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F. Scott Fitzgerald

EL CURIOSO CASO DE

BENJAMIN BUTTON

F. Scott Fitzgerald

EL CURIOSO CASO DE

BENJAMIN BUTTON

TRADUCCIÓN DE Maite Fernández ILUSTRACIONES DE Rosie Shann

Título original: The Curious Case of Benjamin Button

© De las ilustraciones: Rosie Shann

© De la traducción: Maite Fernández

© De esta edición: Nórdica Libros, S. L.

Doctor Blanco Soler, 26 -28044 Madrid

Tlf: (+34) 917 055 057 info@nordicalibros.com

Primera edición: mayo de 2024

ISBN: 978-84-10200-39-5

Depósito Legal: M-10676-2024

IBIC: FA

Thema: FBA

Impreso en España / Printed in Spain

Imprenta Mundo

Diseño de colección y maquetación: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Allá por 1860 estaba bien visto nacer en casa. Hoy en día, según me dicen, los dioses supremos de la medicina han decretado que los primeros sollozos de los recién nacidos se escuchen en el aséptico ambiente de un hospital, a ser posible uno de moda. Así que los jóvenes señor y señora Button estaban cincuenta años por delante en cuestión de estilo cuando decidieron un día, en el verano de 1860, que su primer bebé nacería en un hospital. Si este anacronismo tuvo algo que ver con la asombrosa historia que me dispongo a contarles es algo que nunca se sabrá.

Les contaré lo que ocurrió, y ustedes juzguen.

Los Button ocupaban una envidiable posición, tanto social como económica, en el Baltimore de preguerra.

Estaban emparentados con la familia Tal y la familia Cual, y eso, como cualquier sureño sabe, les daba derecho a

formar parte de la populosa aristocracia que habitaba la Confederación. Aquella era su primera experiencia con la encantadora costumbre de tener bebés: el señor Button, como es natural, estaba nervioso. Tenía la esperanza de que fuera un niño para poder enviarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, la institución en la que durante cuatro años él mismo, con su apellido de «Botón», había recibido el facilón apodo de «Puño».

En la mañana de septiembre consagrada al gran evento, se levantó nervioso a las seis en punto, se vistió, se ajustó un impecable alzacuellos, y se apresuró a cruzar las calles de Baltimore hacia el hospital para comprobar si la oscuridad de la noche acunaba una nueva vida en su seno.

Cuando se encontraba a unas cien yardas del hospital privado para damas y caballeros de Maryland, vio al doctor Keene, el médico de la familia, que bajaba los escalones de la entrada, frotándose las manos como si se las estuviera lavando (tal como han de hacer todos los médicos conforme a la deontología no escrita de su profesión).

Roger Button, presidente de Roger Button & Co., Ferreteros Mayoristas, empezó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de la que cabía esperar de un caballero sureño en aquella época pintoresca.

—¡Doctor Keene! —gritó, llamándolo—. ¡Doctor Keene!

El médico lo oyó, se dio la vuelta y se quedó esperando, mientras una expresión extraña se dibujaba en su áspero rostro medicinal a medida que el señor Button se acercaba.

—¿Qué ha pasado? —preguntó sin aliento el señor Button al llegar junto a él—. ¿Qué ha sido? ¿Niña? ¿Niño? ¿Qué es? ¿Cómo…?

—Hable con claridad —pidió el doctor Keene bruscamente. Parecía irritado.

—¿Ha nacido el bebé? —imploró el señor Button.

El doctor Keene frunció el ceño.

—Sí, supongo…, algo así.

De nuevo miró con curiosidad al señor Button.

—¿Se encuentra bien mi esposa?

—Sí.

—¿Es un niño o una niña?

—¡Basta! —exclamó el doctor Keene en un claro arrebato de irritación—. Le ruego que vaya y lo vea por sí mismo. ¡Vergonzoso! —Balbució la última palabra de forma casi ininteligible, y se dio la vuelta murmurando—: ¿Se cree que un caso como este va a contribuir a mi prestigio profesional? Otro más y me arruina…, arruinaría a cualquiera.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el señor Button asustado—. ¿Trillizos?

—No, ¡nada de trillizos! —respondió, cortante, el médico—. Es peor, vaya y véalo con sus propios ojos.

Y búsquese otro médico. Yo le traje al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verlos ni a usted ni a ninguno de sus familiares nunca más! ¡Adiós!

