Richard Ford
Flores en las grietas Autobiografía y literatura Traducción de Marco Aurelio Galmarini
EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA
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Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio A Ilustración: foto © Laura Wilson
Primera edición: junio 2012
© De la traducción, Marco Aurelio Galmarini, 2012 © Richard Ford, 1992, 2000, 1998, 1998, 2007, 2002, 1998, 2007, 1998, 1998, 1999, 1996, 2006 © EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2012 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 978-84-339-7840-0 Depósito Legal: B. 14090-2012 Printed in Spain Reinbook Imprès, sl, av. Barcelona, 260 - Polígon El Pla 08750 Molins de Rei
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QUÉ ESCRIBIMOS, POR QUÉ LO ESCRIBIMOS Y A QUIÉN LE IMPORTA
Probablemente, pronunciar conferencias no sea una ocupación demasiado apropiada para un novelista. Philip Larkin decía que un escritor que se planta ante un público es «un yo que hace como que soy yo». Pero es una oportunidad que no dejamos escapar porque es mucho más fácil que escribir relatos. En las conferencias se acepta, y a veces incluso se aprecia, la labia que normalmente no se admite en la escritura. En el atril, uno se «ayuda» con la voz y la presencia física, mientras que en los relatos es necesario partir cada vez de cero. En una charla como ésta, es posible reunir las opiniones más dispares, los prejuicios y los deseos de venganza que rondan inútilmente por la cabeza y presentarlo todo como un «discurso rico, documentado y sin concesiones que pone de relieve la valía de la edad y la experiencia del señor Ford». Y finalmente, por supuesto, en una conferencia se cuenta con una expectativa que la escritura no ofrece; la de que si el contenido no es bueno, o es inexistente, será rápidamente olvidado y no nos dejará huellas molestas cuando salgamos volando hacia el cóctel. Por otro lado, la escritura y su pariente más venerable, 7
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la literatura, son permanentes. Una vez que nos hemos internado en ellas, lo que hemos hecho queda para siempre. Y, en cierto sentido, el tema al que hoy quiero referirme comienza y termina en este hecho capital. He permanecido fuera de la universidad un período que se me antoja bastante prolongado, doce años, y de ésta en particular, casi dieciséis. Pero cuando estuve aquí, escribiendo una novela por primera vez y como estirado junior fellow de la Society of Fellows, profesor de escritura creativa y colaborador en la cátedra de introducción a la literatura del señor Weisbuch, pensaba sinceramente que esto era una maravilla. Era antes de que los deconstruccionistas se hicieran con el dominio de la Modern Language Association y comenzaran a poner a los estudiantes de literatura contra la literatura. Entonces, por lo menos, a comienzos de 1971, me parecía que el estudio de la literatura, y la literatura misma, así como la «escritura», era todo parte de un continuo y que aquí yo estaba en el mundo: el aplauso de mis colegas era el aplauso del mundo, y su desaprobación o indiferencia, un clima cultural digno de crédito para escribir lo que había empezado a escribir. No deseaba en absoluto volverme contra esa visión. Aquí me sentía estimulado y bien recibido y mi papel de don nadie no me afectaba. Estaba aquí para aprender, no precisamente para actuar. Es verdad que en los años transcurridos desde entonces hasta hoy mi experiencia de la universidad en general me ha hecho pensar que el estudio de la literatura, la propia literatura de ficción y la escritura en curso tienen más de continuo consensuado que de manifestación de una ley natural. Y, más allá de eso, me ha llamado la atención que la vida universitaria se implique tanto en juzgar: juzgar a los demás, sus actos, sus actitudes, realizar discriminaciones y asignar valores morales, mientras que, inversamente, eso carece por 8
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completo de interés para gran parte de la vida exterior a la universidad, que en realidad apenas tiene tiempo para ello. La primera prueba que tuve de este enjuiciamiento se produjo ya en 1975, cuando mi compañero de despacho en Haven Hall (al que llamaremos profesor Jones) me explicó una tarde –una tarde en que, en su ausencia, había yo dado a sus estudiantes unas «instrucciones» bienintencionadas, pero que él consideraba incorrectas, acerca de la pronunciación de ciertas vocales del inglés medieval en Los cuentos de Canterbury– que los escritores en realidad no pertenecíamos a la universidad, que éste no era el lugar adecuado para nosotros. Podíamos estar aquí un tiempo, de acuerdo. Pero, según él, necesitábamos estar fuera y vivir nuestra vida, tener aventuras, encontrar cosas sobre las que escribir. No recuerdo si finalmente dijo cuál era realmente nuestro lugar. Sólo que no estaba allí, sino fuera. Ése –la universidad– era su lugar. De eso parecía estar seguro. Pero la verdad es que