Historia de la Santa Rusia (muestra)

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Historia de la Santa Rusia Gustave Doré Introducción y traducción de René Parra Epílogo de David Kunzle PVP: 20 € 120 páginas Encuadernación en cartoné 22x32 cm ISBN: 978-84-944400-1-4 El Nadir 2016


Gustave Doré (1832-1883) es sobre todo recordado por su faceta de ilustrador de grandes clásicos de la literatura. Sus grabados de la Divina Comedia, Don quijote, Orlando Furioso y una extensísima lista de títulos más supusieron un hito en la historia de la edición y conformaron todo un imaginario romántico de raigambre popular. Sin embargo, no siempre fue así. Al principio de su precoz carrera, Doré se dio a conocer como caricaturista en la floreciente prensa satírica del periodo y, hecho poco conocido, publicó varios álbumes narrativos, encuadrables dentro del naciente género de las “historias en estampas” (los ancestros de nuestros actuales cómics o novelas gráficas). Entre estos álbumes, su colosal Historia de la Santa Rusia. Esta obra es generalmente considerada la cumbre de Doré como caricaturista y narrador. Concebida en un momento (1854) en que el gigante ruso comenzaba a exhibir un amenazante poderío, La Santa Rusia es tanto una parodia en forma de crónica de la historia del imperio de los zares, tenida por brutal, como de las pretensiones de rigor de la propia ciencia histórica. Entre encarnizadas luchas por el trono y sangrientos reinados, tan crueles como cómicos, Doré se entrega a hiperbólicas exageraciones y despliega un catálogo de soluciones gráficas de sorprendente modernidad, alumbrando un álbum lleno de inventiva, verdadero eslabón perdido –y por fin recuperado– de la Historia del cómic.


Historia de la Santa Rusia Gustave Doré Introducción, traducción y notas de René Parra

Epílogo de David Kunzle

El Nadir Ediciones VALENCIA



INTRODUCCIÓN

Gustave Doré: «Los colegiales de nuevo» (Le Journal pour Rire, circa 1850)

P

ese a sus múltiples facetas artísticas, la figura de Gustave Doré (Estrasburgo, 1832-París, 1883) ha quedado estrechamente asociada a los clásicos de la literatura. Sus ilustraciones de la Divina comedia, Don Quijote, El Paraíso perdido, Orlando furioso y una extensísima lista de títulos más supusieron un hito en la historia de la edición y conformaron todo un imaginario romántico de raigambre popular, estrechamente ligado a un particular estilo gráfico. Así, cuando se habla de los «grabados de Doré», enseguida acuden a la mente esas ilustraciones de intrincadas líneas que aportan todos los matices de gris, y que no eran debidas a Doré, sino al parsimonioso trabajo de un equipo de grabadores que interpretaba sus dibujos en aguada y gouache –si Doré hubiera pretendido grabar todo lo que producía habría muerto en el intento–. En su día, el éxito de sus ilustraciones y particularmente de esta técnica –con el culmen que supusieron en 1866 sus ampulosas y solicitadísimas ilustraciones de la Biblia– fue fulgurante. Un éxito que, sin embargo, siempre le supo a poco, deseoso como estaba, frente a esta disciplina considerada «menor», de obtener reconocimiento como pintor y escultor, algo que nunca consiguió. Y ello pese a que el «gran arte» parecía hecho para él: en sus óleos de temática histórica, mitológica o religiosa, personajes más o menos bíblicos y miguelangelescos se arraciman; y en sus paisajes, montañas y valles imposibles se pierden en horizontes de un romanticismo exacerbado. Cierto que la factura no siempre es igual de delicada y que sus composiciones a menudo pecan de pretenciosidad cuando no de sentimentalismo. Pero si Doré tendía a la grandilocuencia en sus pinturas e ilustraciones serias, esta desaparecía cuando se empleaba en dibujos humorísticos, también presentes a lo largo de su obra, y en los que, consecuentemente, tendía a un grafismo más depurado. Podríamos citar a este respecto sus ilustraciones de Las aventuras del barón de Munchausen, sus maravillosas caricaturas de los diputados de Versalles y los communards en 1871 y, sobre todo, sus trabajos «de juventud», algunos de los cuales –aspecto recientemente rescatado–, ahondaron en el joven arte de la narración gráfica.

