EL TINTERO DE ORO MAGAZINE Nº 9: WILLIAM PETER BLATTY

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MAGAZINE DE FICCIÓN

El autor LA NOVELA RELATOS

MAYO 2020

e n i z a g Ma

WILLIAM PETER BLATTY


La segunda antología de

¡Pásatelo de cin e!


EN 4D

Cuando vi por primera vez la versión cinematográfica de El exorcista, sentí miedo. Esa noche dormí con la cabeza tapada intentando no sacar las extremidades fuera del colchón. Tenía 15 años. Ninguna otra película me ha provocado esa sensación jamás. Y os aseguro que he visto unas cuantas. Por supuesto, tras esas escenas que todos recordamos, había algo más. Había una historia. Un mensaje más allá del mero susto. Algo más profundo que te invito a descubrir en este número dedicado a William Peter Blatty, uno de esos autores cuya identidad parece anónima debido al éxito de la novela, primero y de la película después. En esta ocasión contamos con la colaboración de Ulises Castellano y Marta Navarro, junto a 28 relatos de terror paranormal que espero os hagan pasarlo de miedo. Con este número nos despedimos hasta septiembre. Espero que disfrutéis de este verano purificador y que siempre tengáis a mano la mejor píldora para soñar: la lectura.

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Índice

William Peter Blatty: Exorcizando el demonio interior

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Vida y obra 9 Ulises Castellano Yo soy Ray 15 David Rubio Genio y figura 23 El Tintero de Oro

La Novela

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Con voz propia 29 Marta Navarro

El Caso Roland Doe Los relatos que ha inspirado La puerta La maldición En los campos La oscuridad que no cesa Santa La casita del cucú El fantasma de Katie Cook Posesión diabólica

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Pepe de la Torre Paco López Castelao Beba Pihen Beri Dugo Isabel Caballero Mirna Gennaro Jorge Valín Estrella Amaranto


La gocha de Jovita La cabaña de Paulo La hechicera Las moscas de la grisalla Reflejo Marco Polo Sesión de tarde en el cine... Insomnio Fuerzas ocultas La casa del bosque ¿Qué ha sido de Alicia? Cuando desaparecí y... Al filo de la noche ¡Vete, Satán! Ironías La elegida Angustia Un día inolvidable Poseída El sueño de la serpieente Diseño y maquetación: David Rubio Contacto: eltinterodeoro@hotmail.com

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Barry Bryne Ulises Castellano María Pilar Emerencia Alabarce Berta Font Francisco Moroz Bruno Aguilar José R. Capel Marta Navarro David Serrano Josep Mª Panadés Araceli Rodríguez Yessy Kan Paola Panzieri Patxi Hinojosa Puri Otero Mª Carmen Píriz Mery Pérez Raquel Peña Beatriz Vélez

Atribución de autoría: Todos los relatos incluidos son propiedad de sus respectivos autores.

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WILLIAM PETER BLATTY EXORCIZANDO EL DEMONIO INTERIOR


Bibliografía destacada ¿Cuál es el camino a la meca, Jack? (1959) John Goldfarb, ¡por favor ven a casa! (1963) Yo, Billy Shakespeare (1965) Twinkle, Twinkle, "Killer" Kane (1966) El exorcista (1971) La Novena Configuración (1978) Legión (1983) Gemini Killer (1992) Demonios cinco, Exorcistas cero (1996) En otro lugar (2009) Dimiter (2010) Loco (2010) Encontrando a Peter: Una historia real (2015)

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VIDA Y OBRA

Ulises Castellano

PARA SERLES SINCERO, mi conocimiento sobre este autor se reducía a la certeza de que había sido la mente pensante de una de las grandes obras de terror de finales del siglo XX. ¿Quién no habrá oído hablar de ella? Pues, su impacto en la sociedad, tanto pasada como actual, ha sido de unas dimensiones inmensas que ni el propio escritor esperaba. Es por ello que mi asombro no cabe en su lugar y, tratando de evitarles vagabundear por la red, escribo este artículo en honor a su persona. William Peter Blatty fue un escritor estadounidense nacido en Nueva York, el 7 de enero

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de 1928, y fallecido recientemente a causa de un mieloma múltiple, en el año 2017, con la edad de 89 años. Su infancia, marcada por la procedencia libanesa de su familia, estuvo muy determinada por el catolicismo de su madre. Pese a lo que se pueda llegar a pensar de cualquier persona natural del Líbano, tenemos que recordar que, por aquellos años, el cristianismo era la religión más influyente en el país oriental. El cincuenta y un por ciento de la población la profesaba en el año 1931. Lo que explicaría que, años más tarde, Blatty acudiera a la Universidad de Georgetown, de tendencia jesuita, para graduarse en filología inglesa. Sin embargo, no logró conseguir un empleo como profesor y, antes de obtener el máster en literatura, en el año 1954, estuvo trabajando en diferentes oficios, como: conductor de un camión de cerveza, vendedor de billetes de avión en la compañía aérea United Airlines y comerciante de aspiradoras. Su vida, entonces, careció de estabilidad, guardando un estrecho parecido con sus días preuniversitarios, cuando Blatty vivió en veintiocho direcciones distintas a causa de la imposibilidad de su madre —abandonada por su marido—, de pagar los alquileres. Más tarde, se inscribiría en las listas de las Fuerzas Aéreas Estadounidenses.

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Tras el ejército, William Peter Blatty formaría parte de la Agencia de Información Estadounidense en Beirut, la capital del Líbano. Fue en esa época cuando el estadounidense desarrollaría el gran talento, desconocido por muchos de sus lectores, de escribir artículos cómicos en revistas. La década de los sesenta fue decisiva en la obra de Blatty. Su vida cambiaría drásticamente al ganar, en 1961, un premio por responder correctamente, en el programa televisivo presentado por Groucho Marx: You Bet Your Live, a una serie de preguntas que le dieron diez mil dólares. Dejó su empleo como director de publicidad en la Universidad de California del Sur, y se dedicó exclusivamente a escribir. Durante los siguientes diez años, conseguiría ven-

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der una serie de novelas cómicas que tuvieron una gran crítica, entre otros muchos trabajos humorísticos. El William Peter Blatty cómico logró su mejor año. Además, trabajaría estrechamente con el director Blake Edward Los sesenta dieron paso a los setenta y, con la nueva década, se publicó El Exorcista en 1971. El libro fue el más vendido durante diecisiete semanas, llegando a comprarse trece millones de copias en los Estados Unidos. Luego, William Friedkin lo adaptaría al cine y, con el guión escrito por el propio Blatty, ganarían dos Globos de Oro a la mejor película y el mejor guion, convirtiéndose de esa manera en la primera de terror nominada a un Oscar. Los siguientes años en la vida del escritor vendrían cargados de éxitos. Fue nominado a tres Globos de Oro y ganó un Best Writing Award. En ese tiempo, Blatty expresó su deseo de volver a ser reconocido por sus trabajos de comedia, a los que les había dedicado gran parte de su carrera como escritor. Sin embargo, en 1977 escribiría El Exorcista II y en 1983 La Legión, ambas obras de terror y secuelas de El Exorcista. Posteriormente, la última parte sería adaptada al cine con el título de: El Exorcista III. El propio escritor haría de director en la película.

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El nuevo siglo llegó con la muerte de su hijo en el 2006. Su dolor, aunque incomprensible en su magnitud para cualquiera que no haya pasado por lo mismo, lo podemos entender de alguna manera en el libro de no ficción que publicó después: Finding Peter. A True Story Of The Hand Of Providence And Evidence Of Life After Death. Como ven, la historia del escritor es apasionante. Siguiendo el perfil de otros muchos compañeros de profesión, la vida de William Peter Blatty no se vio totalmente estabilizada hasta que logró triunfar en el mundo de la escritura. Y, una vez más, las experiencias de aquellos que un día tocaron el éxito nos enseñan, a mi parecer, una importante lección: "puedes llegar a cualquier parte, siempre que andes lo suficiente" (Lewis Carrol)

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YO SOY WILLIAM PETER David Rubio

EL WILLIAM PETER Blatty escritor nació en Beirut, mientras trabajaba para las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en su División de Guerra psicológica que la Agencia de Información. Hasta llegar ahí su relación con la literatura era un doctorado en Literatura inglesa y un vago proyecto de convertirse en escritor. Durante aquellos tres años William aprendió dos cosas: La primera, cómo se creaba una propaganda efectiva en situaciones de guerra y cómo se podían conseguir determinados efectos en la población con las tácticas y técnicas psicológicas; la segunda, escribir.

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Podríamos pensar que sus historias serían de terror. Todo lo contrario.

EL PRÍNCIPE SAUDÍ

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William Peter desarrolló un estilo humorístico muy acusado, con crónicas en las que parodiaba la vida militar que causaron sensación en las revistas. Un humor punzante, irónico, sutil y, por qué no, morboso. La guerra lo había convertido en un escritor de comedia. Y ese fue el género que cultivó al regresar en 1957 a Estados Unidos. También se dedicó a escribir guiones cinematográficos que intentó vender, sin éxito, a las productoras. Pronto comprendió que para prosperar en ese mundillo debía ser un tipo divertido y peculiar. ¿Y qué manera mejor que hacerse pasar por un príncipe saudí? Se creó un personaje y le dio vida. Tanta, que comenzó a pasearse con su traje blanco y gafas oscuras por todos los eventos de sociedad. Compaginaba esta faceta gamberra con su trabajo como director de publicidad de la Universidad de Loyola en Los Ángeles. Por entonces publicó su primera novela, una parodia de


sí mismo titulada: ¿Cómo se llega a La Meca, Jack?. Una historia muy divertida, pero que apenas tuvo eco comercial. Fue entonces que lo llamaron para participar en uno de los concursos más populares de la época: Apuesta tu vida, presentado por Groucho Marx.

EL EXORCISMO DE WILLIAM PETER Los diez mil dólares que ganó en el concurso le permitieron dedicarse a la escritura a tiempo completo. Tres nuevasnovelas de humor con una excelente crítica se añadieron a su bagaje literario. The New York Times llegó a decir que “nadie escribe líneas tan divertidas”. Pero las ventas continuaban siendo escasas. Además, se había divorciado de su primera esposa y casado con la segunda. Al menos, sí llamó la atención del popular director de comedias Blake Edwards, con quien colaboraría en varias películas, siendo

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la primera El nuevo caso del inspector Clouseau (1963). Pero William quería escribir otro tipo de historias. Más serias, aunque sabía que estaba encasillado. Lo que en otra época le sirvió para dedicarse profesionalmente a la escritura ahora resultaba un corsé de hierro. Sería por siempre el tipo peculiar, divertido y extravagante que se hizo pasar por un príncipe saudí. Esas ideas rondaban en su cabeza cuando recibió la noticia de la muerte de su madre en 1967. Tiempo después declararía que el duelo le duró cinco años y hasta fue diagnosticado de pena mórbida. Ello no fue solo por la tristeza de la perdida. Se apoderó de él un profundo sentimiento de culpa por entender que la había desatendido mientras él se ocupaba de su carrera literaria, también cuestionó sus creencias y su Fe. ¿Y si no había nada después de la muerte? ¿Y si al fin y al cabo no existía Dios? Necesitaba respuestas. Había llegado el momento de El Exorcista.

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Cuando recibí el Oscar por el guion de El Exorcista hice el discurso más corto de la historia. Si hubiera dicho lo que realmente pensaba tendría que haber hablado de mi madre inmigrante libanesa que llegó a América en un buque de ganado. De esa mujer de ojos oscuros, cariñosa, obstinada y valiente, que corría por la vida ajena a los semáforos y las señales de tráfico porque sabía que Dios estaba al volante del automóvil. William Peter Blatty

LA MEJOR NOVELA DE HORROR DE NUESTRO TIEMPO COMIENZA A ESCRIBIRSE Así es como la calificó un escritor llamado Stephen King en un mensaje de reconocimiento que escribió al fallecer William Peter Blatty en 2017. William pensó que era el momento de escribir sobre esa idea que le rondaba en la cabeza desde que en sus tiempos de universitario leyó la noticia del caso de un niño llamado Roland Doe que, al parecer fue sometido a ¡30 exorcismos!

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Sin embargo, cuando le comentó la idea a su agente literario este la desaconsejó. La consideraba podrida, de nulo interés. Pero William siguió adelante. Era algo más que escribir una historia, era la única manera que encontraba para poder reconciliarse consigo mismo, para exorcizar los demonios de la culpa y la duda. Aunque también necesitaba pagar las facturas, y Hollywood parecía haberse olvidado de él. Afortunadamente, la providencia le hizo acudir a un coctel donde conoció al editor en jefe de Bantam Books. Este le preguntó qué estaba haciendo y William le habló de su proyecto. El editor tenía fresco el bombazo que supuso tres años atrás la novela de Ira Levin El bebé de Rosemary, así como su adaptación cinematográfica, La semilla del diablo, realizada por Roman Polanski. Esa misma noche le adelantó 10.000 dólares. Dinero suficiente para alquilarse una cabaña y escribir. Escribió durante nueve meses. Todos los días, con jornadas de entre 14 y 18 horas diarias. En aquella cabaña lo tenía todo. La documentación que había acumulado durante años sobre exorcismos; los apuntes y extractos del diario real que escribió el reverendo Bowdern sobre el caso de Roland Doe… Y, por supuesto, sus propios demonios. Demonios que exorcizó a través de la novela. William

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Peter quería escribir una historia que hablara de esperanza, de amor y de Fe. Si el demonio existía, significaba que Dios también. A través de su alter ego ficticio, el padre Damien Karras, reencontró su Fe y la paz para superar la tristeza de la pérdida de su madre y la culpa por su desatención de los últimos años. Al terminar de escribirla, sentí que se solidi-ficaba mi creencia de que algún día volvería a ver a mi madre. El Exorcista se publicaría en junio de 1971.