yo no tenía un cuerpo de conocimientos especializados que enseñar. Tampoco estaba desarrollando una investigación controvertida que requiriera el cobijo de la universidad. En realidad, no me interesaba ayudar a jóvenes a que se hicieran escritores, y menos aún a costa de mi propio deseo, que era precisamente el de escribir novelas. Puede que, tal como Eudora Welty dijo de sí misma, también yo «careciera de aptitudes pedagógicas». Así, poco tiempo después de esta conversación y por razones relacionadas con ella, abandoné la universidad. Fue, como reza el dicho, una de mis «primeras influencias», una de las influencias negativas que hube de experimentar para sacar provecho de ella. De esta manera, me doy perfectamente cuenta –y con dolor en un día como hoy– de la importancia de esta época para vuestra vida de jóvenes escritores. Las convicciones 9
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apenas conscientes que comenzáis a forjaros acerca de quién lee y si lee bien, así como acerca del destino ideal de vuestra obra, de las alturas adecuadas para ajustar la seriedad de vuestros propósitos, de qué deberíais escribir y en qué aceptación pública de vuestra obra podríais confiar –en otras palabras, acerca de cuál es vuestro «lugar»–, todo eso tiene que orientaros y consolaros durante toda la vida. Al reflexionar sobre estas cosas, percibo en el ambiente norteamericano actual una desafortunada censura, algo muy distinto de lo que había cuando comencé a escribir relatos, en los años sesenta, pese a que yo pensaba haber empezado en una época de relativa agitación estética y política. En todas partes oigo a alguien que dice «no» a algún otro. Lo podemos oír en nuestra política y en nuestros procesos políticos, gente que nos dice lo que no podemos hacer. Pocas personas parecen estar dispuestas a hacer concesiones o decir «sí» con amplitud de miras. Causa y a la vez efecto de ello es el extendido sentimiento de incomprensión y de disgusto de la vida actual, el sentimiento nacional de impotencia incluso para percibir certeramente nuestra vida privada; la necesidad imperiosa de una autoridad; la falta de coraje. En muchos lugares de Estados Unidos, los verdaderos dueños del poder preferirían que poseyerais y utilizarais un Mac-10 antes que El guardián entre el centeno. Obviamente, esta conciencia hipercrítica es perceptible en las artes; y no sólo en los altos niveles administrativos que controlan, por ejemplo, la National Editorial Association y el National Endowment for the Humanities, sino también en la censura entre los comentaristas de nivel básico –a menudo novelistas ellos mismos– que dicen «no» a esto, «no» a aquello, incapaces, al parecer, de apreciar algo sin despreciar otra cosa, hábito más típico de críticos que de artistas. 10
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– Tom Wolfe se queja en la revista Harper’s de que en la actualidad hay buenos y malos temas, y que prácticamente todas las novelas contemporáneas, excepto la que él escribió, son enfermizas porque no eligen –o al menos él no percibe que lo hayan hecho– reflejar la historia social o económica reciente o bien los actuales modelos de inmigración, que es lo que él piensa que hicieron Balzac o Trollope. – Edward Hoagland, el distinguido ensayista, se queja en Esquire de que en la literatura norteamericana actual haya realmente tan pocas cosas buenas. – Patricia Hampl se queja inexplicablemente en The New York Times de que lo que se escribe en primera persona pertenece a una categoría inferior. – Madison Bell se queja de que el minimalismo (sea lo que fuere) ha erosionado los largos desarrollos del impulso narrativo norteamericano; el antídoto consiste en escribir como Peter Taylor o, implícitamente, como el propio Bell. Esto, huelga decirlo, es un talante republicano, es decir, restringido y conservador, autoritario y poco caritativo, despreciativo y temeroso, un temperamento nacional al que le atrae acallar el arte a gritos. Aunque al mismo tiempo, naturalmente, en este tan poco agraciado temperamento nacional, a las artes les corresponde una responsabilidad muy especial y revivificante (a menudo, un mal momento en el mundo es un buen momento para el arte). En efecto, en esos momentos de impotencia, el impulso de escribir o de leer una novela debería ser un impulso salvador. En consecuencia, últimamente he pensado a veces que ha de ser muy difícil comenzar a escribir hoy, en un tiempo universitario en el que relatos y novelas son reducidos a la condición de textos a los que se atribuye el significado opuesto al que evidentemente tienen y cuyos privilegiados autores creen insensatamente que tienen; en el que se pien11
