I Historias de ayer En mi última visita al médico volví a fijarme en cuánto han cambiado las cosas. No hace muchos años, los pacientes solían leer revistas, más o menos manoseadas, en la sala de espera o clavaban los ojos en un punto, absortos en pensamientos sombríos y sin decir ni hacer nada. Hoy en día, cualquiera que los observara desde arriba, al verlos inclinar la cabeza ensimismados sobre un pequeño objeto que manejan con dedos ágiles, podría pensar que se entretienen limpiando cucharas de plata, tejiendo o haciendo ganchillo. Hasta hace poco, ese trasto se llamaba «móvil», pero ahora, por lo visto, también hay smartphones, tablets y Dios sabe qué más. ¿Qué harán los pacientes con esos aparatos mientras esperan? ¿Conocer los últimos detalles relativos a sus pupas o más bien jugar? Antes, en las salas de espera me gustaba distraerme con los crucigramas que otros habían empezado. Ahora también hay revistas, pero solo las hojeamos los viejos y casi nadie se atreve a re7
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solverlos. Y eso me priva del placer de ser mejor que mis predecesores. Mi nieta Laura vive sola, igual que yo, y, por suerte para mí, en el mismo bloque de pisos. El pequeño apartamento es ideal para una viuda de ochenta y dos años como yo, y también para una chica soltera como Laura. Cuando vuelve del trabajo, suele hacerme una visita. Unas veces yo cocino un plato tradicional y otras veces ella trae algo de comida. Es agradable que me escuche atentamente cuando le hablo de mi juventud, puesto que nos unen unas cuantas cosas. Sobre todo, que mi nieta ha elegido un sector profesional parecido al mío. Mi antiguo oficio de secretaria todavía existe, pero a las que trabajan en recepción ahora las llaman «asistentes de dirección», office manager y cosas por el estilo. Cuando empecé a trabajar, después de estudiar comercio, no estaba casada y, por lo tanto, era una señorita. Mi nieta se tutea con el jefe y no sabe taquigrafía ni mecanografía, pero ha estudiado en una escuela técnica superior y dice que es especialista en controlling. Yo me sentaba delante de una pesada máquina de escribir de la marca Adler en el Ministerio del Interior y ella trabaja delante de un ordenador. En casa también tiene siempre a mano su smartphone, mientras que yo cierro muchas veces un libro en cuanto ella entra. De todos modos, supongo que Laura, igual que hacía yo el siglo pasado, tiene que obedecer al jefe de su departamento y aguantar con diplomacia sus cambios de humor. Y seguro que hace tantas tonterías con sus compañeras de trabajo como yo en mi 8
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juventud. Risitas, chismorreos, alguna que otra intriga, quedar un momento para fumar un cigarrillo, tontear con compañeros atractivos; esas cosas no mueren nunca. Solo espero que Laura no se implique en tejemanejes oscuros como hice yo. El otro día fuimos juntas en su coche al supermercado. Para presumir un poco, escribí la lista de la compra en taquigrafía. Laura se sorprendió lo suyo, pero al final fui incapaz de leer lo que había escrito y mi nieta se tronchó de risa. No quise quedar como una vieja sin sentido del humor y me di unos golpecitos con el dedo en la cabeza cana. –¡Te-ene-te-eme! –dije. Tuve que explicarle que en mi juventud esa era la fórmula para decir «el que tonto nace, tonto muere». Laura sonrió. En su compañía, a veces vuelvo a sentirme joven y revoltosa. –¿Sabes qué significa PSA? –me preguntó hace poco Laura–. ¡Persona sin amigos! Las dos pensamos un rato en cuántas personas de esa clase conocíamos; en su caso eran sobre todo dos antiguos profesores y un nuevo compañero de trabajo. A mí también me vino a la cabeza una persona que se ajustaba a esas nuevas siglas: un consejero del Ministerio del Interior al que le pusimos el apodo de «Cazador del Palatinado». Evidentemente, no era cazador, pero se apellidaba Jäger y era del Palatinado, quizá incluso había ido al colegio con Helmut Kohl. En aquella época, en la escuela primaria todavía se cantaba la vieja canción popular: «Un cazador del Palatinado iba una vez por un verde prado...» No obstante, en los libros escolares se saltaban las estrofas pican9
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tes, según averiguó Laura gracias a la Wikipedia. El Burkhard Jäger que trabajaba en mi departamento no tenía nada de mujeriego, era un hombre anodino y desmañado. Pero, precisamente porque parecía aburrido y formal, gris y pequeñoburgués, las mujeres no parábamos de pensar en su vida privada. Si existiera una expresión como «mosquita muerta» para describir a un hombre, le habría ido que ni pintada. Al principio nos alternábamos para sentarnos a su lado en la cantina y sonsacarlo. Pero nunca conseguimos resultados, siempre mantuvo una postura envarada y reservada. Karin Bolwer, una compañera con la que no solo compartía oficina, sino también jefe, llegó a tontear una vez con él para comprobar cómo reaccionaba. Pero el señor Jäger o bien era un ingenuo, o bien homosexual, o inmune a los encantos femeninos; no sacamos nada en claro. En la década de 1950, las mujeres solían vivir con los padres hasta que se casaban, sobre todo por motivos económicos, pero también morales. Evidentemente, las universitarias disfrutaban de más libertad, pero eran una minoría. En mi caso, mis padres comprendieron que no encontraría trabajo de lo mío en nuestro pueblucho de la región de Eifel y, por eso, sintiéndolo en el alma, a los veinte años me permitieron mudarme a Bonn. Corría el año 1955 y la ciudad era la nueva capital desde hacía seis años. Tal vez albergaban la secreta esperanza de que su futuro yerno fuera un funcionario serio. En aquella época, la pequeña ciudad a orillas del Rin estaba en pleno boom, como se diría hoy en día; Konrad Adenauer, el primer canciller de la Re10