Y ENTONCES SE DESATÓ EL INFIERNO Las ventas iniciales no fueron nada buenas. Las librerías devolvían cajas y cajas de ejemplares sin vender. William Peter, desesperado y hundido, pensó en la televisión como último cartucho para promocionar la novela. Solicitó una entrevista en The Dick Cavett Show, uno de los programas más populares de Estados Unidos. Sin embargo, le dijeron que al presentador del programa no le interesaba .

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la novela, pero sí quería podía quedarse como público. Propuesta que declinó. Pero, quién sabe si Dios o su madre desde el cielo mediante, se obró un milagro. O dos. O tres. Uno de los invitados al programa enfermó, así que le llamaron para sustituirlo en los últimos cinco minutos. William aceptó. Durante maquillaje, se produjo el segundo milagro. Otro de los invitados había llegado borracho y no estaba para entrevistas. El tercer milagro ocurrió durante el programa. A los cinco minutos, el último invitado que quedaba tuvo que marcharse por una urgencia. William Peter se quedó solo frente a Cavett y con 45 minutos de programa por delante. Tenía 45 minutos de máxima audiencia que desde luego aprovechó. Según declaró una vez: No paré de hablar. Hice virtualmente un monólogo sobre el libro. Cavett solo hizo una pregunta. Al terminar el programa comenzó la locura. El libro despegó en los rankings. A los diez días ya alcanzó el cuarto puesto de la lista de bestsellers del Times; a la semana siguiente, el número 1; y allí permaneció durante 17 semanas. En 53 semanas había vendido 13 millones de ejemplares.


CURIOSIDADES

GENIO Y FIGURA


! e r d a M a d u n ¡Me En la biografía vimos lo importante que fue Mary Mouakod Blatty para que la novela fuera escrita. Desde luego tuvo que ser alguien excepcional. En una ocasión logró burlar a la escolta del presidente Roosevelt para entregarle un tarro de mermelada casera que ella vendía en las calles. Parece ser que el mandatario la recibió con mucho agrado.

? e r a p e s s o n e t r e u m a l e u q a t s a ¿H William Peter era católico romano, y mucho. Pero ello no fue obstáculo para llevar una vida amorosa intensa. Se casó en cuatro ocasiones en un período de 33 años. Su descendencia alcanzó la nada desdeñable cifra de siete hijos.

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Un tipo íntegro Eligió a William Friedkin como director de la película a raíz de una dura crítica que este realizó a un film guionizado por el propio Blatty, Querida Lili. Aquí hay un tipo que no me va a mentir, declaró años después Blatty.

El 30 de octubre de 2015 se colocó esta placa conmemorativa en las famosas escaleras por las que se lanzó el padre Karras.

Merecido homenaje 25


Camino sin retorno

William Peter comenzó su carrera literaria como escritor de humor. Tras El exorcista intentó retomar esa senda con una parodia de su célebre novela titulada Demonios cinco, exorcistas cero. Sin embargo, sus lectores dieron la espalda a este regreso al humor.

La pérdida más dura

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Si la muerte de su madre le supuso un duro golpe del que tardó cinco años en recuperarse, la muerte de su hijo lo destrozó. Al punto que le hizo creer en la reencarnación y la posibilidad de contactar con el Más Allá. Sobre ello escribiría su último libro, ¡Encontrando a Peter!


COMO EL MALDITO Y FUGAZ DESTELLO DE EXPLOSIONES SOLARES QUE SOLO IMPRESIONAN BORROSAMENTE LOS OJOS DE LOS CIEGOS, EL COMIENZO DEL HORROR PASÓ CASI INADVERTIDO...

LA NOVELA


El objetivo del demonio no es el poseso, sino nosotros… los observadores… cada persona de esta casa. Y creo… creo que lo que quiere es que nos desesperemos, que rechacemos nuestra propia humanidad, Damien, que nos veamos, a la larga, como bestias, como esencialmente viles e inmundos, sin nobleza, horribles, indignos. Y tal vez ahí esté el centro de todo: en la indignidad. Porque yo pienso que el creer en Dios no tiene nada que ver con la razón, sino que, en última instancia, es una cuestión de amor, de aceptar la posibilidad de que Dios puede amarnos…

EL EXORCISTA


CON VOZ PROPIA

Marta Navarro

Había mal en el mundo. Y mucho del mal provenía de la duda, de una confusión sincera entre los hombres de buena voluntad. INSPIRADO EN UN caso real ocurrido en Whasington durante la década de 1940, clásico entre los clásicos del terror, El Exorcista narra la historia de Reagan, una niña de doce años, hija de una conocida actriz, que empieza a manifestar un día lo que parecen ser síntomas de un raro trastorno mental. Así, de ser una niña dulce

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y feliz, Reagan pasa de pronto a comportarse de un modo en extremo agresivo y sufrir inexplicables y continuas alteraciones físicas y anímicas. Tras una larga y dolorosa peregrinación de médico en médico, de consulta en consulta, ante el fracaso de todas las terapias aplicadas y la impotencia manifiesta de los doctores para sanar a su hija, Chris, la madre de Reagan, acabará recurriendo en su desesperación a un sacerdote jesuita, el padre Karras, convencida, pese a no ser en absoluto religiosa pero tampoco capaz de hallar una explicación lógica a lo que sucede, de que un espíritu maligno es lo que se halla en la raíz del trastorno de la niña. Y es este padre Karras quien entonces se convierte en el auténtico protagonista de la novela: un sacerdote, también psiquiatra, escéptico y desengañado, inmerso en una profunda crisis de fe que tratará de hallar por todos los medios una explicación médica al comportamiento de la pequeña (esquizofrenia, epilepsia, desdoblamiento de personalidad...). Existen por ello en el texto gran cantidad de datos médicos, de síntomas, de remedios y resulta muy interesante asistir al modo en que con su estudio el autor va poco a poco destruyendo las certezas de su personaje, haciéndole descartar todos los argumentos clínicos en favor de una enfermedad


mental para enfrentarlo finalmente a lo imposible: a una posesión diabólica real y a la existencia de unos demonios en los que la razón no le permite creer. Escrita de un modo ágil y muy fluido, sobrio, con mucho diálogo y buen ritmo, la narración mantiene en todo momento la tensión y el suspense y, pese a estar repleta de escenas escalofriantes y muy perturbadoras, no es miedo sino desamparo lo que transmite: la sensación de angustia y desesperación a que están expuestos sus protagonistas, la huella de su tristeza. Más allá de la trama argumental, en cualquier caso, el tema de fondo que subyace en la historia es el de la existencia del mal: cómo explicarla y cómo conciliarla con la existencia a su

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vez de un Dios benigno y misericordioso. La eterna lucha entre el bien y el mal, su significado y el problema de la fe. Recordar finalmente la adaptación cinematográfica que en 1973 dirigió Willian Friedkin y que obtuvo ese año el óscar al mejor guion adaptado. Una versión muy fiel a la novela (quizá más aterradora) que resultó muy polémica en su momento e incluso llegó a ser tachada de satánica por utilizar la religión como objeto e instrumento de terror.

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LA SEMILLA DEL MAL

EL CASO DE ROLAND DOE


S I E S C R I B E S T U B L O G . . .

Y

P U B L I C A S

C O N C U R S O

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L I T E R A R I O

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M E N S U A L

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concursoeltinterodeoro.blogspot.com


El caso que inspiró a William Peter l 1 de junio de 1935, nació en Cottage City un niño que durante mucho tiempo fue llamado Roland Doe. El primero, y único, de un matrimonio luterano de origen alemán. De su infancia solo conocemos que su gran compañera de juegos era su tía Harriet. Parece ser que era muy divertida y creativa. Quizá demasiado dado que entre su repertorio lúdico se encontraba la Ouija. Ello podría haber quedado en una excentricidad de no ser porque cuando Roland contaba con trece años, la tía Harriet falleció. Desde luego que la pena que debió sentir se unió a su primera adolescencia lo que conformó una terrible combinación que terminó por convencer al joven que quizá podría contactar con el espíritu de su querida tía a través del tablero Ouija. Contactar no sabemos si lo logró, pero lo cierto es que pocos días después, según el relato de sus padres, comenzaron a escucharse ruidos extraños, como pasos y rasguños en la pared. Luego, fue peor. Los muebles aparecían

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sacados de su lugar, un olor nauseabundo se instaló en el dormitorio del pequeño Roland. ¡Hasta un cuadro de Jesús se movía como si lo estuvieran golpeando por detrás! Cuando un recipiente de agua bendita salió volando hasta estrellarse contra una pared, los padres de Roland acudieron a un pastor luterano. Tras las revisiones de médicos y psiquiatras, el reverendo decidió pasar una noche en casa de los Doe. Una noche terrorífica que le hizo convencerse de que algo maligno se había apoderado del niño. Solo podía hacerse una cosa: practicar un exorcismo. Primero lo intentó por el rito anglicano. No surtió efecto, entonces consultó con un sacerdote católico quien recomendó un nuevo exorcismo. Para ello debían ingresarlo en el hospital de St. James, dentro de las instalaciones de la Universidad de Georgetown. Sin embargo, ini-

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ciado el ritual, tuvo que suspenderse cuando Roland, fuera de sí, rompió la nariz del sacerdote. Los padres se lo llevaron a casa. Allí, observaron horrorizados como aparecía grabada en sangre sobre el pecho del niño la palabra «St. Louis», el lugar donde murió la tía Harriet. Desesperados, acudieron a los reverendos Raymond J, Bishop y William S. Bowdern quienes decidieron practicar otro exorcismo, en esta ocasión, en el hospital de Sant Louis. La noche señalada, los reverendos llegaron a la habitación hospitalaria de Roland en compañía de otro sacerdote y un psiquiatra. Estaba helada. El niño se encontraba encamado. Y atado. Observándoles con la cara llena de ronchas y eccemas exclamó con una voz gutural: «Cura de Cristo, sabes que soy el Demonio. ¿Por qué me molestas?» A continuación, en su cuerpo aparecieron rasguños carmesís que terminaron conformando las palabras «Mal» e «Infierno». La imagen del diablo y la palabra INFIERNO aparecieron en el cuerpo del niño en cuanto repetimos el Praecipicio, pidiéndole al espíritu maligno que se identificara, dijo el padre Bishop en su diario. El diablo apareció en rojo. Sus brazos se erguían sobre su cabeza y parecían estar palmeados, dándole la horrible apariencia de un murciélago. Crónica del Washingotn Post

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De todo ello se hizo eco el Washington Post el 20 de agosto de 1949. En su portada destacaba la noticia del exorcismo practicado a un joven de 13 años, lo calificaron como una de las experiencias más destacadas en la historia religiosa reciente. El artículo relataba la historia de Roland y cómo fueron necesarios ¡hasta 30 exorcismos! Según la crónica, Satán abandonó el cuerpo del joven cuando el reverendo Bowdern profirió: «Te obligo a ti, Satán, y a otros espíritus diabólicos a que abandonéis este cuerpo en el nombre de Dios, ahora". Parece ser que se escuchó un fuerte estruendo abandonando el hospital.» Desde luego, esa crónica captó el interés de William Peter. No solo porque habían intervenido sacerdotes que él conocía de la Universidad de Georgetown, sino porque según dijo años después:


Desde niño mi lectura estaba muy en sintonía con ese tipo de cosas. Comencé con Ray Bradbury y pasé a cualquier historia espeluznante que pudiera tener en mis manos. Recorrí todas las por todas las librerías y bibliotecas de Manhattan. Me gustaba mucho lo paranormal y lo sobrenatural, principalmente para calmar mi propio miedo a mi mortalidad, a morir. Tenía que haber algo más. Durante mucho tiempo, la identidad real de Roland Doe permaneció oculta, hasta que el propio William Peter reveló que el niño no solo no tuvo más problemas demoniacos, sino que llegó a ser técnico de la NASA siendo su nombre real: Ronald Edwin Hunkeler. Roland Doe sin el demonio

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Las buenas historias no solo se leen, también se escuchan NO TE PIERDAS LAS RADIOFICCIONES DE RAMÓN MÁRQUEZ


LOS RELATOS 28

RELATOS INSPIRADOS EN EL EXORCISTA


E C AN A V ¡A IM X ! Ó A D PR A OR P TEM

JIM THOMPSON XXIII EDICIÓN

Un relato protagonizado por un psicópata 750 palabras como máximo Publícalo en tu blog del 1 al 15 de octubre.


PEPE DE LA TORRE

—NUNCA LA HEMOS quitado... —las palabras de mi padre se quedan resonando con una efervescencia terrorífica. Él siempre tenía la frase perfecta para cada momento. Mi preferida era «El miedo es una parte de nosotros que no sabemos dominar», y me la formuló cuando le conté lo de la puerta. En el pasillo contiguo a mi cuarto había una puerta que siempre estaba cerrada. A veces intentaba abrirla, pero era imposible, y eso que no tenía ningún cerrojo; estaba como pegada a la pared. —Papá, ¿dónde lleva esta puerta? —pregunté un día. —A nada. —¿Cómo?