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sa que la literatura está en quiebra y es aburrida, y que el escritor es la ridícula figura que la escribe; y en el que lo que uno pensaba que no era bueno resulta que era excelente, sólo que uno no era de la raza, la orientación sexual, ni el sexo adecuados para comprender en qué consiste la excelencia. Sé que soy sensible a este aire peculiar que todos respiramos y que se supone que nos inspira: yo mismo escribo novelas, y este talante influye en mi obra y en lo que pienso de la literatura, de la misma manera que estoy seguro de que, lo sepáis o no, influye en vosotros, influye en lo que escogéis como tema sobre el que escribir, en lo que consideráis digno de crédito o no, en lo que creéis que es literatura y lo que no. Es cierto que, en cinco años, parte de lo que hoy se siente como imperativo moral habrá pasado y se lo tendrá por una moda. Por eso es importante para todos nosotros decidir –observando atentamente el mundo y el lenguaje– qué merece la pena aceptar y qué no. Tengo un amigo profesor en una universidad importante del Este, cerca de Boston. Es escritor como yo y enseña escritura creativa. El otoño pasado, un joven estudiante llevó a clase un relato particularmente gráfico con abundante descripción de fornicación heterosexual y vívidos detalles documentales que culminaban en un coito anal. El relato fue leído y la clase le brindó una acogida, si bien no entusiasta, al menos respetuosa, con excepción de una joven que dijo que ese tipo de escritura no era literatura y que no debía concedérsele el honor de ser discutido en clase. A ella le parecía que en ese relato se degradaba a las mujeres. Después se fue a su casa, escribió y llevó a clase un relato mucho más vívido y detallado aún de lascivia heterosexual, que también culminaba en un coito anal –que supongo que es ahora el non plus ultra en heterosexualidad– y que tanto a 12
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la clase como a mi amigo novelista les pareció mejor que el anterior. Pero la joven se sorprendió. Ella había escrito su relato como protesta, para humillar y airar a sus colegas y para ilustrar para ellos sus errores poniéndolos en el triste lugar que ella había ocupado antes: sin duda un modo de emplear la literatura que el tiempo ha consagrado. Ella creía haber calculado cuidadosamente la respuesta de su público, pero por desgracia se había equivocado, lo que es, por supuesto, una medida del éxito o la excelencia de la escritura, pero sólo una. Mi amigo me contó esta anécdota en parte con el espíritu del programa de televisión de Art Linkletter titulado Los niños dicen las cosas más asombrosas; ambos nos divertimos. Pero los acontecimientos nos sorprendían como una pieza pequeña, pero seria, de carácter ético. La joven en cuestión (que perfectamente podría haber sido un varón) no sólo no había sabido apreciar que su derecho a escribir ese relato como protesta era el mismo derecho que previamente había tenido el joven a escribir el suyo para provocar o incomodar. De la misma manera, era como si ella tampoco hubiera sabido apreciar cuál era la verdadera fuente de inspiración de su propio relato (Larkin escribió una vez que «una de las razones para escribir es que todos los libros que existen son de alguna manera insatisfactorios»). Y más allá de esto, e incluso más preocupante para mí, era su decisión no sólo de ejercer su libertad para escribir lo que quisiera cuando le apeteciera, sino también para violar sus propios aparentes criterios sobre la buena literatura cuando sintió que tenía una finalidad lo suficientemente noble como para hacerlo. En ese momento no pude evitar percibir una semejanza a pequeña escala con la situación a la que Bret Easton Ellis se había enfrentado dos años antes con la publicación 13
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de American Psycho. Un libro que la gente quería más condenar y eliminar que leer pero que desapareció rápidamente no porque se lo eliminara sino porque la cultura lo trató por fin como un libro y no como un crimen de guerra. Este último septiembre viajé a Suecia para participar en un coloquio sobre multiculturalismo en la Universidad de Lund. Lund, se me dijo entonces, era la Yale de los suecos, mientras que Uppsala era su Harvard. Nunca descubrí dónde estaba su Michigan. Es lo que hacen ahora los escritores en lugar de ir a la guerra y que, por cierto, es más fácil que escribir: intervenir en coloquios en países extranjeros, expandir la influencia norteamericana. En Lund estábamos una «poeta norteamericana nativa», un «profesor norteamericano nativo» de la Universidad de San Diego, un profesor del programa Fulbright de estudios norteamericanos que representaba al Departamento de Estado de los Estados Unidos, y yo. Y mientras nos dirigíamos en una mesa redonda a un grupo de periodistas y estudiantes suecos de cultura norteamericana, dando testimonio de las convergentes y abigarradas fuerzas de la etnicidad, la raza y el sexo en nuestra sociedad, observé por casualidad que yo era el prototipo del varón blanco de nuestro grupo. Y cuando lo dije, noté que un gesto de desagrado cruzaba el rostro de mis colegas. En el curso de la discusión de nuestro grupo, el moderador terminó por preguntarme si tenía ascendencia norteamericana nativa. Claro que la tenía. Luego, en diversas ocasiones me dijeron que yo no era en realidad el prototipo del varón blanco, que en realidad se podía decir que era un norteamericano nativo, esto es, su tipo de norteamericano nativo, no el que yo creía ser. Naturalmente, esto me divertía, pues no mucho antes 14
