por el turismo, habían proliferado en cualquier pueblo y ciudad. Estas tiendas estaban dedicadas a satisfacer la demanda de objetos de regalo y de recuerdos. Precisamente como souvenirs (recuerdos) eran conocidos universalmente estos objetos. Hoy se pueden contemplar en las salas que no pocos museos dedican a la arqueología de aquella época. En algunos, se exhiben junto a las famosas obras de arte de las que eran copias. Con frecuencia su tosquedad delata su producción industrial. Su parecido con los originales es muy somero, con poco respeto por la escala y los materiales. Entre estos souvenirs, destaca la cantidad de réplicas de célebres esculturas protagonizadas por cuerpos femeninos, por norma jóvenes y mayoritariamente desnudos. Se trata de personajes y escenas que aluden a la antigua mitología griega y romana. En otras instituciones, bibliotecas y archivos, se custodian, casi como reliquias, también los restos de otros interesantes productos culturales que vivieron su auge y su declive en la misma época, de modo paralelo al de los souvenirs turísticos: unas publicaciones periódicas, profusamente ilustradas y especialmente concebidas para ser consumidas por un público femenino. No todas estas revistas eran iguales, sino que se distinguían entre sí por el espacio dedicado y la importancia otorgada a los distintos temas. Estos podían ir desde la vida de personajes mundanos y famosos a informaciones concretas de índole práctica. Por lo general promocionaban de una manera difusa pero continuada “estilos de vida” que se concretaban en unas determinadas prácticas sociales y el consumo de ciertos productos. Los contenidos textuales y visuales se solapaban y trenzaban con los lemas e imágenes de la publicidad comercial que, por lo común, ocupaba la mayoría de sus páginas.
Entre los asuntos abordados en estas revistas predomina lo que los propios medios nombran vaga e imprecisamente como “belleza”. A pesar de su omnipresencia, no es habitual que estas publicaciones aventuren una definición o reflexiones sobre dicho concepto. Del mismo modo que los souvenirs reproducían obras de arte cuya condición de tales estaba fuera de toda discusión, la “belleza” en torno a la que giraban las revistas “femeninas” también se encontraba por encima de cualquier posible cuestionamiento. La belleza era un objetivo al que las mujeres debían aspirar por su propia naturaleza, más allá de que ese ideal se revelase constantemente como una convención social y cultural, sistemáticamente sujeta a interpretaciones, evoluciones y cambios. Por más que fuera en su materialidad donde residieran los motivos por los que algo pudiera calificarse como hermoso o no, las ideas más comunes sobre la belleza se caracterizaban, en cambio, por su tendencia a adoptar un tono etéreo y metafísico. Los giros discursivos aparecen plagados de alusiones a la “armonía”, lo “proporcionado”, lo “ordenado”, “ajustado” o “adecuado”. Estas expresiones incorporan en sí mismas la aceptación, la obediencia a un canon que funciona como referente, pero que no se menciona literalmente. La belleza y el gusto, lejos de permanecer invariables, muestran una mutabilidad extraordinaria. Solo un rasgo se mantiene inalterable: a través del concepto normativo de buen gusto se naturalizan los intereses de los grupos dominantes. Que las creencias más arraigadas acerca del gusto lo juzgasen como perteneciente al ámbito de lo subjetivo, al reino supuestamente soberano de lo privado, es lo que lo convertía en más fácilmente instrumentalizable como sostén y mecanismo de reproducción de condiciones sociales de desigualdad. Y en una sociedad patriarcal, la desigualdad fundamental radica en la inferiorización y subordinación del conjunto de las mujeres. Con el objetivo de construir, reforzar y reproducir ese sometimiento se entrecruzan discursos y prácticas de muy diverso cariz. Desde el brutal ejercicio de la violencia física a las sutiles amenazas de exclusión de quienes no se muestren