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pública Federal Alemana, personalizaba un nuevo comienzo, las embajadas se instalaban en las antiguas mansiones de la localidad de Bad Godesberg y se construían sedes ministeriales o se las emplazaba provisionalmente en antiguos cuarteles. Después de presentar mi primera solicitud de empleo, aterricé en uno de esos mamotretos grises de hormigón de la Graurheindorfer Strasse para trabajar de taquígrafa, me trasladé del campo a la ciudad y me instalé en una habitación amueblada en casa de una viuda de guerra. No se me permitía recibir visitas masculinas porque seguía vigente el artículo 180, relativo a la moral y las buenas costumbres. Una casera incluso podía ir a la cárcel si hacía la vista gorda con las «relaciones indecorosas». La ley era del gusto de nuestros padres porque aún no existía la píldora anticonceptiva. Incluso las madres tolerantes y abiertas sufrían ante la terrorífica idea de que sus hijas se quedaran embarazadas demasiado pronto y del hombre equivocado. La gente solía decir: «Dios castiga en el acto los pequeños pecados y a los nueve meses los grandes.» La vivienda de mi casera estaba en Bad Godesberg, una pequeña localidad que actualmente forma parte de la ciudad de Bonn. Tardaba casi una hora en llegar al ministerio en tranvía, pero valía la pena. Tenía el Rin a cinco minutos de casa, podía ir a pasear y contemplar los barcos de vapor desde mi banco preferido. Nunca olvidaré el olor a hierro oxidado y a agua dulce. Mi cuarto era pequeño y, comparado con los parámetros actuales, el mobiliario era precario. Dormía en un diván viejo que durante el día se transformaba en sofá gracias a la manta de lana a cuadros que le echaba encima. Po11
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día utilizar el cuarto de baño, pero solo había agua caliente los sábados y los baños se pagaban aparte. Cuatro marcos al mes no eran poca cosa para mis escasos ingresos. Así pues, al principio aproveché la oportunidad que me ofrecían en el trabajo. Como ya he dicho, el Ministerio del Interior se ubicaba en un antiguo cuartel. En el sótano había duchas, no en cabinas individuales, sino en fila, como era habitual en el Ejército. Dado que no todos los empleados disponían de baño en casa, y por motivos higiénicos y sociales, nos permitían ducharnos allí una vez a la semana, los hombres los martes y las mujeres los viernes. Esos días se veía al personal corriendo hacia el sótano con toallas, gorros de ducha, champú, secadores de pelo y jabón. En aquellos tiempos de mojigatería, a las mujeres mayores no les entusiasmaba la idea de desvestirse delante de sus compañeras de trabajo, y evitaban la higiene masiva. Pero a nosotras, las jóvenes, nos parecía genial abrir todos los grifos y pasar de un chorro a otro. Hasta que ocurrió un incidente que me provocó aversión a las duchas mucho antes de ver la película Psicosis, de Hitchcock. Un día corrió el rumor de que espiaban a las mujeres mientras se duchaban. No, en aquella época no había cámaras ocultas. Pero encima del sótano había un almacén que no se usaba mucho y en el que se llenaban de polvo algunos expedientes antiguos y se guardaba material de oficina. Un empleado del registro entraba de vez en cuando por trabajo y escondía allí un botellín de aguardiente. Un buen día acabó tan borracho que tropezó y se cayó. Al intentar levantarse, notó una aspereza en el sue12
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lo: alguien había tapado una ranura con cartón de forma chapucera. Destapó el agujero y vio que daba directamente a la zona de las duchas. Si hubiera sido un detective perspicaz, se habría mantenido al acecho para sorprender al mirón la próxima vez que se ducharan las mujeres. Pero fue incapaz de contenerse y se vanaglorió de su descubrimiento delante de un compañero. Por lo visto, dijo: «¡Ya verás!» El secreto se destapó y cerraron el agujero profesionalmente, pero las especulaciones sobre cuál de los decentísimos funcionarios ministeriales sería el mirón no cesaron. Le conté el escándalo a mi casera, que me escuchó intrigada e indignada, y me hizo una oferta: si por la tarde sacaba a pasear a su perro, podría bañarme una vez a la semana sin pagarle nada. Muchas de mis compañeras solteras buscaban un buen partido. La categoría inferior la formaban los hombres de bata gris, empleados del registro o porteros, que trajinaban expedientes de un lado a otro y no entraban en consideración. Los altos cargos, directores y subdirectores generales, o incluso el ministro, solían estar comprometidos. En la jerarquía de funcionarios, los consejeros jóvenes todavía ocupaban uno de los escalafones bajos, y muchas oficinistas los cortejaban porque aún cabía esperar que tuvieran una carrera brillante. El Cazador del Palatinado pertenecía a esa especie, pero nos costaba imaginar que alguna de nosotras se enamorara de él. En los años cincuenta, todavía se veían muchos mutilados de guerra jóvenes; tenían preferencia en la adjudicación de plazas universitarias y, por lo 13