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prácticamente toda la gente que yo conocía afirmaba tener algo de cherokee, como una manera de superar a algún otro. Se había convertido en un cliché cultural, pero después se inició un período de severo control de credenciales en el que se enunciaba expresamente y en voz alta el desprecio por la competencia exclusiva de los indios para hablar en nombre de los indios. En mi propia familia, el tema de nuestra identidad india siempre creaba cierta incomodidad. Mi bisabuela había nacido en la Franja de los Osage de Oklahoma y se había casado con un hombre que no era indio y se había mudado al otro lado de la frontera, en Arkansas, donde al parecer no había muchos indios. Luego se produjo una notable pelea en la generación de mi abuela para dejar la indianidad tranquila y presentarse como se pensaba que era la gente blanca normal: irlandeses y alemanes. Finalmente, este problema recayó sobre mi madre como suele hacerlo la etnicidad sobre las generaciones siguientes, esto es, con torpeza. Cada tanto, mi madre daba muestras de creer que los indios eran seres humanos de segunda clase, pero te reñía si eras tú el que lo decía. No era en absoluto raro que, al observar nuestros perfiles, la gente se preguntase si «parecían de indios», ni que se ironizara confidencialmente acerca de los «indios italianos» de las películas, se admirara a los navajos por haber desconcertado a los criptógrafos japoneses en la Segunda Guerra Mundial y se moviera la cabeza en señal de desaprobación ante el duro trato que Jim Thorpe había recibido del Comité Olímpico. Incluso comenzaron a plantearse dudas acerca de si éramos realmente osage o cherokee, si es que éramos realmente indios. Pero allí, en Suecia, me sentía inesperadamente adscrito a la tribu, por así decirlo, y por razones sobre las que tenía que reflexionar, pues no era ése mi deseo. Y la razón 15
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por la que creo que se me nombró miembro ad hoc –es lo que me pareció más tarde– no se hallaba tanto en que me sintiera en sintonía con todos, sino en que creía haber hablado en nombre de los otros y no sólo de mí mismo, o en el de cualquiera en cuyo nombre pensaba que debía hablar; y además, lo que es importante, en que había tratado de medir o modular lo que decía con el fin de no ofender las supuestas creencias de los demás. En realidad no se me había adscrito a una tribu, sino a un grupo de presión con un interés específico que, según el indio o el profesor con el que hablaba, tenía una manera de observar las cosas, y tal vez de mirar con recelo o difamar a los extraños al grupo. Algo había en mí, como mi buena voluntad o mi compleja percepción de mí mismo, mi libertad respecto de algunos prejuicios y clichés culturales o mi experiencia de mi propio pasado o quizá mi voluntad de verme a mí mismo como quería, a lo que no se daba del todo crédito. Y eso no me gustaba, de la misma manera que no me gusta oír a nadie decir qué debe leerse o qué no. No es que yo quisiera hablar más en nombre de todos los hombres blancos que en el de los norteamericanos nativos, con quienes no tenía mucha familiaridad como grupo. En realidad estaba haciendo sólo una pequeña broma multicultural, y en los círculos multiculturales las bromas no son moneda corriente. Como escritor, no creo en «grupos». Las generalizaciones –sobre las mujeres o los hombres, los negros o los blancos– nunca se han compadecido bien con mi experiencia. Para mí, una especie de dios que revele la verdad sólo existe en los detalles. He aquí una de las atrayentes presunciones de la literatura: la de ser específica y afrontar a menudo el reto de poner a prueba la verdad de la sabiduría convencional con detalles (incluso detalles inventados), y hasta de 16
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sustituir la pretendida sabiduría si la encuentra defectuosa. Lo que yo quería no era hablar en nombre de mi grupo, sino simplemente de mí mismo, aun cuando pudiera estar equivocado, resultar ofensivo o ser finalmente reprendido. La verdad es que quería imaginar no lo que nos hacía especiales a mí o a los nativos, sino lo que me hacía –a mí, un no nativo– igual a ellos. Lo que nos asemejaba. A mi modo de ver, el valor del multiculturalismo en coloquios y a la hora de escribir relatos o novelas consiste en que es una invitación a imaginar de modo más preciso las diferencias y las semejanzas que nos permiten compartir a todos el planeta, una oportunidad para desafiar y, si es necesario, romper el dominio de la sabiduría convencional, de la historia, y hacer más complejas nuestras respuestas, a fin de extender el beneficio de la simpatía a otros que no son