lo suficientemente dóciles. Entre las más repetidas estrategias, quizá por su eficacia, sobresale la que podríamos denominar como la obligatoriedad de belleza de las mujeres. Ya hemos dicho que el modelo de belleza corporal femenina podía mostrar aspectos más o menos cambiantes que abrían el canon a formas que en otro momento había discriminado: más o menos pecho, más o menos cadera, masa corporal, altura, tono de piel o cortes de cabello. Frente a estos sobresale siempre una constante: la juventud. La exaltación de la juventud (o su apariencia, es decir, la exhibición de los signos exteriores de la misma) atraviesa la historia toda de la representación del cuerpo femenino en el imaginario patriarcal. Es notorio en los dos casos a los que nos estamos refiriendo: la estatuaria llamada clásica (tanto las originales como sus reediciones, puestas al día o nuevas versiones) y las populares revistas femeninas. Y muy destacadamente en la publicidad que contenían. Es más, no pueden dejar de observarse las citas y resonancias mitológicas en los eslogans y marcas comerciales. El mito y su persistencia constituyen un campo de estudio idóneo para analizar el funcionamiento de una cultura. Sobre todo, en momentos de crisis el mito ofrece un referente familiar, conocido, seguro, que permite reescribir el pasado para dibujar un marco de legitimación desde donde ordenar un porvenir problemático. Las luchas de los movimientos feministas y sus conquistas en el ámbito legal, de derechos humanos y de evolución de las costumbres, coinciden en el tiempo con la intensa circulación de estas imágenes que ilustran el mandato, decretado desde la antigüedad, de disponibilidad total del cuerpo femenino. Son incontables los episodios mitológicos que responden a este mismo esquema: un varón apasionado y su deseo incontenible ante una hermosa joven –esto es, en el punto cumbre, tanto de su atractivo sexual como de sus capacidades reproductivas– protagonizan la secuencia clásica de rapto, violación y procreación. Siendo el Olimpo
el reino del macho violador, ninguno comparable al depredador máximo, el padre de los dioses, Zeus. La suerte de sus víctimas (Dánae, Antíope, Calisto, Leda, Leto, Ío, Europa…) muestra que la finalidad aleccionadora del mito se despliega en una doble dirección: la insumisa y rebelde es castigada, mientras que se recompensa y ensalza a la que acepta el honorable destino de convertirse en el medio que el varón necesita para engendrar y dar a luz a sus aspiraciones. El cuerpo femenino como territorio biopolítico, el ejercicio del poder sobre la carne viva, su permanente disponibilidad y la violencia que conlleva no se perciben siempre fácilmente, desdibujados en el relato por la variedad de disfraces y argucias de los dioses y los hombres para lograr sus fines. O envueltos en la retórica de la heroica gesta fundacional. En Roma, en los Museos Capitolinos, la sala conocida como de los Horacios y Curacios se encuentra decorada por una serie de frescos ejecutados por Giuseppe Cesari (1568-1640), conocido como Cavalier d’Arpino, entre finales del siglo XVI y comienzos del siguiente. Los frescos imitan tapices que cubrieran las paredes y representan episodios escogidos de la antigua historia de Roma. Este majestuoso salón se utiliza como escenario para importantes ceremonias. Por ejemplo, aquí se firmaría con toda pompa, en 2004, la estrepitosamente fallida Constitución Europea. Antes, en 1957, se había firmado el Tratado de Roma, origen de la Unión Europea. Existen fotografías del acto: una reunión exclusivamente de hombres, uniformados con el ritual traje oscuro propio de la autoridad y luciendo los singulares distintivos de su sexo: unánimes corbatas, algún bigote, calvas… supervisados por la eterna y severa mirada de las estatuas de los papas Urbano VIII e Inocencio X. Todos congregados bajo los fastuosos frescos. Uno de ellos describe el Rapto de las Sabinas, una celebración, tanto de la invencible voluntad viril como de la necesaria entrega de las mujeres a la causa de sus raptores, de sus violadores. Que nunca son nombrados de ese modo. En este particular, la norma es el eufemismo. El horror, encubierto, disimulado, ennoblecido gracias a los hipnóticos destellos del arte y de la cultura.
