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Ágora

Una infancia en el país de los libros Michèle Petit

Una infancia en el país de los libros

Busca abrir un espacio público para que se ventilen asuntos relacionados con la formación de lectores y escritores de manera que niños, jóvenes y adultos puedan no sólo leer y escribir, sino comprender y discernir información, imaginar mundos posibles, participar en éste, reconocer y respetar puntos de vista, distanciarse de los propios, gozar de la creación literaria y cultural, en suma, para que puedan ser ciudadanos de la cultura escrita. Se trata pues de una propuesta por la palabra como una forma de creación, recreación, comunicación, comprensión y convivencia.

Mi interés por la lectura, por los caminos alternos que ofrece para ayudar a que uno se construya, o para que se reconstruya en la adversidad, se debió a que yo sabía mucho de eso. Sin embargo, curiosamente, ese saber se hallaba oculto dentro de mí. (…) Fue sólo cuando escuché a algunas personas narrar los libros ilustrados de su niñez o las novelas de aventuras de su adolescencia, o cuando leí algunos recuerdos de lectura transcritos por escritores, cuando mi propia memoria comenzó a tomar forma. Con estas palabras inicia Michèle Petit este conmovedor relato. Su lectura es una invitación a celebrar los asombrosos caminos por los que las palabras escritas nos ofrecen posibilidades para descubrirnos, inventarnos y (re)construirnos.

Otros títulos de esta misma colección • Los libros, eso es bueno para los bebés, Marie Bonnafé • ... Pero no imposible. Bitácora de la transformación de una biblioteca escolar y su entorno, Claudia Gabriela Nájera Trujillo • Bibliotecas y escuelas. Retos y posibilidades en la sociedad del conocimiento, Elisa Bonilla, Ramón Salaberria, Daniel Goldin, editores.

Michèle Petit

Michèle Petit Es antropóloga de la lectura. Desde hace más de diez años ha investigado la lectura en diversos medios (tanto rurales como urbanos) de Francia, América Latina y otros países, privilegiando la experiencia íntima y única de los lectores. Su escucha atenta la condujo a estudiar el papel de la lectura en la construcción del ser, particularmente en lugares que se encuentran en crisis. Su obra es ampliamente conocida en lengua española, tanto en España como en América Latina, donde ha contribuido a la renovación del pensamiento sobre la formación de lectores. En esta misma colección ha publicado: • El arte de la lectura en tiempos de crisis.

• El arte de la lectura en tiempos de crisis, Michèle Petit

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Una infancia en el país de los libros Michèle Petit Traducción de Diana Luz Sánchez

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Para Lola

UNA INFANCIA EN EL PAÍS DE LOS LIBROS Título original en francés: UNE ENFANCE AU PAYS DES LIVRES Tradujo Diana Luz Sánchez de la edición original en francés de Rageot Éditeur, París © 2008, Michèle Petit Publicado según acuerdo con Rageot Éditeur, París Diseño de la colección: Francisco Ibarra Meza D.R. ©, 2008 Editorial Océano S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España. Tel. 93 280 20 20 www.oceano.com D.R. ©, 2008 Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, 10º piso Col. Lomas de Chapultepec, Del. Miguel Hidalgo, Código Postal 11000, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 www.oceano.com.mx PRIMERA EDICIÓN ISBN: 978-84-494-3768-7 (Océano España) ISBN: 978-607-400-044-3 (Océano México) Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático. HECHO EN MÉXICO / MADE IN MEXICO IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN

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Índice

Prólogo A los lectores de lengua española Chozas Osos y lobos Cantos Letras Dios Amigos Lo lejano Pasadizos secretos Felicidad de las imágenes Antiguos y modernos El mundo Infierno Liceo La Comedia Francesa Américas Paisajes interiores Divagaciones Los estudios “extramuros” Atravesando el abismo Muy bellas horas Escribir

