Para Andrés, siempre. Aunque a veces ha habido zarzas en nuestro camino, tú siempre has estado ahí tendiéndome la mano o dándome apoyo cuando tropezaba.
Enclave Título original: Enclave © 2011, Ann Aguirre Esta edición se ha publicado según acuerdo con Taryn Fagerness Agency y Sandra Bruna Agencia Literaria, S.L. © 2012, Eva González, por la traducción D.R. © 2016, Editorial Océano, S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España www.oceano.com D. R. © 2016, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Col. Polanco Chapultepec Del. Miguel Hidalgo, C.P. 11560, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Primera edición en Océano exprés: marzo, 2016 ISBN: 978-607-735-813-8 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico
Uno Debajo En la cueva sin ventanas de una madre ciega, en el seno de la noche oscura, bajo los débiles rayos de un globo de alabastro, una niña irrumpió en la oscuridad precedida por un lamento. George MacDonald, Niño de Sol y niña de Luna
Trébol
N
ací durante el segundo holocausto. Antes, según cuentan las leyendas, la gente vivía muchos años más. Jamás me lo creí. En mi mundo, nadie llegaba a cumplir los
cuarenta. Aquel día era mi cumpleaños. Cada año que pasaba mi miedo crecía, y aquél fue el peor. Vivía en un enclave donde el mayor de nosotros tenía veinticinco años. Su rostro estaba arrugado y, cuando intentaba llevar a cabo las tareas más nimias, le temblaban los dedos. Algunos murmuraban que matarlo sería un acto de bondad, pero lo cierto era que no querían ver lo que les deparaba el futuro. —¿Estás preparada? Torzal estaba esperándome en la oscuridad. Él ya llevaba sus marcas; tenía dos años más que yo y, si él había sobrevivido al ritual, yo también lo haría. Torzal era enclenque y frágil en todos los sentidos; las privaciones habían socavado sus mejillas, avejentándolo. Examiné la palidez de mis antebrazos y, después, asentí. Había llegado el momento de convertirme en una mujer. Los túneles eran amplios y se apoyaban en una estructura de barras metálicas. Habíamos encontrado restos de lo que podría haber sido un medio de transporte, pero estos yacían de costado
como enormes bestias muertas. A veces los usábamos como refugios de emergencia. Si una partida de caza era atacada antes de llegar al santuario, una pesada barrera de metal entre ellos y los enemigos hambrientos podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Por supuesto, yo nunca había salido del enclave. Aquel espacio constituía el único mundo que había conocido, sumido en la oscuridad y las volutas de humo. Los muros eran antiguos y estaban construidos con bloques rectangulares. En el pasado habían tenido color, pero los años lo habían desgastado hasta convertirlo en gris. Los únicos toques de color provenían de los artículos que habíamos encontrado en las zonas más profundas de aquella conejera. Seguí a Torzal a través del laberinto, rozando brevemente con la mirada los objetos que conocía. Mi favorito era un dibujo de una niña sobre una nube blanca. No podía discernir lo que sostenía; esa parte se había desgastado. Pero las palabras escritas con un rojo vivo, Un jamón celestial, me parecían maravillosas. No estaba segura de qué era aquello pero, por su expresión, debía de ser algo muy bueno. El enclave reunía en el día de la designación a todos los que habían sobrevivido para ser nombrados. Perdíamos a tantos cuando eran jóvenes que llamábamos a todos los pequeños Niño o Niña, seguido de un número. Como nuestro enclave era pequeño, y disminuía constantemente, reconocí todos los rostros ensombrecidos por la penumbra. Era dif ícil evitar que se me hiciera un nudo en el estómago mientras me preparaba para el dolor o el miedo a terminar con un nombre horrible ligado a mí hasta la muerte. “Por favor, que sea uno bueno”. El anciano, que soportaba la carga de un nombre como Muroblanco, caminó hasta el centro del círculo. Se detuvo ante 14