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—Es decir —sonrió—, esta casa era el doble de grande. Pertenecía al abuelo. Por aquí se accedía a la otra ala, él la vendió a un banco que la derruyó para construir unos pisos que nunca se edificaron. —¿Y por qué no la quitó? —Le gustaba —seguía riendo—, es como una parte de la casa. Ese día dejé de obsesionarme con ella... hasta que vino la luz. Una noche, la reverberación de unos cuchicheos gélidos me despertaron con la pesadillesca sensación de asfixia. Un mal sueño, pero cuando me serené una luz apareció por el pasillo. Mis padres solían levantarse en esporádicas visitas al lavabo y no pensé más en ello. De pronto, unos golpes como venidos de otro edificio irrumpieron en la quietud de la noche. Ahí sí me asusté. Intenté ir al cuarto de mis padres, pero al salir al pasillo presencié que la luz refulgía por los bordes de la misteriosa puerta. Aterrorizado, regresé al cobijo de mi cama. —Me mentiste, papá —le abordé al día siguiente. —¿Cómo? —en su cara afloraba duda y preocupación por mi apariencia asustada. —Ahí vive alguien —señalé la puerta. —¿Eh...? Ya te dije que...


—¡No! —corté con más sobresalto que ira—, anoche salía luz de detrás. Él, al leer el temor en mis ojos, entonó su mágica frase. —Yo también era miedoso, pero el miedo es una parte de nosotros que no sabemos dominar. Luego fuimos a una tienda y compramos una lamparilla de noche azulada con estrellitas purpúreas. La encendí antes de irme a dormir. Su luminosidad no dejaba que entrara la luz, y logré dormirme. Pero el miedo es una parte de nosotros que no podemos dominar, sobre todo cuando unos siseos gélidos me despertaron. Removí la cabeza, aturdido. La lámpara seguía encendida. Eso me tranquilizó, aunque solo el instante que tardé en ver a un hombre en el umbral de la puerta de mi habitación, mirándome con la cara desencajada y un palo desafiante en su mano. No grité, no pude, aunque tampoco sé qué pasó después.

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Al día siguiente, mis padres me encontraron acurrucado y en trance delante de la misteriosa puerta. Cuando volví en mí, les conté lo del enajenado que vivía detrás de la puerta supuestamente cerrada y que vino a por mí por haberlo descubierto. Ellos intentaron consolarme diciéndome que durante el duermevela la mente está aturdida y malinterpreta la realidad. Pero el miedo seguía siendo eso que no podemos controlar. Tanto las noches como las puertas cerradas empezaron a aterrarme. Mis padres, angustiados, me llevaron a terapia, sin éxito. Finalmente tuvieron que retirar la puerta. No me lo dijeron, ni yo lo pregunté, simplemente un día no estaba. Mis dolencias remitieron. Incluso los amargos recuerdos quedaron mitigados a vagas remembranzas de otra vida. El tiempo pasó, terminé los estudios y me independicé sin volver a sufrir ningún nuevo ataque... hasta hoy que mis padres me han invitado a cenar en su casa. —¡Buenas! —digo al entrar, pero nadie contesta, solo una luz asomando por el pasillo. Me dirijo a ver y me quedo inmóvil. De pronto, me llaman al teléfono. —¿Llegaste? —es mi padre—, nosotros tardamos —silencio—. ¿Hola? —Ha vuelto... —susurro al fin. —¿Qué?


—La puerta del pasillo... —¿Cómo? —comenta intranquilo. —La que quitasteis porque me aterrorizaba, ha vuelto... —Esto... —calla unos tensos segundos y entonces lo dice—: Nunca la hemos quitado... —sus palabras se quedan resonando con la efervescencia de mis antiguos temores. —¡¿Qué...?! —grito y el intermitente pitido de una llamada cortada me contesta. Corro a la salida, pero su puerta está atrancada. Entonces, siento una presencia gélida que me retuerce los huesos. Me escondo en el lavabo mientras comienzan a aflorar los temores que nunca me abandonaron. Porque el miedo no es una parte de nosotros que no sabemos dominar, sino algo ajeno que quedó enquistado. Me miro al espejo. Este escupe la imagen de una cara desencajada con unos ojos que casi no caben en sus órbitas y temen salir rodando entre sudor y escalofríos. El recuerdo del monstruo vuelve a mis retinas como si lo tuviera delante. Sin embargo, me asalta una obviedad: ahora no soy un renacuajo indefenso, sino una persona adulta con mayor fuerza de defensa. Desenrosco el cabezal de la fregona que solemos guardar en el lavabo, agarro el palo, trago saliva y voy hacia la puerta luminosa. Para mi

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sorpresa, cuando me tiene delante, esta se abre dejando entrar una pestilencia helada. La atravieso y aparezco en un pasillo como el de mi casa, pero construido con una simetría espejada. La supuesta luz sale de una habitación a mi izquierda. Avanzo y me detengo en su umbral con el palo en alto. Entonces lo veo: un niño en una cama, mirándome con unos ojos fríos donde se refleja la luz de una lamparilla de noche azulada con estrellitas purpúreas.

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Paco lópez Castelao

LAS PALABRAS QUE el viejo gitano escupió en la cara de mi bisabuelo, a principios del siglo pasado, aguijonearon mi cerebro como un enjambre de avispas furiosas:

Yo te maldigo a ti y a toda tu descendencia. Que los árboles y el agua sean vuestra perdición para siempre. Que El Gran Espíritu que mora en los bosques y los arroyos aniquile vuestra estirpe maldita. Yo, una chica alegre y mundana, hija de su tiempo, no creía en las maldiciones, pero… …un año después de recibir la imprecación del anciano patriarca, mi bisabuelo falleció de un fulminante corte de digestión mientras se bañaba en el río. Yo no creía en las maldiciones, pero…

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…hace ahora 12 años, a finales del mes de abril, los pantanos del cielo se abatieron sin piedad sobre la tierra. Durante tres días y tres noches, en el noroccidente astur llovió lo que no está en los escritos. Más de 500 litros por metro cuadrado, un hito en los registros de las últimas décadas. Horas y horas diluviando sin parar. Al tercer día del violentísimo temporal, la gente no se hubiera sorprendido en demasía si se topase con una gigantesca arca de madera y, al abrirse finalmente las nubes, una paloma llegara volando con una ramita de olivo en el pico. Surgieron regatos donde nunca existieran antes, los mansos arroyos tornáronse salvajes torrentes; los ríos anegaron los valles, arrasando los sembrados y destruyendo las haciendas. No, no creía en las maldiciones, pero… …el riachuelo que atraviesa mi pueblo multiplicó por mil su caudal y se llevó por delante las cinco ovejas de mi abuelo. Yo no era supersticiosa, nunca lo he sido, pero… …mi abuelo salió a buscarlas en medio del apocalíptico vendaval, haciendo caso omiso de las súplicas desesperadas de mi abuela. Transcurrió una larga media hora. Mi abuelo no regresaba. La abuela, después de romperse la garganta gritando inútilmente en medio del estruendo infernal de la lluvia y el viento, decidió ir en su busca.


Yo no creía en las maldiciones, pero… …sus cuerpos fueron encontrados una semana más tarde, sepultados bajo decenas de toneladas de tierra, piedras y árboles arrancados de cuajo. Hallaron la muerte a unos 200 metros de su casa, en la parte del prado que el arroyo abrazaba trazando una amplia curva, cuando el monte de eucaliptos se abalanzó sobre ellos enterrándolos en vida. Aguas abajo del arroyo, a lo largo de un centenar de metros y entre matas floridas de espinos silvestres, fueron apareciendo los cadáveres hinchados de los desventurados corderos.

No, yo no creía en las maldiciones, pero… …el pasado mes de agosto, mi padre se encontraba talando pinos cuando un enorme árbol le cayó encima aplastándole el tórax. Murió en mis brazos, camino del hospital, repitiendo mi

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nombre y el de mi madre con palabras agonizantes entre burbujas de sangre. No, no creía en las maldiciones, pero… …esa misma noche mi madre me relató la historia que desde la muerte de los abuelos venía quemándole las entrañas. Así fue como me enteré de que, un siglo y dos décadas atrás, mi bisabuelo había protagonizado una violenta disputa con un vecino de raza gitana por la posesión de un robledal, colindante con las propiedades de ambos, en el cual brotaba un manantial de inestimable valor. Bajo la Luna llena de agosto hubo feroz reyerta. Siniestras, relampaguearon las navajas y pronto se tiñeron de rojo sus hojas plateadas. En el juicio posterior, los testigos declararon a favor de mi bisabuelo, afirmando que el hijo del patriarca había iniciado la pelea. El viejo gitano perdió los robles, el manantial y, por añadidura, a su hijo. Al día siguiente, enterró a su primogénito en medio de un impresionante duelo, que consiguió reunir a varias tribus romaní en muchas millas a la redonda y contó con la presencia cautelar de la Guardia Civil. Mi bisabuelo, demostrando mucho valor y poca cabeza, acudió a darle el pésame y el anciano patriarca le lanzó la maldición. No, yo no creía en las maldiciones, pero… …hoy mismo, 20 de julio, noche negra de Luna Nueva, hace menos de una hora, el afilado bis-


turí guiado por una mano titubeante se desvió medio centímetro de su objetivo y rajó una arteria vital. Yo no creía en las maldiciones, pero… …lo cierto es que, a estas horas, debería estar celebrando mi vigésimo quinto cumpleaños en compañía de mis antiguas amigas del instituto y, en cambio, aquí estoy, desangrándome por dentro, en la camilla de un hospital. Siento que la vida se me escapa a la misma velocidad que la película de mis recuerdos desfila en el viejo proyector. Yo no creía en las maldiciones…no creía, a pesar de haber visto con mis propios ojos a mis abuelos sepultados por la avalancha y a mi padre reventado por el funesto pino… no creía, a pesar de la historia que mi madre me había contado… a pesar de conocer al detalle los pormenores del último y fatal baño de mi bisabuelo…

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Que El Gran Espíritu que mora en los bosques y los arroyos aniquile para siempre vuestra estirpe maldita. Eso dijo el viejo gitano. No, a pesar de todo eso, yo no creía en las maldiciones, porque si hubiese creído… …jamás hubiera consentido que me operase de una vulgar apendicitis un cirujano llamado Augusto Castaño Fuentes. Yo no creía en las maldiciones. Ahora sí creo, pero ya es demasiado tarde.

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Beba Pihen

APENAS SE HABÍA ido la noche, cuando Francisca salió de la casa para vigilar el riego. Desde la aldea, hasta la era, había que caminar una hora; tiempo suficiente para entrar en calor y sentirse un poco más segura en medio de la soledad gris. Los campos… Un par de metros cuadrados por aquí y por allá, que demandaban jornadas agotadoras. Lo mejor era cuando se juntaban los grupos de vecinas, y charlaban y cantaban mientras iban sembrando o trillando. Pero ella iba sola… «Para lo que puede cantar una muda medio loca y, tal vez, poseída. Bah...» Francisca dejó escapar un suspiro; dentro de ella manaba una copla silenciosa, un hilito de solaz que peleaba contra las piedras del destino

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y el vaho del abono. En el horizonte venía brotando la línea roja del sol. De pronto, algo en el aire demoró la alborada. Entonces vio a la otra mujer que avanzaba delante de ella. Llevaba una túnica y un manto. Y en la espalda, un bordado que parecía muy bello: una cruz, unos angelitos, velas. «¿Emilia?» «¿Rosa?» «¿Un reverbero de rocío, sobre el campo?» Como en un ensueño donde todo era posible, se acercaban sin moverse, casi como patinando. La otra llegó al crucero del árbol seco. El Calvario, que le decían. El temido y hediendo escenario de aquelarres y funestos hechizos. «¿Será una bruja? ¿O la Virgen? ¡Ave María Purísima!» La extraña mujer se dio vuelta y le tendió los brazos. —Francisca, soy yo. —¿Petrona? — le gritó. «No es ella. No viste de monja. ¿Habrá dejado el convento?» —. ¿Vas al riego? ¿Cuándo volviste a la aldea? Y se sentaron, sabe Dios por qué, si Francisca estaba tan apurada. Tal vez porque lo de "El Calvario" le traía reminiscencias de El Pastor que daba la vida por las ovejas; o de El Sembrador misericordioso. En fin... Paz. Redención. Francisca se dejó envolver en ese abrazo familiar tan extraño en su ternura, en esa enti-


dad blanca y flotante, que olía, increíble, a aire puro y flores frescas. —Francisca... Acabo de morirme. Una fiel difunta en su Purgatorio. Todavía no me han encontrado las hermanas. —¿Un fantasma? Se le quebró la voz ante la sospecha y el miedo. —¡No tendrás miedo!... Mira: me oyes y estás hablando… Y cantando… ¡Soy Petrona! No pensarás que puedo ser el diablo, otra vez... Francisca está por persignarse, pero Petrona le toma la mano y se la besa.

