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Segundo premio: Unas cartas pendientes
UNAS CARTAS PENDIENTES
Juan Carlos Pérez López
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<<Mira una cosa que te digo: si quieres que vuelva a estar entre tus brazos, eso lo tienes que cortar de raíz. No quiero gente de esa ralea en mi familia. >>
Finca “La Alboronía”, febrero de 1977.
A pesar de su avanzada edad, doña Rosa ha aguantado a pie firme durante el sepelio del esposo. Como los ángeles que custodian las tumbas, ni por un segundo ha descompuesto con un mal gesto su porte, de natural regio y sereno. Con el semblante serio e imperturbable, daba la impresión de que no le afectase lo más mínimo el tiempo tan desapacible que reinaba. El cielo, plomizo, espejaba en los charcos del suelo y en los que se habían formado sobre
las lápidas de las tumbas en tierra, entintando la atmósfera con un tornasol de luto. Las gélidas ráfagas del viento del norte arrancaban los pétalos de las flores muertas del camposanto, removían la hojarasca y caracoleaban con su silbo de afilador entre las cruces y querubines de los panteones, amén de actuar como cuchillas de barbero sobre los rostros de los presentes, quienes acudieron casi en multitud a dar el último adiós al marqués de Cruzvaguada.
Doña Rosa apenas ha pronunciado palabra en el trayecto de regreso a casa, su glauca mirada extraviada a través de la ventanilla del auto. Con un hilo de voz, se ha limitado a pedir a sus hijos que la excusen ante los parientes y amigos, y les ha encomendado encarecidamente que atiendan como es debido a cuantos hayan de acercarse hasta el cortijo para expresarles sus condolencias, y ya de paso – por qué no decirlo- para gorronear algún piscolabis regado con un buen vino de la bodega familiar. Al descender del coche, la marquesa ha ordenado al servicio que nadie ose molestarla en un par de horas… “Ni aunque el cielo se abra como una ´graná´ madura”.
Diligente, la anciana se ha encerrado en su dormitorio para aislarse del barullo que, según ella presiente, habrá de formarse en apenas unos minutos en el salón principal, estancia donde los deudos del marqués de Cruzvaguada suelen recibir a las visitas principales, pero que hoy estará abierto a todo el paisanaje de las aldeas colindantes, sin distinción social. No se siente fatigada, pero no tiene humor ni ánimo para aguantar a nadie; menos aún para oír un rosario de sentidos pésames de los más íntimos del difunto, unos auténticos aduladores que, en honor a la verdad, le importan un bledo. Se cambia de ropa, ayudada por Leandra. La fiel y octogenaria asistenta – en la intimidad
tutea a su señora y la llama Rosita- lleva sirviendo en la casa toda la vida, confidente inquebrantable que es de los sentimientos que se encierran en los marmóreos silencios de la marquesa. Antes de abandonar la habitación, las dos mujeres cruzan miradas que encierran una secreta complicidad de tú a tú, e intercambian leves sonrisas con las que atan su profunda amistad. Sin decir ni mu, la sirvienta mira de soslayo el gran armario de caoba de la habitación, y asiente con la cabeza, con cierto aire de resignación. Luego besa a doña Rosa en la mejilla, y apoya la mano sobre su hombro, ejerciendo una tierna presión, para infundir ánimos a su señora. Leandra cierra la puerta tras de sí.
La flamante viuda se aproxima al balcón. Se quita las zapatillas. Sus pies, pellejudos y esqueléticos, absorben el helor que rezuma la brillante solería de barro rojo. Suspira. Embelesada, observa cómo la llovizna cubre con una mortaja de gotitas los cristales del ventanal, otero de nostalgia desde el que ella, con una mirada vidriosa y perdida en lontananza, retorna a un tiempo añejo que atesora flamante en su alma, conservado como el más recóndito de sus secretos. Afuera, el mar de encinas se extiende inmenso como un océano de verdor que se explaya frente a sus ojos de manera ordenada y apacible. La vegetación, agitada por el viento, exhala un rumor de ramas removidas que a ella le parecen las tonadas de una nana tierna y silente.
