VERNE, Julio. Viaje al centro de la tierra

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-Sea cual fuere esta montaña -dijo al fin- hace bastante calor; las explosiones no cesan, y no valdría la pena de haber escapado de las peligros de una erupción para recibir la caricia de un pedazo de roca en la cabeza. Descendamos, y sabremos a qué nos atenernos. Por otra parte, me muero de hambre y de sed. Decididamente, el profesor no era un espíritu contemplativo. Por lo que a mí respecta, olvidando las fatigas y las necesidades, habría permanecido en aquel sitio durante muchas horas aún; pero fueme preciso seguir a mis compañeros. El talud del volcán presentaba muy rápidas pendientes; nos deslizábamos a lo largo de verdaderos barrancos de ceniza, evitando las corrientes de lava que descendían como serpientes de fuego; y yo, mientras, conversaba con volubilidad, porque mi imaginación se hallaba demasiado repleta de ideas, y era preciso darle algún desahogo. -¿Nos encontramos en Asia -exclamé-, en las costas de la India, en las islas de la Malasia, en plena Oceanía? ¿Hemos atravesado la mitad del globo terráqueo para salir de él por las antípodas de Europa? -Pero, ¿y la brújula? -respondió mi tío. -¡Sí, sí! ¡Fiémonos de la brújula! A dar crédito a sus indicaciones, habríamos marchado siempre hacia el Norte. -¡Según eso, ha mentido! -¡Oh¡ ¡Mentido! ¡mentido! -¡A menos que este sea el Polo Norte. -¡El Polo! No; pero... Era un hecho inexplicable; yo no sabía qué pensar. Entretanto, nos aproximábamos a aquella verdura que tanto recreaba la vista. Atormentábame el hambre, como asimismo la sed. Por fortuna, después de dos horas de marcha, presentóse ante nuestras ojos una hermosa campiña, enteramente cubierta de olivos, de granados y de vides que parecían pertenecer a todo el mundo. Por otra parte, en el estado de desnudez y abandono en que nos encontrábamos, no era ocasión de andarse con muchos escrúpulos. ¡Con qué placer oprimimos entre nuestros labios aquellas sabrosas frutas, aquellas dulces y jugosísimas uvas! No lejos, entre la hierba, a la sombra deliciosa de los árboles, descubrí un manantial de agua fresca, en la que sumergimos nuestras caras y manos con indecible placer. Mientras nos entregábamos a todas las delicias del reposo, apareció un chiquillo entre dos grupos de olivos. -¡Ah! -exclamé-, un habitante de este bienaventurado país. Era una especie de pordioserillo miserablemente vestido, de aspecto bastante enfermizo, a quien nuestra presencia pareció intimidar extraordinariamente; cosa que a la verdad, no tenía nada de extraña, pues medio desnudos y con nuestras barbas incultas, teníamos muy mal cariz; y al menos que no nos hallásemos en un país de ladrones, nuestras extrañas figuras tenían necesariamente que amedrentar a sus habitantes. En el momento en que el rapazuelo emprendió, asustado, la huida, corrió Hans detrás de él y lo trajo nuevamente, a pesar de sus puntapiés y sus gritos. Mi tío comenzó por tranquilizarlo como Dios le dio a entender, y, en correcto alemán, preguntóle: -¿Cómo se llama esta montaña, amiguito? El niño no respondió. -Bueno -dijo mi tio-; no estamos en Alemania.


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