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—No sé… no recuerdo... Tengo un poco de miedo, Pero te reconozco, hermana. ¿Por qué me has buscado? —Porque ahora pareces inocente y buena. Y me conoces. ¿Puedo confiar en ti? —¿Quieres que me vuelva y le avise a madre y al cura para que te hagan unos responsos? —No necesitaré responsos. Vamos andando, que ya hace calor. En algún momento, el sol ha seguido su marcha. —Hay que regar. Se secarán los brotes. —Ya lloverá. Me voy a ocupar de eso. El mundo estaba loco, de veras. Bruscamente se nubló y empezó a tronar. —El buen Dios siempre provee —dijo Francisca, con su derecha en la frente, lista de nuevo, para persignarse. Petrona volvió a asirla y tironeó para seguir esa marcha rara, como de vuelo. —Hay tiempo para rezos. Tenemos que llevarle a madre el obsequio que le preparé en el convento, por su santo. —Oh, sí.… Vayamos juntas... Estaba tan enojada contigo por todo aquello... Lo del cura. «Mal bicho» La cruz... «Ardía.» —El cura... Mal bicho... La cruz que ardía... Pobre madre... Siempre pendiente de cuentos de diablos y pecados... —Casi no me acuerdo. Te fuiste cuando yo des-


perté; muda, pero bien. ¡Y estoy cantando y charlando! Envuelta en el albo traje de Petrona, abrazada a su energía dulzona, Francisca fluye hacia la casa, cantando, bajo las nubes. El aire arde sobre los campos. —Ahí está madre; duerme, ya verás cuando le entregue mi regalo —escucha en su cabeza; y siente en sus hombros las manos crispadas de su hermana, aflojando el manto. En medio de los truenos, el hábito sutil vuela hacia la pobre vieja. En la espalda luce la cruz. No está bordada. Es una cruz invertida, llameante: no hay angelitos ni velas; bulle de salamandras pegajosas. El traje ciñe a la madre, has-

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ta la asfixia; los bichos y la cruz se desparraman sobre su cuerpo, entre horribles carcajadas insultantes. Francisca (¿o Petrona?) solamente se oye cantar, mientras le aprieta el cuello con una fuerza desconocida. En el pueblo cercano, las monjas sepultan a la desdichada hermana Petrona... Lejos del camposanto… No llegó a morir en Gracia de Dios… ¿Qué será de su alma?

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Beri Dugo

CUANDO LAS SOMBRAS de la noche se extienden sobre la tierra como si fuese un manto de terciopelo negro, son muy pocos en realidad los que sienten el temor de no volver a ver la luz del sol, si acaso los depresivos y los pesimistas. Sin embargo, yo conozco un lugar donde reina la oscuridad más absoluta desde hace no menos de cincuenta años. Sí, he estado allí en tan solo una ocasión, pero aquella experiencia dejó en mi mente una huella indeleble, unas sensaciones de puro terror que han sido mis más fieles compañeras durante todo el tiempo transcurrido desde entonces. El mismo día que cumplía doce años, mi padre decidió llevarme a visitar por primera vez la vieja mansión que nuestra familia tenía al sur de

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Sicilia, luminoso hogar donde se había criado él junto a sus dos hermanas, y que había constituido el santuario artístico de su progenitor: pintor de cierto renombre en la comarca, cuya vida, en sus pormenores, había sido un completo misterio para mí. A medida que nos aproximábamos a aquella antigua construcción, de sólidos cimientos, imponente fachada y amplios ventanales, que parecían estar observándonos con sus vacías cuencas, como si fuesen los descomunales ojos de un gigante dormido al que acabásemos de despertar, yo tenía la creciente impresión de que desde allá arriba, desde algún rincón de aquella especie de fortaleza medieval, alguien o algo ominoso nos estaba vigilando, seguramente los imaginarios moradores de aquel castillo imaginario. A los pocos segundos de haber penetrado en aquel extraño mundo, donde reinaba una lobreguez perpetua y opresiva, me percaté de que allí ocurría algo que escapaba por completo a mi comprensión. A pesar de ello, aún tardé un poco en manifestar mi extrañeza ante lo que habían percibido mis sentidos, pues no quería preocupar a mi padre convirtiendo en realidad aquello que podía ser muy bien un simple producto de mi exacerbada fantasía de muchacho. Cabía reconocer que era cuando menos desconcertante el hecho de que no hubiese ni la


más mínima claridad en ninguna de las habitaciones de la mansión, sobre todo si se tenía en cuenta que las ventanas estaban desnudas, desprovistas por completo de cortinas y de persianas; con lo cual nada había en apariencia que impidiera que los atenuados rayos de sol del atardecer iluminaran los polvorientos objetos que había descubierto a tientas por doquier. En una de estas idas y venidas, sentí que algo pegajoso se me adhería a las palmas de las manos. El vómito explotó en mi boca cuando mi padre me explicó divertido que se trataba de guano de murciélago, en definitiva, de blandas caquitas de quiróptero. ¡Qué asco!

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Cuando el Sol se hubo ocultado por detrás del horizonte encarnado, decidimos pasar la noche al calor de la vieja chimenea de leña. Y entonces ocurrió un suceso que nos dejó petrificados: justo después de haber rascado la piedra del mechero, surgió de este una larga llama azulada que, tras encender el fuego, emprendió rauda una huida hacia la planta superior de la casa, a la par que desgarraba las tinieblas que iba hallando en su camino. Dando apenas tiempo para que retornase la impenetrable oscuridad, las incipientes llamitas que ya asomaban por la boca de la chimenea se transformaron súbitamente en docenas de remolinos incandescentes, que giraban con frenesí sobre ellos mismos, alrededor de los crepitantes leños, junto a nuestras aterradas cabezas, emprendiendo al fin una despavorida carrera hacia las estancias aéreas de la mansión, asimiladas a un infernal enjambre de luciérnagas. Justo en ese momento oí un ruido sordo a mi lado, y un pesado cuerpo se desplomó a escasa distancia de donde me hallaba. Acompañado por los peores presagios, encendí la linterna de campaña y dirigí un tembloroso rayo de luz hacia el suelo.Y fue entonces cuando mi mirada horrorizada se cruzó con aquella otra mirada sin vida, los ojos en blanco de mi pobre padre, cuyo corazón se había quedado helado para siempre


en un fatídico instante. Sintiendo que me faltaba el aire para respirar, contemplé con estupor cómo una negra cucaracha recorría su congestionado rostro. Epílogo Ahora mismo, en este preciso instante, cuando les estoy relatando esta historia, me hallo sentado en la cama, aislado en medio de la más absoluta negrura. Pero no tengo miedo porque, respondiendo a una llamada de mi subconsciente, una suave y cálida mano comienza a acariciarme la nuca; haciéndome sentir que no estoy solo, enseñándome al mismo tiempo que es posible vivir en el seno de la oscuridad. Y es cuando comprendo que el espíritu de mi abuelo paterno se ha fusionado de algún modo con los cimientos de la mansión familiar, negán-

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dose obstinadamente a apartarse ni siquiera un milímetro del lugar donde concibió sus luminosos y queridos cuadros, donde fue tan feliz. Tiendo a creer que mi abuelo aún hoy experimenta un estado de perfecta felicidad, viviendo inmerso en una incesante y ardiente oscuridad; en tal medida que cuando murió se transformó, de la manera más natural, en un insaciable agujero negro que engulle sin dudar hasta la más insignificante brizna de luz…

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Isabel Caballero

LA CURANDERA TIENE siete gallinas, un gallo encarnado, una cabra, un huerto, la cueva que asoma al risco y el viento. Una mujer le enseña las ronchas del abdomen, las llagas del pliegue de las nalgas, las de la cara interna de los muslos... —Es por culpa del pecado de tu marido que va y viene, lleva y trae, con todas se revuelca. Úntate con el jugo de una pita y apártalo de tu cama, si es que puedes. A otra mujer le amarra lazos con la mandrágora. —Con esto ya no podrá soltarse de tus muslos, tendrás que aprender a ser más hembra que ninguna. Mezcla la caléndula con el bulbo de un

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jazmín regado con tu sangre del mes. Se lo das de tu mano, podrás gozar de tu hombre toda la noche sin que desfallezca. Ayuda a nacer y a morir. —No puedo curar a tu padre, Manuel. —Sálvalo Santa, te daré lo que me pidas. —¿Plantaste, como te dije, la ruda en la puerta de tu casa con luna creciente? —Sí, Santa, y se ha secado en tres días. —Pues en tres días se muere. Que se ponga en paz con Dios y con los suyos. —Él lo sabe. Nos pidió que a su muerte saliera la cofradía de las ánimas benditas rogando por su alma. —Dale estas yerbas para que no sufra. No se lo digas a nadie, por aquí no todos me quieren y el cura menos aún. Andan diciendo que soy bruja. —También cuentan que tienes tratos con el diablo, que te dan calambres y te revuelcas en el suelo. —Solo son convulsiones de mi cerebro enfermo.

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Cuando encontraron a la santera tirada en plena calle, la llevaron a casa de una vecina. Los que allí se encontraban juraron que una lechuza blanca se coló por la ventana posándose por un instante en el pecho de la desmayada, y que, al momento, una pestilencia inundó todo el cuarto.


—Echa sangre y espuma por la boca. —Se ha mordido la lengua. —Cuando llegó a estas tierras se secaron los tilos, las vinagreras, los berrazales..., recuerdo que fue el año que pusieron la electricidad quitando la belmontina y el petróleo del alumbrado de las calles. —Está endemoniada. —Juro que una noche la vi levitando un palmo del suelo. —Se acuesta con nuestros hombres y los deja secos, sin substancia en los tuétanos, con los pómulos salientes, la piel convertida en tegumentos. —¡Llamad al padre!, él sabrá sacarle el diablo del cuerpo. El párroco fue a la casa precedido de mucha gente. Con él traía la biblia. Abriéndola por el evangelio de San Lucas, XI, 24-26, leyó en voz alta, para que todos escucharan, que cuando un espíritu impuro no puede abatir el cuerpo que habita, llama a otros siete espíritus peores que él, y entre todos se apoderan de la voluntad del poseído. También dijo que hablaría con el obispo diocesano para que enviaran un sacerdote exorcista. —Esta mujer está poseída. Nunca entra en la iglesia. La tengo calada desde hace tiempo. —¿Qué hacemos con ella cuando espabile, padre?

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—Pues denunciadla, hay suficientes testigos de sus maldades. ¿No decías, Sebastiana, que a tu hijo le dio a beber alguna de sus porquerías y que el niño murió en pocas semanas? ¡Habrá que saber que veneno le suministró a tu criatura! —Vomitó aguarchirle amarillento que se corrompía en cuajarones y mi niño se fue apagando entre sudores fríos mientras ella recitaba esto que dijo: Con dos te veo Con cinco te encanto La sangre te bebo El corazón te parto

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—¿Cómo no avisaste enseguida a la autoridad? —Me daba miedo de que hiciera maleficios a mi familia, aojara al ganado o pudriera la cosecha. —Hilario, ¿estás seguro de que los abortos de tu mujer eran debidos a causas naturales? —Visitaba a Santa porque los hijos no se le agarraban al vientre. —Pues ya veis lo que ocurre por andar con brujas en vez de confiar en los designios de nuestro Señor. Santa despierta con la cara de un demonio pegada a la suya. En la mano empuña un crucifijo. —¿Qué ha pasado? —Bien lo sabes, mujer. Vete a la cueva en donde


habitas y no vuelvas por el pueblo. No quiero verte más por aquí. ¡Fuera!

Cuando llega a su gruta, Santa se limpia del mundo. Mezcla el cornezuelo con el haxis, un rezado, un buen deseo, y esas hierbas que resucita o mata: la belladona. Unge su frente con estramonio, las alas con beleño negro. Vuela y a su lado el cielo se estrella. De madrugada, con las pupilas dilatadas, vuelve de la franja rosa que separa la noche del día. Desde su otero observa el valle: la tabaiba, el brezo, la retama, el tejo y la cicuta. Lo que mata. Lo que cura.

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—¡Santa... Santa...! —llama con urgencia alguien que la necesita. —¿Qué ocurre María? —¡Santa... mi hija está pariendo, lleva muchas horas empujando! La criatura no quiere salir. —Puede que venga de nalgas. La santera toma lo necesario para ayudar a la parturienta. Con el hatillo bien sujeto a la espalda, desciende del monte hacia la casa cercana al pueblo. Sopla el alisio, alborota con su émbolo caliente el cabello y las faldas de ambas mujeres. El cielo de las cumbres es tan radiante que ciega. Todo parece ligero y fácil, tanto como la línea fugaz del vuelo raudo de una alondra.

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Mirna Gennaro

Debo agradecer a mi amiga Carina Mascenik, quien me inspiró la historia. HACÍA UN AÑO que trabajaba en la gran tienda de regalos Das gute Geschenk. Vendía unos preciosos relojes cucús que eran fabricados en un taller artesanal enclavado en una zona boscosa, a orillas del bellísimo lago Nahuel Huapi. Un día apareció por el local el señor Angst, un hombre mayor, de escaso cabello blanco, cutis rosado y ojos azules con una chispa inquietante. Se presentó como el fabricante de los relojes cucús. Parecía un abuelo y, como además coincidíamos en nuestros orígenes, se dio entre no-

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sotros una especie de conexión. Debido a esto, le conté mi idea de algún día ir a vivir a Bariloche. Para mi sorpresa, antes de volver a su provincia, se acercó a saludar y con su sonrisa bonachona me propuso visitar la fábrica donde él tendría trabajo para mí. Consulté con mi madre y ella se ofreció a acompañarme. No podía ir sola a un lugar desconocido, sin importar cuán maravillosamente bello fuera el paisaje. Al verme llegar acompañada, el señor Angst se mostró muy contrariado. Ya no me transmitía su simpatía, sino una especie de incomodidad que le ponía las orejas rojas y, por más que nos asignó unas habitaciones confortables en un chalet frente a su mansión, yo me sentí fuera de lugar, tonta y extraña. El departamento era agradable. Un gran ventanal permitía ver los árboles meciéndose en el viento. La noche volvía sus ojos hacia el interior iluminado y con mi madre acercamos las camas para no sentirnos tan intimidadas. El reloj cucú que se erguía en lo alto de la pared frente a nosotras marcaba plácidamente cada hora. Pero al dar las doce de la noche, el sonido fue aterrador. Retumbaba como si estallara y hacía eco en unos platillos de cobre que adornaban la pared. Sentimos un miedo


atroz, como si el pecho se hubiera congelado y dejamos la cama sin saber qué hacer. Conocíamos, desde antes de llegar al complejo, historias sobre duendes traviesos. Sabíamos que no debíamos dejar puertas abiertas ni meternos en lugares oscuros. Sin embargo, sin pensarlo, un impulso me hizo abrir la puerta de un cuarto que no habíamos explorado. El contenido de la habitación apenas era distinguible por una hilacha de luz que entraba por el ventanal. Sentí que unos ojos miraban sin ser vistos. Mi respiración se aceleró y un sudor comenzó a bajar por mi espalda. Mi madre llamó desde afuera, pero yo no podía hablar. Al no obtener respuesta, ella entró y rápidamente me sacó jalándome de un brazo. La puerta se cerró tras nosotras y el golpe seco de la madera hizo temblar los vidrios del ventanal de nuestra estancia.