exactamente como nosotros pero que tal vez sean mucho más parecidos de lo que suponemos. Naturalmente, las buenas intenciones no hacen buena literatura. Sin embargo, para entender bien la humanidad es menester sacudirla. Pero yo habría preferido correr el riesgo de esforzarme al máximo y comprenderla mal, y ser ignorado y censurado, antes que sentirme amedrentado por lo que recientemente un sociólogo de la Universidad de Chicago ha llamado «visión hegemónica de grupos unilaterales de interés», lo que, para mí, no significa otra cosa que una forma más baja de hacer mezquina política coyuntural de partido, una insignificante política de poder que no tiene la verdad como objetivo. Para mí, una buena manera de definir una cuestión política es considerarla una cuestión humana importante que alguien decide tratar desde el punto de vista político, de la misma manera que una novela política es una obra de arte convincente que alguien decide tratar como política. Hay una creencia según la cual no se puede hablar sino 17
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desde uno mismo, sólo se puede representar al grupo al que se pertenece y todo es política. Sea como fuere, esas determinaciones suelen tomarse una vez producida la obra artística, con intención de influir en el futuro. Yo simplemente trato de no desviarme de mi primer principio: que el responsable de mi libro soy yo y nadie más. Durante la redacción de cinco libros y un período relativamente corto como escritor –dieciséis años desde que se publicó la primera novela que escribí–, yo también he recibido la influencia de fuerzas poderosas. Y en ese tiempo he tratado de ser fiel a mí mismo y mantenerme alerta de lo que pudiera ignorar sobre mis errores para no seguir cometiéndolos. Pero en The New Yorker se me acusó de racista porque un crítico pensó que un personaje de El periodista deportivo tenía opiniones racistas carentes de sensibilidad. Se me ha acusado una y otra vez de tener «problemas con las mujeres», aunque casi todos mis acusadores eran hombres. De crueldad con los animales se me ha acusado muchas veces, y también de arrogancia con las «clases bajas», aunque no creo en las distinciones de clase. Se me ha acusado de escribir «libros para hombres», de ser un falso occidental, un sudista frustrado y de no tener derecho a escribir acerca de la gente sobre la que he escrito. Se ha dicho de mí en la prensa, en The Washington Post, que en realidad no tenía tema en absoluto y debía abandonar la escritura; y que un libro aparentemente sencillo que había escrito sobre lo que a mi juicio era el desarrollo de un chico de Montana abandonado en su casa con su madre, a la que una noche, sin querer, ve desnuda, era en realidad un libro sobre el incesto, acusación que no consideré justificada pero que francamente me perturbó. Pero también ha habido lo contrario: algunas buenas críticas que decían que estaba haciendo un buen trabajo, aunque no pretendo que se confundan las críticas de libros 18
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con un juicio serio. Mi amiga Joyce Carol Oates me ha dicho en diversas ocasiones que yo creaba personajes femeninos muy fuertes, buenos, convincentes. Con frecuencia me descubro asiéndome a esa aprobación como a una tabla de madera a la deriva. Y si eso es cierto, lo atribuyo a que pongo en boca de mis personajes femeninos tantas intervenciones de buen diálogo –intervenciones dramáticas o con potencialidad para afectar a la acción humana– como en mis personajes masculinos. Una vez escribí un relato en el que una niña anglocanadiense le dice a un joven de la tribu de los pies negros: «Para mí, un indio no es más que un obstáculo en la carretera.» Poco después recibí una llamada telefónica de un profesor de la Universidad de Carolina del Norte que me preguntaba qué sabía yo de «jóvenes indios tendidos por la noche en las carreteras», pues su investigación revelaba que, en Estados Unidos, eso era una causa frecuente de muerte entre los varones nativos. Tuve que explicarle que no había hecho ninguna investigación sobre el tema, que simplemente di con esa frase una mañana, me gustó y la dejé en el relato confiando en que si yo podía pensarla, sin duda alguien más lo había hecho ya. En otras palabras, la había construido sin tener un conocimiento especial sobre los indios, pero tras haberme pasado la vida prestando atención a los seres humanos. Y ése es, supongo, el extraño poder de la imaginación, que si bien no es fiable para dar con verdades seguras, al menos arroja luz sobre hechos nuevos que, si nos convencen, se transforman en verdades. Para llevar este conjunto de preocupaciones a un nivel políticamente menos delicado, pienso que la escritura sobre seres humanos es algo así como la escritura sobre lugares. En la biografía de Sherwood Anderson que realizó Kim Townsend, el autor sostiene que Anderson escribía tan bien 19