la hoguera y la lengua de fuego tiñó su piel con terroríficas sombras. Con una mano, me indicó que me acercara. Cuando me uní a él, habló. —Que cada Cazador traiga su ofrenda. Todos cogieron sus obsequios y los amontonaron a mis pies. El montón de objetos fue creciendo; parecían interesantes aunque no tenía ni idea de para qué podían servir algunos de ellos. “¿Como decoración, quizá?” La gente del mundo anterior parecía obsesionada con las cosas que tenían la única virtud de ser hermosas. Yo no podía comprenderlo. Cuando terminaron, Muroblanco se dirigió a mí. —Es la hora. Se hizo el silencio. Unos gritos resonaron a través de los túneles. En algún punto cercano alguien estaba sufriendo, pero no era lo suficientemente mayor para asistir a mi nombramiento. Podríamos perder otro ciudadano antes de terminar el rito. La enfermedad y la fiebre nos devastaban, y nuestro curandero, en mi opinión, era más perjudicial que beneficioso. Pero yo había aprendido a no cuestionar sus tratamientos. Allí, en el enclave, no era posible prosperar demostrando un pensamiento excesivamente independiente. “Estas reglas nos permiten sobrevivir”, diría Muroblanco. “Si no puedes acatarlas, eres libre para marcharte y descubrir cómo te va en la Superficie”. El anciano a veces parecía un poco mezquino; yo no sabía si siempre había sido así, o si la edad lo había hecho cambiar. Y ahora estaba ante mí, preparado para cobrarse mi sangre. Aunque nunca antes había sido testigo del ritual, sabía qué esperar. Extendí los brazos. La navaja brillaba a la luz del fuego. Era nuestra posesión más preciada, y el anciano la mantenía limpia y afilada. Hizo tres cortes irregulares en mi brazo izquierdo y contuve el dolor hasta que éste se enroscó en un silencioso grito 15
en mi interior. No avergonzaría al enclave llorando. Me acuchilló el brazo derecho antes de que pudiera prepararme. Apreté los dientes mientras la cálida sangre bajaba por mi brazo. No era demasiada. Los cortes eran superficiales, simbólicos. —Cierra los ojos —me dijo. Obedecí. Se inclinó, esparció las ofrendas ante mí, y después me agarró la mano. Tenía los dedos fríos y delgados. Yo recibiría mi nombre del punto en el que cayera mi sangre. Con los ojos cerrados podía escuchar la respiración de los demás, pero estaban inmóviles, reverentes. Escuché un susurro cercano. —Abre los ojos y saluda al mundo, Cazadora. A partir de hoy, te llamarás Trébol. Vi que el anciano sostenía un naipe. Estaba roto y manchado, y los años lo habían puesto amarillo. El dorso tenía un bonito estampado rojo y la parte delantera mostraba algo que se parecía a una pala negra junto al número dos. Mi sangre lo había salpicado y eso significaba que debía llevarlo conmigo en todo momento. Lo cogí con un murmullo agradecido. Qué extraño. Ya no sería conocida como Niña15. Tardaría un poco en acostumbrarme a mi nuevo nombre. El enclave se dispersó. La gente me asintió con respeto mientras volvía a sus quehaceres. Ahora que la ceremonia de designación había terminado, había que cazar la comida y buscar suministros. Nuestro trabajo nunca terminaba. —Has sido muy valiente —me dijo Torzal—. Ahora vamos a ocuparnos de tus brazos. Me alegré de que no tuviéramos espectadores en ese momento, porque el valor me abandonó. Lloré cuando me puso el metal caliente contra la piel. Obtendría seis cicatrices para demostrar que era lo suficientemente dura como para llamarme Cazadora. Otros ciudadanos recibían menos: los Constructores llevaban tres cicatrices, y los Criadores sólo una. Porque, desde 16
que la gente podía recordar, el número de señales en los brazos identificaba qué papel desempeñaba cada ciudadano. No podíamos dejar que los cortes sanaran de forma natural por dos razones: no dejarían una cicatriz adecuada, y podían infectarse. Con el paso de los años habíamos perdido a demasiados en el ritual del día de designación porque habían llorado y suplicado, y no habían podido soportar la candente conclusión. Torzal no se detuvo al ver mis lágrimas, y yo me alegré de que las ignorara. “Soy Trébol”. Las lágrimas se derramaron por mis mejillas mientras las terminaciones nerviosas de mis heridas morían, pero las cicatrices aparecieron una a una, proclamando mi fortaleza y mi habilidad para sobrevivir a cualquier cosa que me encontrara en los túneles. Había estado entrenándome para aquel día toda mi vida; podía blandir un cuchillo o un garrote con la misma destreza. Todo lo que había comido hasta entonces me lo había proporcionado otra persona, y lo había consumido sabiendo que, algún día, sería mi turno de buscar el alimento para los más pequeños. Aquel día había llegado. Niña15 había muerto. Larga vida a Trébol.