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Las imágenes de cosas tapadas con sábanas no me dejaban en paz. El sonido de los cipreses, afuera, acompañaba nuestros miedos y les daba formas fantasmales. La idea de esa puerta que podría abrirse en cualquier momento me daba escalofríos. Y una pequeña cara de duende se comenzó a colar en mi imaginación. Alrededor de las cuatro de la mañana cuando nos estaba por vencer el sueño, fuimos sobresaltadas nuevamente por el canto del cucú. La visión de los ojos brillantes del pequeño animal me produjo la más horrenda de las impresiones. Despedían un fuego amarillo y la mirada maligna se dirigía a mí, fulminándome. Me acurruqué, tomé la frazada y me tapé la cabeza. El sonido de los árboles era un ulular de alma perdida, las sombras cubrían casi todo, excepto los contornos que mostraban un cariz helado. Con los pelos de punta tanteé sobre la mesa de luz para encender la lámpara, pero algo frío rozó mi brazo y lo retiré con espanto. De pronto vi que una luz atravesaba el vano de la puerta antes cerrada. Le pregunté a mi madre si ella la había abierto, pero no contestó, estaba muda, dura, parecía muerta. Mi pecho estallaba. Tuve que obligarme a respirar. Un ruido en la otra habitación me conmocionó. El cucú, enloquecido, no cesaba en su piar chirriante como anuncio de muerte. Se me


heló la sangre. Mi madre no respondía así que salté de la cama. Ella estaba en estado de choque y sus ojos estaban blancos. Haciendo caso omiso del ave que seguía rechinando el silencio vidrioso, fui a la otra habitación. El horror se apoderó de mí con la forma de una cortina que ondeaba. El aire frío sacudió mi camisa de dormir. Pero el frío del viento me devolvió a una realidad tangible: la ventana se había abierto debido a la corriente. Sin embargo, al cerrar la ventana, algo pasó junto a mí y no pude evitar el grito que se encontraba agazapado en mi garganta. Al darme vuelta, juro que vi un duende. No era uno de esos seres amigables y juguetones. Tenía los ojos de un verde ominoso y su sonrisa horrenda brillaba como sangre.

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Cerré la puerta. Le puse llave. Atendí a mi madre para que saliera de su estupor. Tapé el cucú con una manta y huimos con lo puesto. Al bajar encontramos a nuestro anfitrión. Él estuvo de acuerdo. Nadie debe quedarse donde no se halla a gusto, dijo. Y su mirada ya no era azul, se veía de un verde brillante con gotas de sangre. Nos llamó un taxi. Lo último que vimos antes de perder el conocimiento fue la cara del chofer con los ojos del cucú, y los rasgos del señor Angst.

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Jorge Valín

LONDRES, 1879

ESTRELLA AMARANTO

Las sesiones que mi amigo David Archer organizaba en su mansión corrían en boca de la alta sociedad. Siempre fui escéptico en lo tocante al espiritismo, pero su prestigio académico y una creciente curiosidad consiguieron que aceptase su invitación para asistir a una de las apariciones de quien se hacía llamar Katie Cook. Fui imprudente, olvidé mi pasado. Ahora maldigo ese momento. Aquel día plomizo de noviembre llegué al caer la tarde. Hice ademán de consultar la hora, pero recordé que había perdido el reloj de oro con mis iniciales grabadas. El del salón marcaba las ocho. Las siluetas de las treinta personas que lo

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llenaban se recortaron a la escasa luz de algunas velas. Al fondo se había dispuesto un cortinón tapando el espacio que hacía las veces de la habitual cabina, donde se ubicaba la médium y el ente tomaría forma corpórea. Poco después advertimos movimiento tras la tela. Al rato una mano la descorrió y asomó la figura de Katie, ante la inquietud de los presentes. Aparentaba unos dieciocho, de rostro ovalado y vivaz mirada. Llevaba un vestido largo, tan blanco como el pálido de su piel. No se diferenciaba de cualquiera de nosotros, salvo quizá que, al desplazarse, más que andar pareciera que se deslizaba sobre el suelo. La velada transcurrió en un ambiente distendido, con la familiaridad de quienes ya habían presenciado aquellos hechos antes. ¿Cómo consigues materializarte? inquirió la señora Hoover, ¿Qué hay más allá de esta vida? preguntaba Mr. Williams, y así toda una retahíla que ella intentaba responder sin perder la sonrisa. En un momento dado alguien demandó que hiciera una predicción de un acontecimiento futuro. Katie accedió solícita. Tomó un papel y pidió prestada una pluma. Escribió algunas letras y lo metió en un sobre, que se selló con lacre. Luego garabateó algo en la cubierta. —Inspector Landslide, usted tiene fama de intachable honradez. ¿Querría custodiarlo hasta


la próxima sesión? Entonces veremos si mis dotes de adivinación superan las expectativas —rio como si tomase la propuesta a broma. ¡Sonaba tan viva! Caminó entre la concurrencia, repartiendo atenciones y permitiendo que quien quisiera la tocase. Se acercó a mademoiselle Leblanc, una anciana que acudía acompañada de su hijo, le apretó la mano y le dedicó unas palabras de cariño. Luego adujo sentirse cansada y manifestó que debía irse, pero antes y de manera inesperada, tomó asiento ante mí. Me miró a los ojos. Su expresión severa semejaba albergar algún reproche. Después cambió por completo y el rostro le estalló en una sonrisa. —¡Mi querido doctor Wayne! No sabe cuánto me alegra verle. Agarró mis manos, el tacto era suave. Y frío. Se inclinó hasta rozarme la oreja con los labios. —El futuro es solo de quien lo persigue —susurró. Depositó un beso etéreo sobre mi mejilla y marchó caminando como una adolescente traviesa. Ya no pude quitármela de la cabeza. Anhelaba

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igual que un jovenzuelo encaprichado la llegada de la siguiente reunión. No fue necesario. Tres días después me visitó el secretario de Archer. David me recibió en el mismo salón donde jornadas atrás se había organizado la sesión espírita. Lo acompañaba Florence, la joven médium de la que se servía Katie para materializarse. Por lo visto, ella le había transmitido que deseaba un encuentro conmigo. Después de dar mi consentimiento, ambos se introdujeron en la cabina mientras yo aguardaba con un sudor frío mordiéndome la nuca. Al cabo de unos minutos escuché un golpe seco, como si cayera un objeto pesado. Katie apareció tras la cortina. Sola. Avanzó hacia mi posición luciendo una media sonrisa entre los labios. Se sentó a mi lado sobre el sofá. —¡Deseaba tanto este momento! —Katie, yo… no sé quién eres, pero desde hace días no he dejado de pensar en ti. ..—Querido Henry, nos conocemos más de lo que cree —me cogió la mano. —Pareces saberlo todo sobre mí. ¿Tal vez en otra vida…? —Tal vez, doctor Wayne. Las leyes de la física nos juegan malas pasadas. La materialización de un espíritu tiende a parecerse, por mimetismo, al cuerpo de su médium. Al menos Florence es una mujer hermosa —rio.


—Lo es, sin duda —dije sin apartar la vista de ella. —Quizá el nombre de Dorothea Wilkinson le sea más familiar. Solté su mano como si quemara. Me costó robarle al vacío una bocanada de aire. —Una adolescente prendada de un hombre mayor. Nadie sabía de lo nuestro. Aquella tarde tú querías más y yo tenía miedo. Tomaste lo que deseabas por la fuerza. ¿Sabes lo que se siente cuando no consigues respirar porque unas manos te atenazan el cuello? ¿Recuerdas ahora, Henry? Me levanté y a punto estuve de caer. Katie comenzó a alejarse hacia la cortina. Su silueta se difuminaba a cada paso. —El futuro es de quien lo persigue —sentenció. Oí jaleo a mis espaldas. No fue necesario que me volviera. La voz del inspector Landslide sonó rotunda. Entonces comprendí que mi suerte estaba echada.

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¿Cómo iba a saberlo? Aun después de muerta fue habilidosa. En el sobre una leyenda ¡ábralo ya! Y en el interior el lugar donde enterré el cadáver hacía casi un año. Junto a él encontraron mi reloj, no sé cómo llegó allí, ni me importa. Ahora espero el final en esta celda. Todas las noches el fantasma de Katie se me aparece. Ese es mi tormento y es, a la vez, mi único consuelo.

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Estrella Amaranto

APURANDO CON AVIDEZ la última calada del cigarrillo, leía con fruición la novela de William Peter Blatty, El exorcista, que le había regalado una amiga vidente, con la que mantenía una incipiente amistad. La delgadez extrema de sus dedos le facilitaba pasar las páginas con más rapidez... Inesperadamente creyó notar la presencia de alguien detrás de su espalda. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, temía encontrarse con un ente extraño si giraba el cuello. Instintivamente dejó caer el libro, como si una voz le ordenase que se deshiciera de la lectura. Sus párpados le pesaban, por lo que se vio envuelta en un estado de somnolencia. Ante su

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extrañeza visualizó la imagen de sus padres el día de su nacimiento. —¡Está maldita! ¡Llévatela, Octavio! Nos traerá la desgracia —bramaba santiguándose, corroída por la inquina. —Tranquilízate, es una niña muy guapa —alardeó el padre. El hecho de ser la causa de semejante oprobio contribuyó a hacerla sentirse culpable e incapaz de vencer el rencor hacia su propia madre, lo que la obligó a recurrir a terapias de choque y tratamientos psiquiátricos tras su fracasado intento de suicidio. Su compañero se percató de su incapacidad para sobreponerse al estado de ansiedad que le producía aquel sueño recurrente, incrustado como un hongo infecto y dispuesto a destruirle las neuronas. —¿Cómo estás? —Guido intentó despertarla con sumo cuidado, mientras le acariciaba las mejillas un tanto sonrosadas. —He vuelto a tener ese maldito sueño donde mi madre me repudia. Pienso que la medicación ya no me hace efecto y tengo miedo de no poder escapar de esa pesadilla. —¡Tranquila, mi amor! Para mí, siempre serás preciosa. ¡Olvídalo, no te obsesiones! —Pero ya sabes que mi madre antes de exhalar su último aliento juró que se vengaría de mí más allá de la muerte y no dejan de pasarme


cosas extrañas desde que falleció. —Bueno, no te empeñes en recordarlo. Tu psiquiatra te ha aconsejado que le apartes de tu mente si quieres recuperarte. —¡No puedo y tú lo sabes bien! —Consultaré a tu neurólogo para internarte en su clínica y que te dé el tratamiento más adecuado al estado mental en el que te encuentras. Pasada una semana, Guido y Marilia viajaron hasta la clínica más acreditada en Europa, regentada por el famoso neurocirujano doctor Goodmind. El equipo de médicos dirigido por el reconocido cirujano sometió a la paciente a una complicada intervención en su corteza cerebral, con el propósito de librarla de continuos ataques de

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epilepsia y alucinaciones que últimamente se habían ido agravando. Finalizado el periodo del postoperatorio, fue dada de alta y regresaron de nuevo a su residencia. Coral y Willy les recibieron con toda su parsimonia y atenciones, llevándoles el equipaje hasta el dormitorio y preparándoles la cena. La pareja paladeaba el fino néctar de un Château Margaux, cosecha del 55, cuando inesperadamente la botella se elevó en el aire para estrellarse en el rostro de Guido, cubriéndole la frente de hilos de sangre que se le deslizaban por los ojos hasta las mejillas. En mitad de la noche unos gritos de ultratumba provenientes del piso de arriba, despertaron a los criados, que subieron las escaleras hasta el rellano superior. Vencido por el agotamiento, en su intento por vigilar el descanso de su amada, Guido en un profundo sueño. Marilia estaba de pie sobre la cama vomitando algo espeso y repugnante. Tenía los ojos en blanco y se había desnudado completamente. Coral se acercó para asearla y cambiarle el camisón. —¡Señora, échese en la cama! Voy a llamar al doctor. —La temperatura en la habitación bajó de repente impregnándose de un pútrido olor.


—¡Puta, sal de aquí ahora mismo o acabaré contigo! ¡¿A qué esperas, gilipollas de mierda?! ¡Zorra embustera que mataste a tu propio hijo! Vete y ten cuidado al cruzar, porque te aplastará un coche si se te ocurre ir a la policía. Los cajones de la cómoda salieron disparados; una plaga de cucarachas apareció de la nada, persiguiendo a la sirvienta que huyó despavorida escaleras abajo. Con el ruido, Guido se despertó sobresaltado, tardando unos instantes en darse cuenta de lo ocurrido. Al momento de acercarse a ella, advirtió que su cuerpo no respondía y una fuerza inaudita lo empujaba contra la pared. Completamente aterrorizado, bajó hasta el primer piso para llamar al padre Muniago, con el que mantenía una férrea amistad.