Hoy, cuando el desarrollo de las tecnologías depura sin cesar unos sofisticados dispositivos de control cada vez más sutiles, incorpóreos, flexibles, fluctuantes… nos sorprende la simplicidad del mecanismo por el que la arrebatadora belleza de aquellas imágenes lograba invisibilizar la barbarie y justificar las estructuras de dominación. Frente a estos cuerpos, ante estos rostros, no podemos evitar ver la conmemoración de la violencia sobre la vida de las mujeres, su reducción a mercancía, a objeto de cambio, a instrumento de placer sexual y de reproducción. En la publicidad de aquellos años se puede detectar una fantasía recurrente en ese periodo de hiperconsumismo: el progreso técnico y la ciencia médica podían amoldar los cuerpos al ideal hegemónico de juventud y belleza. Bastaba con pagar. El cuerpo se modelaba de acuerdo a las exigencias de satisfacción de un canon fantaseado por la mirada masculina. Son numerosos los casos en que se alude a ese proceso mediante términos relacionados con la escultura: esculpir, esculpido, escultural se repiten insistentemente. Y se ofertan productos con marcas como Sculpture, SculpturElle, Le Sculpteur, Body Sculptor. La expresión de sculptura (sobre la escultura, acerca de la escultura), a los ojos, a los oídos de hablantes de castellano puede sugerir la idea de descultura, de desescultura, de una escultura trastocada, vuelta del revés. Igualmente, en italiano, el verbo esculpir es scolpire. Colpire significa golpear. Un juego de palabras nos permite leer la “s” inicial como una partícula privativa, similar a nuestro prefijo “des”, invirtiendo así su significado: des-golpear. Nuestro trabajo de relectura crítica de la escultura, de las mitologías de la figura escultural y de sus mutaciones en la cultura consumista, busca identificar esa violencia que las mujeres enfrentaron durante milenios, para neutralizarla, revertirla, deshacerla. Hasta que esa violencia no sea más que el eco, los recuerdos de un orden abyecto, de un tiempo ya felizmente pasado. Y que en el pasado permanezca. No en la ignorancia. No en el olvido. Elo Vega
S colpire
In un passaggio del trattato rinascimentale De sculptura, pubblicato nel 1504, il suo autore, il poeta e umanista italiano Pomponio Gaurico (1481-1530) celebra l’abbondanza di sculture nell’antica Roma, commentando che in essa “il popolo immaginario (populus fictus) delle statue era pari a quello delle persone vive”. L’affermazione, indubbiamente iperbolica già all’epoca, sarebbe stata smentita con il tempo. Il ruolo paradigmatico della scultura come modello formale è stato sostituito da altre tecnologie più efficaci nella produzione e diffusione di immagini, ma fortunatamente in musei e collezioni d’arte si conservano esemplari di quel popolo immaginario. Grazie a questo sono arrivati fino a noi. Nella storia del progressivo declino delle statue è pertinente segnalare un curioso fenomeno che vide l’apice tra la seconda metà del XX secolo e il primo terzo del XXI: il turismo. Una delle sue varianti, il cosiddetto turismo culturale, rivitalizzò l’interesse per l’arte del passato includendo, naturalmente, le statue. Sin dalla sua comparsa questo tipo di turismo vide una crescita continua, arrivando a diventare di massa. E questo malgrado l’insistenza di esperti, scienziati e ricercatori che mettevano in guardia sull’insostenibilità economica ed ecologica del modello. Gli avvertimenti, irrazionalmente ed eccessivamente gonfiati, sull’imminenza dello scoppio di una bolla non furono mai stati presi in considerazione, la sua espansione sembrava non avere fine. Subiva una temporanea battuta d’arresto solo a causa delle periodiche crisi del sistema capitalista. O, in determinate località, per motivi specifici, come ad esempio catastrofi naturali o conflitti bellici. Si dovette arrivare al 2020, con l’insperata comparsa della pandemia provocata dal virus battezzato come Covid19, perché fosse possibile immaginare un mondo post-turistico. Vennero imposte rigide restrizioni alla mobilità a livello globale.