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sobre el norte de Ohio porque hacía mucho tiempo que no vivía allí y se había olvidado de todo. Anderson inventó Ohio utilizando, por un lado, fragmentos de la memoria y, por otro, familiaridad y amor por el lenguaje con el que dar cuerpo literario a los fuertes sentimientos e inquietudes que experimentaba. Y es más o menos así como muchos escritores crean personajes, reconociendo, como Paul West escribió respecto de Robbe-Grillet, que el lenguaje es «algo exclusivamente humano y subjetivo con lo que empezar y que nunca puede revelar nada con total autoridad», incluyendo personas y lugares, aunque sin duda el lenguaje puede inventar lo que luego creemos. El impulso de escoger una réplica de diálogo que finalmente sea comprendida como un componente de un personaje se asemeja, en cierto modo, al impulso de escoger como escenario de un relato, por ejemplo, un lugar llamado Winesburg o Great Falls. Es cierto que, en el caso de Great Falls, hay una ciudad con ese nombre en la llanura de Montana. Pero en mis relatos Great Falls se parece más al Winesburg de Anderson que a un lugar real: está construida principalmente sobre la base de su nombre, Great Falls, una combinación de dos palabras que me gusta (el sonido de la A larga da paso al de la A breve; un atractivo pie yámbico o, si se prefiere, trocaico; la imagen idiosincrásica que instala en mi cabeza; la aparición de sus letras en la página, entre otras cualidades que le atribuyo). Estas consideraciones espontáneas, sensoriales, tan poco cognitivas, se aproximan al modo en que elegí las palabras que hago decir a mi niña canadiense a su amigo indio y que luego pasaron a formar parte de los personajes de una y otro y resultaron ser objeto de la «distinguida investigación» de alguien: esa manera de decir era justo lo que me gustaba. Pensaba que era vivaz, primaria, memorable, divertida. 20
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En efecto, elegí Great Falls antes de haber estado en el lugar real o saber gran cosa sobre él. Simplemente, por algunas de las razones que acabo de exponer, tuve la sensación de que eso era para mí lo que el poeta Richard Hugo llamó «Ciudad Provocadora», un nombre, un lugar que me incitaba a escribir y de cuya realidad terrenal necesitaba estar libre para poder escribir algo nuevo. Más tarde, naturalmente, soy libre de volver a mis frases, como efectivamente hacemos. Puedo decidir si quiero utilizar Great Falls, si tiene sentido, si lo utilizo de manera interesante; o, en el otro caso, si quiero ser el autor de una declaración que dice: «Para mí, un indio no es más que un obstáculo en la carretera»; ¿significa eso que, puesto que la escribí, tengo que experimentar yo mismo ese sentimiento? ¿Puede superarlo este personaje femenino? ¿Puede el relato seguir con algo que redima? Acepto que es posible que inconscientemente esté compensando un sentimiento ambiguo sobre la discutida ascendencia americana nativa de mi familia y trate de escribir una afirmación como ésa precisamente para ocultarla. La crítica freudiana o la multicultural pueden opinar sobre esto, decir si el relato es bueno, pero no antes de leerlo. Pero quisiera ante todo estar cerca de lo que parece ser –por romántico que esto suene– el impulso primario, el que trae primitivamente a mi consideración palabras y frases. Es el impulso en virtud del cual, como lo describía Eudora Welty, un escritor «escribe ante su propia emergencia». Sé que cuando temo haberlo perdido, siempre es «eso», el impulso de asociar libremente y al azar en el lenguaje y en las ideas, así como las asociaciones que las palabras traen consigo, para jugar sin restricción alguna con las maneras de organizar el mundo en palabras. Stephen Spender escribió una vez en su diario que Louis 21
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MacNeice conocía todo lo que pensaba y tenía una respuesta clara para todas sus experiencias. Pero yo no soy así, y, francamente, dudo de que MacNeice lo fuera. Las cosas entran en mi mente más bien caótica –fragmentos de lenguaje, conciencia de mí mismo– y allí se ocultan, girando, chocando y separándose al azar como electrones, y vuelven, si acaso, a la conciencia o a la página, a veces profundamente reconstituidas. Y es realmente ahí, en esa fase incipiente de la escritura-que-es-en-realidad-pensamiento, donde sospecho que tiene lugar la gran invención, la sorpresa y la nueva inteligencia. En una vida dedicada a la escritura, en la que uno trata de permanecer abierto a la azarosa experiencia, no es deseable, ni posible, mantenerse completamente «libre de influencias» en esa primera etapa. Pero al menos vale la pena pensar de dónde vienen las sorpresas en el trabajo que se realiza. Creo, y probablemente vosotros también, al menos en principio, que a veces el propósito de la literatura es insultar, ofender, conmocionar, reprender y crear incomodidad en los lectores, y que Randall Jarrell tenía razón cuando decía que necesitamos estar seguros de que lo que escribimos ofende a la gente apropiada. (En su estudio de 1951 de los poemas de Richard Wilbur escribió, más bien en interés propio, que «si tus contemporáneos nunca consideran que te equivocas, la posteridad nunca te dará la razón; hasta cierto punto todo escritor tiene que ser, a veces, una ley para sí mismo».) Pero, para un escritor, aguantar personalmente ser una ley para sí mismo es un asunto ambiguo y a menudo desagradable, a la vez que éticamente delicado. Naturalmente, nuestra ignorancia y los eslóganes acerca de nuestras supues22
