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En cuanto nos establecimos junto a la orilla del río, el Castillo cautivó nuestras miradas y se grabó para siempre en lo más hondo de nuestros espíritus. Durante largo tiempo, contemplamos desde el muelle de piedra lo que la última guerra había dejado de la fortaleza, sobre todo los viejos cañones, cuyos estampidos saludaban las fiestas mayores de los vencedores: el Primero de Mayo, el Día de la Victoria, el Día de la República. Para nosotros, recién llegados a la ciudad, el Castillo se asemejaba a una especie de balcón en mitad del cielo, el orgullo de la ciudad. Quien deseara alcanzar la base de la elevación sobre la que se erigía la fortaleza debía cruzar el Puente de Madera. Nada más atravesar esta hermosa obra realmente construida en madera, un verdadero palacio se desplegaba ante los ojos, un palacio completamente blanco, de cuya fachada sobresalía, a modo de defensa, una hilera de estatuas, cariátides de talla humana envueltas en largas vestiduras, flanqueadas por mascarones de piedra y que exhibían las más variadas expresiones. Aquella construcción era el teatro, un ilustre edificio de estilo neoclásico erigido allí pero que daba la impresión de proceder de Viena, Roma o París y haber sido trasplan-


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tado directamente al corazón de los Balcanes. Este edificio de tiempos recientes, como la Casa del Ejército próxima a él, que había sido levantada en los terrenos de una mezquita cuya forma de anillo le había valido el nombre de BurmaliXhamia o mezquita del Anillo, este edificio, decía, al igual que el gran banco situado enfrente y la estación central — una de las más bellas de la península Balcánica y emplazada en un lugar que aún se asemejaba bastante a una alcazaba oriental—, había sido construido con objeto de poner de manifiesto el poderío del nuevo Estado. De hecho, unos veinte años después de su constitución como resultado del Tratado de Versalles, el capital extranjero había establecido los símbolos del poder en la nueva época. Estas nuevas construcciones, al igual que el Puente de Piedra y la colosal fortaleza, que lo dominaba todo, conocida desde tiempos antiguos como el principal punto de apoyo de todos los imperios en los Balcanes, determinaron los rasgos que habían de adjudicar una fisonomía estable a la ciudad. En medio de estos edificios se extendía la gran plaza —quizá la única en los Balcanes de sus dimensiones— de la que partían el Puente de Piedra y la calle principal, que conducía a la estación de ferrocarril. Allí, el tren por excelencia era el Orient-Express, que vinculaba la ciudad tanto con la Europa occidental y septentrional como con la zona meridional y oriental de la península. Bautizada como «el Castillo» desde el periodo otomano en que servía de acuartelamiento, la fortaleza constituía a fin de cuentas el único símbolo de los imperios desaparecidos, de cada uno de aquellos imperios condenados a una decadencia ineluctable y más tarde a un olvido semejante al de sus estatuas, ahora derribadas entre los restos de los ciclópeos bloques de piedra, decorados con mensajes en


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diferentes signos y alfabetos, removidos sin descanso por los nuevos conquistadores o por los temblores de tierra. Tales caracteres, grabados en el cúmulo de piedras, iban borrándose con el paso del tiempo, liberando la historia, dando testimonio de la fugacidad de las cosas. En el regazo de estos muros gigantescos descansaba el tiempo de civilizaciones desaparecidas. No existía fuerza en el mundo que pudiera borrarlos excepto, tal vez, los terremotos catastróficos que castigaban y volvían a castigar a la ciudad cada quinientos años. Era en esa fortaleza donde el tiempo balcánico se había detenido de forma más evidente que en ningún otro lugar. En cuanto a los mensajes dejados por los invasores en sus piedras, éstos eran los únicos testimonios en los que podía leerse el epitafio de su antigua y colosal fuerza. De este modo, tras la gran migración que nos hizo abandonar nuestra ciudad en la orilla occidental del lago para llegar y detenernos en la ribera de este río de curso rápido, nos instalamos en una aristocrática y destartalada vivienda otomana, lamida por las sombras de cuatro álamos majestuosos que se alineaban entre el Puente de Madera y el viejo Liceo Femenino; liceo que recibiría más tarde el nombre de Josip Broz Tito y que, tras sufrir graves daños durante el último temblor de tierra, sería demolido por entero (pese a que bien podrían haberlo salvado), para dejar espacio a una construcción de tres plantas, con aspecto de pagoda, donde se establecería el Comité Central del Partido Comunista hasta la caída de este último. Aunque sacudido y mutilado por el terremoto, que derribó los cuarteles de color teja donde había terminado por instalarse el Museo de la Revolución, únicamente el Castillo hacía frente al paso del tiempo. En cuanto a nosotros, los niños, desde que comenzamos a vivir en esta ciudad y a partir del momento en que hubieron