Después del nombramiento, mis amigos me prepararon una fiesta. Los encontré a ambos esperándome en la zona común. Habíamos estado juntos de niños, pero nuestras personalidades y habilidades f ísicas nos habían hecho tomar caminos diferentes. Aun así, Dedal y Guijarro eran mis dos mejores amigos. De los tres yo era la más joven, y ellos habían disfrutado llamándome Niña15 después de conseguir sus nombres. Dedal era una chica diminuta que formaba parte de los Constructores. Tenía el cabello oscuro y los ojos marrones. Debido a su barbilla afilada y a sus grandes ojos, la gente se preguntaba 17
a veces si era lo bastante mayor como para haber abandonado la instrucción infantil. Dedal odiaba eso; era el modo más fácil de ponerla de mal humor. A menudo tenía los dedos sucios, debido a que trabajaba con sus manos, y la mugre siempre encontraba el camino hasta su ropa y su rostro. Ya nos habíamos acostumbrado a verla con una mancha oscura en la mejilla después de rascarse. Pero yo ya no me burlaba de ella, porque era una chica sensible. Una de sus piernas era un poco más corta que la otra y caminaba con un atisbo de cojera. No era la secuela de ninguna herida sino un defecto de nacimiento. De no haber sido por eso, no habría tenido ningún problema para llegar a ser Criadora. Debido a que era fuerte y atractivo, aunque no especialmente brillante, Guijarro había terminado siendo Criador. Muroblanco pensaba que había buen material en él y que, si se emparejaba con una mujer inteligente, engendraría hijos fuertes y buenos. Sólo se permitía contribuir a la siguiente generación a los individuos con rasgos que merecían ser trasmitidos, y los ancianos supervisaban los nacimientos cuidadosamente. No podíamos permitirnos más niños de los que podíamos mantener. Dedal se acercó a mí rápidamente para examinar mis antebrazos. —¿Te ha dolido mucho? —Un montón —le contesté—. Dos veces más que a ti —le eché a Guijarro una mirada mordaz, y continué—. Y seis veces más que a ti. Siempre le tomábamos el pelo diciéndole que tenía el trabajo más sencillo del enclave. Quizá era cierto, pero yo no habría querido para mí la carga de asegurar la supervivencia de nuestra gente hasta la siguiente generación. Además de engendrar a los pequeños, compartía la responsabilidad de cuidar de ellos. No creo que yo hubiera podido soportar tanta muerte. Los ni18
ños eran increíblemente frágiles. Guijarro había engendrado a un niño aquel año, y yo no entendía cómo podía soportar el miedo a perderlo. Apenas podía recordar a mi madre; había muerto joven incluso para lo que era habitual entre nosotros. Cuando tenía dieciocho años una enfermedad asoló el enclave, introducida seguramente por un grupo de comerciantes de Nassau. Aquella plaga se llevó a un montón de nuestra gente aquel año. Algunos ciudadanos creían que los hijos de los Criadores eran quienes debían continuar con ese papel. Había un discreto movimiento entre los Cazadores que opinaba que ellos mismos debían engendrar a los suyos: que, cuando un Cazador se hacía demasiado viejo para patrullar, debía dedicarse a engendrar a la siguiente tanda de Cazadores. Yo había luchado durante toda mi vida contra esa idea. Desde pequeña había observado a los Cazadores que salían a los túneles sabiendo que ése era mi destino. —No es mi culpa ser tan guapo —me dijo, sonriendo de oreja a oreja. —Ustedes dos, paren —Dedal sacó un regalo envuelto en una descolorida tela—. Toma. No me lo esperaba. Levanté las cejas y cogí el paquete. —Me has hecho dagas nuevas —dije, calculando su peso. Dedal me fulminó con la mirada. —Odio cuando haces eso. Para apaciguarla, desdoblé la tela. —Son preciosas. Y lo eran. Sólo un Constructor podía hacer un trabajo tan delicado como aquél. Las había fundido especialmente para mí. Me imaginé las largas horas que habría pasado trabajando sobre el fuego antes de verter el metal en el molde y del posterior templado, pulido y afilado. Brillaban a la luz de la antorcha. Las probé y me pareció que estaban perfectamente equilibradas. Ejecuté 19
un par de movimientos para demostrarle cuánto me gustaban, y Guijarro saltó como si fuera a golpearlo por accidente. A veces se comportaba como un idiota. Una Cazadora nunca apuñala nada si no tiene intención de hacerlo. —Quería que tuvieras lo mejor, ahí fuera. —Yo también —me dijo Guijarro. Él no se había molestado en envolver su regalo; era, sencillamente, demasiado grande. El garrote no tenía la calidad de algo elaborado por un Constructor, pero Guijarro tenía buena mano tallando y había cogido un trozo sólido de madera para el corazón del arma. Sospechaba que Dedal debía haberlo ayudado con los anillos de metal a lo largo de la parte superior e inferior, pero las extravagantes siluetas talladas en la madera eran suyas, sin duda. No reconocía a todos los animales, pero era bonito y sólido y me sentiría más segura con él a la espalda. Debía de haber frotado las tallas con algún tipo de tinte, porque sobresalían del veteado. Aquellos ornamentos, en realidad, dificultarían la limpieza del arma, pero Guijarro era un Criador y era de esperar que no pensara en ese tipo de cosas. Sonreí con agradecimiento. —Es fantástico. Ambos me abrazaron y después sacaron una rareza que habían estado guardando para el día de mi nombramiento. Dedal había canjeado aquella lata hacía mucho tiempo, anticipando la ocasión. El envase en sí era inusualmente bello debido a que sus colores, rojo y blanco, eran más brillantes que los de la mayoría de las cosas que encontrábamos allí abajo. No sabíamos qué había dentro, sólo que había sido sellada tan cuidadosamente que necesitábamos herramientas para abrirla. Un encantador aroma escapó de ella. Yo nunca había olido algo así antes, pero era fresco y dulce. En el interior no vi nada más que una especie de polvo de colores. Era imposible saber 20