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Seis alaridos atronaron la mansiónncuando el exorcista atravesó el umbral, sacando un crucifijo, al verla surgir de la nada y con el rostro de su anciana madre, recitando unos versos satánicos de Carducci:

¡Salud, oh, Satanás, o rebelión, Oh, fuerza vengadora de la Razón, El incienso y los votos son sagrados ¡Has vencido al Jehová de los sacerdotes! Alzó la mano e hizo tres veces la señal de la cruz, sobre la lívida frente de aquel maligno espíritu. Quitó el tapón del frasco de agua bendita, rociándola con el hisopo. La entidad diabólica se puso furiosa y dio un salto hacia delante, arrancándole el lóbulo de la oreja de un bocado. —¡Suéltame, bestia inmunda! —le suplicó el sacerdote apenas sin voz, mientras intentaba zafarse inútilmente de sus manos, cuyos dedos se le clavaban en el cuello, como dos garras, hasta morir estrangulado.

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—¡Dios Todopoderoso, sálvala del maligno! — suplicó Guido en su desesperación, temblándole los labios y añadió—: Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron...

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Barry Byrne

EL VERDUGO ENCARGADO de dar garrote al «Sacaúntos de Mondoñedo» era simpático. Tenía corta estatura, ojos pequeños y azules. Se hacía querer por todos los que le conocían. El propio ajusticiado, agradeció el servicio y le pidió que diese un mensaje de viva voz a su viuda, la partera Jovita Sixto: «No olvides a la Legión. Regala los gochos a los gitanos y quédate con la porquiña» El verdugo, hombre cabal con veintiocho años de oficio visitó a la mujer y cumplió el compromiso. Después contó en la taberna que cuando estuvo ante ella, se sintió menguar de tamaño y que sus ojos empequeñecieron mientras tuvo un escalofrío y un temblor. Era como un ratón miedoso ante una garduña. Escapó a la carrera sin más conversación.

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Los gitanos trashumantes levantaron el campamento después de una semana de fiesta, tras la matanza de los dos cerdos recibidos a mayor gloria del feligrés ajusticiado. Poco a poco se fue olvidando la condena por la desaparición de mujeres jóvenes en las parroquias de Mondoñedo. Coincidiendo con el fin de curso y las vacaciones en el Seminario diocesano, la actividad de la partera Jovita Sixto fue decayendo. Un día llegó una camioneta llevada por un extraño personaje de dientes afilados, cabeza monda y lironda y olor a cabrón. Sin ayuda de nadie, el sujeto hizo subir al camión a una cerda que no bajaría de las once arrobas. La mujer esperaba en la cabina. Salieron de la ciudad sin mirar atrás. Y el tiempo pasó.

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En el pueblo toda la gente estaba emparentada. Pensaban que el mundo era así, aunque mucho más grande. Se nace y se muere. Y que nadie pregunte cómo. Así es. —Quien no vale para matar, vale para que lo maten —decía Jovita Sixto. La anciana hablaba poco. «Ella es más de hacer», comentaban en el pueblo, repitiendo una frase conocida del nieto de Jovita. En el pueblo había niños, pero nadie sabía que eran niños. Esas cosas ni se pensaban.


—De pequeños van para mayores, así que cuanto primero sea, mejor —decía la partera, cuando alguien se atrevía a preguntar por su nieto—. Hay que saber domarlos, hasta que dobleguen—. Y enseñaba la vara de avellano con la que azotaba al infeliz cretino que tenía por familia. La anciana no tenía hijos. Nadie podría decir si algún día los tuvo. Nadie se preocupaba tampoco de esas cosas. El nieto de Jovita es seguro que tuvo una madre. Nadie la conoció. —Los amigos de mis desamigos, desamigos míos son —decía la mujer sin venir a cuento. O así parecía. Se suponía que Jovita era vieja, muy vieja. La Justicia era todo aquello que ella decía. Hubo alguien, que una vez hizo algo sin ese sentido de la justicia. Alguien que se olvidó de quién era y quién podría llegar a ser, la sagaz mujeruca. Alguien se equivocó y lo pagaría caro.

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La gocha de Jovita, gruñó inquieta toda la noche. Los ¡onc! ¡onc! ¡onc!, se repetían sin descanso, en salmodia de malos presagios. Solo el nieto de Jovita podía ver a la marrana y solo él le daba de comer. —Ella es más de hacer —decía el tarado, mascullando las escasas palabras conocidas de su repertorio. Cuando el animal gruñía en esas ocasiones señaladas, los candiles en las casas del pueblo no se llegaban a encender. Poco después del mediodía, los rayos del sol ya no se atrevían a pasar la barrera de castaños y carballos del monte. La oscuridad cubría las casas de piedra desperdigadas cerca del acantilado al pie de la mariña. En los días oscuros, los niños que para nadie existían, comenzaban a llorar a partir de la sombra del mediodía. Sus lloros y gemidos se confundían con los chillidos de un melandro que el nieto de Jovita Sixto comenzaba a desollar en vivo. El coro de chillidos, gritos y lamentos acompañando al sonido grave de los gruñidos de la gocha apenas lograban tapar el ruido sordo de machetazos que salían de la chabola al pie del cubil de la cerda. El nieto de Jovita Sixto, avivaba el fuego entre las piedras sobre las que descansaba un bidón


metálico, repleto de restos y trozos de carne y huesos. Revolvía la grasa hasta dejarla líquida y por fin arrojaba al pequeño melandro aún vivo, como cierre de un ritual propio del infierno. Después se acercaba renqueante a la puerta de cuarterón donde estaba el animal y envuelto en los vahos de la grasa iba arrojando los trozos, ya sin alma, del ser que hubiese puesto en duda la justicia de la matriarca. Mientras la marrana seguía hozando en la duerna entre los restos, el nieto sin nombre se acercaba a la casa principal, la única con luz. En una mano la pala de dientes, en la otra el cubo de grasa hirviendo. Cuando salió, dentro quedaron el silencio y la tiniebla. En el cubil, la gocha dormía. Pasó un lazo de alambre por detrás de los colmillos superiores y lo aseguró en el marco de la puerta.

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—¡Sé que estás ahí, espíritu inmundo y sé que tu nombre es Legión, porque sois muchos! ¡Nadie impedirá vuestra liberación, si elegís el camino del mar! Soltó el lazo. Ahuyentó al animal con fuego, hasta que salió corriendo hacia el acantilado. Empezaron a crepitar las llamas. Al segundo día, el incendio arrasó el monte, sin dejar vestigios de vida.

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Ulises Castellano

LA NOCHE HABÍA caído sobre la ciudad después de un día espléndido que permitió a Esteban y sus amigos disfrutar de una fiesta frente a la barbacoa de lo más entretenida. Celebraban el final de la etapa universitaria y el comienzo de una nueva vida. Para ellos, ese día sería una despedida, pese a que ninguno sabía hasta cuándo. Sin embargo, no todos querían lo mismo. También había quién se conformaba con continuar viviendo en el mismo sitio de siempre. Como Esteban. Le encantaba el ambiente que se respiraba en el centro, y nunca se había visto viviendo en otro lugar. Echaría de menos a aquellos con los que más había convivido en los últimos años, pero también sabía que no acababa todo ese día. Tan solo era el fin del principio.

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La fiesta se celebró en la azotea de su casa. El único vecino que tenía en el edificio, de solo dos plantas, había fallecido unos meses atrás, y ocupó su parte de la terraza para que estuvieran más cómodos. Al principio, se sintió mal por estar allí sin permiso. Desde que era pequeño, había visto a Paulo tomar el sol sentado en su butaca los fines de semana, y siempre había sido muy agradable con él y su familia. Cuando lo veía, se ponían a hablar de fútbol y de lo genial que eran las fiestas en la universidad. Lo único que lo reconfortaba era pensar que, de estar vivo, seguro que le habría dado su consentimiento. De hecho, se dijo, lo más probable era que hubiese acabado bailando y bebiendo con ellos, convirtiéndose en el alma de la fiesta. Aquel viejo no dejaba pasar la oportunidad de menear sus caderas. A las dos de la mañana, todos se habían marchado. Después de las risas, la música y el alcohol, había llegado el momento de las lágrimas. Esteban no era del tipo de persona que solía llorar, pero cuando le tocó decir adiós no lo pudo evitar. Dejaría de ver a diario a aquellos con los que, durante los mejores cuatro años de su vida, había compartido los momentos más felices. Sentado en una silla de playa, bajo las estrellas, con la única compañía de la caseta de madera


de Paulo, se reía rememorando anécdotas. Hasta que un grito le estremeció el cuerpo entero. Dejó la cerveza en el suelo y se levantó ipso facto. No sabía de dónde había salido el alarido. Sus ojos permanecían completamente abiertos. Detrás de la silla, no vio más que la puerta que daba a las escaleras. Nadie había entrado ni nadie había salido. Su azotea estaba entre otros tres edificios más grandes que el de él, y no pudo averiguar si lo que escuchó provenía de alguno de ellos. Estaba solo entre tres inmensas paredes, en la mitad de Paulo, con su cabaña a un lado y la calle enfrente. Decidió asomarse, para ver si el grito procedía de algún loco que estuviese vagabundeando, y no vio a nadie. El barrio entero dormía. Pero él lo había oído, estaba seguro. El alcohol no podía causarle esos efectos. Sobre todo cuando había bebido tan poco.

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Volvió a sentarse con el corazón latiéndole a toda velocidad y miró la graduación de la cerveza. Apenas un siete por ciento. Unas gotas de sudor frío le recorrieron la frente. ¿De dónde había venido el dichoso grito? Nunca antes había escuchado uno que expresara tanto dolor y desesperación. Y lo más sorprendente: que de todas las ventanas que tenía enfrente ninguna hubiera mostrado a algún vecino alarmado. ¿Es que nadie lo había oído? Sin quitárselo de la cabeza, recogió la silla y se dirigió a las escaleras. Abrió la vieja puerta y, rompiendo de nuevo el silencio, escuchó unos golpes en el interior de la caseta. Esta vez el sudor se apoderó de todo su cuerpo. Apoyó la silla en la pared, que mostraba bajo la luz de la luna la pintura corroída por la lluvia. Caminó lentamente hacia la cabaña. A cada paso se convencía de era un error. Otro golpe sonó tras la puerta. «No te acerques más», se repetía. Pero sus piernas continuaban avanzando. Al estar a unos pocos pasos de la caseta de Paulo, se fijó en que el candando estaba tirado en el suelo. «¡Bum!», volvió a escucharse. Que dios me ayude... —murmuró, cuando del interior, tras abrirse apenas la puerta, una mano se extendió por el hueco—. ¡No! —exclamó llo-

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rando. Su corazón estaba a punto de salir por la boca. El grito de dolor volvió a estremecerle el cuerpo y, sin saber cómo, su mano se extendió hacia la otra. El contacto le resultó escalofriante. La palma estaba a una temperatura bastante más baja que la de la noche, como si fuera la de un muerto, y las uñas sobresalían de los dedos. Sucias. Estando a punto de desvanecerse, sintió como lo que fuera que estuviera al otro lado tiraba de él hacia dentro. «Socorro», trató de gritar, sin pronunciar más que un tímido sonido. Sus cuerdas vocales le fallaban.

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Tirado en el suelo de la caseta, lo último que vio fueron unos ojos inyectados en sangre. Después de eso, la puerta de la cabaña se cerró, el candado volvió a ponerse en su sitio y la silla se desplegó de nuevo en la mitad de Paulo, donde Esteban desapareció para no ser visto de nuevo jamás...

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María Pilar

AQUELLA MAÑANA, MIENTRAS, mientras Eulalia desayunaba en la cocina de su caserío pensaba que, por fin, tenían acorralada a la hechicera. El pueblo entero de Eguílaz estaba dispuesto a atestiguar en su contra y eso, en parte, era mérito suyo como le reconoció el padre Joseba Lejarreta cuando fue a confesarse. Con aire distinguido y el pelo blanco sedoso, dibujó una sonrisa complacida. No sabía que esto solo era el preludio de lo que estaba por venir. El reloj de la iglesia daba las doce campanadas cuando la luna llena paralizada allá arriba congelaba la noche. «¡La hora de las brujas!», se dijo Eulalia al santiguarse. Inquieta notó que alguien empujaba suavemente la ventana de su

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cocina. De repente, un gato negro encrespado fijó en ella sus pupilas verdes, lanzó un maullido terrorífico y le saltó encima propinándole un zarpazo en la cara. Se retorció de dolor, pero no se rindió. El grito que pegó, esencia del susto que la aterraba, huyó como un poseso golpeando puertas y ventanas de vecinos que permanecieron cerradas. Lacerada, apretó los dientes, cogió el atizador y corrió enloquecida tras aquella bruja metamorfoseada que saltaba de un lado a otro produciendo un estropicio en la cacharrería de la cocina. Desde lo alto de un armario, la miraba con la línea de sus pupilas centelleando como luceros rasgados. Eulalia, temblando, no tanto por el dolor físico como por el espanto que aquel animal le inspiraba, lanzó por los aires el atizador y logró endiñarle un leñazo. Al marcharse bufando dejó el olor fétido de la orina que se esparcía por el armario marcando el territorio. En aquellos tiempos sin confinamiento, las mujeres socializaban en la tienda del pueblo. Ese día, rodeaban muy alteradas a Eulalia que con agitación nerviosa contaba el insólito acontecimiento del que había sido víctima. —Al anochecer se transforma en un terrible gato negro —les dijo en un susurro que estrechó aún más el cerco de las mujeres en torno a ella —. Pero le aticé un buen golpe en la pata dere-


cha delantera —añadió con una vivacidad exagerada tras la que pretendía ocultar el terror supersticioso que sentía. La misteriosa hechicera, una mujer madura de gran belleza, se acercaba sigilosa. Al oír parte de la conversación tosió de manera fingida; todas se callaron. Llevaba vendada la mano derecha. Un ruido extraño despertó sobresaltada a Eulalia. Las cortinas se movían por la brisa que entraba por la ventana y el crepúsculo aportaba su misterio a la habitación. Se incorporó sobre las almohadas, alerta, escuchando. No ocurrió nada. Ya estaba pensando que había sido un mal sueño cuando aquella matraca irrumpió de nuevo en el silencio de la noche. —¡Madre del amor hermoso! —musitó sin apenas aliento.

