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LOS OJOS DE LOS CAPUCHONES

CONFIESO que no me gustaban. Zapatos de charol brillante y calcetines de ganchillo de los que luego dejaban en la piel caminitos de labores. Un rastro de puntos y zigzag. La viva imagen de un patrón desplegable sobre la mesa y los ovillos. Flores diminutas, círculos concéntricos, triángulos isósceles. En el tobillo garabateado, la espinilla de las heridas se hendía de encajes y delicadas huellas de cadeneta y punto bajo. Así parecíamos más niñas de domingo y menos de los resbaladizos del castillo. Las rodillas cuidadosamente lavadas, ni rastro del verdín bajo los concienzudos nudillos maternos (el jabón Lagarto es lo que mejor lo saca, decían mientras frotaban la piel las tardes de sábado y baño). Lo difícil eran los restos de la zarzamora, la caza de las luciérnagas, las manzanas ácidas del huerto del Pelegrín. Ni una caja entera de Nivea hubiera podido con tanto trajín de arañazo y postilla, el amor blanco de los espinos, el rojo de los rosales silvestres. Las cajas repiqueteaban y contábamos los pies descalzos para combatir aquel tedio de las procesiones del día del amor fraterno. Las Magdalenas ocultaban los rostros como pobres Cenicientas maltratadas, y mientras intentábamos aflojar los lazos de nuestras coletas nos preguntábamos qué ocultarían tras aquella maraña de cabellos flotando en la tarde… Yo me las imaginaba tristes y hermosas, como princesas o esclavas caídas en una desgracia impronunciable. Las veía caminar trémulas, arrastrando sus cadenas ante nuestros ojos hipnotizados por aquel espectáculo místico, sobrecogedor y extraño. Un día vi un cuadro de Lady Godiva, y supe cómo era el rostro de aquellas mujeres de hábitos oscuros y tobillos blanquísimos. La mano grande de mi padre me salvaba de caer en el abismo de aquel temblor. Yo la apretaba muy fuerte cuando llegaban los tambores. El peso de la maza cayendo sin piedad en aquella piel tensa a la altura de nuestros ojos y oídos. Me asustaban sobre todo los vientres abultados bajo las correas y el raso brillante de los cofrades. Entonces el corazón latía de un modo raro, desobedeciendo el miedo aquel compás de ritmos ensayados en las tardes tibias de la primavera. Aquellos días los íbamos a ver antes del estreno, sin saber si queríamos o no desacralizar el ritual. A veces nos sonreía el chico de la caja, mientras nos tapábamos la boca para que no se nos escapara aquella risa loca que nos entraba cada vez que nos miraba. Parecía mentira que fuera el mismo que luego caminaba a cara tapada y paso solemne sobre las baldosas frías de la Pasión. Lo sabíamos porque un día nos miraron en aquel paroxismo de zapatos de charol, grilletes y calcetines, Magdalenas-Godiva y pies descalzos. Entonces descubrimos, bajo la forma irrepetible de aquellos agujeros que le deformaban los párpados, que los capuchones también sabían guiñar el ojo #


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