Se dio luego la vuelta bruscamente y, sin más palabras, se subió a su faetón, que lo esperaba junto a la acera, y se alejó con expresión grave.

El señor Button se quedó en la acera estupefacto, temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? Había perdido de pronto todo deseo de entrar en el hospital privado para damas y caballeros de Maryland y solo con gran esfuerzo se obligó un rato después a subir los escalones y cruzar la puerta de entrada.

Había una enfermera sentada tras un mostrador en la oscuridad opaca del vestíbulo. Tragándose su vergüenza, el señor Button se acercó.

—Buenos días —dijo ella, mirándolo con amabilidad.

—Buenos días. Soy…, soy el señor Button.

Al escucharlo, un terror mortal se extendió por el rostro de la joven. Se puso en pie y pareció estar a punto de salir corriendo, aunque se contuvo, no sin dificultad.

—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.

La enfermera soltó un grito.

—Claro, ¡claro! —exclamó, histérica—. Está arriba. Justo arriba. Suba… arriba.

Le indicó la dirección, y el señor Button, bañado en un sudor frío, se volvió dando traspiés y empezó a subir al segundo piso. En el piso de arriba se dirigió a otra enfermera que se acercaba con una jofaina en la mano.

—Soy el señor Button —consiguió articular—.

Quiero ver a mi…

¡Clanc! La jofaina cayó al suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc, clanc! Inició un metódico descenso, como contagiada del terror generalizado que el caballero provocaba.

—¡Quiero ver a mi hijo! —casi chilló el señor Button. Estaba a punto de desmayarse.

¡Clanc! La jofaina llegó al primer piso. La enfermera se rehízo y lanzó al señor Button una mirada de profundo desprecio.

—Está bien, señor Button —dijo con voz queda—. ¡Muy bien!, pero si supiera en qué situación nos ha colocado esta mañana… Es realmente vergonzoso.

El hospital no tendrá ni sombra de su prestigio después de…

—Dese prisa —gritó con voz ronca—. ¡No aguanto más!

—Venga por aquí, entonces, señor Button.

La siguió a rastras. Al final del largo corredor llegaron a una sala de la que salían sollozos diversos; de hecho, una sala a la que, más tarde, llamarían «la Sala de los Llantos». Entraron.

—Bueno —logró decir el señor Button—, ¿cuál es el mío?

—Ahí —dijo la enfermera.

La mirada del señor Button siguió a su dedo índice, y esto fue lo que vio: envuelto en una voluminosa manta blanca, y apretujado en una de las cunas, había sentado un viejo de unos setenta años de edad. Su escaso pelo era casi blanco, y de la barbilla le colgaba una larga barba gris que se balanceaba absurdamente adelante y atrás, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. Miró al señor Button con una mirada fosca, apagada, en la que se adivinaba el desconcierto.

—¿Me he vuelto loco? —bramó el señor Button, mientras su terror se transformaba en ira—. ¿Es una espantosa broma del hospital?

—A nosotros no nos parece una broma —respondió con severidad la enfermera—. Y no sé si se ha vuelto usted loco o no, pero lo cierto es que este es su hijo.

El sudor frío se extendió con profusión por la frente del señor Button. Cerró los ojos y luego, abriéndolos, miró de nuevo. No había duda: lo que veía era un hombre de unos setenta años, un bebé de unos setenta años, un bebé al que se le salían los pies de la cuna en la que reposaba.

El viejo miró plácidamente a uno y a otra durante unos instantes y luego, de pronto, habló con una voz quebradiza:

—¿Eres mi padre? —preguntó.

El señor Button y la enfermera dieron un brinco, sobresaltados.

—Porque si lo eres —continuó el viejo con voz quejumbrosa—, quiero que me saques de aquí o, al menos, que hagas que me traigan una mecedora cómoda.

—¿De dónde demonios ha salido? ¿Quién es usted? —estalló el señor Button, furioso.

—No sé decirle exactamente quién soy —respondió con aquel tono quejumbroso— porque solo hace unas horas que nací, pero mi apellido, eso sí, es Button.

—¡Está mintiendo! ¡Es un impostor!

El viejo se volvió, cansado, hacia la enfermera.

—Bonita manera de recibir a un recién nacido —se quejó con voz débil—. Dígale que se equivoca, vamos, dígaselo.