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Venía de algún lugar de la casa. Taca-tacatacataca. ¡¿Qué era eso?! Con el corazón en un puño salió de la cama. Sintió el frío helado que le subía por los pies al tocar las baldosas del suelo, apretó las manos temblorosas sobre el pecho y empezó a andar intentando ver en la oscuridad. Taca-tacataca-taca. El sonido salía de la alcoba de su madre. Estaba cerrada, como siempre. Escuchó aterrorizada. Taca-tacataca-taca. Lo había oído de niña. ¡Era la máquina de coser! Y después, el chillido prolongado y agonizante de un hombre. Petrificada por el espanto se quedó con la mirada gélida fija en la puerta. Con los pelos como escarpias, acelerada, logró abrir el pestillo. En el olor del cuarto en penumbra reconoció a su madre, la máquina cubierta de polvo guardaba la ausencia de su dueña, la caja de costura y el acerico con los alfileres; todo estaba igual, pero parecía envuelto en una atmósfera hostil. Recordó a la ama cosiendo por la noche en aquella casucha que vivían las dos. El señor Gonzalo Amez, el más rico patrimonio de la zona, las sacó de pobres al casarse con ella, una adolescente. Estaba nerviosa, sola y muy asustada. Los sueños se le rompieron en mil pedazos. El alarido del hombre le corroía las entrañas, pero se llevó una mano a la boca para no dejarlo salir. Solo dijo haber escuchado el golpe seco al caer desplomado en su despacho


con la taza de té vacía. «Un infarto», aseguró el doctor. Por primera vez aquella mujer erguida frente a todo se doblegaba sobre sí misma con el gesto descompuesto, vencida. Sus ojos azules cargados de arrugas se humedecieron. Los cerró para detener las lágrimas que querían salir. Cuando los abrió de nuevo tragó el nudo de emociones que no se permitía derramar y, de manera atropellada, volvió sobre sus pasos para encender velas blancas al San Cipriano que tenía encima de la cómoda. Empezó a mover los labios en un murmullo de rezos al santo especialista en deshacer maleficios hasta que agotada cayó en un sopor. Una vela prendió la cortina, ardieron vigas de madera y muebles. El crepitar del fuego mitigó sus alaridos y en el momento que envuelta en humo huía de la

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habitación, rodó por las escaleras. Su memoria cargada de espíritus empezó a borrarse. La gente se fue congregando en silencio ante la casa. En su mirada de horror las llamas. Algunos lloraban. Se santiguaban. Suplicantes miraban al cielo. Un olor fétido se impuso al del humo y quedó flotando en el ambiente durante largo tiempo. El temor que tenían a los poderes de la hechicera les hizo volver a sus casas con pasos inquietos.

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Emerencia Alabarce

LAS MOTAS DE polvo aporreaban aquel cuarto de paredes grises; las únicas empeñadas en dar vida al abandono existente. Unas moscas desbocadas se unían a ese baile, acorralando al mudo silencio. Solo el viento chirriaba, parecía gemir a través del ramaje del cinamomo. Y yo debía de seguir buscando, tenía que encontrarlo, y no había otra luz en aquella maldita casa, solo las de aquellas rendijas. Quise forzar la apertura de las ventanas, fue inútil; estaban cerradas por fuera, selladas frente al intento de dar calor a la agónica casa. No me acobardaba buscar a oscuras, lo que no soportaba era tropezar continuamente con la orfandad que había allí. El tiempo iba en mi contra. Subí las estrechas escaleras como buenamente pude mientras las malditas moscas melladas no dejaban de perse-

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guirme. Intentaba apartarlas, pero con ese gris casi negro a mi alrededor no veía donde pisaba. El suelo crujía a cada paso. El ajedrez de losas sobre el entramado de cañaveras parecía desmenuzarse bajo mis pies; por un momento tuve la sensación de que se desplomaría y yo con él. Conseguí llegar a la habitación de mi abuela. Tropecé con el armazón de su cama; algo la cubría, quizás una colcha, estaba áspera, sobada por el polvorín confinado allí. Delante de mí, vislumbré la cómoda con ese olor apolillado de la carcoma del tiempo, y en el espejo pude ver pixelado mi reflejo. Me miraba y no me reconocía, me acerqué y entonces, el suelo crujió de nuevo. Permanecí inmóvil sobre aquellas baldosas blancas y negras, las vi moverse. Cuando levanté de nuevo la vista al espejo, yo ya no estaba; tras de mi apareció una figura indefinida. Quedé paralizada. No era el viento el que gimoteaba. Era ella. Salí corriendo de aquella habitación. Sentía el latido de mi corazón acompasado al suyo. Me perseguía. En mi intento de bajar rápido la escalera, perdí el paso en uno de los travesaños y rodé hasta dar de bruces contra la pared del fondo. Tendida en el rellano me sentí partida. En un segundo todo se desvaneció; ella, aquel olor… Solo escuchaba el zumbido de las moscas. Cuando me desperté seguía el color gris. Me había fundido en él. Lo sentía a mi espalda,


aplastando mi cabeza. Mis brazos agarraban las rodillas y apenas tenía fuerzas para cambiar mi postura fetal. Intenté alzar un brazo, luego otro, comprobando la dimensión de aquella angosta cavidad. Podía tocarla por todos lados sin apenas moverme. El pecho me oprimía; una sudoración fría y un temblor comenzaron a recorrer mi cuerpo. Miré hacia mis pies, luego hacia delante y pude vislumbrar a lo lejos un punto de luz como un ojo de gato. Fijé la vista al frente y comencé a arrastrarme centrándome en una única cosa: que el punto luminoso aumentara. Y de nuevo aquel lastimero gemido estaba allí, conmigo. Era mi otra mitad. Angustiada quise gritar, pero por mucho que mi garganta se esforzaba, apenas salía una hebra de voz. Avancé como pude tropezando de lado a lado en aquel tubo oscuro. Mis hombros aporreaban las paredes como aquellas motas de polvo atrapadas en el rayo de luz; pero mis

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manos no sentían el rozamiento. De pronto alguien tiró de mí. En aquel momento de desesperación miré hacia atrás, luego adelante; quería convencerme de que había sido solo una sensación. No fue así. El túnel empezó a agrandarse; su cuerpo espectral traspasaba las paredes que se alzaban sobre mí. Y esos gemidos, como una camada de gatos escuálidos. Estaba allí conmigo, dispuesta a recuperar la vida que había perdido. Era ella, el único vínculo con toda mi existencia y las respuestas que necesitaba, estaban en mi mente. Yo crecía y ella lo había hecho conmigo. Mi madre y su empeño en revivirla. Antes de morir lo vaticinó: estaríamos juntas al cumplir los quince años. Quise creer que fue mi madre la que inyectó el mal en su propia placenta. Aquel líquido donde yo flotaba se volvió gris. Me ahogada en él. Mi cuerpo se desarrollaba a duras penas y aquel trozo de cordón viscoso me salvaría. Lo coloqué en su cuello, rodeándolo, hasta que agonizó. Ella salió la primera. Muerta. El mismo día de nuestro nacimiento mi madre se empecinó en que nos retrataran juntas. Luego escondería aquella fotografía. Siempre sospeché que lo hizo para que mi gemela quedara en nuestras vidas eternamente. Fue un acto diabólico y me fui convenciendo de ello mientras crecía. Apagándosele la vida a mi madre no aca-


baría su presagio. La presencia de mi hermana era cada vez más manifiesta. Debía destruir aquella fotografía. A través de mi abuela descubrí donde mi madre la había guardado. Estaba en aquella casa; donde tantas veces yo había dormido sin imaginar que mi hermana existía allí conmigo; crecía con los juegos que yo inventaba. Sin saberlo, le había ido confiriendo aliento a su espíritu. Ahora debía de destruir aquel endemoniado retrato para que no se cumpliera la profecía de mi progenitora.

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Tengo que salir de aquí, volver a la casa; tengo que llegar a la salida del túnel antes que ella ¿Qué pasa? El tiempo empieza a ir rápido hacia atrás, veo mi nacimiento y ese olor, parece acetona, ¡y esas malditas moscas melladas otra vez aquí! Todo se mueve, quiero vomitar… No, no… Alguien me agarra de la cabeza, del cuello. Siento la piel que me grita… Madre, ¿eres tú?

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Berta Font

EN LA TENEBROSIDAD de una noche consumida por las sombras, me encuentro en mi lecho cavilando sobre tristes recuerdos de antaño. Perturbada por la melancolía, mi mente es incapaz de encontrar la serenidad suficiente para fluir con el sueño. Las angustias flotan en la oscuridad como frágiles pompas de jabón, explotando con la suavidad de la nada. Intentando escapar de un pasado que me aprisiona, me encuentro todas las lúgubres noches en la soledad de mi viejo apartamento. La quietud del silencio entumece lentamente mi cuerpo, y se hace presente un dolor punzante que llega hasta mi pecho apesadumbrado. Una sensación de ahogo que me abrasa, me obliga a poner los pies desnudos en el suelo invisible por la negrura. En ese momento, cuan-

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do me levanto con la inquietud de un deseo impronunciable, atisbo al final del pasillo la silueta de un desconocido que no ha sido invitado. ¿Quién eres?, le pregunto. Pero persiste con cierto secretismo sin pronunciar palabra alguna. El aire que respiro se siente más denso y vuelvo a preguntar: ¿Qué haces aquí?. Su silencio parece mi condena y, en mi mente, recreo multitud de aterradoras fantasías. ¿Qué quieres de mí?, insisto de nuevo anhelando una respuesta que no sé si quiero conocer. Mientras su rostro se difumina en las tinieblas del amanecer, advierto la intensidad de una mirada que me susurra: No escaparás. El desconcierto que dejan sus palabras acecha la fragilidad de una mente atormentada. ¡Vete de aquí! le respondo, ocultando que el miedo me consume. No escaparás repite, ignorando mis gritos. Por favor, déjame en paz... le ruego, con la voz resquebrajada por el tormento. No escaparás reitera, a pesar de mis lágrimas. Mis piernas desisten, dejándose caer por el agrietado suelo consumido por los años. Cierro los ojos rehuyendo de ese rostro que persiste en castigarme, pero sus palabras siguen resonando en mi cabeza como un eco: no escaparás, no escaparás, no escaparás… La casa da vueltas en la medida en que el peso de su voz embriaga mi mente de confusión, su-


cumbiendo ante su presencia enorme y monstruosa. Sus huesudos y largos brazos resaltan tanto como la pronunciada curvatura de su espalda, pero nada resulta más siniestro que su rostro. No llego a ver ni sus ojos o su boca, pero siento como me absorbe con la fuerza de un agujero negro. Una oscuridad que, tan incomprensible e inquietante, impregna mi alma de una nebulosa que opaca los últimos claros de luz que persistían en mi interior. Atrapada entre sus garras, le digo con resignación: No lo soporto más. Haz lo que quieras conmigo. Escalofriantes perversiones pasan por mi mente. En cualquier momento, explotará y me abrasará hasta dejar solo cenizas. Y, aunque parezca extraño, deseo

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ese final, extinguirme de una vez en el fuego de mi propio infierno. Desaparecer sin dejar rastro, olvidarme y ser olvidada, aunque en el último suspiro no haya más que sufrimiento. Camino hacia las puertas del abismo, mientras infames recuerdos enterrados en el olvido vuelven a resurgir de las profundidades. Siento con gran repulsión como unas manos tocan progresivamente todas las partes de mi cuerpo, subiendo poco a poco desde mis tobillos y largas piernas, hasta el vientre o incluso mi cuello. Cuando llegan a mi garganta, noto que presionan con una fuerza inhumana que no me deja respirar. Sé que resistirse es inútil, por lo que cierro los ojos y dejo que hagan lo que quieran conmigo. Me tiran del pelo, me quitan la ropa, muerden mis muslos, lamen mis pechos,... De repente, advierto dolor, insoportable, desgarrador, asfixiante, aberrante, insufrible, grotesco y espantoso dolor. Parece no tener fin, y me pregunto si en realidad estoy muerta; pero acaba. Entonces, me despierto, aún desnuda, en el frío suelo de un portal, mientras oigo como se alejan unas voces que parecen reírse. Tienes el castigo que te mereces, me dice de nuevo el desconocido que, más bien, parece el mismo demonio. Su silueta se hace cada vez más grande, como si pretendiera intimidarme y me vuelve a decir: tú te lo buscate, es culpa tu..., pe-


ro antes de que termine la frase, respondo: yo no hice nada para merecerlo, fueron ellos los que me hicieron daño, es su culpa y solo suya.... No puedo contener las lágrimas, pero ahora lo que siento es una ira incontrolable por la injusticia y, sobre todo, por esas risas, que no paran de repetirse en mi cabeza. Me siento tan humillada, indefensa y avergonzada, que me cuesta hasta tragar por el nudo que tengo en la garganta.