Aunque no vamos a insistir aquí en la cuestión de la genealogía del cómic, que ya hemos abordado en otro lugar, vale la pena recordar que, actualmente, existe un relativo consenso en atribuir su paternidad al pedagogo y escritor suizo Rodolphe Töpffer, autor de diversas «historias en estampas» entre 1833 y 1845. Pues bien, hecho poco conocido, estas historias ejercieron una inmensa influencia sobre el joven Doré, quien leyó ávidamente los álbumes de la collection des Jabot de la editorial parisina Aubert, que incluía varios títulos de Töpffer (pirateados) y de Cham, el más destacado de sus seguidores1. En 1847, aprovechando una visita a París, el precoz dibujante estrasburgués se presentó con un cartapacio de caricaturas bajo el brazo ante el editor Philipon, fundador de la editorial Aubert y director de la mítica revista satírica Le Charivari. Este encuentro marcará el principio de su carrera profesional ya que, fascinado por el talento del muchacho de tan solo 15 años, Philipon conseguirá que su reticente padre (ingeniero de profesión) dé finalmente el visto bueno a un contrato que garantiza a la editorial Aubert derechos exclusivos sobre la obra de su hijo por un espacio de tres años. Doré se instala pues en París y empieza a publicar con regularidad en el nuevo periódico lanzado por Philipon, Le Journal pour Rire. En sus páginas, como el resto de dibujantes del semanario, recrea escenas costumbristas y comenta jocosamente la actualidad social y artística; sus viñetas, agrupadas en renglones, suelen ser variaciones sobre un tema («macedonias»), pero también produce pequeñas historietas que evidencian su gusto por narrar. Una afición que desarrollará de manera mucho más ambiciosa en las cuatro historias largas que paralelamente publicará en forma de álbum. Así, aparecen, por orden, su parodia mitológica Los trabajos de Hércules (Travaux d’Hercule, 1847)2, Trois artistes incompris et mécontents –una Véase a este respecto, Monsieur Crépin, Monsieur Pencil. Dos historias en imágenes (El Nadir, 2012) y Los pioneros del cómic: Töpffer, Cham, Doré, Petit (El Nadir, 2014). 2 Esta historia, así como más información sobre el contexto que vio nacer en Francia estas primeras narraciones gráficas, se puede encontrar en el referido título Los pioneros del cómic. 1


sátira inclemente del prototipo de artista bohemio (idealista, incomprendido, pobre de necesidad)–, Des-Agréments d’un voyage d’Agrément –una sátira del turismo a la moda que transcurre en los Alpes– y, finalmente, en 1854, la Historia de la Santa Rusia.

Arriba: «La Exposición Universal» (Le Journal pour Rire, 1851) Sobre estas líneas: «Los ingleses en París» (Le Journal pour Rire, 1849)

Este álbum, al contrario que los anteriores, no fue publicado por Aubert sino por el editor J. Bry Aîné, ni estampado según la técnica litográfica, sino mediante xilografía, gracias al concurso de todo un equipo de grabadores encabezados por Sotain. Se trataba, también, de una obra mucho más ambiciosa que sus predecesoras: con sus más de 100 páginas, La Santa Rusia se proponía narrar en clave paródica toda la historia de Rusia, desde sus orígenes más remotos hasta los preliminares de la Guerra de Crimea (1853-56). Porque, particularidad añadida, la obra nacía a raíz de este conflicto bélico que enfrentó al Imperio ruso contra las fuerzas coaligadas del Imperio otomano, Gran Bretaña y Francia. La salvaguardia de los derechos de los cristianos ortodoxos bajo dominio otomano fue el pretexto del zar para una guerra que pronto se internacionalizó cuando, temerosos de un excesivo aumento del poderío ruso, el gobierno inglés y Napoleón III (aupado por la revolución en 1848, sepulturero de la misma en 1852), acudieron en socorro del sultán. Doré, al compás de los acontecimientos, concibe pues su obra como un panfleto anti-ruso (como hará Hergé 75 años más tarde con Tintín en el país de los soviets), que clama por una victoria que lave la afrenta de la derrota de la Grande Armée en 1812. Por fortuna, consigue trascender ampliamente esta premisa inicial y, pese a algún extravío