Questo diede luogo a un insolito panorama di stazioni e aeroporti deserti, di hotel e ristoranti chiusi, di navi da crociera, spiagge e musei vuoti. Rimasero chiusi anche i numerosi centri commerciali proliferati in ogni paese e città attorno ai luoghi più visitati dal turismo. Questi negozi erano volti a soddisfare la domanda di oggetti da regalo e oggetti ricordo. Precisamente come souvenir (ricordi) erano universalmente conosciuti questi oggetti. Oggi possono essere contemplati nelle sale che non pochi musei dedicano all’archeologia di quell’epoca. In alcuni vengono esposti accanto alle famose opere d’arte delle quali erano copie. Spesso la loro rozzezza ne denuncia la produzione industriale. La somiglianza con gli originali è molto approssimativa, con poco rispetto per la scala e i materiali. Tra questi souvenir, spicca la quantità di repliche di celebri sculture di corpi femminili, di norma giovani e principalmente nudi. Si tratta di personaggi e scene che alludono all’antica mitologia greca e romana. In altre istituzioni, biblioteche e archivi, si custodiscono, quasi come reliquie, anche i resti di altri interessanti prodotti culturali che hanno visto l’apice e il declino in quella stessa epoca, in maniera parallela a quello dei souvenir turistici: si tratta di pubblicazioni periodiche, profusamente illustrate e particolarmente concepite per essere fruite da un pubblico femminile. Queste riviste non erano tutte uguali, bensì si differenziavano l’una dall’altra per lo spazio dedicato e l’importanza conferita alle diverse tematiche. Queste potevano andare dalla vita di personaggi mondani e famosi a informazioni concrete di natura pratica. In generale promuovevano in modo vago ma persistente “stili di vita” che si concretizzavano in determinate pratiche sociali e nel consumo di alcuni prodotti. I contenuti testuali e visivi si sovrapponevano e intrecciavano con slogan e immagini della pubblicità commerciale che, comunemente, occupava la maggior parte delle pagine.
Tra gli argomenti affrontati in queste riviste predomina ciò che gli stessi media chiamano in modo sfuggente e impreciso “bellezza”. Nonostante la sua onnipresenza, non è abituale che queste pubblicazioni azzardino una definizione o delle riflessioni sul suddetto concetto. Allo stesso modo in cui i souvenir riproducevano incontestabili opere d’arte, anche la “bellezza” intorno alla quale ruotavano le riviste “femminili” si trovava al di sopra di qualsiasi possibile confutazione. La bellezza era un obiettivo al quale le donne dovevano aspirare per loro stessa natura, al di là del fatto che quell’ideale si rivelasse costantemente una convenzione sociale e culturale, sistematicamente soggetta a interpretazioni, evoluzioni e cambiamenti. Per quanto risiedessero nella sua materialità i motivi per i quali qualcosa potesse essere definito bello o meno, le idee più comuni sulla bellezza si caratterizzavano, invece, per la loro tendenza ad adottare un tono etereo e metafisico. Le espressioni linguistiche appaiono infestate di allusioni al concetto di “armonia”, “proporzione”, “ordine”, “appropriatezza” o “adeguatezza”. Queste espressioni racchiudono in loro stesse l’accettazione, l’obbedienza a un canone che funge da riferimento, ma che non si menziona letteralmente. La bellezza e il gusto, lungi dal rimanere invariabili, mostrano una mutevolezza straordinaria. Soltanto un tratto si mantiene inalterabile: attraverso il concetto normativo del buon gusto si naturalizzano gli interessi dei gruppi dominanti. Il fatto che le convinzioni più radicate a proposito del gusto lo incasellassero nell’ambito del soggettivo, nel regno teoricamente sovrano della sfera privata, è ciò che lo rendeva più facilmente strumentalizzabile come supporto e meccanismo di riproduzione di condizioni sociali di disuguaglianza. E in una società patriarcale, la disuguaglianza fondamentale consiste nella denigrazione e nella subordinazione dell’insieme delle donne. Con l’obiettivo di costruire, rafforzare e riprodurre quell’asservimento si intrecciano discorsi e pratiche dal taglio molto diverso. Dal brutale esercizio della violenza fisica alle sottili minacce di