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tas libertades nos sirven de ayuda. Muchos de nosotros somos demasiado jóvenes para recordar aquellos libros famosos que fueron una ley para sí mismos y, de hecho, prohibidos: Ulises, El amante de Lady Chatterley, más recientemente Huckleberry Finn y Trampa-22. Y luego mi amigo Salman Rushdie. Bueno, podríamos pensar, Rushdie es casi inglés y está lejos, así que quizá no debiéramos preocuparnos por los Versos satánicos. Es cierto que ofendió a quien no debía y que eso ejerció considerable influencia en sus libertades personales. Pero tal vez pensemos que debería haber sido más prudente. A decir verdad, a mí no me gusta ofender a la gente; mi obra no está destinada a ofender, y realmente pienso que no tiene por qué hacerlo. Me preocupo cuando me dicen que debería abandonar la escritura, o que escribo libros «para hombres». (Aunque otros días me preocupa que mis libros sean inocuos, no suficientemente ofensivos y que no aporten innovaciones técnicas.) En cualquier caso, no deseo que las reacciones a mis libros me afecten de tal manera que me vea obligado a tomar otra decisión acerca de qué escribir y qué no. Si sigo adelante, quiero sentirme libre para escribir lo que crea que puedo escribir bien, sea lo que fuere. Quiero que mis historias, si es posible, afecten a los lectores como la gran literatura me ha afectado a mí, es decir, que sea el hacha para el mar congelado que está dentro de nosotros, que sea, como escribió Dürrenmatt, una rebelión contra la muerte. Uno de los privilegios de ser escritor, y también uno de sus elevados precios, es que intentamos que el efecto de lo que escribimos sea permanente y aceptamos nuestra responsabilidad por ello. En proporción a nuestras aspiraciones, no podemos eludir la responsabilidad, por ejemplo, por los efectos que nuestros escritos producen natural y razonable23
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mente en el ámbito del «muticulturalismo», la «conciencia racial», la «orientación sexual» o las preocupaciones de género, porque, en el fondo, se trata de preocupaciones humanas. Y, en todo caso, el mundo exterior, el mundo que carece de interés por algo tan minoritario como la escritura de ficción, ha decretado que estas preocupaciones son hechos. En la medida en que somos libres, los escritores accedemos a estas cuestiones –al menos en nuestro trabajo– de distinta manera que el resto de la gente. La Libertad y el Arte no son instituciones, y a nosotros los escritores –lo mismo que a los cineastas, los fotógrafos o los pintores– nadie tiene nada que reclamarnos. No empleamos a nadie, no otorgamos ningún cargo, no tenemos clientes ni relaciones fiduciarias; no estamos sometidos a la supervisión de nadie y no debemos conformidad a nadie, salvo por decisión personal. A los escritores no se les pide que sean democráticos. Y nuestra obligación no es halagar al lector ni crear modelos positivos, sino intentar, por encima de todo, contar al lector algo que no sabía acerca de un tema que le interesa, y que una vez que lo conoce, se vuelve esencial. Esperamos un público voluntario, si es que tenemos alguno. Y de manera consecuente con este tipo de libertades, aceptamos –aun cuando no sea precisamente de nuestro agrado– la marginalidad en nuestra cultura. De tanto en tanto y de distintas maneras, me he preguntado cómo puedo hacer que mis relatos sean más «multiculturales», más sensibles. ¿A quién puedo dejar de oprimir, a quién puedo apreciar más en mi propio lugar de trabajo? ¿Debería incluir más mujeres entre los narradores, o tal vez más mujeres mexicanas (aunque quizá me resulte imposible por no ser yo mismo una mujer mexicana)? Quizá debería hacer que más hombres blancos fueran engañados por inteligentes lesbianas consejeras delegadas de grandes corpora24