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desaparecido las últimas huellas de la guerra, sentíamos en nuestro interior el despertar del deseo —si es que no se trataba de pulsiones debidas a algún vago instinto, herencia de nuestras derrotas— de conquistar también nosotros algo. Ello nos empujaba a encaminar nuestros pasos más allá del teatro y, después de penetrar en la zona que constituía entonces la judería, a reunirnos habitualmente al pie del cerro aledaño. Allí se alzaba de pronto ante nosotros, toda estriada y esculpida en arcilla, la panza de la ladera, que el tiempo iba horadando en sus partes más blandas —particularmente durante los grandes aguaceros o las crecidas del río— hasta formar profundas y serpenteantes oquedades, en el interior de las cuales se habían habilitado los actuales refugios en previsión de bombardeos y otros posibles ataques contra la ciudad... Una vez encaramados al Castillo, podíamos otear toda la ciudad desde su corazón mismo. Allá abajo, ante nuestros ojos, discurrían las aguas del río de color azul pálido o de un verde amarillento, y nosotros nos imaginábamos en el extremo del palo mayor de un barco que navegaba a través del tiempo. Observábamos las idas y venidas de la gente, los viejos simones, los colores del gran mercado, el flujo perpetuo del río. No obstante, desde casi todos los ángulos de visión, era la gran plaza la que atraía siempre nuestras miradas. En casi todas las épocas, era allí donde se había detenido la historia o bien donde había comenzado. Justamente de ese lugar hacían arrancar los ocupantes su primer desfile, los libertadores proclamaban allí la victoria, los trabajadores celebraban sus grandes manifestaciones, los políticos sus multitudinarias asambleas...

Una mañana de primavera, tras, de acuerdo con nuestra costumbre, habernos encaramado al Castillo, nuestras mira-


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das se dirigieron hacia la plaza y se toparon con una inusual y móvil masa blanca que ocupaba la totalidad del espacio. Cuando aguzamos la vista y conseguimos distinguir con mayor claridad lo que sucedía en la plaza, uno de nosotros gritó: —¡Cabras, miles de cabras y de personas en la plaza! Miramos en todas direcciones, hacia los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Por todas partes cabras y gente se abrían paso a través de las calles y, formando una inmensa muchedumbre blanca, convergían en la plaza. —¡Un mitin de cabras! —gritó otro niño, que sin duda pensaba en las frecuentes concentraciones que se organizaban allí. —¡No es un mitin, sino un desfile de cabras! —exageró todavía más un tercero que habría recordado las frecuentes paradas que se desarrollaban allí. En poco tiempo no quedó un solo palmo de terreno que no ocuparan las cabras y la gente. Los cabreros procedentes de las aldeas montañosas, que arrastraban tras de sí rebaños enteros de cabras con sus poderosos machos, treparon a la amplia plataforma construida en mitad de la plaza, donde se situaban por lo común, durante las paradas, desfiles o mítines importantes, los más altos dignatarios de la nueva República de Macedonia, parte de la nueva Federación Socialista de Yugoslavia. En aquel momento, sobre aquella tribuna, los cabreros esperaban la hora de su primer encuentro con las autoridades municipales y con el Partido. Pero ¿qué sucedía entretanto en la plaza? Desde lo alto, sobre el Castillo, nosotros no éramos capaces de entender lo que pasaba, pero nos parecía evidente que se trataba de algo verdaderamente grandioso, histórico, como habrían dicho los más viejos, de algo cuyo sentido aca-


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baríamos comprendiendo más adelante, con el paso del tiempo. Los aldeanos de las comarcas montañosas circundantes que no habían sido encuadrados en las cooperativas de trabajadores «voluntarios» habían descendido a la ciudad junto con sus fieles cabras, pues las autoridades esperaban que dichos cabreros se transformaran con rapidez en clase obrera, la cual tenía encomendada la tarea de rematar la revolución socialista. Esto es lo que el tiempo debería revelarnos. ¿Pero quién podía comprenderlo entonces? La ciudad recobraba su vivacidad gracias al soplo de aire de las montañas que le aportaban sus nuevos habitantes. Por su parte, estas gentes no se habían separado sin dolor en el alma de la tierra natal que hasta entonces las había hecho felices o desgraciadas. Habían dejado desiertos los hogares donde habían visto la luz, con la esperanza de retornar algún día. No llevaban consigo más que lo imprescindible, pero cada cual había cogido las llaves de la morada a la que estaba destinado a no regresar jamás. También les había resultado duro separarse del ganado —en particular de las vacas, que por lo general debían permanecer en las cooperativas— para quedarse al fin sólo con las cabras, pero, en lo que a estas últimas se refiere, no hubo ley ni fuerza humana que pudiera introducir una sola cuña entre ellas y los humanos. Las cabras permanecían a su lado como si se tratara de miembros de pleno derecho de sus extensas familias. De hecho, habían logrado salvar a gran número de ellos durante los interminables años de maldición y de penuria que había durado la guerra. Por otro lado, en cada familia podían encontrarse numerosas generaciones de cabras cuyos ancestros ya se habían visto mezclados en los anteriores conflictos y calamidades acaecidos en los Balcanes. Era


