El Callejón de las Once Esquinas
durante los combates hubo tal cantidad de muertos que los apilaban para que les sirvieran de escalas y poder asaltar las casas por los balcones. Corrí tras ella hasta la calle Romea donde le perdí la pista; allí no percibí más señal que el vuelo de su mantón adentrándose por la puerta de una taxidermia. Siempre impresiona ver la muerte detenida, decenas de animales en las estanterías ordenados por su fiereza y las paredes sembradas de cabezas de venados, mostrando el esplendor blanqueado de sus cornamentas. No sabía muy bien lo que me proponía, en principio sólo quería encontrarla. Descorrí una cortina que ocultaba un cuartucho donde olía a cadáver de mofeta, sobre un hornillo se estaban cociendo unos cráneos de jabalí para despojarlos, seguramente más tarde, de toda la carnaza. Era el taller del disecador, con todo su instrumental sobre un tablón sostenido por caballetes. Salí de allí pitando. Al final del pasillo me topé con unas escaleras que conducían a la típica bodega aragonesa labrada en ladrillo; allí, en medio de la cavidad, estaban Pilarín y el taxidermista, rodeados de bañeras rebosantes de ácidos y alumbres. Al verme bajar las escaleras, el hombre se dirigió a mi encuentro. —Señor, lamento decirle que a estas horas la tienda está cerrada para los turistas. —No hago turismo, seguía a esa mujer para hacerle una entrevista cuando he visto lo que hacía con esos desgraciados. Al oír esto Pilarín me increpó desafiante: — ¿Y quién le manda entrevistarme? Algún entrometido de la Hermandad de la Sopa. —En la Gaceta me pidieron que es154
cribiera sobre alguna de las heroínas de los Sitios. Ahora que la ciudad está invadida nuevamente por franceses, pensé en usted, pero ya veo que usted es otra cosa. —¡Eso es magnífico! —dijo el hombre—. Mi nombre es Santiago, pero puede llamarme Yago y a ella ya la conoce: ¡Pilarín Escarlata! Le contaré otra historia —añadió el disecador, continuando con verborrea de malabarista— para que escriba si quiere sobre ello... —Antes explíqueme qué eran esas bestias que he visto desde el pozo —le interrumpí. —A eso iba, je, je. Señalándome otra estancia me invitó a pasar a lo que parecía ser una «sala de los horrores». En unos pedestales de piedra se alzaban sobre sus dos patas traseras una colección disecada de lagartos gigantes que no tenían nada de apolíneos. —¿A estos bichos se refería? —me preguntó sonriendo. —Sí, o eso creo —respondí. —Supongo que conocerá a nuestro paisano Félix de Azara, el gran expedicionario pionero de «la evolución de las especies». De uno de sus viajes a Indonesia se trajo varias parejas de estos dragones de Komodo que donó a la ciudad para ver si eran capaces de reproducirse en cautividad. Los saurios fueron recluidos en el Jardín Botánico que, como sabrá, fue bombardeado durante la guerra y del que desgraciadamente escaparon para hacer de las cloacas de la urbe su hábitat. Desde entonces, no sólo no se han extinguido, sino que se han reproducido considerablemente gracias a que se alimentan de todo lo que les llega de las calles, ya sea un escuadrón de soldados o una remesa de abortos procedentes de las casas de citas.