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1 «¿Cabeza o cola?», solía preguntar la abuela cuando se disponía a repartir el pudin de vainilla en forma de pez, una vez desmoldado. Como Mizzi era más rápida en responder que su hermano pequeño, la cola siempre le tocaba a Max. Con crueldad infantil, su hermana le sacaba a relucir las inmundicias que tenía en el plato. Entonces él pasaba al contraataque: ¡seguro que en la boca del pez había un gusano, y eso por no hablar de los ojos saltones! Los padres y los abuelos daban buena cuenta del resto sin inmutarse. Tras la muerte de la abuela, el molde se dejó de utilizar, pero continuó colgado en la cocina. Entretanto, Max ya había descubierto lo que se escondía tras él: la llave de la pequeña caja fuerte, atornillada en las profundidades del bufet de la cocina. Aún hoy, muchos años después, cada vez que regresaba a la casa Max se acordaba del delicioso pudin de vainilla de la abuela y de su aroma a canela, manzana y limón. Ahora, por desgracia, el olor impe7

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rante era muy diferente; el viudo apenas ventilaba y no paraba de fumar. Desde que Max tenía carné de conducir, era él quien se ocupaba del abuelo: cambiaba bombillas, cortaba el césped o le llevaba cartas al correo. Incluso había enterrado a la gata cuando murió de vieja. Con el tiempo se fueron añadiendo otras tareas. En cuanto terminaba el trabajo, el viejo asentía satisfecho, pillaba la llave de detrás del molde de pez, abría su cofrecito del tesoro y extraía un único billete del grueso fajo que contenía. Al banco iba sólo de vez en cuando, y entonces retiraba una suma mayor. En esas ocasiones, su abuelo echaba mano de un dicho en latín, cuyo significado Max acabó por desentrañar. No en vano pecunia non olet: Max también suscribía que el dinero no tiene olor. El chico solía esperarlo con impaciencia sentado en el sofá verde de la cocina, un mueble que llevaba allí desde que él tenía memoria. Su abuela lo había compartido durante años con una gata que se afilaba las uñas en la suave tapicería de mohair, por lo que en la actualidad parecía cubierto de césped artificial. En su infancia, las visitas a casa de los abuelos representaban una aventura; ahora, en cambio, eran sobre todo una obligación o, mejor dicho, un lucrativo trabajo. El abuelo siempre se había esforzado en caer bien a su nieto y le hablaba en un tono cercano a la confidencia, pero en un lenguaje de lo más pasado de moda. «Mira, chaval, lo creas o no, en otros tiempos yo era todo un gallito –como tú ahora– y tu abuela, una pollita preciosa.» 8

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Max conocía la ajada foto del gallito y la pollita. Willy de uniforme, Ilse con vestido tradicional bávaro. Él, duro y anguloso; ella, romántica y aburguesada; finos y espigados ambos. La mayoría de las veces el abuelo le pasaba cien euros para gasolina y cigarrillos, al fin y al cabo, estaban entre hombres. Cierto que Max había dejado casi por completo el tabaco a los diecinueve años, pero de eso no tenía por qué enterarse el abuelo. Un día estuvo a punto de pillarlo: «¡Max, tu madre me ha dicho que hace más de un año que no fumas!» Max se ruborizó y sólo acertó a tartamudear: «Las madres no siempre lo saben todo...» El viejo esbozó una sonrisa comprensiva, pero no sacó ni un billete. Y eso que precisamente ese día, por primera vez, Max le había cortado –a disgusto y más mal que bien– las uñas de los pies, amarillentas a más no poder y duras como una piedra. Una cosa así puede resultar fatal, sobre todo si uno cuenta con una determinada cantidad, porque tiene que devolverla puntualmente a un tipo con malas pulgas. Salió desesperado de la casa del abuelo, pero decidió dar media vuelta. Sabía dónde encontrar lo que necesitaba. Max tenía llave de la casa desde hacía dos años. El abuelo casi nunca lo oía entrar y, en caso de que lo oyera, podía improvisar alguna excusa. En el salón, como de costumbre, la tele estaba encendida a un volumen atronador. Max pescó la llave de detrás del molde, abrió la caja fuerte y se sirvió.

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Al cabo de un mes su madre le contó, con aire preocupado, que el abuelo había despedido a su señora Künzle. Al chico no le extrañó, pues en los últimos tiempos la casa parecía más una pocilga que otra cosa, hasta que se enteró de que sospechaban que la mujer había robado dinero. Su madre no acababa de creérselo, seguro que el viejo había cambiado el dinero de sitio y culpado injustamente a su asistenta. –En las residencias para la tercera edad es el pan nuestro de cada día –dijo ella–: los ancianos no encuentran sus joyas porque las han metido debajo del colchón, buscan en vano fotos, cartas o dinero en efectivo porque no recuerdan dónde los han escondido por última vez. Las cuidadoras ya están acostumbradas a las sospechas, pero la señora Künzle, que ha pasado tantos años partiéndose el espinazo por tus abuelos, se siente dolida hasta la médula. De haber obrado todavía el dinero en su poder, Max lo habría devuelto a escondidas. –Vamos a tener que pensar cuanto antes en alguna solución –añadió su madre. –Una polaca –sugirió Max. –¿Con sus prejuicios contra los inmigrantes? Pero tú sí puedes hacer una buena obra –dijo, tendiéndole un billete de cincuenta– y llevarle la cesta de la ropa limpia. Quizá de ahora en adelante podrías ocuparte un poquito más de él. –A las paredes no les iría mal una mano de pintura –apuntó Max, pensando en un encargo de mayor envergadura. Pero su madre opinó que no valía la pena, en realidad el abuelo ya no debería vivir solo. 10