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ciones, incluir más neurocirujanos homosexuales o más afroamericanos miembros del Tribunal Supremo. En la práctica, podría convenirme presentar un personaje minoritario bajo una luz poco halagüeña, que no corrobore las mejores posibilidades de la humanidad. Podría hacer que una mujer reciba un puñetazo en la boca o presentarla como prostituta. Podría decidir representar a un varón blanco bajo una imagen ridícula o incluso asesinado. Puedo rebajar a un personaje y enaltecer a otro si pienso que el conjunto lo justifica, si puedo decirme a mí mismo que esta decisión se compadece con un propósito elevado, con el descubrimiento de algo importante, como la conexión, en palabras de James, entre «la felicidad y la desgracia». O si puedo responder afirmativamente a la pregunta: ¿supone alguna diferencia importante en el mundo el que yo escriba de esta manera? Y quizá alguien piense que cualquiera de estas decisiones hace que mi libro no sea un buen libro. Y si piensa así, lo que puede hacer es no leerlo. Pero, a menos que yo lo decida, no puede impedirme que lo escriba. Tal vez recordéis que en las noticias de hace un mes se contaba una historia sobre la película Instinto básico, producto particularmente notorio y fatuo de lascivia cinematográfica. La película no gustó a los grupos de gays y lesbianas, que la repudiaron públicamente y amenazaron con cerrar las salas; ya había habido intentos de impedir el rodaje de esta película cortando las líneas eléctricas e interrumpiendo la producción. A estos grupos les ofendió que en el filme lesbianas y bisexuales –a todos los cuales supongo que ellos representaban– aparecieran como homicidas, cosa que sin duda eran las lesbianas y bisexuales que aparecían en la película. Y esto me afecta de diversas maneras al mismo tiempo. 25
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En primer lugar, creo que la gente interesada tiene derecho a protestar por lo que no le gusta y a dar a conocer lo que siente y lo que piensa. Me parece que se puede justificar perfectamente que defiendan una percepción más benigna del público, la empatía. Pero no creo que tengan derecho, ni que tal derecho exista, a impedir por la fuerza la producción de esta película ni de ninguna otra, en la medida en que al hacerlo ven arrebatada su propia libertad, que se vuelve en su contra de un modo pasmoso. Puesto que vivo en Mississippi y sus alrededores, en estos días pienso mucho en Eudora Welty. En una carta a su agente literario explicaba en 1942 a qué llamaba ella «valideces rivales», expresión con la que aludía a lo que se encuentra realmente en la página (en su caso, relatos) y a lo que se encuentra realmente fuera de los libros, en el mundo real, por así decir. En ese momento se sentía presionada por los editores, gente poderosa de Nueva York que, como los productores cinematográficos, creían estar al tanto de los gustos de los lectores norteamericanos; una presión que, en la mayoría de los casos, obliga a un nivel bajo de calidad. Querían que Eudora Welty escribiera relatos que «se parecieran más a la vida». Pero esto no era lo que a ella le interesaba hacer, aunque el precio fuera no ser publicada. Lo que ella creía, por supuesto, era que sus relatos –que no ofendían a nadie, sospecho– eran buenos así como eran, y que lo volcado en la página tenía su propia validez soberana. Y lo que subyace a su reclamación es la convicción de que lo que llega a la página es libre, libre para ser lo que es, libre de cualquier lealtad a lo que cualquier persona que no sea el escritor piense que son el mundo o la literatura, o que deberían ser o no ser. El arte siempre se desarrolla como un acto de libertad, 26
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lo cual no significa que la opresión acabará con él, pero sí que le pondrá obstáculos y que a algunos nos privará de su generosidad y su luz. Sin embargo, conceder libertad a otros no es una virtud tan notable cuando se está de acuerdo con lo que éstos hacen. Sólo es una gran virtud cuando se acuerda permitir lo que a uno no le gusta. Es esa extraña, incómoda y vertiginosa cualidad del arte –que puede sorprendernos y decirnos cosas que no nos gusta saber– lo que lo diferencia de la política. Y es esta cualidad del arte la que hace de él algo tan frágil, precioso y atractivo. Cuando se reprime el arte –una película, un libro, una recopilación de fotografías en las que se representa a un Cristo crucificado inmerso en orina–, se cree que el objeto que hay que eliminar, al menos en esta atmósfera contemporánea y moralizante, es el propio artista, al que se impide hacer lo que desea porque se dice que sus derechos interfieren inespecíficos derechos pasivos de otros. Pero en realidad la víctima más vulnerable de esta represión es el público, a quien otros le impiden ver algo que podría influirle, le impiden leer lo que podría iluminar para él el mundo mediante una conmoción, mediante la presentación del mundo o del lenguaje de una manera nunca vista hasta entonces y que por tanto desvela claramente el mundo. En verdad, la represión del arte nos impide adquirir la capacidad para ejercer nuestra facultad de formular un valioso juicio moral o estético que diga: «No, esto no me gusta. Lo veo y rechazo esa sensibilidad. Busco la belleza y esto no es belleza.» La verdadera censura –que de eso estamos hablando, al fin y al cabo– no es únicamente un ataque personal que dice «no puedes decir eso», sino un ataque que, insidiosamente, dice «no puedes oír eso, no puedes saber eso, no puedes pensar eso». Es un impulso que se encarga de alimentar la apatía moral de todos nosotros. 27
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