Respira hondo, como si en ello le fuera la vida. Después de tantos años aguardando con ansia la llegada de este momento, al fin es la hora de enfrentarse a un trozo de su pasado. Se acerca al gran armario de caoba, el paso decidido. Lo abre. En un rincón del cajón central, bajo
un doble fondo, esconde un hatillo de cartas pendientes de ser leídas, lacradas desde hace décadas. Cuando las recibió, se hizo la firme promesa de no leerlas hasta que no estuviese libre de ataduras. Ahora, la muerte ha fundido las alianzas que la mantenían apersogada al marido, pero de igual modo a las apariencias sociales que se les exigen a las damas de la alta sociedad. Por fin es viuda; viuda, y marquesa – tal como la madre le impuso su sueño-, y mujer, sobre todo se siente una mujer libre después de tantos años sintiéndose un cero a la izquierda, anulada por el marido como fue, convertida en una marioneta que era movida según los antojos del marqués, de un hombre sin escrúpulos ni sentimientos que se aprovechó de ella y de su fortuna para dar lustre al título nobiliario familiar, en decadencia desde hacía lustros. Sola en su habitación, por vez primera en su vida se concibe libre; libre de vínculos; libre de los cargos de conciencia que la atenazaron justo hasta que la losa de mármol selló la tumba del difunto; libre de esos remordimientos que fueron oprimiéndola con tan solo imaginarse protagonista de una existencia distinta a la que llevaba, prisionera como ha estado en una mazmorra de lujo durante los últimos cincuenta años.
Con el montón de misivas entre las manos, toma asiento en la mecedora de enea que hay junto a la pequeña mesa camilla. Se balancea de manera suave, acunando las cartas como una madre acunaría a un bebé abrazado contra su pecho. Tras unos minutos, desata el lazo, liberando las cartas, quizá sus sentimientos también. Rasga los sobres con cuidado. Extrae las cuartillas. Sin hacer intento por leerlas, las deja desperdigadas sobre la mesa. Vuelve a mecerse. Cierra los ojos…
Finca “La Alboronía”, octubre de 1930.
Al recibir el hatillo de cartas de manos del desconocido, la mujer lo examina con extrañeza. Por un segundo, y no sin aparente sorpresa, escudriña los ojos de quien ha actuado como cartero. Súbito, retorna la mirada a los sobres. -Señora, así doy debido cumplimiento con un cargo bien enorme que me eché encima hace unos cuantos años. Sé que he tardado bastante en liberarme de él, pero comprenda que he tenido que esperar a licenciarme del ejército. Además, averiguar su paradero no ha sido tarea fácil que digamos; ya ve que en los sobres solo está escrito su nombre, y eran escasas las referencias acerca de por dónde podía buscarla. Pero doy por bien empleado todo este tiempo; Manuel descansará en paz y yo quedo tranquilo. Solo espero y deseo que lo que esté escrito en ellas – señala las cartas- le haga bien, o que, al menos, la reconforte, señora.
La letra de los sobres, de trazo abrupto, no le resulta familiar a Rosa. Sin embargo, se ruboriza al leer el nombre del remitente que aparece en las misivas: Manuel. El corazón le da un vuelco, los latidos acelerados al tiempo que la respiración se le agita. No es zozobra lo que siente correr por sus adentros, sino los efectos de una emoción que no experimentaba desde hacía mucho tiempo, entusiasmo que ahora bulle revivido y en plétora en sus entrañas, estremeciendo su cuerpo por entero. Sin embargo, en cuanto el hombre le ofrece algunos detalles
de lo sucedido, ella empalidece, y nota que la sangre se le escarcha en las venas. Avecina las cartas al pecho, para abrazarlas con ternura entre sus senos. Aprieta los labios en un intento de controlar el conato de llanto que hace temblar su barbilla, amenazando con desatarse incontrolado. Cree envejecer de golpe al sentir en toda su crudeza y de forma fulminante todo el peso de ese tiempo que discurre como si fuese una eternidad en los pequeños pueblos. Quien escribió las misivas ha recordado a Rosa durante años. Pero es que ella no ha dejado que un solo día de su existencia acabase sin dedicarle al autor de las cartas el último de sus pensamientos, el más importante de sus pensamientos; lo hace cada noche, antes de meterse en la cama junto al marqués, hombre a quien, lejos de apreciar, simplemente aborrece. -¿Quién es, querida? – Le pregunta el marido, escurriéndose la robusta y autoritaria voz del esposo hasta el zaguán de la casa, sacando a su mujer de la abstracción en la que parece haber caído. -Nada importante; solo es un recado de mis padres. En un segundo estoy en la mesa. Que Leandra vaya sirviendo la sopa. – Le responde al marqués, mientras una lágrima nacarada se desliza por su mejilla, dejándole en el rostro una estela de humedad en la que florece una afligida nostalgia que desluce el semblante de la dama.
