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Jesús Marchamalo DICKINSON Y LAS VIOLETAS

Ilustraciones de Antonio Santos

Nørdicalibros 2025

© Jesús Marchamalo

© De las ilustraciones: Antonio Santos

© De esta edición: Nórdica Libros, S. L.

Doctor Blanco Soler, 26

28044 Madrid

Tlf: (+34) 917 055 057 info@nordicalibros.com

Primera edición: enero de 2025

ISBN: 979-13-87563-00-4

IBIC: FA

Thema: FBA

Depósito Legal: M-27531-2024

Impreso en España / Printed in Spain

Gracel Asociados

Alcobendas (Madrid)

Diseño de colección y maquetación: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

L a única imagen que se conserva de ella es un daguerrotipo de cuando tenía apenas dieciséis años. Uno de esos retratos antiguos, de una solemnidad envarada, que parecen llegarnos de un pasado remoto y fantasmal.

La incipiente fotografía, ese milagro entonces, todavía, requería de largos tiempos de exposición y por tanto de inmovilidad. Así que los fotógrafos debían servirse de soportes metálicos que, ocultos tras el modelo, ayudaban a mantenerlo erguido y en la misma postura.

Pero resultaba imposible no parpadear durante el tiempo que exigía la insolación de la placa, de modo que los ojos muestran en las fotos antiguas, con frecuencia, una veladura que les resta expresividad, viveza.

No es el caso de la joven Emily, que posa menuda y aniñada —rostro ovalado, pálido como el nácar de un camafeo—, y ojos grandes y oscuros, apacibles. Una mirada ensimismada, de condescendencia, ensoñación, que enmarca una nariz pequeña, respingona, cejas rectas y unos labios carnosos, fruncidos tal vez por timidez, decoro antiguo.

Sobre la mesa, un libro y unas manos menudas que apaloman un ramito de flores diminutas: le encantaban las margaritas, emblema de la inocencia y la belleza, las

gardenias, anémonas, camelias, aunque su preferida era la pipa india, una flor blanca y silvestre que crece en lugares ocultos, escondida, y adoraba las violetas, también por su esplendor insospechado.

Llama, sí, la atención el vestido oscuro, discreto y sin adornos, monacal, y el cuello diminuto de perlé porque durante años, cumplida la treintena, se consagró al color blanco como una santa laica, una sacerdotisa de aquella religión de la que ella era el único credo y sus poemas, sagradas escrituras: «Mi nieve», solía decir de sus vestidos, blancos, que resaltaban la inmaculada pureza de su mundo.

Se conserva también un mechón de su pelo, de un naranja dulzón, apetitoso, que

regaló a su amiga Emily Fowler, y la descripción que ella misma, por carta, envió a uno de sus corresponsales: «Soy pequeña como el gorrión», escribió con su letra atribulada. «Tengo el cabello hirsuto, como el caparazón de las castañas, y los ojos como el jerez que el huésped deja en la copa».

Emily Elizabeth Dickinson —pelirroja, ojos avellana, voz de contralto— nació el 10 de diciembre de 1830 en Amherst, Massachusetts, en el valle del caudaloso, indómito río Connecticut, en la Nueva Inglaterra de las carreteras rectas, las afiladas agujas de las torres y las vallas de madera pintada con calvinista pulcritud; un paisaje benévolo de infinitos verdores, salpicado de encinas y magnolios y del rumor de trinos

y piídos: la alondra, el azulillo, el colibrí, a los que dedicaría muchos de sus poemas.

La casa familiar, The Homestead, en Main Street, es una mansión orgullosa y solitaria, presumida (tal vez presuntuosa), pintada de un amarillo marfil que la hace resaltar sobre el apacible verde del jardín y el óxido otoñal del arbolado. Allí, en la segunda planta, haciendo esquina, su habitación: un reducto secreto, un escondite —techos altos, cortinas, ventanales— en el que se encerraba con una llave imaginaria que fingía hacer girar frente a la cerradura.

El inventario del cuarto —las paredes forradas de un papel floreado— no ocuparía más que unas pocas líneas: una cama minúscula, un lavamanos, una estufa de hierro

colado modelo Franklin, negra como el caparazón de un insecto, unos pocos cuadros y adornos sobre la chimenea, un espejo y un pequeño escritorio de cerezo con un cajón y un quinqué de queroseno.

Y sobre la cómoda, con frecuencia adornada con flores —unos tallos de lirios o heliotropos—, un reloj que no supo leer hasta los quince años, porque cuando su padre le enseñó a interpretar la posición de las manecillas, no acabó de entenderlo y, apurada, no se atrevió a decírselo.

Edward Dickinson, su padre, sarmentoso y delgado —mudo, seco, decían—, tiene el gesto crispado en los retratos que se conservan de él: estricto y puritano, liberal, fue un influyente miembro de la comunidad,

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