—Se equivoca, señor Button —dijo la enfermera con gravedad—. Este es su hijo, y tendrá que hacer lo que pueda por él. Vamos a pedirle que se lo lleve a casa lo antes posible, hoy mismo.

—¿A casa? —repitió el señor Button, incrédulo.

—Eso es. No podemos tenerlo aquí. De verdad que no podemos.

—Me alegro —gimoteó el viejo—. Bonito sitio para un jovencito de gustos tranquilos. Con todos estos gritos y alaridos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer… —Aquí su voz adquirió una nota estridente de queja—: ¡Y me han traído un biberón!

El señor Button se dejó caer en una silla cerca de su hijo y ocultó el rostro entre las manos.

—¡Dios mío! —murmuró en un éxtasis de horror—. ¿Qué dirá la gente? ¿Qué debo hacer?

—Tendrá que llevárselo a casa —insistió la enfermera—, ¡de inmediato!

Una imagen grotesca apareció con terrible claridad ante los ojos de aquel hombre torturado, una imagen de sí mismo caminando por las calles abarrotadas de gente con aquella espantosa aparición pegada a su lado.

—No puedo, no puedo —gimió.

La gente se pararía a hablar con él, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a este…, este septuagenario: «Es mi hijo, ha nacido a primera hora de la mañana». Y el viejo se envolvería en su manta y seguirían andando, por las tiendas bulliciosas, por el mercado de esclavos… —durante un oscuro instante el señor Button deseó desesperadamente que su hijo fuera negro—, por delante de las mansiones del distrito residencial, por el hogar de personas mayores…

—¡Vamos! Tranquilícese —ordenó la enfermera.

—A ver —anunció de pronto el viejo—, si piensas que voy a ir a casa con esta manta, te equivocas por completo.

—Los bebés siempre tienen mantas.

Con una risa maliciosa, el viejo sujetó una pequeña muselina blanca.

—¡Mira! —balbució—. Esto es lo que me han preparado.

—Eso es lo que usamos siempre con los bebés —dijo la enfermera con afectación.

—Bueno —dijo el viejo—, pues este bebé no va a llevar nada en un par de minutos. Esta manta pica. Al menos me podían haber dado una sábana.

—¡No! ¡No se la quite! —saltó el señor Button. Se volvió a la enfermera—: ¿Qué hago?

—Baje a comprar ropa para su hijo.

La voz del hijo del señor Button le siguió por el pasillo:

—Y un bastón, padre. Quiero un bastón.

El señor Button golpeó con furia la puerta de salida.

—Buenos días —dijo el señor Button, hecho un manojo de nervios, al dependiente de Chesapeake Dry Goods Company—, quiero comprar algo de ropa para mi hijo.

—¿Cuántos años tiene su hijo, caballero?

—Unas seis horas —respondió el señor Button, sin pensarlo mucho.

—La sección de ropa de bebé está al fondo.

—Bueno, no creo…, no estoy seguro de que sea eso lo que quiero. Es un niño más grande de lo normal. Mucho más grande.

—También tienen las tallas más grandes de niño.

—¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, balanceándose de un pie a otro con desesperación. Sentía que el dependiente debía olerse sin duda su horrible secreto.

—Ahí mismo.

—Bueno… —dudó. La idea de vestir a su hijo con ropa de hombre le resultaba repugnante. Si pudiera al menos encontrar un traje muy grande de niño, podría afeitarle aquella larga y horrible barba, teñirle el pelo blanco de castaño y lograr así disimular lo peor y conservar algo de respeto por sí mismo, por no hablar de su posición en la sociedad de Baltimore.

Pero una frenética inspección a la sección infantil le hizo ver que no había traje que pudiera valerle al Button recién nacido. Maldijo a la tienda, por supuesto; en esos casos, lo que procede es maldecir a la tienda.

—¿Cuántos años ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.

—Tiene… dieciséis.

—Oh, discúlpeme, pensé que había dicho seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.

El señor Button se dio la vuelta, hundido en la miseria. Luego se detuvo, recobró el color y señaló a un maniquí del escaparate:

—Ese —exclamó—, me llevaré ese traje, el que tiene puesto el maniquí.

El dependiente se lo quedó mirando.

—Pero… no es un traje de niño. O sí que lo es, pero es un disfraz. ¡Podría ponérselo usted!

—Envuélvamelo —insistió su cliente con nerviosismo—. Eso es lo que quiero.

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