lo que podría haber sido en el pasado, pero sólo el aroma ya hizo que mi día de designación fuera especial. —¿Qué es? —me preguntó Dedal. Tímidamente, metí la punta de un dedo en el polvo rosado. —Creo que podría ser algo para oler mejor. Guijarro se acercó y lo olfateó. —¿Para ponérnoslo en la ropa? Dedal se quedó pensativa. —Sólo en las ocasiones especiales. —Creo que hay algo más dentro —dije, y moví el dedo en la lata hasta que toqué el fondo— ¡Aquí está! Eufórica, saqué un rectángulo de papel tieso. Era blanco y tenía letras doradas, pero éstas tenían una forma curiosa y no podía leerlas. Algunas tenían la forma que debían; otras no. Serpenteaban y caían y se curvaban en modos que las hacían confusas a mis ojos. —Vuelve a guardarlo —me dijo Dedal—. Podría ser importante. Era importante, aunque sólo fuera porque era uno de los pocos documentos completos que teníamos del pasado. —Deberíamos llevárselo al Guardián de las Palabras. A pesar de que habíamos hecho un intercambio legal por aquella bonita lata cuadrada, si contenía un recurso valioso para el enclave e intentábamos guardárnoslo para nosotros podríamos meternos en problemas graves. Los problemas conducían al exilio, y el exilio a cosas impronunciables. Por mutuo acuerdo, guardamos de nuevo el papel y cerramos la caja. Compartimos una mirada seria, conscientes de las consecuencias potenciales a las que nos enfrentábamos. Ninguno de nosotros quería que lo acusaran de apropiación indebida. —Vamos a ocuparnos de esto ya —dijo Guijarro—. Tengo que volver con los niños pronto. 21
—Dame un segundo. Corriendo, fui a buscar a Torzal. Lo encontré en las cocinas, como era de esperar. Aún no se me había asignado un lugar privado donde vivir pero, ahora que había sido nombrada, tendría una estancia para mí sola. Se acabó el dormir con los niños. —¿Qué quieres? —me preguntó. Intenté no tomármelo mal. Que me hubieran dado nombre no significaba que el modo en el que me trataban fuera a mejorar de la noche a la mañana. Para algunos, seguiría siendo poco más que una niña durante un par de años más, hasta que comenzara a acercarme a la edad de los ancianos. —¿Dónde está mi cuarto? Torzal suspiró, pero me condujo servicialmente a través del laberinto. Por el camino, esquivamos a algunas personas y serpenteamos a través de las divisiones y de los recintos improvisados. El mío estaba entre otros dos, pero era un metro y medio al que podía llamar mío. Mi espacio tenía tres paredes rudimentarias construidas con metal viejo y una harapienta tela colocada para crear cierta ilusión de privacidad. Todos tenían más o menos lo mismo; los cubículos sólo se diferenciaban por las baratijas que la gente guardaba en ellos. Yo sentía una debilidad secreta por las cosas brillantes. Siempre estaba intercambiando cosas por otras que brillaran cuando las sostuviera a la luz. —¿Eso es todo? Antes de que pudiera responderle, volvió a la cocina. Tomando aliento profundamente, atravesé la cortina. Dentro había un harapiento camastro y una caja de madera para guardar mis escasas pertenencias. Pero nadie tenía derecho a entrar allí sin mi permiso. Me había ganado mi propio espacio. A pesar de mi preocupación, sonreí mientras guardaba mis nuevas armas. Nadie tocaría nada allí, y era mejor no visitar al 22
Guardián de las Palabras armada hasta los dientes. Como Muroblanco, estaba entrado en años y a veces se comportaba de un modo extraño. El interrogatorio que me esperaba no me apetecía en absoluto.
23
Juicio
N
o tardamos mucho en contarle nuestra historia y enseñarle la lata. El anciano buscó en el interior y cogió la tarjeta cuidadosamente con un rastro de polvo rosa en los dedos. —¿Dicen que han tenido este artículo durante algún tiempo? El Guardián de las Palabras nos miró fijamente, como si fuéramos culpables, como mínimo, de estupidez. —Lo conseguimos en un intercambio y acordamos abrirlo el día del nombramiento de Niña… ehm, de Trébol —le explicó Guijarro. —Entonces, ¿hasta ahora no habían tenido ni idea de lo que contenía? —No, señor —le dije. Dedal asintió tímidamente. Su cojera la hacía mostrarse cohibida, ya que el enclave rara vez permitía tales imperfecciones. Pero el suyo era un defecto menor y no impedía su labor como Constructora. De hecho, yo diría que se esforzaba el doble que los demás, porque quería demostrar que contar con ella no había sido un error. —¿Están dispuestos a jurarlo? —nos preguntó el Guardián.