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seguro que, sin las cabras, jamás hubieran existido aquellas gentes ni las nuevas vidas recién llegadas al mundo... Por primera vez en su existencia, la mayor parte de las mujeres de los pastores se habían mudado para vestir sus soberbios trajes nacionales repletos de bordados en hilo de oro y plata, que centelleaban con un abigarramiento de colores de brillo inaudito, con un azul entre el añil y el verde claro de reflejos ambarinos, tonalidades que sólo pueden encontrarse en ciertas zonas montañosas del país. La partida hacia la capital constituía un giro para estas familias hasta entonces diseminadas por los collados, los puertos y las quebradas, incluso sobre las crestas de las escarpadas montañas balcánicas. Para llegar a la gran ciudad, desde ciertos lugares era preciso viajar varios días con sus noches, mientras que desde otros podía llegarse en una sola jornada. Como en cumplimiento de un acuerdo tácito, los pastores habían abandonado al mismo tiempo sus hogares y sus caseríos en aquellos elevados parajes. Sí, estaba claro que se habían puesto de acuerdo por anticipado. Habían viajado juntos, formando columnas. Tras las familias de numerosos hijos marchaban las cabras, también ellas abundantes en número, y más raramente algún macho. Sucedía a veces que la columna se detenía en la ruta, pues no parecía haber modo de que cesara el llanto de algún niño o de varios a un tiempo. Entonces las cabras se detenían también. Se mostraban incluso prestas a darle la teta al desconsolado niño, acurrucado junto a su madre, también ella hambrienta y sin una gota de leche que ofrecerle. En el trayecto, las cabras pastaban y ramoneaban todo lo que encontraban a su paso: hojas, ramitas, brotes, hierba, cualquier cosa que tuviera valor nutritivo para ellas, por escaso que éste fuera. Ellas constituían reservas ambulantes de


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alimento líquido para aquellas gentes que, al paso de los vencedores de la guerra, se encaminaban hacia la gran plaza de la capital de la República. Sí, cabreros y cabras de ubres generosas avanzaban como si formaran parte de los verdaderos triunfadores de la guerra. De camino se topaban a veces con soldados extenuados por los largos años de combates, el pecho cuajado de condecoraciones, o con jóvenes voluntarios que trabajaban en las carreteras. Se detenían, los saludaban y compartían con ellos lo que les quedaba de leche y de queso de cabra, expresión de la bondad natural de los montañeses. Y así fue, pues, como cabras y cabreros, saludados desde lo alto del Castillo por nuestras voces y nuestras miradas infantiles, desembocaron en la capital aquella mañana de primavera...

Los altos dirigentes del Estado y del Partido estaban perfectamente al corriente de la llegada a la ciudad de estos nuevos habitantes descendidos de sus pequeñas aldeas, futuro germen de la clase obrera y, por tanto, hermanos de clase. Era de suponer que los recién llegados se habrían separado con dolor de su terruño natal y se esperaba que llegaran éste con un gato, aquél con un perro o un gallo, el otro con una oveja o una cabra. Aun siendo esto así, nadie había llegado a imaginar, ni siquiera en sueños, semejante inundación de cabras en la capital. En verdad, nadie habría podido creer que, sólo pocos días después de la parada del Día de la Victoria, las cabras desfilarían también por aquella misma plaza. Los altos dirigentes del Estado y del Partido se felicitaron por la llegada de estos nuevos reclutas de la clase obrera que se habían desembarazado de forma definitiva de los usos y las costumbres de las montañas y que, sin sombra alguna de


