El Cuaderno 58

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elcuaderno cortos de verano

Javier García Rodríguez Todo incluído

sumar. Y después, el señor Comares y su hijo y heredero ofrecen a los clientes que se hagan un par de docenas de fotos sujetando a los animales, belicosos y poco dóciles, clientes satisfechos y orondos que beben cubalibres de marca desconocida y lumumbas y destornilladores, aunque ellos no lo sabrán nunca. ••• Anima el cotarro un argentino rapado que abronca sistemáticamente a los guiris («los putos guiris» o «estos guiris cabrones», dice él a la menor ocasión y sin cortarse ni un pelo) y a sus niños repelentes por no respetar los silencios y los turnos, por no respetar la disciplina, por correr por el salón, por no divertirse comedidamente, por ser de países que no han producido a Borges y a Cortázar. A nosotros nos atiende solícito un camarero amanerado de nombre José Luis, tan parecido al cantante de «pavo real, pavo real…» (aquel cantante venezolano con tono de voz de tenor dramático y padre a su vez de Génesis, Liliana y Lilibeth Rodríguez, estas dos últimas también cantantes y actrices, aunque usan el apellido materno, Morillo, por comodidad, publicidad o tal vez por hipotéticas rencillas edípicas con su progenitor), que nuestro vecino de mesa el del «manólogo» lo ha bautizado desde el primer día como José Luis Rodríguez El Pluma. El tal José Luis autóctono se divierte requebrando teatralmente a las jubiladas y comiéndose con los ojos a los jovencitos nórdicos, pensando tal vez en sus edredones. ••• La noche que actúa el malabarista Miki, que se comporta en el mínimo escenario con los ademanes y la soltura impostada de un artista del Cirque du Soleil, el poco espacio público lo ocupan niños con turutas y pajaritas de pega, parejas que discuten mientras toman cava chungo, una niña desnutrida que salta como un resorte cuando suena el Gangnam Style, para regresar después de

Mercedes Abad

La tía Gloria

—¿Puedo contarte un secreto? —Sí, claro. Me encantan los secretos. —¿Y no se lo dirás a nadie? —Si tú me lo pides, mantendré la boca cerrada. —Te lo pido. Solo después de mirar en derredor suyo y de cerciorarse de que nadie podía oírnos, se atrevió a decirme con un hilillo de voz: —¿Sabes que Gloria en realidad no es mi tía? —¿Ah, no? —solté yo luchando por no dejar traslucir mi profunda estupefacción. —En realidad es mi madre. Pero se empeña en que juguemos a fingir que somos tía y sobrina y se inventa todo el rollo de que mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando yo era casi un bebé. Y si la llamo solo Gloria en lugar de tía Gloria ni siquiera me contesta. La sangre volvió a hervirme en las venas y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para que aquella niña, que era inteligente y perspicaz, no me lo notara. Pero cuando, poco después, volví a ver a Gloria, un invencible deseo de enfrentarme con ella me impulsó a arrastrarla, escaleras arriba, hacia un sombrío cuartucho, situado en una especie de torreón, donde yo había instalado mis utensilios de pintura y nadie entraba jamás. Solo cuando cerré la puerta tras de mí, logró ella zafarse. —Qué violencia —dijo entreabriendo la boca de la forma más sexy y soltándose el pelo que llevaba recogido con su sempiterno lápiz—. No imaginaba que pudieras ser tan vehemente. Traté de mirarla con la mayor frialdad mientras ella, que obviamente había malentendido mis intenciones, avanzaba lentamente hacia mí y, tratando de seducirme, se despojaba de la ancha camisa blanca y de la parte de arriba del bikini. No era, tal y como Betty y las otras repetían sin cesar, una mujer tan guapa, pero sus movimientos la hacían parecer irresistiblemente atractiva.