Dés-Agréments d'un Voyage d'Agrément, 1851 («Mientras dibujaba el pintoresco interior de esta cabaña, una tierna vaca apareció por detrás y lamió mi dibujo»)

y chiste fácil, alumbrar una divertida y delirante crónica, recorrida por destellos de auténtica genialidad. El profesor David Kunzle ha dejado en su monumental The history of the comic strip un pormenorizado análisis de la obra, que se reproduce en las páginas que cierran este libro. Inútil, por lo tanto, insistir sobre el propósito, los motivos y el contexto histórico de la misma. Sí podemos, sin embargo, avanzar su aspecto más celebrado: el modo en que Doré imbrica texto e imagen. En este sentido, el caricaturista suma, aparte de la obvia influencia de Töpffer y Rabelais, directa o indirectamente, la de Laurence Sterne (1713-1768) y su Tristram Shandy, verdadera antinovela con su narración discontinua intercalada de curiosidades como rarezas tipográficas, páginas jaspeadas y páginas en negro, que tuvieron eco en toda una generación de autores románticos. Recurriendo a procedimientos parecidos, Doré despliega un catálogo de hallazgos gráficos que beben de Grandville, Cham y el vasto campo de experimentación que supone la prensa satírica del momento, mientras verbalmente acumula anacronismos, citas falsas, juegos de palabras y recursos metanarrativos, que solo abandona en las últimas páginas por belicosas caricaturas más convencionales (probablemente recicladas para la ocasión). Todo un alarde de inventiva en un artista de 22 años que Philippe Kaenel ha definido como «bromista, excéntrico, algo impertinente, de una imaginación desbordante, de una prolijidad asombrosa».

Sorprende pues la renuncia definitiva de Doré al género de las «historias en estampas» que siguió a la publicación de la obra, por otro lado achacable a la falta de prestigio del mismo y el fracaso comercial a los que alude Kunzle. Renuncia mayor en tanto no fue solo a la narración gráfica sino a la escritura en sí. Doré reiterará en futuras ilustraciones el imaginario presente en La Santa Rusia (monjes, caballeros, ejecuciones, batallas y toda la vena pintoresca y truculenta típica de la imaginería romántica), pero en adelante someterá siempre sus dibujos al dictado de la pluma de otros. Alentado por los éxitos de sus ilustraciones y los elogios de Nadar o Gautier, Doré se sintió sin duda llamado a destinos artísticos más altos. Fueron sus ilustraciones y no sus historietas y caricaturas («pecados de juventud» hasta hace poco ampliamente ignorados), las que influenciaron a numerosos dibujantes y artistas posteriores. Un aspecto fundamental de su producción que, sin embargo, se nos revela incompleto a la vista de esta otra dimensión artística en la que Doré se empleó con persistente entusiasmo. Un arte que se prometía fecundo pero del que, lamentablemente, más tarde renegó, contribuyendo a su postergación y olvido. Es hora de redescubrirlo. René Parra Valencia, noviembre de 2016



HISTORIA DE

LA SANTA RUSIA O rus, quando te aspiciam! Horacio Qui les meut? qui les poinct? qui les conduict? qui les ha ainsi conseillé? Ho, ho, ho, ho ! Mon Dieu, mon sauveur, aide-moi, inspire-moi, conseille-moi. Rabelais

Confucio

El origen de la historia de Rusia se pierde en las tinieblas de la antigüedad.

Hasta el siglo IV no empieza a tomar forma.

Pero la primera era de esta historia no ofrece ningún interés.


Los cronistas más antiguos señalan que hacia el año II o II ½, el hermoso oso Polnor se dejó seducir por la lánguida sonrisa de una joven marsopa, y que de esta unión culpable nació el primer ruso. (Nest.: ap.: et ecc.; gloss. Conrad.; apud. Sev.!: ? et q. s.)

Desde entonces, espíritus eruditos se han molido a palos defendiendo sus posiciones, a cada cual más traída por los pelos.

Y es con esta incrédula y orgullosa sonrisa, querido lector, que te aconsejo acoger lo que solo una enloquecida erudición o un odio ciego al adjetivo ruso han podido inspirar.

Otros, sin embargo, hablan de pingüinos en lugar de una marsopa. (§ IIC, eccl. t. 816: et apud Gall.: int.: et contra: § IIXIIV etenim vero: ? sed. in. imp.: de tit. 181.)

