El Cuaderno 68

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_Xandru Fernández

elcuaderno / corrupción de culto / número 68 / mayo del 2015

En el convento de San Francisco, en Puebla (México), se conserva el cuerpo del beato Sebastián de Aparicio, fallecido en 1600. Lo tienen expuesto en un sarcófago de cristal. No parece un cadáver. Parece un vagabundo a quien hubieran molido a palos, pero cadáver no parece. Si mañana tuviera lugar el tan anunciado apocalipsis zombi, los difuntos incorruptos como el beato Sebastián contarían con una ventaja adaptativa: la de poder infiltrarse entre los vivos sin ser detectados fácilmente.

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Lo que nos aterra de las películas de zombis no es solo que los muertos caminen y ataquen a los vivos, sino que, a pesar de su dieta rica en proteínas, su estado no mejora: siguen pareciendo cadáveres. Un zombi de piel sonrosada, con la dentadura completa y correctamente vestido no se diferenciaría demasiado de Jeffrey Dahmer o de Christine Lagarde. A los cadáveres se les supone cierta incapacidad para recitar versos y tocar el bandoneón. De ahí que la resurrección de Beethoven o de Shakespeare no haya sido el tema de ninguna superproducción de Hollywood. Tampoco lo han sido los zombis incorruptos: ante un cadáver andante que no parece un cadáver, uno no reacciona con horror. Sería de hecho bastante difícil atravesarle el cráneo aun en defensa propia: en cuanto el prójimo deja de parecer carroña, desarrollamos hacia él cierta empatía, incluso compasión. Nos haríamos amigos suyos y nos dejaríamos comer mientras nos jactamos de lo mucho que hemos avanzado en su rehabilitación dietética. Desde luego, no sería imposible que un zombi incorrupto nos produjese algo de repulsión. Después de todo, los cuerpos que no se han descompuesto no se conservan exactamente como estaban cuando estaban vivos, sino cuando se murieron, que no es lo mismo. De un modo análogo, la conservación óptima de una pirámide azteca no implica que esta vuelva a cumplir la función para la que fue construida, sino mantenerla como estaba cuando dejó de cumplir esa función pero aún no había sido atacada y devastada por el tiempo y la usura. En algo así pensaba Malraux cuando definió la cultura como «todo lo que sobre la tierra ha pertenecido al amplio dominio de lo que ya no es, pero que ha sobrevivido». La cultura como resto arqueológico, como patrimonio o, sencillamente, como cadáver. La política cultural, entonces, sería el arte del embalsamador. Malraux hizo política cultural desde la convicción absoluta de que solo lo inactual tiene derecho a ser cultura, e inició un ambicioso proyecto de democratización de la cultura consistente en garantizar a todo el mundo el acceso, el conocimiento y el disfrute intelectual de los grandes cadáveres del arte. Todo lo que no fuese cultura así concebida sería, simplemente, divertimento: ocio. Es un esquema booleano: cultura y ocio duermen en habitaciones separadas, y donde está uno no puede estar la otra. Invitación también al juego de palabras: si lo contrario del ocio es el negocio (nec otium) y si la cultura se opone al ocio, entonces por fuerza toda forma de cultura será negocio, aunque no todo negocio sea cultura.

Es comprensible que la cultura, entendida à la Malraux, sea y tenga que ser un negocio: la conservación y restauración de ese pasado que se resiste a pudrirse requiere grandes inversiones de dinero que, en una sociedad como la nuestra, y no hay otra, obedecerán a la búsqueda de una rentabilidad. fcc nunca invertirá en restaurar retablos barrocos a no ser que, a cambio, obtenga un beneficio superior al de dejar ese capital produciendo intereses en una cuenta bancaria. Hacer negocio con el patrimonio cultural era algo que a Malraux ya se le había ocurrido tiempo atrás, mucho antes de embarcarse en la nave patriótica del general De Gaulle y asumir el papel de ministro de Asuntos Culturales. En 1923, las autoridades coloniales le habían detenido en Camboya, junto a su mujer, por arrancar varios relieves del templo jemer de Banteay Srei con la intención de venderlos. Es sabido que Malraux organizó la defensa de su caso arremetiendo contra la dejadez del Estado francés en materia de patrimonio arqueológico: el delito que se le imputaba no habría podido cometerse si el Estado hubiera hecho los deberes protegiendo adecuadamente el templo. De ahí a la denuncia pública del colonialismo francés no hubo solución de continuidad, pero tampoco coherencia argumentativa: a Malraux el anticolonialismo le vino impuesto por sus experiencias en Indochina, dentro de las cuales el caso Banteay Srei fue tan solo un comienzo desafortunado. Los relieves de Banteay Srei. Su conservación, su exhibición, su venta: ninguna de esas operaciones


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