Número 58 / Julio del 2014

su eléctrico vaivén, vencida y desarmada, al sofá familiar, jóvenes madres, parejas de lesbianas con niños naturales y desinhibidas y, por tanto, tan normales y tan burguesas que la pareja de ancianos que tienen a su lado ni se inmuta cuando llega el turno de los besos de tornillo con lengua. ••• Una noche, tras los Funny Games («not funny» y «not games at all», dice un niño malcriado pero bastante observador), nos ofrecen la actuación de los perritos saltimbanquis. Los cánidos atienden poco y andan sobrados de energía, celos y mala leche, por lo que acaban correteando por el salón sin orden ni concierto, y llegan a morder a un niño que se acerca demasiado. Consiguen de vez en cuando, eso sí, caminar a dos patas vestidos de sevillana (Molly), saltar obstáculos como caballitos enanos amaestrados, atravesar aros de colores dando brincos muy simpáticos o bailar un pasodoble sin pisarse los callos. El culmen de su espectáculo es que son capaces de decir los puntos que han salido en un dado gigante de gomaespuma lanzado por la inocente mano de uno de los infantes no difuntos. Decir es un decir en este caso, porque ellos ladran los puntos, como puede suponerse. Y qué gracia les hace a los hooligans de Brístol o de Liverpool, estos tipos de más de cincuenta y pico años a los que les cuelgan los tattoos de sus carnes picadas de varicela, de sus bíceps fláccidos, de sus glúteos de premier league. Suena entonces por la megafonía Somewhere over the rainbow en vaporosa (¿pavorosa?) versión con campanillas sintetizadas y entonces todos cantamos, porque todos somos Dorothy. ••• Se cuenta que algunas familias han quedado cosificadas en la arena de la playa, como estatuas fijadas a la orilla por la experta mano de un hippie contumaz, que duerme por la noche al lado de un dragón flamígero y una iglesia gótica. ¢

Sabía imprimir un encanto loco a la forma en que movía el cuerpo con un grácil contoneo de las caderas mientras sacudía de un lado a otro la cabeza y hacía ondear la rubia melena con una sonrisa resplandeciente y una mirada que parecía contener toda la luz y la vivacidad del mundo. Honestamente, no sé qué habría ocurrido allí si la puerta del cuartucho no se hubiera abierto de pronto y Betty no hubiera aparecido con una expresión de desconcierto primero y de furia después. Yo, desde luego, eché a correr detrás de ella después de su portazo. —No ha pasado nada; no es lo que crees —me oí decir a mí mismo como miles de veces se han oído decir a sí mismos millares de maridos o de compañeros o de amantes. Y no me hizo falta ver la expresión de Betty para saber que aquello no tenía buena pinta. Después de aquello ya no volvimos a ver a Gloria ni a la niña y al poco el verano tocó a su fin y cada cual regresó a su ciudad, Tom y Carmen a Londres y a Barcelona los demás. Durante un tiempo me consagré en cuerpo y alma a tratar de salvar mi matrimonio y aunque me consta que Betty luchó por olvidar lo sucedido (es decir, lo que no llegó a suceder), e incluso fingió que lo había conseguido, las cosas entre nosotros no volvieron a ser como antes. Aún pasamos otro verano juntos, pero ya no en Ibiza, sino en la India, antes de separarnos. Luego cada cual siguió su vida, aunque nuestros dos hijos sean la causa de que mantengamos un vínculo y nos veamos de vez en cuando. Celebro que a Betty le haya ido bien con su restaurante, del que acaba de abrir una nueva sucursal en Tokio tras clamorosos triunfos en París y Nueva York. Yo tampoco puedo quejarme: después de algún que otro aprieto económico, las cosas me han ido bien, vivo de mi pintura y gozo de cierta cuota de reconocimiento. Fue precisamente en una muestra de arte en Berlín donde volví a ver a Susana hace una semana y de la forma más casual. Yo había examinado los folletos de la muestra casi por aburrimiento, pues había llegado demasiado pronto a mi cita en un bar cercano


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