esclusione di chi non si mostra sufficientemente docile. Tra le strategie più reiterate, forse per la sua efficacia, spicca quella che potremmo denominare l’obbligatorietà della bellezza delle donne. Abbiamo già detto che il modello di bellezza corporea femminile poteva mostrare aspetti più o meno mutevoli che aprivano il canone a forme che in altri momenti aveva discriminato: più o meno seno, più o meno fianchi, massa corporea, altezza, carnagione o acconciature. Tra questi spicca sempre una costante: la giovinezza. L’esaltazione della giovinezza (o la sua apparenza, vale a dire, l’esibizione dei segni esteriori della stessa) attraversa l’intera storia della rappresentazione del corpo femminile nell’immaginario patriarcale. È palese nei due casi ai quali ci stiamo riferendo: la statuaria cosiddetta classica (tanto quelle originali quanto le sue riedizioni, aggiornate o nuove versioni) e le popolari riviste femminili. E in particolar modo nella pubblicità che contenevano. Non si possono inoltre non notare le citazioni e gli echi mitologici negli slogan e nei marchi commerciali. Il mito e la sua persistenza costituiscono un campo di studio idoneo per analizzare il funzionamento di una cultura. Soprattutto nei momenti di crisi il mito offre un riferimento familiare, noto, sicuro, che permette di riscrivere il passato al fine di disegnare una cornice di legittimazione da cui ordinare un avvenire problematico. Le lotte dei movimenti femministi e le loro conquiste in ambito legale, di diritti umani e di evoluzione dei costumi, coincidono nel tempo con l’intensa circolazione di queste immagini che illustrano il mandato, decretato sin dall’antichità, di disponibilità totale del corpo femminile. Sono innumerevoli gli episodi mitologici che rispondono a questo stesso schema: un uomo appassionato e il suo desiderio incontenibile dinanzi a una bella giovane – vale a dire, al culmine sia della sua attrattiva sessuale che delle sue capacità riproduttive – sono protagonisti della sequenza classica di ratto, stupro e procreazione. L’Olimpo è il regno del
maschio violentatore, nessuno paragonabile al predatore massimo, il padre degli dei, Zeus. La sorte delle sue vittime (Danae, Antiope, Callisto, Leda, Latona, Io, Europa…) dimostra che la finalità istruttiva del mito si dispiega in una doppia direzione: l’insubordinata e ribelle viene punita, mentre si ricompensa e si magnifica colei che accetta l’onorevole destino di diventare il mezzo di cui l’uomo ha bisogno per procreare e dare alla luce le sue ispirazioni. Il corpo femminile come territorio biopolitico, l’esercizio del potere sulla carne viva, la sua permanente disponibilità e la violenza che sottintende non si percepiscono sempre facilmente, sfumati nel racconto dalla varietà di travestimenti e arguzie degli dei e degli uomini per raggiungere i propri scopi. O avvolti nella retorica delle eroiche gesta fondative. A Roma, nei Musei Capitolini, la cosiddetta sala degli Orazi e Curiazi è decorata da una serie di affreschi eseguiti da Giuseppe Cesari (1568-1640), noto come Cavalier d’Arpino, tra la fine del XVI secolo e l’inizio del successivo. Gli affreschi imitano arazzi che andrebbero a coprire le pareti e raffigurano episodi selezionati dalla storia antica di Roma. Questo maestoso salone viene usato come scenario per importanti cerimonie. Per esempio, qui venne firmata in pompa magna, nel 2004, la clamorosamente fallita Costituzione Europea. Prima, nel 1957, si era firmato il Trattato di Roma, origine dell’Unione Europea. Esistono fotografie dell’evento: una riunione di soli uomini, con il rituale abito scuro d’ordinanza proprio dell’autorità mentre sfoggiano i singolari distintivi del loro sesso: unanimi cravatte, qualche baffo, pelate… supervisionati dall’eterno e severo sguardo delle statue dei papi Urbano VIII e Innocenzo X. Tutti congregati sotto i fastosi affreschi. Uno di questi rappresenta il Ratto delle Sabine, una celebrazione sia dell’invincibile volontà virile che della necessaria dedizione delle donne alla causa dei loro rapitori, dei loro violentatori. Che non vengono mai definiti in questo modo. In questo particolare, la norma è l’eufemismo. L’orrore, occultato, dissimulato, nobilitato grazie agli ipnotici guizzi dell’arte e della cultura.
