La zapatilla roja
C
omo había llovido a mediodía íbamos saltando de piedra en piedra, por el camino de los mangos, para no manchar de barro las zapatillas blancas de los días de fiesta. Volvía mos a nuestro pueblo desde Catchungo donde habíamos pasado el día, en el colegio de las Hermanas do Santo Spirito, celebrando la Virgen del Carmen. Habíamos visto una película preciosa, de una niña que quería ser bailarina y se ponía unas zapatillas rojas que eran mágicas y no podía parar de bailar e iba bailando a to das partes, muerta de miedo y de cansancio. Mi hermanita y yo también queríamos ser bailarinas y bailábamos sobre las piedras resbaladizas del camino de los mangos. Entonces aparecieron los soldados. Al principio nos quedamos quietas, pero luego, cuando vimos la expresión de sus caras y nos acordamos de lo que cuen ta la gente que ocurre en las guerras, echamos a correr a través del bosque. Yo, aunque podía correr más deprisa que mi herma nita, iba detrás de ella, empujándola, animándola para que no se quedara atrás. Cuando creía que habíamos escapado, sentí que una mano me sujetaba por el vuelo del vestido y, mientras caía al suelo, vi que mi hermanita desaparecía entre las sombras verdes de un cacaotal. Aquellos hombres, como una manada de hienas, se echa ron sobre mí, sobre mi pequeño cuerpo contraído por el terror y me violaron tantas veces que ya ni sentía dolor. Lo peor fue la ex plosión, y es que el sonido vino de por donde había escapado mi hermanita y pensé: Dios mío, una mina. Así que, cuando me de jaron sola, a rastras, tan sucia y dolorida, me acerqué al cacaotal y allí estaba, con el cuerpo en una postura imposible y la expresión atónita, allí estaba mi hermanita muerta y sin una pierna, con el horrible muñón saliendo de su falda plisada. Unos metros más allá encontré su zapatilla: era roja, teñida por su sangre. Casi me olvidaba, mi nombre no es Amada. Ni nadie me ama ni amo a nadie. Mi nombre era Guimar, Guimar Mendes y 13