Educación y vida urbana: 20 años de Ciudades Educadoras

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Educación: el presente es el futuro

reina el azar. Todas las bibliotecas tienen esa cualidad caprichosa de los mercados callejeros. Las manías de un coleccionista, los avatares de una comunidad, el paso de la guerra y el tiempo, la desidia, el cuidado, la imponderabilidad de la supervivencia, la azarosa selección del mercado de lance se encargan de juntar los libros, y pueden pasar siglos hasta que su unión adquiera la forma de una biblioteca o de lo que normalmente identificamos con ella. Porque los libros, aun después de habérseles asignado un estante y un número, retienen su propia movilidad. Abandonados a su suerte, se reúnen en formaciones inesperadas conforme a unas leyes secretas del parecido, a unas genealogías nunca descritas, a ciertos intereses y temas comunes. Almacenados en rincones olvidados o en montones al lado de la cama, en cajas o en estantes, esperando a ser clasificados y catalogados algún día futuro que siempre se acaba posponiendo, diseminados en ese espacio casi infinito de la Web, los textos preservados en nuestras bibliotecas se agrupan en torno a una «intención general», en torno a aquello que, en palabras de Henry James, se les suele escapar a los lectores: «el hilo en el que están enfiladas las perlas, el tesoro enterrado, el dibujo de la alfombra». Toda biblioteca, como descubrió Dewey, ha de tener un orden, pero no todo orden es el deseado ni está lógicamente estructurado. Hay bibliotecas que deben su creación a un gusto extravagante, a donaciones y encuentros casuales, a los sueños y a los deseos. Pero todas las bibliotecas, por muy caprichosas que sean, o estrictas, comparten la voluntad explícita de armonizar nuestro saber y nuestra imaginación, de agrupar y parcelar la información, de reunir en un lugar nuestra experiencia vicaria del mundo y de excluir la de otros muchos lectores ya sea por interés, por ignorancia, por incapacidad o por miedo. Llegado a este punto, quisiera hacer una pausa para considerar estas cualidades aparentemente contradictorias de las

bibliotecas. Tan constantes y trascendentales son estos intentos de inclusión y de exclusión que cuentan con sus respectivos emblemas literarios: dos monumentos que se podría decir que representan todo lo que somos. El primero, construido para alcanzar los cielos inalcanzables, surgió de nuestro deseo de conquistar el espacio, un deseo que resulta castigado con una pluralidad de lenguas que incluso hoy constituye una barrera cotidiana en nuestros intentos de darnos a conocer los unos a los otros. El segundo, construido para reunir lo que esas lenguas habían dejado registrado en todo el mundo conocido, nació de nuestra esperanza de vencer al tiempo y terminó con un fuego legendario que consumió incluso el presente. La Torre de Babel, en el espacio, y la Biblioteca de Alejandría, en el tiempo, son los símbolos gemelos de esos intentos. Emulándolas, mi pequeña biblioteca es un recordatorio de estos dos anhelos imposibles: el deseo de contener todas las lenguas de Babel y la ambición de poseer todos los volúmenes de Alejandría. La historia de Babel se cuenta en el capítulo undécimo del Génesis. Tras el Diluvio, los pueblos se desplazaron hacia el Oriente, a la tierra de Sennaar, y allí decidieron construir una ciudad y una torre que llegara al cielo. «Bajó Yahvéh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos, y dijo Yahvéh: «He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues, bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo».» Dios, nos dice la leyenda, inventó la multiplicidad de lenguas a fin de impedir que trabajáramos juntos y que llegáramos a ambicionar su poder. Según el Sanedrín, el lugar en donde se erigió la torre nunca perdió su índole peculiar e incluso hoy quienes pasan por allí olvidan todo lo que saben. Hace años, me mostraron un pequeño cerro de escombros al otro


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