Doña Rosa ofrece un duro de plata al hombre como propina, pero este lo rechaza con suma educación. La mujer cierra la puerta, no sin antes brindarle al mensajero una sonrisa llena de cortesía, aunque vacía de afecto. Sube a su dormitorio. Con sigilo, guarda las cartas en el cajón central del gran armario de caoba, bajo un doble fondo. Se promete a sí misma que no leerá esas cartas hasta que
quede libre. Frente al crucifijo, reza para que eso ocurra cuanto antes.
Ya sentada en el comedor, se envuelve en un profundo mutismo durante la comida. De vez en cuando mira de reojo al marido, pero este no le presta la más mínima atención metido de lleno como está en el plato de comida que le han servido, nada nuevo en él, y mejor que sea así, porque desde el punto y hora que se desposaron solo se dirige a ella con malos modos, desprecios, burlas, e incluso insultos, aunque se cuida de tratarla bien delante de los hijos o en público. Ella hace el esfuerzo de comer a pesar de que se le ha cerrado la boca del estómago; no puede sacar de su pensamiento lo que acaba de contarle el hombre portador de las cartas…
Norte de África, Barranco del Lobo, inmediaciones de la localidad marroquí de Annual, 22 de julio de 1922.
-Júrame que le entregarás las cartas. ¡Júramelo por Dios!
-Te lo juro, Manuel, te lo juro. Pero antes tengo que salir de este infierno; venga, hombre, suéltame. ¿No ves que si me vuelan la cabeza no voy a poder cumplir tu recado?
Incorporándose un poco, Manuel persigue con la vista a su compañero de filas. Ve cómo corre despavorido, igual que un conejo al que disparan desde distintos puestos de caza. Respira aliviado al comprobar que se pierde entre los riscos, sano y salvo. Porque a él ha fiado la única
posibilidad que le queda, aunque remota, para que Rosa conozca algún día el alcance de los sentimientos que ella le despierta.
Manuel sabe que la Parca va a acudir a su encuentro; con suerte, en un par de horas se verán las caras para ya nunca perdérselas. Lo ha visto reflejado en los ojos del sanitario que ha acudido en su auxilio, su mirada como un diagnóstico claro y rebosante de malos augurios para él. Aunque un barranco es un lugar tan bueno o tan malo como cualquier otro para morir, el haber recibido un balazo en la barriga, y en un paraje tan apartado e inhóspito, le garantiza, además de la muerte segura, el sufrir una lenta agonía. Nadie va a cargar ni con él ni con nadie que se encuentre en sus mismas circunstancias; menos aún en una retirada a la desesperada por un terreno tan agreste, las tropas españolas totalmente diezmadas y hostigadas por el fuego incesante de las cabilas rifeñas que le son fieles a Abd el–Krim. Los heridos graves tienen el mismo valor que los muertos: son un estorbo. Sin ninguna opción de ser evacuados, son desatendidos, abandonados a su suerte, quedando a merced de la nula clemencia que muestra el enemigo, la mayoría de las veces limitándose a dejarlos desperdigados por el campo de batalla, para que las aves carroñeras den buena cuenta de ellos en una orgía de gritos desgarradores y sangre derramada. Solo los heridos que pueden valerse por sí mismos, aunque se muevan a duras penas, tendrán una leve posibilidad de supervivencia, pues serán hechos prisioneros con el fin de pedir a las autoridades españolas elevados rescates por su liberación. Manuel ha caído del lado de los desahuciados.