Pero no es cometido nuestro dejarnos aturdir por esos torrentes de saber inútil…

Por lo demás, remontarse hasta las fuentes de esta accidentada historia, equivaldría a querer remontar los Urales…

Lo que sería de una frialdad glacial.



Como el siglo siguiente continĂşa presentando una sucesiĂłn de acontecimientos descoloridos, temo, amigo lector, indisponerte hacia mi obra cargĂĄndote desde el principio con dibujos aburridos. Sin embargo, mi editor, como hombre concienzudo que es, me ha instado vehementemente a dejar el espacio indicado, con el fin de demostrar que un historiador hĂĄbil puede ser llevadero sin omitir nada.


Inmolación en el altar de Perún de los ciudadanos encausados, culpables de haber hablado con franqueza.

Los antiguos rusos adoraban a Perún, dios de la paz, de las cosechas, de los ejércitos, de la amistad, del comercio, de la guerra, del honor, de la gloria, de la astucia, de la mentira y la ortodoxia, etc., etc., etc.

Esta religión prescribía expresamente que se respetara a las serpientes y demás reptiles.

Los sacerdotes no dejaban pasar ocasión de añadir a este principio la sanción del látigo. De esta ignota época data el knut, palabra que en el dialecto lacónico y expresivo de los eslavos significa medio de persuasión firme, constante, incisivo y único capaz de despojar al viejo ruso de su rudo caparazón.

Los antiguos rusos hacían mucho caso a sus mujeres, por las que preferían dejarse conducir en todo y para todo.


Cansada de ser gobernada únicamente por instinto y capricho, la nación rusa se plantea un día elegir un jefe.

Terminado el debate, los partidos se muestran de acuerdo en un punto: que es necesario un hombre íntegro para gobernar una nación.

Se ven pues obligados a pedir al país vecino, Asia, que les envíe gente donde escoger.

Al salir del baúl, el elegido es Rúrik, ya que demuestra tener un ingenio más afilado y, sobre todo, una cabeza mejor puesta sobre los hombros que sus hermanos.


Nada más subir al trono, Rúrik marcha sobre Constantinopla.

Luego regresa…

Igor, su sucesor, marcha sobre Constantinopla…

…y regresa a Nóvgorod,

Oleg, su sucesor, marcha sobre Constantinopla…

…y regresa a casa,

Víctima del mismo mal de familia (zarina kólica), Iziaslav consulta, tras subir al trono, a su médico, quien se apresura a decirle que todo es una mera ilusión, y que solo necesita tomar las aguas del mar Negro, en el alegre país de Turquía.

…y muere de un cólico nefrítico.

…donde no tarda en morir de un cólico nefrítico.

…donde la enfermedad de sus padres no tarda en acabar con él.

Tranquilizado por estas palabras, Iziaslav se dirige a su destino declarando que volverá más fuerte que un turco1.

De vuelta, Iziaslav maldice la ventosidad, que le ha sido adversa.

Pero la acogida que le dispensan en este balneario le ofende de tal modo que, colérico, estrella todos sus navíos sin provecho alguno. 1

Pero, en esas, le sobreviene una ventosidad aún más adversa, y expira.

La expresión francesa «fuerte como un turco» equivale a la española «fuerte como un roble». (Todas las notas numeradas pertenecen al traductor.)


La ilegitimidad de esta elección arrastra al pueblo a las mayores laxitudes, algo que indigna a su hijo Igor, quien hace recaer sobre él estos síntomas alarmantes.

En el mismo instante, Vasili, espíritu resuelto y enérgico, aprovecha el descontento general para proclamarse sucesor de Iziaslav, y declara con toda la fuerza de sus pulmones que solo hay una tabla de salvación: él.

Pero, en fin, demasiados cólicos. Y no sé hasta qué punto mi imparcialidad, de un lado, y la decencia, del otro, me permiten continuar siendo un narrador exacto.

Igor, su sucesor, acude rápidamente a Constantinopla y anuncia al conserje de la puerta, quien duda en abrir, que solo viene a proponer un tratado, ¡oh!, un tratado en adelante imposible de violar sin ganarse la enemistad de Europa, y que, en cualquier caso, tiene tras de sí a los mismos hombres de 1812.

Ante lo cual, los turcos, que nunca han gustado de juegos de palabras, responden que es así como entienden los tratados.