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la Cosa Nostra, un análisis que relacionara y explicara los mil misterios del crimen organizado en Sicilia. Ahora hacía falta algo todavía mayor, algo que abarcara también la vida secreta de la República italiana y los otros misterios satélites de Estados Unidos y el Vaticano y el Este. El nombre que más se repetía en los cuentos entrelazados de las mil y una noches de Italia era el de Giulio Andreotti. Había sido miembro de casi todos los gobiernos de la República italiana desde los años cuarenta. Había sido primer ministro durante buena parte de los años setenta. Era primer ministro aquella desastrosa primavera de 1992 en que todo se fue a pique. Hasta ese momento, lo llamaban automáticamente “la mente política más aguda de Europa”. Era un superviviente, un ganador. Por supuesto, su nombre seguiría repitiéndose. También sonó durante aquel efervescente e inestable interregno que vino tras el derrumbamiento. Exhombres de honor empezaron a hablar de sus examigos políticos. Y sobre todo del senador vitalicio Andreotti. Se contaban largos e intrincados relatos sobre la historia secreta del crimen y la política en Italia, y los magistrados que los escucharon encontraron abundante confirmación objetiva. Mientras elaboraban una tesis relacionando historias y pruebas, todos los antiguos nombres e incidentes de los años ochenta empezaron a casar unos con otros. El político Moro y su muerte. El banquero Sindona y su muerte. El periodista Pecorelli y su muerte. El general Dalla Chiesa y su muerte. Y todos los demás misterios de vivos y muertos empezaron a encajar en torno a la diminuta y envejecida figura del hombre de Estado más longevo de Europa. Tras catorce años, tras las masacres de 1992, me había ido de Italia definitivamente, pero no pude resistir la tentación de regresar en 1995, porque iban a juzgar a Andreotti a finales de verano. Lo iban a juzgar en Palermo por asociación con la mafia, y unas semanas más tarde en Perugia por asesinato. Disponía de cierto tiempo en Palermo antes de que empezara el juicio de Andreotti, y tenía algunas preguntas que hacer. Volví al Vucciria al día siguiente y subí al Shangai a comer, y desde el balcón vi a un joven muy delgado escudriñando un pescado. Lo inspeccionaba con lupa, y hablaba animadamente con el vendedor. Minutos después se dirigió a otro puesto y paseó rápidamente la mirada sobre las mercancías. Después se acercó a otro. Los pescaderos parecían conocerlo. Era joven, delgado, vestido más bien pobremente, regateaba y los vendedores lo trataban con cierto respeto. Evidentemente, pensaban que merecía la pena convencerlo. Tendría veintipocos años y llevaba un gorro bordado magrebí. Hacía unos cuantos días que no se rasuraba. Observé perezosamente sus movimientos entre los puestos de pescado de la placita, hasta que alguien me puso delante con estrépito las sarde alla beccafica. Son sardinas frescas que se abren antes de cocinarlas para rellenarlas de pescado. Probablemente se llaman así porque se parecen a esos pajaritos, los papafigos, tiempo ha desaparecidos como la mayoría de los pájaros italianos, y que a Byron le encantaba comer. [ medianoche en sicilia ]


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