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Prólogo

Todo trabajo “científico” es una autobiografía disfrazada. Mi interés por la lectura, por los caminos alternos que ofrece para ayudar a que uno se construya, o para que se reconstruya en la adversidad, se debió a que yo sabía mucho de eso. Sin embargo, curiosamente, ese saber se hallaba oculto dentro de mí. Yo no acostumbraba hablar del lugar que desde la infancia ocupaban los libros en mi vida, ni siquiera en los divanes de mis psicoanalistas. Uno no habla de lo que es evidente, del aire que respira, del rostro de sus amigos. No solía decir nada de esos objetos que me han acompañado siempre, de esas librerías que necesito visitar varias veces por semana, donde quiera que me encuentre. Fue sólo cuando escuché a algunas personas narrar los libros ilustrados de su niñez o las novelas de aventuras de su adolescencia, o cuando leí algunos recuerdos de lectura redactados por escritores, cuando mi propia memoria comenzó a tomar forma. Después vino la solicitud de mi amigo Daniel Goldin, quien me propuso redactar una autobiografía de lectora privilegiando mis años de formación. Titubeé. No estaba segura de querer que todo el mundo se enterara de mi vida como niña o adolescente. Y tampoco es frecuente que un investigador dé a conocer fragmentos de su experiencia íntima. A tal punto que podríamos preguntarnos si el ejercicio de este oficio no es una manera de preservarla. Pensar en Freud me dio valor. Para avanzar en sus exploraciones sobre el inconsciente él sacó a la luz mucho

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prólogo

más que las obras leídas en su infancia: sus propios sueños y las asociaciones que éstos le evocaban. Además México estaba muy lejos y eso me daba cierta libertad. Así fue como escribí alrededor de quince páginas que fueron publicadas en una recopilación de conferencias.1 Hace algunos meses, en un café cercano al Ángel que domina el Paseo de la Reforma, me sorprendió enterarme de que, en diferentes comunidades indígenas, algunos docentes se reunían para estudiar mis recuerdos antes de esbozar sus trayectorias como lectores. Asombrada, me imaginé a esos maestros de escuela en algún pueblito de Oaxaca o de Chiapas, analizando mis encuentros con Michka o Peter Pan. Esa anécdota me hizo decidirme a retomar y desarrollar el texto que había escrito, para tratar de reconstruir, sin adornarla, la experiencia de mis primeros veinte años. No leí a Proust a los doce años (esperé a tener más de cuarenta), sino las investigaciones del Gato-Tigre. No tuve como guía a Stevenson sino a Sambo y Tintin. O a La Rochefoucauld. Y muchos libros que de niña me encantaron, ahora me desconciertan: la recepción de lo que leemos seguirá siendo un misterio, incluso tratándose de uno mismo. Más que establecer una lista de mis momentos dichosos como lectora en aquellos años, he querido revisitar algunas imágenes, algunos relatos que me impactaron, o lo que hice con ellos tiempo después. Tal vez esos recuerdos le permitan a otros, como a los maestros que mencioné, 1

“Del Pato Donald a Thomas Bernhard. Autobiografía de una lectora nacida en París en los años de posguerra”, en Michèle Petit, Lecturas: del espacio íntimo al espacio público, Fondo de Cultura Económica, Col. Espacios para la lectura, México, 2001, pp. 149-168.

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recordar las historias que les contaban a ellos o los libros que iban descubriendo. En particular a todos aquellos y aquellas que deberían transmitir el gusto de leer. Así como un psicoanalista debe psicoanalizarse, un facilitador de libros, sea padre de familia, maestro, bibliotecario, trabajador social, librero o crítico, podría meditar en su propia trayectoria. Pero no hagamos de este ejercicio una imposición: que cada quien, si así le viene en gana, recupere para sí mismo o para el destinatario que elija, algunos de los cuentos, de las rimas o las ilustraciones que hicieron del mundo un lugar más habitable. Primavera de 2005

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A los lectores de lengua española