La muerte, que rapiña virulenta en las entrañas del soldado, no es ni mucho menos la muerte que Manuel
imaginó para dejar este mundo. A él le hubiese gustado morir sobre un tálamo de amor, agarrado de la mano de Rosa, mujer por la que siente una devoción desmedida, sin que ella siquiera lo haya sospechado. Ese sí que hubiera sido un bendito final para él… Desde luego que no le habría importado firmar con su propia sangre su sentencia de muerte prematura si con ello hubiese tenido la oportunidad de rozar los labios de Rosa con los suyos por una sola vez, de musitarle palabras de enamorado al oído. Mas eso ya forma parte de una fantasía del pasado, de un tiempo en el que Manuel era un joven idealista que creía que los sueños podían cumplirse por sí solos, con tan solo desear que se cumpliesen.
Van para tres los años que lleva como un alma en pena. Se le hace insoportable no haber escuchado jamás de boca de su amada un simple “te quiero”, aunque la voz hubiese rezumado impostura. La suerte que haya de correr – morir como un perro abandonado- le trae sin cuidado. Porque lo mataron en vida el día que, como si fuese un maleante, escapó del pueblo tras el encontronazo que tuvo con Raimundo, el capataz de la hacienda propiedad del padre de la señorita Rosa, donde Manuel trabajaba desde que, tras licenciarse del servicio militar, se quitó las alpargatas de soldado raso para calzarse las de humilde jornalero, desoyendo los consejos de sus superiores para que se reenganchase y así pudiera labrarse en el ejército un futuro digno, consistente en una paga infame al mes y tres comidas de mísero rancho al día. Cegado por lo que acababa de suceder entonces, vio como única posibilidad de escapatoria el alistarse como voluntario en las tropas que se dirigían hacia el norte de África… directas a una ratonera.
La pérdida de sangre lo sumerge en un sopor idéntico al que sintió aquella cálida de tarde de primavera…
Finca “La Alboronía”, Azuaga, Badajoz, primavera de 1919.
Las amables temperaturas han incitado a Manuel a descansar un rato, amparado por la sombra de una encina. Mientras garabatea en una cuartilla, no pierde de vista a la piara de cochinos que tiene a su cargo. Los bichos hozan la tierra con incontinencia. El joven lleva unos días como enajenado, su mirada insuflada por un extraño brillo. Su madre le ha dicho, con palabras en las que era difícil advertir si pesaba más la seriedad o el tono de broma, que parece como si estuviera hechizado, igual que si le hubiese echado mal de ojo una gitana. Cierto es que está embrujado, pero por la belleza de la hija mayor de los amos de la hacienda. Sin embargo, no se le ha ocurrido decírselo a nadie, por más que sus ojos de cordero degollado hablen a gritos por él; no es amigo de gastar bromas o hacer burlas, menos aún de recibirlas. Nunca había experimentado por dentro semejante agitación, tan intensa que incluso le hace pasar las noches en vela, soñando despierto, arrebatado como está por una serie de sensaciones que lo dislocan y le hacen sentir como si flotase. No puede dominar el estar todo el santo día pensando en ella, en la muchacha más bonita que ha visto en su vida, para él lo más parecido a una Diosa desde el mismo instante en que la conoció…
Manuel se encontraba en la explanada que hay junto a la entrada de la casa principal del cortijo, a la espera de
las órdenes que a bien tuviese darle el capataz, siempre con tono arisco. El joven quedó maravillado cuando vio llegar el auto, un reluciente Hispano-Suiza H-16, modelo Duvivier Torpedo de color verde oscuro. Su existencia se vivificó como por ensalmo al ver bajar del automóvil a Rosa. La muchacha llegaba para pasar las vacaciones de Semana Santa junto a sus padres, tres años que llevaba ya cursando estudios en la capital, interna en un colegio de monjas. -Quítate la gorra, mamarracho – le espetó entre dientes el capataz, propinándole un soberano codazo al muchacho-. ¿Nadie te ha enseñado modales, so cazurro?