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duda, asestarían de este modo un golpe mortal al enemigo de clase, al interior y al extranjero. Pero he aquí que esta «contrarrevolución caprina», esta verdadera invasión blanca, estaba postergando, incluso descabalando, los designios estratégicos de los ideólogos y los pensadores del Partido. Acostumbrados a trabajar siempre de acuerdo con las directrices de las instancias superiores, los consejeros municipales hacían todo lo posible por adoptar alguna iniciativa, pero no conseguían solucionar aquel asunto sin instrucciones concretas acerca de la actitud que debían adoptar frente a los cabreros y sus animales. En realidad, ya no quedaba tiempo ni para consultas de urgencia: las cabras estaban en la plaza y los cabreros, junto con sus hijos y sus mujeres, esperaban una solución rápida. De acuerdo con la fórmula que emplearían poco más adelante algunos cuadros del Partido, la ciudad hacía frente a una «invasión de las cabras»... El secretario del comité del Partido de la ciudad y el presidente del comité ejecutivo municipal subieron a la tribuna de los desfiles con intención de entrevistarse con los cabecillas de los cabreros. El Gran Cabrero, que ostentaba sin contestación alguna la posición de cabecilla de todos los demás, se llamaba Çanga. Llevaba una zamarra de pelo de cabra y una especie de bonete de piel de cabra bastante semejante al gorro de Tito. Fue el primero en saludar a los altos dignatarios de la ciudad. Se hizo evidente su desconcierto ante las palabras del secretario del Partido, cuando éste se dirigió a él diciendo: —¡Bienvenidos, hermanos del campo, constructores de nuestro radiante futuro, de nuestra sociedad sin clases! Hace días que os esperábamos, aunque solos, no en compañía de esas cabras. ¿Dónde habrá lugar para vosotros, hermanos, junto con esos animales? ¿Creéis que podréis vivir


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y trabajar con ellos en esta ciudad? ¿No afirma acaso el dicho popular que «No se labra la tierra con animal menudo»? Con mayor motivo en la sociedad sin clases, en el comunismo... Çanga encontró no pocas dificultades para recuperar la compostura tras estas inesperadas palabras pronunciadas a modo de discurso de bienvenida. Sin embargo, cuando el secretario del Partido mencionó la palabra «comunismo», el cabecilla de los cabreros lo interrumpió para hacerle notar, no sin astucia, que: —Nosotros, hermano, con nuestras cabras, venimos del comunismo, mientras que vosotros, todos los demás, acabáis justo ahora de penetrar en el camino que conduce a su realización. Sí, nosotros, los que ves, en compañía de nuestras cabras, hemos vivido de forma natural, todos juntos, de una manera pre-comunista. Juntos hemos compartido las vicisitudes del destino. Con nuestras cabras hemos vivido, como diríais vosotros, en una «sociedad sin clases». Ha sido gracias a estas cabras como hemos soportado el fascismo, y gracias a ellas hemos permanecido vivos. Así es: si no hubieran existido nuestras cabras, jamás habríamos llegado hasta aquí para unirnos a vosotros y formar juntos una clase obrera... Los cabreros que les rodeaban expresaron en voz alta su aprobación; la multitud blanca comenzó a agitarse. El secretario del Partido no esperaba ni mucho menos una respuesta semejante. Mientras buscaba las palabras más adecuadas, la multitud congregada en la plaza comenzó a propagar lo que se decía y al poco rato no había modo de entender nada. La noticia de la blanca invasión caprina se extendió por la ciudad. Nosotros, los niños, nada más ver a las cabras reunidas en la plaza, nos dispersamos a la carrera por todos los


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barrios para difundir la noticia. Al principio la gente se negaba a creer en nuestras palabras —es preciso admitir que resultaba difícil creerlas—, pero pronto comenzaron a afluir personas desde todos los rincones en dirección a la gran plaza. Nadie conseguía comprender lo que estaba sucediendo en la ciudad, nadie era capaz de captar el sentido oculto de aquella impetuosa avalancha de cabras. Cada cual acudía al lugar de acuerdo con su propia idea. Para algunos, las cabras presagiaban una «contrarrevolución blanca»; para otros, su llegada era consecuencia de «una reacción de los campesinos ante la constitución forzosa de las cooperativas»; según otros, en fin, Stalin debía de tener algo que ver en todo aquello. En esos momentos, numerosos ciudadanos se mezclaron con los cabreros. Cuando la calma se restableció entre estos últimos, el presidente del comité ejecutivo municipal, sopesando bien las palabras y en tono tranquilizador, se dirigió de este modo a Çanga: —Nosotros os esperábamos incluso antes: es más, se habían destinado camiones para que os trajeran hasta la ciudad. ¿Acaso ha ocurrido algo durante el camino? —Hemos hecho el camino a pie debido a las cabras. No había espacio para ellas en los camiones. Y de ningún modo queríamos partir sin ellas —respondió Çanga. —Comprendo, comprendo... —le cortó el presidente con gesto preocupado—. ¿Pero qué vais a hacer ahora con esos animales? ¿Los vais a vender, los vais a degollar o...? Çanga se encrespó al escuchar estas palabras. Sintió deseos de arrojarse al cuello del presidente, pero consiguió dominarse. El mismo sentimiento recorrió a los cabreros que se encontraban allí cerca, luego a toda la multitud, pastores, niños, mujeres y viejos. La masa blanca bramó en señal de



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