De niña, cuando veía a mi madre o mi padre leer y perderse en alguna ensoñación, me preguntaba a dónde se habían ido. Tal vez para resolver ese misterio empecé a aventurarme en los libros. Y tal vez también a eso se debió que, muchos años después, me haya convertido en antropóloga de la lectura: mis preocupaciones infantiles se transformaron en temas de investigación. En la actualidad, la historia se ha invertido: lo que me resulta más sorprendente es el rostro de los niños cuando están inmersos en un libro. A veces dejan escapar alguna frase que aclara un poco lo que ocurre entre ellos y las páginas que están leyendo. Casi siempre nos quedamos en el umbral, y así está muy bien. Como dijo la personita a la que le dediqué el presente libro: “la lectura es tu pequeño secreto”. Para acercarnos a él siempre está la posibilidad de leer recuerdos de infancia. Los escritores suelen transmitir muchos, y los mediadores lo hacen cada vez con mayor frecuencia: en toda América Latina, maestros, bibliotecarios y promotores de la lectura están rememorando las leyendas de sus primeros años o su descubrimiento del mundo de lo escrito. De México, de Argentina, de Colombia me llegan, de tiempo en tiempo, autobiografías de lectores que ellos han tenido la feliz idea de enviarme. Esos escritos me fascinan. Algunas de las obras que citan marcaron mi propia infancia, o mi adolescencia; otras poseen la extrañeza de las tierras lejanas, como esos mitos

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de La Llorona, El Mohán o El Lobizón, o ese Tesoro de la juventud que siempre me he preguntado qué aspecto tenía. Escribí Una infancia en el país de los libros porque deseaba comprender qué era lo que buscaba entre líneas cuando yo misma fui niña. Esos recuerdos son la cara oculta de mis investigaciones, en particular de las que hablan sobre la lectura en “espacios en crisis”.1 Al publicarlos, no hago sino pagar parte de mi deuda con aquellos y aquellas que nutrieron mis trabajos al contarme su historia. Espero que los títulos o los autores desconocidos que encontrarán en estas páginas tengan para ellos el mismo encanto exótico que tuvo para mí el Tesoro de la juventud, de nombre tan acertado. Y espero también que sigan enviándome sus propios recuerdos para que juntos exploremos ese misterio: el niño que lee. París, 16 de enero de 2008

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Los cuales se publicarán a fines de 2008 en esta misma colección.

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Chozas

Domar el espacio fue probablemente una de las tareas esenciales en mi oficio de ser niña. Un relato me permitió recuperar esa sensación. Se lo debo a una amiga que adoptó a una niña colombiana. Ella me contó que poco después de haber llegado a Francia, la pequeña reconstruyó en su cuarto, con unas cajas del supermercado, la vivienda improvisada en la que había dormido los primeros cinco años de su vida. Al caer la noche se robaba de la cocina un pedazo de pan y lo llevaba hasta su refugio mientras sus padres adoptivos estaban distraídos. Al cabo de varios meses optó por doblar las cajas: ya no las necesitaba. Yo no viví mis primeros años en las calles de Cali sino en Vanves, un tranquilo suburbio cercano a París, en los años de posguerra. No obstante, esa historia me ayudó a entender a la niñita que un día fui (y por lo tanto a la mujer que soy ahora), aun cuando resulte indecente comparar mi infancia con la de ella, sin embargo para nuestras asociaciones esos escrúpulos no existen. Al escucharla recordé que las paredes de mi casa no bastaban para protegerme y que dentro de los armarios, debajo de las mesas o en las páginas de algunos libros ilustrados experimentaba una tranquilidad y una felicidad físicas. Y pensé que todos los libros que había leído no eran sino cajas que no sé si algún día también doblé. Cuando intento acercarme a la geografía de mi propia infancia, me parece que lo primero es el valle que separa la cama en la que duermo de la de mis padres, y que atravieso ese valle por las mañanas utilizando como vado