Ella lo saludó y sonrió al mismo tiempo. Él se encendió de vergüenza, convertido en un pasmarote ante la aparición de Rosa. Ni fue capaz de devolverle el saludo, sus cuerdas vocales como si fuesen de mármol desde el instante en que vio a la joven. Antes de perderse por la puerta, Rosa giró la cabeza y volvió a regalarle otra sonrisa, el gesto más maravilloso del mundo que Manuel nunca imaginó que alguien pudiese regalarle. La madre de ella la miró escamada, para acto seguido rajar con la mirada a Manuel. -¡Vamos, holgazán, que el pan no cae del cielo; hay que ganarlo con el sudor de la frente! – Le recriminó de nuevo el capataz, al tiempo que lo zarandeaba.
Desde aquel día, Manuel ha plasmado con su mala letra en el papel lo que sueña decirle cara a cara a Rosa. Pero sabe que dar voz a sus escritos es difícil, casi una quimera. La ha visto otras veces, pero en la distancia, o pasando junto a él a bordo del coche del padre. Sabe que acariciar un simple cabello de ella es un deseo inalcanzable, pero
no renuncia a imaginarse dando un paseo con ella por la dehesa, junto al arroyo, tomados de la mano. Con solo eso se conformaría para declararse como el hombre más feliz del mundo. Mientras tanto, sueña y escribe cartas que nunca ha de enviar.
-¡¡Habrase visto el señoritingo de los cojones…!! – Se estremece Manuel con el vozarrón que le pega el capataz- Tan contento ahí, ´tumbao´ a la bartola y disfrutando de la sombra; repanchingado como un señor. Y encima resulta que hasta sabe escribir… Si ya decía yo que esto de aprender a leer y a escribir no iba a traer nada bueno a quienes son poco menos que unas alimañas. Te voy a decir algo que tú has de interpretar como una advertencia o una amenaza, según prefieras: como sea verdad solo una décima parte de lo que me ha contado la señora Eulalia, de que andas mirando a su chiquilla, no vas a tener tierra por delante para correr, so desgraciado. A ver, trae ese papel…
Raimundo, el capataz, le arranca las hojas de la mano. Manuel, sorprendido, no hace por donde para enfrentarse al capataz; se queda sentado; callado; con los puños y los dientes apretados… conteniéndose y comiéndose la rabia. El capataz lee la carta por encima, los ojos inyectados de ira. Sin mediar palabra, le propina un par de patadas a Manuel. El joven no responde a la agresión; solo se encoge, y abraza con fuerza el pequeño zurrón, que contiene, además de un trozo de pan y tocino, otras tres cartas. El capataz le lanza una mirada de severidad. Bufa, y vuelve a emprenderla a patadas con el joven al tiempo que le recrimina: -¡¡Pero tú quién te has creído que eres…!! ¿Cómo se te ocurre no ya mirarla, sino escribirle estas cosas a la señorita Rosa? Te la vas a ganar, so desgraciado. Mira que morder la mano de quien te da de comer… – Agita la carta- Te voy a
dar una somanta de palos que se te van a quitar las ganas de ver el amanecer de un nuevo día.
Solo cuando Raimundo trata de arrancarle de las manos el zurrón, Manuel reacciona como si fuera a robarle la vida: propina un tremendo puñetazo al capataz. Este cae al suelo, golpeándose la cabeza contra un peñasco. Al ver que el hombre queda inmóvil y sangrando por una brecha que se le ha abierto junto a la sien, Manuel le quita la carta y echa a correr asustado, convencido como está de que ha cometido un asesinato.
Manuel solo piensa en salvar el pellejo. Por el camino de acceso a la finca, se cruza con el coche del amo. En su interior viaja la señorita Rosa, quien lo mira con una tristeza infinita flameando en los ojos; la llevan de regreso a Badajoz, antes de tiempo, tras haber tenido una tremenda discusión con la madre, a quien descubrió fisgoneando su diario, que guardaba con celo en el armario de su dormitorio.