—Sí —contestó Dedal—. Ninguno de nosotros sabía lo que contenía. Trajeron a Cobre de las cocinas, y ella fue testigo. El Guardián refunfuñó cuando cogió el documento como prueba. —Salgan de aquí, todos. Ya les informaré de mi decisión en el debido momento. Me sentía mareada pero, de todos modos, quise enseñarles dónde estaba mi cuarto. Guijarro entraría con Dedal como chaperona. Como habíamos hecho en el pasado, cuando aún estábamos en el dormitorio de los niños, nos acomodamos juntos en el camastro. Guijarro se sentó entre nosotras y nos rodeó a ambas con los brazos. Su abrazo era cálido y familiar, y apoyé la cabeza contra su hombro. No habría dejado que nadie más me tocara así, pero él era distinto. Éramos amigos de la infancia, prácticamente familia. —No pasará nada —dijo—. No pueden castigarnos por algo que no hemos hecho. Viendo el placer que se reflejaba en el rostro de Dedal mientras se acurrucaba junto a él, me pregunté si no le habría ido mejor como Criadora. Pero los ancianos no se lo habrían permitido. Nadie quería que los defectos pasaran a la siguiente generación, ni siquiera los más pequeños e inofensivos. —Tiene razón —afirmó la chica. Yo asentí. Los ancianos cuidaban de nosotros. No había duda de que tendrían que considerar el asunto, pero cuando hubieran estudiado todos los hechos no podría pasarnos nada malo. Habíamos hecho lo correcto, entregamos el papel tan pronto como lo encontramos. Guijarro jugó con mi cabello distraídamente; para él era un gesto instintivo. Las caricias no estaban prohibidas para los Criadores. Se abrazaban y acariciaban con una facilidad que me espantaba. Los Constructores y los Cazadores teníamos que tener cuidado, para no ser acusados de conducta ilícita. 26
—Tengo que irme —dijo Guijarro con pesar. —¿Para engendrar algunos niños más, o para cuidarlos? —le preguntó Dedal con un destello de ira. Por un momento sentí lástima por ella. Para mí era dolorosamente obvio que quería algo que nunca podría tener. A diferencia de mí. Yo tenía exactamente lo que quería. Me moría de ganas de empezar a trabajar. El chico sonrió, y fingió tomarse la pregunta en serio. —Si tú supieras… —No importa —me apresuré a decir. Dedal puso cara larga. —Yo también debería irme. Espero que hayas tenido un buen día de designación, Trébol. —Ha estado bien, excepto por lo de haber tenido que ir a ver al Guardián. Sonreí mientras ambos se marchaban y me tumbé en mi camastro para pensar en mi futuro como Cazadora.
La primera vez que vi a Van, me asustó. Tenía el rostro delgado y anguloso y un desgreñado cabello oscuro que caía sobre su frente hasta unos ojos tan negros como un pozo sin fondo. Y tenía muchas cicatrices, ya que había sobrevivido a batallas que el resto ni siquiera podíamos imaginar. A pesar de lo dura que era la vida allí, su furia silenciosa hacía pensar que él había visto cosas peores. A diferencia de la mayoría, Van no había nacido en el enclave. Llegó a través de los túneles, medio muerto de hambre y hecho un completo salvaje. Cuando lo encontramos era casi adulto. No tenía un número asignado, ni ninguna noción sobre cómo comportarse. Aun así, los ciudadanos de mayor edad votaron para que se le permitiera quedarse. 27
—Cualquiera que pueda sobrevivir en los túneles por sí mismo tiene que ser fuerte —había dicho Muroblanco—. Podría servirnos bien. —Eso si no nos mata a todos primero —había murmurado Cobre en respuesta. Cobre tenía veinticuatro años y era la segunda de mayor edad. Era la compañera de Muroblanco, aunque tenían una relación flexible. Además, era la única que se atrevía a replicarle, aunque sólo fuera un poco. El resto habíamos aprendido a tener cuidado. Había visto a gente exiliada debido a que se había negado a obedecer las reglas. Así que, cuando Muroblanco decretó que el extraño se quedara, tuvimos que intentar que funcionara. Eso fue mucho tiempo antes de que yo lo viera por primera vez. Habían intentado enseñarle nuestras costumbres, y se había pasado largas horas con el Guardián. Ya sabía cómo pelear, pero no parecía saber cómo convivir con otras personas o, al menos, encontraba nuestras reglas confusas. En aquel momento yo era sólo una niña, así que no estuve involucrada en su integración. Me estaba entrenando para convertirme en Cazadora. Como quería demostrar mi valía en el combate, entrenaba constantemente. No estuve allí cuando el chico desconocido consiguió su nombre. Él no sabía qué edad tenía, así que lo bautizaron cuando creyeron conveniente. Después de eso lo había visto por allí varias veces, pero por supuesto yo nunca había hablado con él. Los Niños y los Cazadores no se relacionaban a menos que estuvieran tomando parte en alguna clase. Los destinados al combate y a las labores de patrulla estudiaban con los Cazadores veteranos. Yo había pasado la mayor parte del tiempo entrenando con Seda, pero a lo largo de los años había sido instruida por muchos otros. Conocí a Van oficialmente mucho después, tras mi propio nombramiento. Estaba 28