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–Muy bien –atajó Max–, en ese caso puede mudarse a la habitación de Mizzi. Su madre se echó a reír. –¡Eso díselo a tu padre! El hombre todavía albergaba la esperanza de que su hija regresara un día al hogar familiar. En 1975, para las bodas de plata, el abuelo había regalado a su esposa un abrigo de pieles, aunque no nuevo del todo. En aquella época, entre las parejas circulaba el chascarrillo: «Si te mueres tú primero, me iré a vivir a Mallorca.» Las mujeres lo encontraban divertido, ya que por regla general eran ellas las que sobrevivían a sus maridos. A Willy jamás se le habría ocurrido abandonar su patria a una edad tan avanzada y encima tener que cambiar a una lengua extranjera. Pero tampoco se le habría pasado por la cabeza que su Ilse pudiera desaparecer antes que él. Al fin y al cabo, ella era cinco años más joven y tenía una salud de hierro, o al menos eso creía él. Le horrorizaba imaginar cómo le habría llegado la hora mientras estaba completamente sola. Seguro que se había pasado tres días tirada sobre las frías baldosas en camisón, sin poder moverse ni pedir ayuda, mientras su marido salía con los compañeros de clase que aún gozaban de movilidad. Cuando regresó a casa, la encontró muerta. En aquella época aún estaba lo bastante en forma para viajar solo. Hoy ya no se habría atrevido. Apenas podía creer lo rápido que había envejecido en los últimos tiempos. Eso era lo que le sucedía a uno cuando de repente enviudaba. Y eso que él y su 11

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esposa nunca habían formado una pareja ideal. ¡Él que siempre había soñado para sí con una mujer a la altura de sus pretensiones intelectuales! Sin embargo, jamás se había quejado. Ilse tenía otras preferencias, era una persona apacible que nunca levantaba la voz ni utilizaba expresiones malsonantes. Después de más de cincuenta años de matrimonio, las parejas no suelen hablarse demasiado, mejor eso que andar a la greña. No obstante, Ilse y Willy sí habían formado un equipo perfecto. Ella carecía de permiso de conducir, no sabía rellenar los formularios de las transferencias y tampoco tenía la menor idea de a cuánto ascendía su pensión de jubilación. Recibía con puntualidad el dinero para los gastos domésticos y con ello se daba por satisfecha. Willy no sabía ni cocinar ni planchar, y jamás se había preocupado de los numerosos contactos sociales que Ilse había ido cultivando a lo largo de los años. Tras la muerte de su esposa, el viejo había aprendido a meter precocinados en su nuevo horno microondas y a prepararse el café o el té. Lamentablemente, ya no existían –como en la posguerra– los pollos en conserva, en su opinión el único invento acertado de los americanos. Era abrir aquella enorme lata y el ave en salsa se escurría fuera salpicando, y los huesos eran tan blandos que casi se podían comer. A veces le entraban unas ganas imperiosas de degustar aquel plato tan contundente. Después de morir Ilse, la mujer de la limpieza pasó a ocuparse también de la vajilla y la colada, hasta que acabó por ir tres veces por semana. Su esposa le había prohibido, años atrás, que la llamara así, debía referirse a ella como «señora Künzle» o «nuestra hada buena». 12

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Cuando más añoraba a su mujer era en los días cálidos, en los que ella solía servirle el desayuno en la terraza. Ilse volcaba todo su amor en su jardín rocoso, pasaba horas y horas brindándole cuidados aquí y allá. A él siempre le había maravillado con qué alegría descubría de pronto una diminuta florecilla, lo feliz que podía hacerla una lagartija que tomaba el sol sobre una piedra o una ardilla correteando por el abeto. Cuando el viento se llevaba las hojas amarillentas de los árboles, solía gritar entusiasmada: «¡Mira, Willy! ¡Lluvia de estrellas, como en el cuento!»* Para él recoger hojarasca, arrancar las malas hierbas o cortar el césped representaba la peor de las torturas, lo cual explicaba el aspecto que ofrecía ahora el jardín. El abuelo ya sólo almorzaba delante del televisor encendido, por muy buen tiempo que hiciera. Recientemente se le había resbalado del plato un aceitoso huevo frito; aunque, por fortuna, en la tapicería de la butaca de felpa rosa de Ilse apenas se apreciaba la mancha amarilla. De no haber sido por el chico, que de vez en cuando lo ayudaba, es muy posible que el hombre hubiera acabado por abandonarse. Días atrás le había pedido que le cortara el pelo y Max había soltado una sonora carcajada. «Abuelo, ya no queda gran cosa que cortar...» Petra, su nuera, estaba preocupada por el anciano, pero su marido hacía oídos sordos a sus comentarios. A Harald no le gustaba visitar a su pa*  Referencia a un cuento de los hermanos Grimm titulado Sterntaler, traducido al castellano como El dinero llovido del cielo. (N. de la T.)

