Tiempo 02

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El Señor del Tiempo

El Proscripto

Louise Cooper

Permaneció inmóvil un momento más y después apartó la mano del pecho de ella, la llevó a la tela rasgada de la camisa y, delicadamente, la cubrió de nuevo con ella. -Tápate -dijo-. Y no quiero que vuelvas a hablar de sacrificios. Vuelve junto a Drachea y dile lo que has descubierto. Ella frunció el entrecejo. -¿Que se lo diga a él? Pero... Tarod se echó a reír; una risa ronca que contrastó vivamente con sus anteriores modales. -Bueno, puedes decírselo o no, según prefieras. ¡A mí me da lo mismo! Drachea puede divertirse con sus juegos infantiles, pero no es ninguna amenaza. Si lo fuera, ya no estaría vivo. Sus palabras eran bastante casuales, pero su significado estaba demasiado claro. Cyllan no respondió; simplemente, asintió con la cabeza y se volvió. Esta vez la puerta se abrió al tocarla; detrás de ella, el largo tramo de escalera conducía al patio. -Volveremos a vernos -dijo pausadamente Tarod al poner ella el pie en el primer escalón. Cyllan no supo si estas palabras implicaban o no una amenaza, pero no quiso especular sobre ello. Cuando Cyllan se hubo marchado, Tarod se quedó mirando los libros desparramados alrededor de sus pies. Estaba seguro de que Drachea había irrumpido en la biblioteca por segunda vez, pero no sabía ni le importaba lo que el joven hubiese podido encontrar en su búsqueda. Incluso los ritos más importantes servían de poco en manos de un aficionado; Drachea carecía de importancia, y Tarod tenía otras cosas en que pensar. Se encaminó a la estrecha puerta del hueco de la pared y la abrió sin ruido. La luz relativamente brillante del pasillo cayó sobre él, dando un matiz cadavérico a su ya pálido semblante, y aunque estuvo tentado de seguir una vez más el camino que conducía al Salón de Mármol, resistió la tentación. Nada podía ganar con ello: el Salón estaría, como siempre, cerrado para él. Sin embargo, Cyllan había podido entrar... Era lo que Tarod había sospechado, y era también, en cierto sentido, una esperanza cumplida. En alguna parte de aquel lugar (en el plano físico o en otro, esto no lo sabía) estaba la única joya que era la clave de todo; y, como había previsto, ahora sabía que podía emplear a Cyllan para encontrarla y devolvérsela. Sin embargo, este conocimiento sólo le producía una satisfacción que no era tal. Con la piedra, volvería a ser como le había hecho el Destino: un ser cuyo origen no estaba con la humanidad, sino con el Caos. Recobraría los antiguos poderes; ningún hombre podría levantarse contra él, y si quería, podría abandonar toda pretensión de mortalidad y elevarse de nuevo a las alturas que antaño, en forma inmortal, había gobernado. Desde el momento en que había cruzado la última barrera astral para detener el Péndulo del Tiempo, nunca había puesto en duda aquel deseo. Había sido en él como un rescoldo que sólo esperaba la oportunidad de inflamarse. Pero ahora le parecía lejano e irreal. La meta, de pronto tan próxima, había perdido su significado. Recordó que una vez había renunciado a la piedra del Caos con toda la pasión de que, entonces, había sido capaz. Se había jurado destruirla, aunque significase su propia destrucción, y cuando el Círculo se había vuelto contra él, había luchado contra el Círculo, subordinando su lealtad como Iniciado a la más importante fidelidad que debía a Aeoris y a los Dioses Blancos. Desde que había 76


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