enseñando a los niños el combate básico con cuchillo cuando Torzal me llevó a su clase. —Eso es todo —dijo Van, cuando nos unimos a ellos. Los niños se dispersaron refunfuñando en voz baja. Yo recordaba lo mucho que me habían dolido los músculos cuando comencé a entrenar, pero ahora disfrutaba de la dureza de mis brazos y piernas. Quería probarme a mí misma enfrentándome a los peligros que aguardaban más allá de nuestros muros improvisados. Torzal inclinó la cabeza hacia mí. —Ésta es tu nueva compañera. Seda la considera la mejor de su grupo. —¿Sí? —le preguntó Van con curiosidad. Lo miré a los ojos, levantando la barbilla. “No puedo dejar que crea que me intimida”. —Sí. Obtuve una puntuación de diez sobre diez en lanzamientos. Me barrió con una mirada mordaz. —Eres enclenque. —Y tú demasiado rápido juzgando. —¿Cómo te llamas? Tuve que pensar; estuve a punto de decir Niña15. Toqué el naipe que llevaba en el bolsillo y encontré consuelo en sus bordes. Aquél era mi talismán. —Trébol. —Los dejaré para que hablen —dijo Torzal—. Tengo otras cosas que hacer. Era cierto, por supuesto. Como era pequeño y frágil, no podía cazar. Era el hombre de confianza de Muroblanco: hacía recados para él y se ocupaba de las labores administrativas. Yo no recordaba haberlo visto nunca sentado, ni siquiera por la noche. Levanté la mano para despedirme de él mientras desaparecía 29
tras una plancha de metal oxidada para ir hasta otra sección del asentamiento. —Yo soy Van —me dijo. —Lo sé. Todo el mundo te conoce. —Porque no soy uno de ustedes. —Eso lo has dicho tú, no yo. Inclinó la cabeza como diciéndome que estaba cansado de chismes. Como yo me negaba a ser como todos los demás, me tragué mi curiosidad. Si él no quería hablar, no me importaba. Todo el mundo sentía curiosidad por su historia, pero sólo la conocía Muroblanco… y quizá ni siquiera él sabía toda la verdad. Pero yo sólo estaba interesada en Van porque era la persona que protegería mi espalda. Cambió de tema. —Seda asigna partidas de caza diariamente. Nos uniremos a las rotaciones mañana. Espero que seas tan buena como ella dice. —¿Qué le pasó a tu anterior compañero? Van sonrió. —No era tan bueno como Seda afirmaba. Levanté la ceja, desafiante. —¿Quieres descubrirlo? No había niños cerca, así que se encogió de hombros y se colocó en el centro. —Enséñame lo que sabes. Era una táctica inteligente, pero yo no estaba tan verde. El luchador a la ofensiva perdía la oportunidad de evaluar el estilo de su oponente. Negué con la cabeza y curvé los dedos. Casi sonrió, lo vi en sus ojos, pero después se concentró en la pelea. Nos movimos en círculo antes de atacar. Me mantuve cauta porque nunca lo había visto entrenarse con nadie. Observaba a los Cazadores siempre que podía, pero él no pasaba demasiado tiempo con ellos si no estaban de patrulla. 30
Arremetió con un giro rápido a la izquierda, seguido de un pase cruzado a la derecha. Bloqueé uno pero no el otro; fue muy amable por su parte no usar toda su fuerza. Aun así, el golpe me hizo tambalearme. Aproveché el nuevo ángulo para clavar un puño en sus costillas y girar. “No esperaba que me recuperara tan rápido”, pensé. Nuestro combate reunió a varios espectadores. Yo intenté ignorarlos, ya que quería hacer una buena demostración de mi destreza. Me abalancé hacia su pierna pero saltó, y yo me tambaleé torpemente mientras él embestía hacia delante. No me aparté a tiempo y me derribó sin problemas. Intenté evitar que me hiciera una llave, pero me atrapó. Lo miré con odio, pero me mantuvo inmovilizada hasta que di unos golpecitos en el suelo. A continuación me ofreció una mano. —No está mal. Has durado un par de minutos. Con una sonrisa, la acepté. Me negué a poner las heridas de mis brazos como excusa. Él mismo podía verlas. —Hoy has tenido suerte. Me gustaría la revancha. Se alejó sin darme una respuesta. Me tomaría aquello como un quizá. Aquella noche afilé mi cuchillo. Comprobé dos veces (y tres) mi equipo. Incluso a pesar de mi entrenamiento y mi preparación, me resultó dif ícil dormir. Me tumbé y escuché los consoladores sonidos de la vida a mi alrededor. Un niño lloraba, y alguien estaba procreando: gemidos de dolor entremezclados con suspiros suaves. Debí quedarme dormida porque Torzal me despertó con una patada en las costillas. —Levántate y come. Saldrás a patrullar dentro de poco. Y no pienses que voy a molestarme en venir a despertarte personalmente todos los días. —No lo hago —le dije. 31