Oggi, che lo sviluppo delle tecnologie depura senza sosta alcuni sofisticati dispositivi di controllo sempre più sottili, incorporei, flessibili, fluttuanti… ci sorprende la semplicità del meccanismo secondo il quale la travolgente bellezza di quelle immagini riusciva a rendere invisibile la barbarie e a giustificare le strutture di dominazione. Di fronte a questi corpi, a questi volti, non possiamo evitare di vedere la commemorazione della violenza sulla vita delle donne, la degradazione a mercanzia, oggetto di scambio, strumento di piacere sessuale e di riproduzione. Nella pubblicità di quegli anni si può individuare una fantasia ricorrente in quel periodo di iperconsumismo: il progresso tecnico e la scienza medica potevano adeguare i corpi all’ideale egemonico di giovinezza e bellezza. Bastava pagare. Il corpo si modellava in accordo alle esigenze di soddisfazione di un canone fantasticato dallo sguardo maschile. Sono numerosi i casi nei quali si allude a quel processo mediante termini relativi alla scultura: scolpire, scolpito, scultoreo si ripetono insistentemente. E si offrono prodotti con marchi come Sculpture, SculpturElle, Le Sculpteur, Body Sculptor. L’espressione de sculptura (sulla scultura, della scultura), agli occhi, alle orecchie degli ispanofoni può suggerire l’idea di descultura, di desescultura, di una scultura alterata, capovolta. Allo stesso modo, in italiano, il verbo esculpir è scolpire. Laddove colpire (in castigliano golpear) crea un gioco di parole che ci permette di leggere la “s” iniziale come una particella privativa, simile al prefisso spagnolo “des”, invertendone così il significato: des-golpear, de-colpire. Il nostro lavoro di rilettura critica della scultura, delle mitologie della figura scultorea e delle sue mutazioni nella cultura consumista, mira a identificare la violenza che le donne hanno subito per millenni, per neutralizzarla, ribaltarla, smantellarla. Fino a che quella violenza non sarà altro che l’eco, il ricordo di un ordine abietto, di un tempo ormai felicemente passato. E che nel passato deve rimanere. Non nell’ignoranza. Non nell’oblio. E. V.
S colpire
In a passage from the Renaissance treatise De sculptura, published in 1504, the author, Italian poet and humanist Pomponius Gauricus (1481-1530) celebrated the abundance of sculptures in ancient Rome, commenting that in the city “the imaginary people (populus fictus) of statues was equal to that of the living population”. Time gradually refuted a statement that was undoubtedly hyperbolic back then. The exemplary role of sculpture as a formal model was replaced by other, more efficient technologies in the production and broadcasting of images, though fortunately museums and art collections still treasure copies of that imaginary people. We may thank them for the fact that those have reached us. In the history of the gradual decline of statues, it is relevant to point out a peculiar phenomenon that reached its peak between the first half of the 20th century and the first third of the 21st: tourism. One of its varieties, the so-called cultural tourism, revived an interest in art of the past which, naturally, included statues. This kind of tourism experienced continuous growth since its origins and became massive. Despite the insistence of experts, scientists and investigators who alerted that the model was economic and ecologically unsustainable. Warnings that the irrationally over-inflated bubble would soon burst were never heeded and its expansion seemed endless. It was only temporarily interrupted by regular crises of the capitalist system. And, in certain locations, for specific reasons such as natural catastrophes and armed conflict. It was not until 2020, due to the sudden appearance of the pandemic caused by the virus named COVID-19, that it was even possible to imagine a post-tourist world. Global restrictions on mobility were imposed. This gave way to an unheard of scenery of deserted stations and airports, closed hotels and restaurants, empty cruise ships, beaches and museums. The many commercial premises
that had proliferated in every town and city, around the places more frequented by tourists, also remained closed. These shops were intended to satisfy the demand of gifts and mementos. Objects which, incidentally, were globally known as souvenirs. They can be contemplated nowadays in the halls that many museums devote to the archaeology of that period. Some of those museums display them next to the famous works of art of which they were copies. Often their crudeness is telling of industrial manufacture. They bear only a rough resemblance to the originals, with little respect for scale and media. Amongst those souvenirs, the number of replicas of famous sculptures involving the female body, usually young and mostly nude, comes to attention. They are characters and scenes that refer to ancient Greek and Roman mythology. Different institutions, libraries and archives guard, almost like relics, the remains of other interesting cultural products too, that saw their rise and decline in the same years, alongside the tourist souvenirs: profusely illustrated