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dre y sólo lo hacía cuando su hermana, emigrada a Australia en su juventud, se lo pedía con insistencia. «De momento papá aún puede arreglárselas», aseguraba él. Petra era consciente de los problemas que su marido tenía con su padre, pero no veía en ellos motivo suficiente para que eludiera sus responsabilidades. Contra la voluntad de Harald y tras una leve discusión, el matrimonio partió una fría mañana de domingo hacia Dossenheim, un barrio periférico de Heidelberg, a fin de comprobar in situ el alcance de la situación. Mientras padre e hijo tomaban una copa de coñac en el salón y departían sobre la incapacidad de los políticos del momento (hacía tiempo que los temas personales eran tabú entre ellos), Petra llevó a cabo una inspección. Terrible lo que encontró al abrir la nevera. Casi todo enmohecido, caducado, grasiento. La ropa sucia se amontonaba encima del sofá de la habitación de huéspedes, apestaba. Las sábanas, al parecer, no se habían cambiado desde hacía una eternidad. El olor a humedad que dominaba en la parte helada de la casa se mezclaba con el hedor de los puros; en el salón y la cocina, en cambio, hacía un calor desmesurado. Finalizada su expedición Petra preguntó a su suegro cuándo había comido caliente por última vez. El día anterior había ido a un restaurante, dijo, donde servían un escalope con salsa de champiñones buenísimo. Con el coche no tardaba más de cinco minutos en llegar. Fue en ese momento cuando Harald, por fin, aguzó el oído. Le había pasado completamente por alto que su padre, a punto de cumplir noventa años, 14

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continuaba circulando por las carreteras en su viejo Opel. –Hace mucho que deberías haber devuelto tu permiso de conducir y llevado tu coche al desguace. No me explico cómo has conseguido que pasara la ITV –le increpó en tono enérgico. El viejo lanzó a Petra una mirada implorante; esperaba su apoyo. Hacía tiempo que la consideraba una aliada, y en cierto modo lo era. Alguna que otra vez la había llamado Ilse por equivocación. –Harald lo dice por tu bien –lo tranquilizó Petra–. ¿Y si un niño cruza la calle corriendo y tú no eres capaz de reaccionar a tiempo...? –Aún conservo una vista de águila y un oído de lince –la interrumpió el anciano, dando por zanjada la conversación. Harald se pasó el camino de regreso murmurando indignado: «¡Será tozudo el viejo cabrón!», pero apenas escuchaba a Petra enumerar en voz alta posibles soluciones. El hedor de la ropa sucia en el maletero casi cortaba la respiración. –¿No lo hueles? Me parece que tu padre padece incontinencia –se lamentó Petra. Estuvieron un rato callados hasta que Harald disparó de nuevo: –Ya no puedo soportar su verborrea, siempre los mismos latiguillos: «Dejadme en paz; por mí os podéis ir todos a freír espárragos; después de mí, el diluvio; me importa un bledo, de todos modos, el mundo se hundirá pronto...» y demás. Desde luego, pensaba Petra, si Ilse viviera, todo sería más sencillo. A buen seguro se habrían muda15

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do a una vivienda más pequeña, más adecuada a su edad, en la que poder contar con una ayuda profesional acorde a sus necesidades. Con Ilse siempre había mantenido una buena relación. Su suegra solía confiarle incluso cosas de las que nunca habría hablado con sus hijos. Por ejemplo, que no había sido feliz en su matrimonio con Willy. A los dieciocho años, Ilse se había enamorado del hijo de un vecino, no muy agraciado, por cierto. Todos se burlaban de él porque tenía la barbilla muy prominente, y ella se dejó influir por ellos. Ilse optó por el imponente Willy Knobel, un chico que para los tiempos que corrían gozaba de buenas perspectivas profesionales. Fue un matrimonio tedioso, a ratos desesperante. A menudo el viejo se reía de Ilse porque su lectura preferida eran los cuentos. «Siempre será una niña», comentaba en tono displicente. No sospechaba que ella, a veces, respondía en un susurro: ¡Ay de mí, pobre infeliz, si sólo hubiera aceptado al rey Pico de Tordo!*

Petra pensaba que el viejo había empezado a querer a su esposa desde que estaba muerta. A su Ilse la echaba de menos en todos los rincones; tal vez ahora le pesara haber sido tan tacaño y tan autoritario con ella.

*  Referencia a un cuento de los hermanos Grimm titulado König Drosselbart, traducido al castellano como El rey Pico de Tordo. (N. de la T.)

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