Me sorprendió haber podido dormir. “Mi primera patrulla”. Me sentía excitada y nerviosa. Usando un poco de aceite, recogí mi cabello en una eficaz cola de caballo y cogí mis armas. Aseguré el garrote a mi espalda y deslicé mis cuchillos en las vainas que llevaba en el muslo. Había elaborado todo mi equipo yo misma; Muroblanco pensaba que la autosuficiencia nos animaba a tener un mayor cuidado con nuestras cosas, y quizá tenía razón. Cuando me acerqué a la zona de la cocina el humo hizo que me escocieran los ojos. Cobre estaba asando algo en la parrilla, y la grasa siseaba al caer al fuego. Sacó su daga y me cortó un trozo de carne. Cuando la cogí para comérmela me quemé los dedos. Yo nunca antes había desayunado; eso sólo lo hacían los Cazadores. Me sentía llena de orgullo. Observé a los Cazadores engullendo sus porciones, todas mayores de lo que yo había recibido hasta entonces. Todos parecían duros y preparados, tranquilos. Miré a mi alrededor buscando a Van y lo encontré comiendo solo. Los demás no hablaban con él. Todavía se le consideraba un extraño, y aún se le miraba con sospecha. Cuando terminamos de comer, Seda se subió a una mesa. —Se han producido avistamientos más cerca del enclave de lo que nos gustaría. —¿Engendros? —preguntó un Cazador cuyo nombre no conocía. Un escalofrío me recorrió. Los Engendros parecían casi humanos… pero no lo eran. Tenían lesiones en la piel, dientes afilados y garras en lugar de uñas. Había oído decir que podías detectarlos por el olor, aunque en los túneles eso sería dif ícil. Allí abajo había un centenar de olores, y sólo la mitad de ellos eran buenos. Pero Torzal me había contado que los Engendros apestaban como la carroña. Se comían a los muertos, pero devoraban 32
carne fresca si podían conseguirla. Teníamos que asegurarnos de que no lo hicieran. Seda asintió. —Están volviéndose más audaces. Maten a todos los que se crucen —levantó un costal—. Su objetivo hoy será llenar este costal de carne. Siempre que no sea de Engendro, no me importa lo que pongan dentro. Que tengan buena caza. Los demás partieron. Yo atravesé la muchedumbre y me acerqué a Van. Parecía tener incluso más cicatrices de las que había visto la noche anterior. No podía ser más de un par de años mayor que yo, pero tenía toda una vida de experiencia en la caza. Sus armas brillaban, y al verlas me sentí más tranquila. A pesar de cuánto deseaba probarme a mí misma, también quería un compañero con el que pudiera contar. Sería estúpido no preocuparse por el hecho de que el anterior hubiera muerto allí fuera. Quizá algún día me contaría cómo había ocurrido. —Manos a la obra —me dijo. Lo seguí a través de la cocina hasta un túnel adjunto. Hacía mucho tiempo que habíamos levantado barricadas en los puntos clave para evitar que pudiera entrarse fácilmente a nuestro asentamiento principal. Nos dirigimos a la barrera este, donde tuve que gatear usando mis manos y mis rodillas para poder salvar los escombros. Desde mi punto de vista, necesitaba que la reforzaran con chatarra nueva, pero ése era el trabajo de los Constructores. Más allá de la luz del enclave había oscuridad, más de la que yo había visto nunca. Mis ojos tardaron varios largos minutos en adaptarse a ella. Van me esperó hasta que pude moverme. —¿Siempre cazamos así? Nadie me lo había dicho nunca. Un miedo primitivo recorrió mi espalda. —La luz atrae a los Engendros. No queremos que nos vean antes de que nosotros los veamos a ellos. 33
Instintivamente comprobé mis armas, como si mencionar a los monstruos pudiera hacerlos aparecer babeando en la oscuridad. El garrote se soltó sin problema. Volví a colocarlo. Igualmente, mis dagas encontraron mis palmas con un suave movimiento. Mientras nos movíamos, el resto de mis sentidos se compensaron. Había practicado la privación visual como parte de mi entrenamiento, pero no había comprendido cuánto necesitaría aquella habilidad allí fuera. En aquel momento me alegré de poder oír a Van moviéndose frente a mí, porque sólo podía discernir vagas sombras. No era de extrañar que los Cazadores murieran en los túneles. Van empezó a comprobar los cepos. Un par contenían carne. Otro compañero habría intentado hacerme sentir segura; él me dejó vagando en la oscuridad y el silencio. Bien, podía ocuparme de mí misma. No estaba asustada. Me dije eso hasta que giramos a la izquierda y escuché ruidos a lo lejos, unos húmedos sonidos de succión que resonaron en los túneles. No tenía ni idea de lo cerca que estaban realmente. El suelo bajo mis pies estaba cubierto de piedras y trozos de metal. Van desapareció en la oscuridad, dirigiéndose hacia el peligro. Como ése era mi trabajo, lo seguí. Llegamos a una bifurcación en la que se conectaban cuatro túneles. Sobre nuestras cabezas, el techo se había agrietado y derrumbado, dejando escombros por todas partes. Se filtraba una luz enfermiza desde una gran distancia, moteándolo todo con un peculiar resplandor. Entonces vi a mi primer Engendro. Como nos movíamos silenciosamente, el monstruo aún no nos había visto ni oído. Estaba agachado sobre un animal muerto, rasgando la carne cruda con los dientes. Podía haber más Engendros cerca. En las clases nos habían dicho que aquellos seres solían ir en manadas. 34
