Yo antes de ti ♥

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con ambas manos aferradas al marco. Will estaba en medio de la habitación, erguido en la silla, con un bastón apoy ado en los reposabrazos, de tal modo que sobresalía unos cuarenta y cinco centímetros por la izquierda: era su lanza. No quedaba ni una sola fotografía en los estantes y la alfombra estaba tachonada de relucientes fragmentos de vidrio. Will tenía el regazo cubierto de añicos de cristal y marcos de madera astillados. Observé la escena de la destrucción, al mismo tiempo que sentía cómo disminuía la frecuencia de mis latidos al comprobar que Will estaba ileso. Respiraba con dificultad, como si se recuperase de un gran esfuerzo. La silla se giró, entre cristales que crujían. Sus ojos se encontraron con los míos. Me desafiaban a ofrecerle consuelo. Bajé la vista y miré su regazo y luego al suelo que lo rodeaba. Identifiqué la fotografía de Alicia y él, la cara de ella ahora oculta tras un marco de plata abollado, entre los otros desastres. Tragué saliva sin dejar de mirarla, y poco a poco alcé los ojos para observarlo. Esos pocos segundos fueron los más largos que recordaba. —¿Ese cacharro se puede pinchar? —dije al fin, señalando la silla de ruedas con un gesto de la cabeza—. Porque no tengo ni idea de dónde tendría que poner el gato. Los ojos de Will se agrandaron. Solo por un momento pensé que había metido la pata del todo. Pero la más leve insinuación de una sonrisa se extendió por sus labios. —Mira, no te muevas —dije—. Voy a buscar la aspiradora. Oí que el bastón caía al suelo. Al salir de la habitación, pensé que tal vez le había oído decir que lo sentía.

Los jueves por la noche el pub The Kings Head siempre era un lugar concurrido, y el rincón de la sala estaba incluso más abarrotado. Me senté apretujada entre Patrick y un hombre a quien parecían llamar el Surcador, que miraba con frecuencia los arreos de caballo colgados de las traviesas de roble sobre mi cabeza y las fotografías del castillo que jalonaban las vigas, e intenté mostrarme al menos vagamente interesada en la conversación que me rodeaba, que giraba en torno a la proporción entre la grasa corporal y la ingesta de carbohidratos. Siempre había pensado que esas reuniones quincenales de los Diablos del Triatlón de Hailsbury debían de ser la peor pesadilla del dueño de un bar. Yo era la única que bebía alcohol y mi solitaria bolsa de patatas fritas reposaba arrugada y vacía en la mesa. Todos los demás bebían agua mineral o comprobaban la cantidad de edulcorante de sus Coca-Colas light. Cuando, al fin, pedían comida, no había una ensalada a la que permitieran rociar con salsa aceitosa ni un trozo de pollo que conservara la piel. A menudo y o pedía patatas fritas solo para ver


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