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Yo ya estaba llorando. Era estúpida, me había creído cada una de sus palabras. Que me quería, que lo de la otra noche había sido real. No me había fijado en los pequeños detalles, los chicos como él no cambiaban. Y después de todo tenía las manos tan temblorosas que me era imposible hacer desaparecer las lágrimas. Entré en el instituto, y, al dirigirme a mi taquilla, todos me estaban mirando. Llevaban los ojos a sus móviles y seguidamente hacia mí. Eran como cuchillos que parecían tener la razón. «Guarra.» Bajé la cabeza, quería abrazarme, busqué miradas conocidas. «¿Te pongo el vídeo otra vez?» «Las mosquitas muertas son las peores.» ¿Por qué dolía tanto que me juzgaran? ¿Porqué nadie defiende a la mujer cuando habla? ¿Tenía que hacer caso a todo lo que decían sobre mí? Debía defenderme. Podría llorar y pelear a la vez, podría ser yo misma y protegerme. Protegernos a todas, alzar la voz y no volver a sentir nada por un chico. Nunca.

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