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un buró, sin poner el pie en la tierra. Pero ya se están levantando y el espacio se despliega ahora en el plano vertical, separándome de ellos. Busco su mirada pero se alejan. Bajo la vista. Es la edad en que uno vive a ras de tierra, en que se está atento a los menores objetos que encuentra: piedritas, insectos, botones perdidos. Debo tener unos cuatro años. Ellos, allá arriba, intercambian palabras en una lengua de la que se me escapa todo, o casi todo. Y ocupan su tiempo en ir cada vez más arriba, más lejos: mi padre es astrónomo y mi madre está en la luna, perpetuamente. Entre ellos y yo hay una distancia inmensa, pero a veces coincidimos los tres en una altura media, el tiempo que dura una comida. O ella coloca dos cojines sobre una silla y pone frente a mí unos frascos con pintura de agua, papel. Pintarrajeo paisajes; me encanta. Trato de representar una casa con su jardín, unos arriates de hortalizas, flores. O monigotes de frágiles contornos. Esa noche estoy abajo. El libro que mi padre me ha comprado, lo ha dejado en el tapete. No tengo el menor recuerdo de la cubierta, la historia o los personajes, hasta tal punto que a veces me pregunto si realmente existió ese libro ilustrado. Pero hay algo que sí recuerdo con toda claridad: cada página es un habitáculo. Cerrado, el libro es completamente plano. Pero si lo abro, se desprende una imagen, surgen animales de colores, árboles. Doy vuelta a la página y se destaca otra imagen, en relieve. ¡Deslumbramiento! Es para mí. Un mundo para mí. Puedo zambullirme en cada imagen.Yo que nunca sabía dónde meterme y que deambulaba tan cerca del suelo, tan lejos de ellos, los de arriba. Años más tarde, un dibujo animado, tal vez de Walt Disney, me proporcionó un placer infinito y algo pareci-

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do. Los personajes principales (quizás en el fondo estaba el pato Donald) eran dos ardillitas que conducían un tren y recorrían un país de sus mismas proporciones. Nunca he podido ver de nuevo esa película ni revivir aquello que me entusiasmó tanto. Probablemente, una vez más, el descubrimiento de un mundo en armonía conmigo misma. Junto con ese primer libro y ese dibujo animado, ciertos objetos me sugirieron que yo también podría encontrar un lugar: una pequeña choza de cartón y paja que construí para la escuela, tratando de simular una vivienda de los galos; un castillo de cartón que armó mi padre, en el que hasta las piedras estaban dibujadas; o un río en miniatura que la maestra representó en una mesa con un espejo roto y un poco de arena, y que yo contemplaba con fascinación durante horas. De modo que había otro universo, un espacio que podía esculpirse con madera o papel, con grava de colores acomodada para crear jardines japoneses, con lápices y acuarelas, o con bobinas proyectadas sobre una pantalla: todo era uno. Cuando cumplí cinco años nos mudamos y el valle entre las camas se volvió un pasillo interminable, interrumpido por puertas cerradas. Por la noche, antes de atravesarlo para llegar hasta mi habitación, antes de exiliarme, yo rodaba dondequiera que estuvieran ellos. Trataba de pasar inadvertida deslizándome en un estrecho espacio que había junto a su cama bajo un estante. Éste formaba un codo y a mí me encantaba esconderme en él, al margen de la vida que proseguía, de ellos que se atareaban. Un poco asustada, sin embargo, por la idea de que pudieran aplastarme por descuido.

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En mi habitación también corría un foso entre el muro y la cama, pero éste era temible porque el colchón estaba muy alto y si los ladrones se agachaban para mirar debajo de él, pronto me descubrirían. Al final del pasillo en el que me hallaba sola, cuando caía la noche no quedaba ningún espacio, ningún rincón habitable. Para que ningún abultamiento bajo las mantas traicionara mi presencia, se me ocurrió dormir en la ranura a lo largo del colchón. Creo que fue en ese pasillo que me separaba de mi madre y mi padre donde se deslizaron los libros, domesticando lo extraño, lo inquietante. O a veces multiplicándolo.