Manuel huye a toda prisa, campo a través, azorado por la triste mirada de la señorita Rosa, mirada que lleva grabada en su mente. Ni siquiera pasa por su casa para despedirse de su madre y recoger algo de ropa y comida. No tiene tiempo que perder. Debe poner tierra de por medio cuanto antes si quiere escapar de la Guardia Civil, que seguro saldrá tras él en cuanto descubra el cuerpo del capataz tirado en el suelo...
El día de antes, en las cuadras de “La Alboronía”.
Aunque están tumbados sobre la paja, sus cuerpos, desnudos, pueden sentir la humedad que se eleva de la
tierra buscando guarecerse en sus huesos. -Desde luego no voy a consentir que mi hija desperdicie una sola mirada de sus ojos en ese desarrapado que cuida de los cerdos; menos aún que empiece a pensar en él. Cuando una mujer se fija y piensa en un hombre… No está en mi mente consentir semejante barbaridad; mi hija merece algo mucho mejor; yo ya he decidido que así sea, y ella no tiene nada que hacer salvo obedecer. -Pero si no se conocen de nada. No creo que sea para tanto Eulalia; apenas se han visto, y no se han cruzado más que un saludo. -El último ha de ser, Raimundo; el primero y último saludo. Y no me llames Eulalia. Desnuda y vestida soy tu señora; aquí y en cualquier otra parte, soy tu señora. Nunca olvides tu posición; ¿enterado? -Sí… señora; bien enterado quedo. -Pues eso. Veo que no eres tonto, Raimundo. Mira una cosa que te digo: si quieres que vuelva a estar entre tus brazos tienes que cortar esto de raíz. No quiero gente de esa ralea en mi familia. Es más, te ordeno que te ocupes del asunto por tu bien, ¿o prefieres ver a tu familia pidiendo limosna en la puerta de la iglesia? -Como mande la señora.
EPÍLOGO
A pesar de los años transcurridos, Rosa recuerda con total nitidez el momento en que descubrió a su madre husmeando entre sus cosas. Pudo ver cómo su diario, abierto por la última página escrita, colgaba de la mano
de doña Eulalia, el brazo, extendido y como falto de vida, moviéndose como un péndulo que midiese la cuenta atrás del mal momento que estaba por llegar.
Rosa clavó sus ojos, llenos de lágrimas contenidas, en los de su madre, quien le devolvió una mirada irascible. -He conocido a un chico muy guapo, he conocido un chico muy guapo… – habló doña Eulalia, remedando en tono despreciativo las últimas palabras que habían sido escritas en el diario secreto de Rosa-… ¿Te parece bonito? Eres una descocada, y una desagradecida. ¿Se te ha olvidado para lo que te hemos educado? Desde luego no para que te fijes en un andrajoso, sino para que te cases con alguien importante, igual que tu hermana ha de ser quien me cuide; ten por seguro que de eso ya me encargaré yo. De momento, se acabaron las vacaciones; te vuelves a la residencia; ya he mandado aviso a Sor Magdalena. Y por tu bien, te recomiendo que te olvides para siempre de ese pordiosero que huele a cochino, o me sueñas, vaya que si me sueñas, y todos los días de tu vida; ¡por estas! – Juramentó Doña Eulalia.
Años más tarde, Rosa fue obligada a casarse con el marquesito de Cruzvaguada. La boda fue sonada en toda la comarca, pero la relación que mantuvieron fue un helero donde no germinaron ni emociones ni sentimientos dignos de mención. Rosa aún se pregunta cómo pudo quedarse embarazada tres veces, una suerte de la naturaleza a la vista de la frialdad del esposo, y no ya solo en las relaciones íntimas, sino en el trato cercano con ella, rayano con el desprecio.
Cuando termina de leer la primera de las cartas que le escribió Manuel, Rosa se estremece por dentro, sus entrañas removidas por una inusual sensación. Las palabras escritas en ella le hacen sentirse amada de verdad, y deseada con pasión y ternura por vez primera en su vida.