Van me hizo una señal de silencio, indicándome que él se ocuparía de éste. Yo vigilaría por si aparecían los demás. Levanté la cabeza para confirmarle que había comprendido el plan. Avanzó, esbelto y mortífero, y terminó con la criatura apuñalándola con la rapidez del rayo. La cosa gritó, seguramente para alertar al resto. Su agónica llamada se extendió como un canto lúgubre. Mis ojos captaron movimiento en el norte, dos más que venían corriendo frenéticamente. El instinto no dejó espacio en mi interior para el miedo. Deslicé las dagas en mis manos… A diferencia de la mayoría de los Cazadores, yo podía luchar con dos al mismo tiempo. “Seda no mintió. Soy la mejor de mi grupo”. Me dije eso a mí misma mientras el primer Engendro se precipitaba contra mí. Pero yo lo recibí con una cuchillada hacia arriba y una estocada con la mano izquierda. “Ataca los puntos vitales. Intenta que el golpe sea crítico”. Escuché la voz de Seda en mi cabeza, diciéndome, “Cada segundo que pasas luchando pierdes una energía que no tendrás después, cuando más la necesites”. Mi hoja se hundió en la hedionda y esponjosa carne y golpeó el hueso. Negué con la cabeza mentalmente. Demasiado alto. No quería apuñalarlo en las costillas. Aulló por el dolor y movió sus asquerosas garras hacia mi hombro. El combate no se parecía en nada a los entrenamientos; aquella cosa no usaba los movimientos que yo conocía. Amargamente, contrarresté con la mano derecha. Deseé haber tenido la oportunidad de observar a Van, de evaluar su estilo, pero aquélla era mi primera batalla real y no quería parecer una niña desentrenada. Era importante que me ganara el respeto de mi compañero. Arremetí con la pierna y combiné la patada embistiendo en ángulo con el cuchillo. Ambas cosas dieron en el blanco y el 35
Engendro cayó, derramando su nauseabunda sangre. No se parecía a la nuestra: era más oscura, espesa y fétida. Le clavé la daga en el corazón con la mano izquierda y retrocedí para evitar que me arañara mientras agonizaba. Van terminó antes que yo. Era de esperar, supuse, dada su mayor experiencia. Limpié mis dagas en los harapos que llevaba el Engendro y las volví a guardar en sus vainas. Ahora comprendía, a un nivel visceral, por qué los Cazadores pasaban tanto tiempo cuidando de sus armas. Me sentía como si nunca fuera a conseguir limpiar las manchas de sangre del metal. —No está mal —me dijo Van al final. —Gracias. Lo había conseguido. Me había cobrado oficialmente mi primera pieza. Aquello me hizo sentir Cazadora de forma mucho más intensa que las cicatrices de mis brazos. Cuadré los hombros. Dejamos allí los tres cadáveres. A pesar de lo horrible que pudiera sonar, otros Engendros se los comerían. No se ocupaban de sus muertos. No se atacaban los unos a los otros, pero, por lo demás, cualquier cosa que hubiera en los túneles (viva o muerta) servía de combustible para sus inagotables apetitos. En comparación, el resto de nuestra patrulla transcurrió con relativa tranquilidad. La mitad de las trampas contenían carne. Allí abajo, con nosotros, vivía un gran número de animales; criaturas peludas con cuatro patas a las que llamábamos, simplemente, carne. Tuve que rematar a una de ellas, que estaba herida porque el cepo no había conseguido romperle el cuello limpiamente, y eso me molestó más que haber tenido que matar al Engendro. Sostuve su cuerpo caliente en mis manos e incliné la cabeza. Sin decir nada, Van la cogió de entre mis manos y la echó en el costal con las demás. Teníamos niños a quienes alimentar. No sabía cómo calculaba el tiempo, pero al final dijo: 36
—Deberíamos regresar. Mientras volvíamos, intenté memorizar nuestra ruta. Aunque nadie lo había dicho en voz alta, algún día tendría que ser yo quien fuera a la cabeza. Van no aceptaría excusas, y yo no me sentía inclinada a ofrecérselas. Así que, de camino, conté nuestros pasos y giros y me obligué a memorizarlos. Cuando llegamos al enclave otros Cazadores ya habían comenzado a presentar sus informes. Torzal se ocupó de las bolsas, pesando la carne y sin elogiar o amonestar al equipo en cuestión. Nos recibió con un “Buen trabajo”, y a la pareja que vino tras nosotros con un “Gracias, los niños tenían hambre esta mañana”. —Te veré mañana —le dije a Van. El chico inclinó la cabeza y rodeó el fuego. Sin pretenderlo, me descubrí observando las esbeltas y musculosas líneas de su espalda y el modo en el que el cabello caía contra su nuca. Van se movía igual que luchaba, económicamente y sin malgastar esfuerzos. —¿Qué opinas de él? —me preguntó Seda. Era un poco más alta que yo y tenía el cabello rubio y muy corto. Su carácter duro hacía de ella una líder ideal, pero su rostro se retorció en una mueca de desprecio mientras observaba a Van. No le gustaba lo que representaba ni el hecho de que no aceptara sus órdenes con el mismo entusiasmo que los demás. Mi opinión sobre Van era demasiado complicada para expresarla en voz alta. —Es demasiado pronto para decirlo —murmuré. —Muchos le temen. Dicen que debía de formar parte de los Engendros, o se lo hubieran comido allí fuera. —La gente dice muchas cosas —farfullé. Seda se lo tomó como si estuviera defendiendo a mi nuevo compañero y torció la boca. 37
—Así es. Algunos dicen que tú deberías haber sido Criadora, como tu madre. Apreté los dientes y salí de la cocina a zancadas, decidida a encontrar a alguien para entrenar un poco más. Nadie podría decir de mí que no era adecuada para ser Cazadora. Nadie.
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