periodic publications that were specifically devised to be consumed by women readers. Not all magazines were the same, and they were distinguishable in terms of the space and relevance granted to different subjects. These could range from the life of mundane and famous personalities to specific information of a practical nature. They generally promoted, in a vague but continuous manner, “lifestyles” summed up in specific social practices and in the consumption of certain products. The textual and visual contents overlapped and intertwined with the slogans and images of commercial advertisements that, usually, took up most of their pages. Amongst the subject matters these magazines deal with, we find that what the media themselves vague and imprecisely denominate “beauty” is pervasive. Despite it being
omnipresent, these publications rarely venture a definition of, or reflection on, the aforementioned concept. In the same way that the souvenirs replicated works of art where their condition as such was indisputable, the “beauty” that “women” magazines revolved around was also definitely beyond the question. Beauty was a goal that women ought to aspire to by their very nature, beyond the fact that the ideal constantly revealed itself as a social and cultural convention forever subject to interpretation, evolution and change, Although the reasons something was considered beautiful or not lie in its material nature, the most widespread notions regarding beauty were, on the contrary, characterized by an inclination to take on an ethereal and metaphysical hue. The reflective turns are riddled with references to “harmony”, the “proportioned”, the “ordered”, “compliant” or “adequate”. These expressions bear within them an acceptance, an obedience to a canon which acts as reference but is not mentioned literally. Far from remaining constant, beauty and taste display an extraordinary mutability. Only one characteristic remains unalterable: the interests of the dominant group are normalised through the normative concept of good taste. The fact that the most pervasive beliefs regarding taste judged it as belonging to the sphere of the subjective, to the supposedly sovereign realm of the private, is what turned it into something more easily exploited as the support and reproduction mechanism of the social conditions of inequality. And in a patriarchal society, the fundamental inequality lies in the inferior status and subordination of women altogether. In the aim of building, reinforcing and reproducing that subjugation, there is an assorted intertwining of varying discourse and practice. Ranging from the brutal exercise of physical power to the subtle threats of discrimination against whoever appears not docile enough. One of the more repeated strategies, perhaps due to its efficacy, could be denominated the obligatory nature of beauty for women.
We already mentioned that the model of beauty for the female body could display more or less changing features that opened the canon to shapes that had been discarded at a different time: more or less bust, more or less hips, body mass, height, skin tone or hairstyle. One constant is always highlighted among them: youth. The praise of youth (or its appearance, that is to say, the exhibition of its outward signs) is found across the history of the representation of the female body in the imaginary of the patriarchy. It is notorious in the two cases we are referring to: the statuary that is designated as classical (both originals and reeditions, updates or new versions) and the popular magazines for women. And, very prominently, in the advertising they carried. Moreover, the quotes and mythological reverberations are not to be ignored in slogans and commercial brands. The myth and its tenacity make up an ideal field of study for the analysis of the workings of a culture. Particularly in times of crisis, the myth offers a familiar, known and safe reference that allows for the rewriting of the past to outline a frame of legitimization based on which a troublesome future might be organised. The struggle of feminist movements and their accomplishments in the sphere of legal and human rights, and in the evolution of tradition concur with an intense circulation of these images that illustrate the mandate, decreed since antiquity, of a total availability of the female body. The chapters responding to this same outline are countless in mythology: a passionate male and his uncontrollable desire at the sight of a beautiful young female –that is, both at the peak of her sex appeal and her reproductive capacity– are involved in the classical sequence of abduction, rape and procreation. Olympus being the domain of the male rapist, none can compare to the supreme predator, Zeus father of gods. The fate of his victims (Danaë, Antiope, Callisto, Leda, Io, Europe…) shows that there is a twofold exemplary purpose in the myth: she who is insubordinate and rebellious is punished, while she who accepts the honourable destiny of becoming the medium for the needs of the male to engender and give birth to his aspirations is rewarded and praised.