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Osos y lobos

En el principio estuvo el libro animado, y también los álbumes del Père Castor (Tío Castor), historias de animales o de niños que viven en países cubiertos de hielo o de palmeras. Cada libro me abre los brazos, y por encima de todos, Michka. Michka es un osito que se ha fugado de casa. Va caminando por la nieve, solo en medio del bosque. En el camino se encuentra con el Reno de Navidad y lo acompaña en su ronda. Cuando llegan a la última casa, donde vive un niño enfermo, al Reno ya no le queda ningún juguete en su bolsa. Entonces Michka suspira, contempla el bosque una última vez y entra en la cabaña, se echa dentro de un zapato y con resignación espera el amanecer. Aquella imagen me desconcertaba hasta hacerme llorar, nunca supe por qué. Durante mucho tiempo pensé que me identificaba con el osito y que lloraba por su libertad perdida, por su terrible abdicación, como si desde esa edad hubiera tenido esa curiosidad por el mundo que me ha tenido atrapada toda la vida. Actualmente, cuando pienso en la mirada de Michka, en su inmenso amor, me digo a mí misma que tal vez simbolizaba al ser que velaría por mí en todo momento. Los libros sabían mucho de mí y de mis deseos más recónditos. Poseían incluso la extraña virtud de plegarse a los deseos de aquel que los abría, de expresar algo distinto para cada uno, aunque eso yo lo ignoraba. Un día, de los álbumes del Tío Castor surgió una cabra martirizada, la del cuento La cabra del señor Seguin, de

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Alphonse Daudet. Como Michka, ella también ha huido de casa; salta por la ventana, corre por la montaña que está tan hermosa, y todos allí la festejan. Al caer la oscuridad viene el lobo. Ella se defiende toda la noche, pero muere cuando amanece. Yo suplico a mis abuelos que cambien el final de la historia, que me la cuenten de otra manera, que le den una oportunidad a la cabra. Si al menos ella no se hubiera defendido tanto. Pero toda esa lucha en vano. El cuento es atroz; cada vez que lo escucho tengo la esperanza de que el desenlace sea diferente. Pero no, el lobo descuartiza a la cabra que se estuvo defendiendo toda la noche. El asunto de los libros había empezado bien pero muy pronto fue por mal camino. En casa de mis abuelos o en la escuela me cuentan historias que me atemorizan, con lobos que devoran a abuelitas, niños que son despedazados en cofres para sal, ogros que matan a mujeres. Los cuentos se escapan de los libros, las cubiertas de pasta gruesa no logran contenerlos y los sitios terroríficos que encierran logran colarse hasta la realidad. Una caseta algo retirada en el patio de recreo del jardín de niños, bajo un árbol que le da sombra, me resulta inquietante pues se me figura la casa de un ogro. Tal vez se trataba de un cuarto en el que guardaban los útiles de limpieza y que alguien abría por las mañanas antes de que llegaran los alumnos, o por la noche, cuando los niños ya se habían ido: el caso es que nunca vi a nadie entrar o salir de él. Ese carácter tan obstinadamente cerrado me alarmaba. Era allí, sin duda alguna, donde se hallaba el cofre para sal en el que descuartizaban a los niños, pero ningún Santa Clos los descubriría jamás. De vez en cuando