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visto, también a la hora de colocarse en la Administración del Estado. En el ministerio había varios juristas jóvenes a los que les faltaba un miembro. Mi jefe también tenía que conformarse con el brazo izquierdo y eso provocaba constantemente situaciones embarazosas. Las visitas parecían meditar un instante qué mano le tendían para saludarlo, y generalmente optaban por la izquierda. Entonces, mi jefe los fulminaba con la mirada porque odiaba que le dieran un trato especial, lo consideraba humillante. Karin y yo siempre nos llevamos bien con él porque nos apreciaba y nos impartía las instrucciones con una suave condescendencia; incluso nos dio fiesta el día que el Sah de Persia llegó a la estación de Bonn, en el año 1955. Pudimos vitorear, en compañía de miles de ciudadanos entusiasmados, a la emperatriz Soraya. Nos situamos justo detrás de las vallas; delante teníamos una cadena de policías cerrando filas. Los jóvenes agentes del orden público estaban tan emocionados como nosotras, pero no podían permitir que se les notara. Karin empezó a burlarse de ellos porque sabíamos perfectamente que no reaccionarían. –Mira el mío, por detrás es muy guapo, pero tiene orejas de soplillo... Evidentemente, yo no quise ser menos y dije que el que yo tenía delante era muy mono, aunque aún no le crecía la barba. Seguimos poniéndolos verdes alegremente hasta que uno se dio la vuelta. –Vale ya, niñatas. Como os sigáis riendo, ¡os cierro la boca! –masculló en dialecto de Bonn. Acto seguido, Karin los provocó todavía más. –De espaldas, el mío parece fuerte, pero acabo de verle la cara y la tiene llena de granos... 14
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Yo me tronchaba de risa, pero se me pasó enseguida. El policía que tenía delante echó el pie hacia atrás como si fuera un jamelgo y me dio en toda la espinilla. Grité, pero en ese momento apareció la Emperatriz y mi grito de dolor se perdió entre los vítores a Soraya. Sus altezas se montaron en coches oficiales y, escoltadas por un imponente convoy de guardaespaldas, policías y periodistas, se dirigieron a su residencia, en Petersberg. Karin me arrancó de allí a toda prisa para escapar de la cólera de los dos agentes de la ley. Doce años después, en 1967, el Sah visitó Berlín Oeste y las escenas que se vivieron fueron muy diferentes: los estudiantes se manifestaron contra el régimen dictatorial en Irán y libraron una batalla campal contra los seguidores del Sah que acabó con la muerte de un estudiante. Fue el comienzo de una época de disturbios. Pero, en nuestra época, todos vitoreamos con entusiasmo a Soraya, que para nosotros era como una princesa salida de un cuento de las mil y una noches. –¡Mira, Holle! –dijo de pronto Karin, cuando el conductor de una Vespa puso en marcha su moto–. ¿Veo visiones o es nuestro Cazador del Palatinado? En aquella época no era obligatorio llevar casco; por eso reconocimos al PSA mientras se montaba en la moto, con cierta aparatosidad, y arrancaba. –Va por un verde prado... –canturreé burlonamente. Con todo, nos asombró mucho verlo, porque aquella elegante moto no encajaba en absoluto con un chupatintas gris.
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Yo era la más joven de mi departamento, Karin solo tenía medio año más. Como muchas personas de nuestra generación, mi amiga tenía un nombre germánico. El mío era muy contundente, mis padres habían elegido ponerme el poco habitual nombre de Holda. A mí me habría gustado más llamarme como mis compañeras de colegio: Helga, Gudrun, Edda, Inge, Gerda o Uta. El día que en la oficina me bautizaron medio en broma con el nombre de «señorita Holle», en alusión a la anciana protagonista del cuento Madre Nieve, de los hermanos Grimm, me pareció un mal menor. Evidentemente, mis amigos prescindieron del «señorita» y yo me quedé con el apodo de Holle para toda la vida. Mi nieta tampoco me llama abuela, sino «señora Holle», y me gusta. Todo el mundo se imagina a la anciana del cuento como una mujer bondadosa. –¿Sabes qué, señora Holle? –me dijo hace poco Laura–. Tú no sacudes la cama como la anciana para que vuelen las plumas y nieve en la Tierra, pero ¡me cuentas historias de ayer! –Y de esos polvos vienen estos lodos –comenté.
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