The female body as biopolitical territory, the exercise of power on raw flesh, its permanent availability and the violence this entails are not always easily perceived, for they are blurred in the narration by the range of disguises and schemes devised by gods and men in order to achieve their goals. Or wrapped in the rhetoric of the foundational heroic deed. In the Musei Capitolini, in Rome, the hall known as the Horatii and Curatii Room is decorated with a series of frescoes painted by Giuseppe Cesari (1568-1640), known as Cavalier d’Arpino, between the end of the 16th and the beginning of the 17th century. The frescoes imitate tapestries that would cover the walls and portray a selection of episodes from the history of ancient Rome. This majestic hall is used to host important ceremonies. For instance, the spectacularly failed European Constitution was to be signed here, with much ostentation, in 2004. Before that, in 1957, the Treaty of Rome, the origin of the European Union, had been signed. There are pictures of the ceremony: an all-male gathering, all clad in the ritual uniform suit proper to authority and flaunting the unique distinctions of their sex: unanimous ties, a few moustaches, bald spots... surveyed by the eternal and stern gaze of the statues of popes Urban VIII and Innocent X. All of them reunited under the lavish frescoes. One of those frescoes depicts The Rape of the Sabine Women, a celebration of both the unconquerable virile drive and the required surrender of women to their abductor’s, to their rapist’s cause. Who in turn are never named as such. In this regard, euphemism is the standard. Horror encovered, concealed, ennobled, thanks to the mesmerizing glimmer of art and culture. Nowadays, when the development of technology ceaselessly distills sophisticated control mechanisms gradually growing more subtle, flexible, fluctuating... we are surprised at the simplicity of the mechanism through which the rapturing beauty of those images managed to desensitise brutality and justify structures of domination. When confronted with those bodies, those faces, we cannot help but seeing the commemoration of violence on women’s lives, their reduction to commodity, consumer item, an instrument for sexual pleasure and reproduction.
A recurring fantasy in the advertisements of the time can be detected in that period of hyperconsumerism: technical progress and medical science could mould bodies to the hegemonic ideal of youth and beauty. Paying was enough. The body was moulded according to the demands of satisfying a canon fantasized by the male gaze. There are numerous instances of the procedure being referred to in terms connected to sculpture: sculpt, sculpted, sculptural are endlessly repeated. And products branded with names such as Sculpture, SculpturElle, Le Sculpteur, Body Sculptor are offered. The expression de sculptura (on sculpture, about sculpture), in the eyes, in the ears of Spanish language speakers, might suggest the idea of desculpture, of unsculpture, of a disrupted, upturned sculpture. Likewise, the verb sculpt is scolpire in Italian. Colpire means to strike. A play on words allows us to read the initial “s” as a privative particle, similar to our prefix “de”, thereby reversing its meaning: de-strike. Our assignment to critically re-read sculpture, the mythology of the sculptural figure and its mutations in consumerist culture, seeks to identify the violence women faced for millennia, to neutralise, revert, undo it. Until that violence is nothing more than resonance, the remembrance of an abject order, of a time fortunately past. And may it remain in the past. Not in ignorance. Not cast into oblivion. E. V.
Este libro forma parte del proyecto De Sculptura, realizado durante una residencia en la Real Academia de España en Roma en 2021, gracias a una beca MAEC-AECID de Arte, Educación y Cultura.
Creación
Elo Vega Producción editorial
Manigua Traducción
Elisa Tramontin (italiano)
Liwayway Alonso (inglés)
Impresión
Durero Dep. legal: Gr. 1324-2021 ISBN: 978-84-09-33742-2
Esta licencia permite la generación de obras derivadas siempre que no se haga un uso comercial de las mismas. Tampoco se puede utilizar la obra original con finalidades comerciales.
Esta primera edición de S colpire consta de 250 ejemplares numerados.
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Colpire