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esa obsesión regresaba, aislándome de los demás niños que jugaban despreocupados, de los adultos que pasaban sin tomar conciencia de lo que estaba a un lado. Algo parecido me sucedía con el jardín de la señora Thomas, que tenía un aspecto maléfico por su completo desorden y que también estaba muy cercano, pegado a la casa de mis abuelos, en Malakoff. Nadie recogía jamás la fruta madura ni se paseaba por él. La rama que llegaba hasta nuestro lado daba unos injertos de cerezo incomparablemente sabrosos. ¿Pero no decían las leyendas que cuanto más apetitosas parecieran las bayas, más peligrosas resultaban? Lo inquietante no se veía.Y el horror se alojaba siempre a un paso de mí. Yo no sabía aún que el mundo era vasto, que iba mucho más allá de las calles en que transcurría mi vida. A partir de La cabra del señor Seguin o de Barba Azul, los cuentos, todos los cuentos, me resultaron cada vez más temibles, por contaminación, hasta el punto de no poder soportar su presencia física. Bastaba con que un solo libro de Perrault o de los hermanos Grimm rodara por mi cuarto para que los ogros, los verdugos y las mujeres estranguladas amenazaran con surgir de entre sus páginas y atraparme. Allí estaban, encerrados, pidiendo salir en la primera oportunidad, y podrían tomar la forma de ese arenero que no tardaría en pasar, según me decían a veces por las noches, cuando empezaban a cerrarse mis ojos, de modo que más valía que fuera a acostarme. Yo trataba de imaginar esa silueta temible que encontraba placer en dejar ciegos a los niños arrojándoles arena a los ojos.

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Dicen que los cuentos nos protegen de los espectros nocturnos y que, a diferencia de las pesadillas, permiten mantener a raya las sombras, tamizar los fantasmas arcaicos: descuartizar, devorar, atravesar a los seres amados, temer las mismas crueldades. Antes de que me contaran que para rescatar a Caperucita había que abrirle la barriga al lobo y llenar éste de piedras, yo ya debía estar aterrorizada con la idea de que me comieran o me abrieran el vientre. Esas historias daban forma a ciertas angustias que ya preexistían. Pero entonces, ¿por qué provocaban en mí el efecto de las pesadillas? Si había algo que no ayudaba, era el placer con que los adultos me leían y releían esas historias, un placer turbio, que me impedía jugar con el miedo o refugiarme en sus brazos. Estaba sola con mis temores, y para largo rato. Cada noche me camuflaba a lo largo del colchón; cada mañana me vestía con los trajes que le habían encargado para mí a la señora Pushkin, la costurera: un abrigo y un sombrerito que hacían juego, ambos de un hermoso color rojo. Así salía yo rumbo al bosque.

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Mi interés por la lectura, por los caminos alternos que ofrece para ayudar a que uno se construya, o para que se reconstruya en la adversidad, se debió a que yo sabía mucho de eso. Sin embargo, curiosamente, ese saber se hallaba oculto dentro de mí. (…) Fue sólo cuando escuché a algunas personas narrar los libros ilustrados de su niñez o las novelas de aventuras de su adolescencia, o cuando leí algunos recuerdos de lectura transcritos por escritores, cuando mi propia memoria comenzó a tomar forma. Con estas palabras inicia Michèle Petit este conmovedor relato. Su lectura es una invitación a celebrar los asombrosos caminos por los que las palabras escritas nos ofrecen posibilidades para descubrirnos, inventarnos y (re)construirnos.

Otros títulos de esta misma colección • Los libros, eso es bueno para los bebés, Marie Bonnafé • ... Pero no imposible. Bitácora de la transformación de una biblioteca escolar y su entorno, Claudia Gabriela Nájera Trujillo • Bibliotecas y escuelas. Retos y posibilidades en la sociedad del conocimiento, Elisa Bonilla, Ramón Salaberria, Daniel Goldin, editores.

Michèle Petit

Michèle Petit Es antropóloga de la lectura. Desde hace más de diez años ha investigado la lectura en diversos medios (tanto rurales como urbanos) de Francia, América Latina y otros países, privilegiando la experiencia íntima y única de los lectores. Su escucha atenta la condujo a estudiar el papel de la lectura en la construcción del ser, particularmente en lugares que se encuentran en crisis. Su obra es ampliamente conocida en lengua española, tanto en España como en América Latina, donde ha contribuido a la renovación del pensamiento sobre la formación de lectores. En esta misma colección ha publicado: • El arte de la lectura en tiempos de crisis.

• El arte de la lectura en tiempos de crisis, Michèle Petit

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