"La mercadera" de Leonardo Rossiello

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En tal caso, cualquier conocimiento judío sobre fenómenos astrales o astrológicos, se decía Aisha, podría interpretarse, o podría haber sido interpretado, de modo religioso: como una señal similar a la que daría la divinidad de las judías: era que la Salvadora estaba en camino. Pero la sacerdotisa, en tal caso, no podría haber siquiera insinuado que era la hija de esa divinidad, bajo pena de que la declararan heresiarca o, en el mejor de los casos, que la consideraran fuera de sus cabales, sino que tenía que haber anunciado que sin lugar a dudas se trataba de la Hija de Ishtar que llegaba al mundo. Aisha Pari iba por los diferentes baños y los probaba sucesivamente, se desplazaba de cuarto en cuarto y entablaba conversación con las diversas bañistas que iba encontrando. De ese modo pudo interrogar, con prudencia, a varias concurrentes: a dos funcionarias y a una militar romanas, a dos comerciantes asirias, a una mercadera libanesa, a una pashá asiria, a una prestamista armenia, a dos dignatarias petranas: no, señora; nada sabían del nacimiento de ninguna hija de reinas o princesas o sacerdotisas importantes. No en Petra, en todo caso. Aisha concluyó que era suficiente. De haber ocurrido, un acontecimiento tan fundamental como el nacimiento de una Enviada de Ishtar no podría haber pasado inadvertido a tan importantes personas. Ahora se trataba solo de que Meutas sanara para continuar con la búsqueda. Seguramente se dirigirían, pensaba, rumbo a Yerushalayim. Otra posibilidad no había: más allá había solo arena y piedras, y más allá se extendía el mar. Si era la hija de Ishtar, tenía que haber nacido en Yerushalayim. No era concebible que hubiese nacido en, por ejemplo, el Zélaf de la esclava. Pero entonces, pensaba Aisha, la idea de una sacerdotisa judía o influida por las judías no parecía tan descabellada. Ishtar no era diosa de las judías; ¿por qué habría elegido a Yerushalayim para, entre todas las ciudades, hacer que naciera su Enviada? Iba a entrar al vestuario, con la intención de abandonar el establecimiento, pero cambió de idea: se dirigió en cambio a una sala de masajes, encargó un tratamiento y se tendió de bruces sobre una mesa alargada. Había en el aire esencias de sándalo. No tuvo que esperar mucho; un gordo descomunal le trabajó la espalda con manos enérgicas y poco después un hermoso petrano comenzaba a


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