Que persona más indigna e infame eres, te mereces todo el mal que te ha pasado y, de este recuerdo... no escaparás, dice, con una voz espantosa. Pero, cuando alguien lo pierde todo, deja de tener miedo y, mientras pronuncia esas grotescas palabras, surge en mí una fuerza que parecía escondida. Me acerco más a él, seguramente hacia mi ruina, pero sin que su presencia me intimide, y grito sin pensarlo: ¡Cállate, cállate,

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cállate! Cuando llego al final del pasillo, deseando poder golpearle y decirle que se vaya para siempre, noto que mis manos tocan una superficie lisa y muy fría. No soy capaz de entender lo que ocurre, pero en la medida en que mis ojos van acostumbrándose a la negrura de la noche, me doy cuenta que estoy delante de un espejo y que me puedo observar claramente en su reflejo.

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Francisco Moroz

LA TENSIÓN SE podía apreciar en sus miradas afiladas, ambos permanecían enfrentados en una actitud defensiva que no les permitía avanzar ni escapar de la situación. Su entorno parecía estar congelado en el instante. MARCO: ¡Hijo de Satán! te conmino a que abandones todo empeño de posesión en el cuerpo de esta inocente criatura. Te lo exijo en el nombre de dios todo poderoso. POLO: Hazme el favor de retirar el crucifijo de delante de mi nariz, hombre, me da alergia la pátina dorada. ¡Aaaatchuuus! ¡Mecaguen! ¿No lo ves? ¡Que me lo apartes te digo! Me estás poniendo de los nervios. ¡Mira! se me erizan hasta los pelos del cogote. MARCO: Pero es que no puedo, estás poseso del todo. POLO: Se dice poseído y no poseso, tonto del nabo.

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MARCO: “Pos eso” digo. Te conmino una vez más a que abandones… POLO: ¡Venga carajo! ¡Déjalo ya, joder! estás obsesionado con el tema. ¿No ves que estoy a punto de saltar y se puede producir una desgracia? Sigo siendo el mismo de siempre. Encantador y receptivo. ¿No te quieres dar cuenta? MARCO: Pues ayer mismo me visioné por decimoctava vez la película del exorcista y tienes toda la pinta de estar poseído por el demonio. No sé si por un súcubo o un íncubo, pero demonio, al fin y al cabo. POLO: Vamos a ver, campeón, el único tipo de cubo que conozco es el de la basura. ¿Te basas en una película y sus tópicos para confirmar que estoy poseído por un espíritu inmundo? Mira ¿Consideras que cuando tu mujer se pone histérica y te vocifera y está que se sube por las paredes, echando humo por las orejas y espumarajos por la boca, está poseída por Lucifer? MARCO: ¡Hombre, claro que no! Eso es que tiene una de sus crisis nerviosas. POLO: Y cuando tuvisteis al pequeño, ¿qué? MARCO: ¿Qué de qué? POLO: Me dirás que has olvidado los berreos, los gritos y sobresaltos que nos ponían a todos el corazón en un puño en mitad de la noche. ¿Y cuando vomitaba la papilla de verduras una y


otra vez, pringando a todo aquél que tuviera cerca? ¿Y cuando le daba un berrinche y se ponía rojo, morado o azul alternativamente, según el grado de tozudez del enano? Por no hablar de las babas las cacas y su lenguaje críptico e ininteligible. MARCO: Pero estamos hablando de un bebé, eso es lo normal, creo. POLO: Sí, también considerarás normal lo de tu hija, con pelos de loca, piercing y tattoos. Prácticamente metida en la cama todo el día, o encerrada en su cuarto con unos ruidos que denomina música y que son lo más parecido a los ladridos de Cancerbero. ¿Qué opinas de cuando los ojos se le ponen en blanco y se le vuelven las órbitas hacia dentro y con voz grave, como de camionero cazallero da respuesta a tus recriminaciones de aprovechamiento del tiempo en libros y estudio?

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MARCO: Pero es que te estás refiriendo a una adolescente en plena etapa efervescente en búsqueda de su propia identidad. POLO: De una que le habla a un trozo de plástico que sujeta en las manos mientras sus dedos se convulsionan frenéticamente y se pone unas... orejeras para aislarse del mundo. ¡Lo normal! MARCO: No es lo mismo, Polo, no es lo mismo. POLO: Te he descrito ni más ni menos todo lo que hace la niña de la peli que has visionado. MARCO: Pero esa también blasfemaba, insultaba a los de su entorno y se comportaba de manera provocadora y hasta obscena. POLO: Esa parte te la reservaba a ti frente a la pantalla de plasma viendo correr a un montón de bobos en calzones tras una pelota. Ni que fueran perros sin dignidad. Por cierto, esa niña también podría estar sufriendo un síndrome de Tourette ¿No crees? MARCO: ¡Bueno! que no me convences Polo, que lo tuyo no es normal y te tengo que exorcizar sí o sí para echarte fuera eso que tienes dentro. POLO: ¡Pero si no tienes ni pajolera idea de qué va esto ni de cómo se hace! ¿Te han concedido acaso el tercer grado eclesiástico? ¿Sabes lo que es un hisopo? ¿Tienes agua bendita por un casual? ¿Eres presbítero o sacerdote?


¿Tienes el libro de exorcismos reglamentario? MARCO: ¡Pues no! Pero es que me ha pillado todo tan de sopetón y a “trasmano” que no me ha dado tiempo a prepararme. Solo encontré el crucifijo de la primera comunión. POLO: Lo que no comprendo todavía es, qué narices me has visto para empeñarte en que estoy poseído y que tengo algo dentro. ¿No será porque soy negro, no? Porque eso se llama racismo y no posesión diabólica que lo sepas. MARCO: ¡Qué no Polo! Que es porque eres un gato y me estás hablando, y eso no es algo habitual salvo en las películas de Walt Disney.

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POLO: ¡Ah! Es eso. Haber empezado por ahí y nos hubiéramos ahorrado todas las disquisiciones y ganado un tiempo precioso. ¡Bien!, pues te lo repito por última vez. ¡O sueltas el crucifijo y te pones de rodillas y me adoras o saco las uñas y te dejo la cara con tantos microsurcos como los que tenían los antiguos Elepés! ¡Espera!, que va a ser verdad eso de que tengo una cosa dentro… ¡Aaaahgraufff! ¡Me lo imaginaba!, una bola de pelo.

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Bruno Aguilar

FELISA TENÍA LAS mejores curvas de todo el barrio. Invitarla al cine podría considerarse la cuota mínima a pagar por poder presumir de ella ante los amigotes de jarana, pero la perspectiva cambiaba notablemente cuando te enterabas de que la chica en cuestión no era de esas que se pirran por una comedia romántica protagonizada por Hugh Grant o Richard Gere, sino de aquellas otras a las que les pone el terror. Hubiera podido sobrellevarlo si estuviéramos hablando de algo como la versión que hiciera Coppola de Drácula, una película estéticamente impecable en la que por mucha sangre que se derrame te sorprende de buenas a primera con frases como aquella de: «He cruzado océanos de tiempo para buscarte», en boca de un camaleónico Gary Oldman transilvano capaz de poner tierno al más embrutecido de los mortales. Pero

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no. A Felisa le hacía tilín el terror más sanguinario, cochambroso y desagradable, sin una Annie Lennox que lo dulcificara con su canto de amor a un vampiro «Come into these arms again / And lay your body down», entonaba la buena de Annie–, pidiéndome que la llevara a ver El exorcista, versión extendida para más inri, que se proyectaría en el Cine Palmira dentro de un ciclo bautizado con el sugerente título de Sangre, casquería y puré de guisantes. ¿Podría ser peor? Por supuesto, podría llover. No se vayan a creer que soy un mojigato. Lo que ocurre es que a mí no me van los Krueger, Jason y Jigsaw cuya única razón de ser es convertir en picadillo a los guapos protagonistas de turno de la forma más retorcida que la mente humana es capaz de imaginar. A mí lo que realmente me gustan son las explosiones, los coches lanzados a todo gas y los rayos láser, fiu-fiu. Aun así estaba decidido a triunfar, y para ello fui a ver la película la tarde antes del día F –F de Felisa, of course–, yo solo, con mi resolución como única armadura. La niña del exorcista y sus vómitos verdes no me dejarían en mal lugar ante mi curvilínea cita. Una leyenda urbana afirmaba que en el Cine Palmira había un fantasma. ¡No se rían, por favor!, pues no eran pocos los que aseguraban haber visto sombras proyectadas sobre la pan-.


talla o notado una respiración cálida en el cogote sin tener a nadie detrás. Y además estaban las muertes. Cinco ataques al corazón desde su inauguración, a los que habría podido sumarse dos más si no hubiera sido por la intervención in extremis del servicio de Urgencias. Pero esa mala prensa, en vez de espantar a los espectadores, los atraía como el ganador de la última edición de OT a un grupo de adolescentes y así, el día en que iba a enfrentarme a mis demonios, me vi en una sala llena hasta la bandera, sentándome junto a un individuo que parecía venir más a ver la última de Disney que la lucha del padre Merrin contra el demonio Pazuzu, tal era el cargamento de chucherías que portaba.

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La experiencia resultó peor de lo esperado, y si la niña bajando la escalera mientras hacía el pino puente me puso la piel de gallina –recuerden que era la versión extendida– y con el giro de cabeza imposible tuve que ahogar un grito nada masculino, la ducha de vómito verde que recibe el sufriente padre Karras me hizo dar tal respingo que a punto estuve de tirarle las palomitas a mi compañero de butaca, por mucho que la cultura popular me hubiera preparado para tan impactante imagen. Y ese crucifijo… Bueno, creo que basta con que diga que enfilé el final de la película mareado por un cóctel explosivo de terror y asco a partes iguales, llegando a preguntarme si realmente merecía la pena semejante tortura por los encantos de Felisa. Así estaban las cosas cuando sentí cómo una repentina bajada de temperatura acicateaba mi cuerpo hasta hacerme castañear los dientes. Miré en torno a la búsqueda del origen de semejante frío y cuál no sería mi sorpresa cuando vi que la sala se hallaba totalmente desierta; sólo la proyección de la película acompañando mi soledad. Y de pronto era yo quien estaba en esa habitación gélida donde el padre Merrin perdía la vida a los pies de una cama con las maderas acolchadas, expeliendo bocanadas de vaho, y eran mis manos, no las del padre Karras, las que


estrangulaban a Regan. Entonces fui poseído por una presencia demoníaca y hubo ruido de cristales, y un salto al vacío, y mi cuerpo lacerado rodó a todo lo largo de una escalera de fría piedra, quedando desmadejado en la calle, entre charcos de sangre, mientras una mano amiga acompañaba mi último hálito de vida. Volví a la platea del cine, desaparecido el vaho pero no el frío. La mano amiga era la de mi accidental compañero de película y el dolor que me recorría el cuerpo el resultado de las maniobras de reanimación de los sanitarios. Pero ya nada pudieron hacer. Se certificó mi muerte como un ataque al corazón, pero yo sé, y ahora también ustedes, que fui la octava víctima del fantasma del Cine Palmira.

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No sé la razón por la que el fantasma me eligió a mí en aquella ocasión, pero sí os puedo asegurar que su ansia de muerte es mucha y que volverá a atacar. Quedan advertidos.

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José R. Capel

LA LUNA ALTERABA la línea recta imaginaria formada por las farolas de la calle. Le faltaban tres dedos para estar completamente alineada. Pensé que sería otra noche de insomnio fumando en la ventana y dialogando con el silencio. No fue así, por fin mis párpados cedían y caían rendidos. Me acomodé con regocijo sobre las sábanas revueltas consiguiendo que el cerebro se desconectara. Sentí entre sueños la dulce caricia de la almohada sobre el rostro. Al principio, me relajó su tacto suave y mullido. De repente, noté cómo la dulce caricia se había convertido en una fuerza extraña que me imposibilitaba respirar. No podía gritar, mis llamadas de auxilio se ahogaban entre las plumas de la almohada. Alguien oprimía el cojín contra mi

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cara. Un sonido seco y apagado relajó mis músculos, destrozándome la garganta. El sabor a metal y el olor a pólvora me sumieron, ahora sí, en un profundo y definitivo sueño. Las plumas volaban a mi alrededor y caían lentas sobre la cama. El humo del disparo se desvanecía como las nubes que intentaban ocultar la luna. Antes de que el sueño eterno se apoderase de mí, disparé sin una diana a la que apuntar y sentí sobre las piernas el peso de un cuerpo que se desplomaba. No pude evitar mi muerte y sólo conseguí el pasaporte al infierno. Desperté empapado, el sudor de un mal sueño envolvía mi débil existencia. Una leve brisa se coló por la ventana y alivió mi sofoco. El cansancio acumulado pudo más que las imaginaciones y otra vez me sumergí en horribles pesadillas. Siempre acababa muriendo. La impotencia por no poder conciliar el sueño hizo que accionara el gatillo seis veces contra la oscuridad. Seis cuerpos cayeron entre las sombras de la habitación. Ni me inmuté, sabía que acabaría despertando otra vez. Por la mañana, mientras me afeitaba, sintonicé las noticias en la radio. El asesinato de seis hombres abría los informativos del día. Llené la bañera con agua fría e intenté relajarme. Cerré los ojos y sentí con alivio el frescor del agua que me cubría hasta el cuello. Sumergí la cabeza en-


tre la espuma y cuando intenté recuperar el aliento, unas manos me empujaban al fondo de la bañera. La sensación de asfixia fue terrible. Mi cuerpo se revolvía en un intento fallido de emerger y llenar de aire los pulmones. Mis gritos se perdían entre burbujas de terror. De nuevo, me incorporé desorientado y sollozando en la cama. Cientos de ratas inmóviles formaban una desagradable alfombra que cubría por completo el suelo de la habitación. Parecía una función de teatro donde ellas eran las espectadoras silenciosas y yo el protagonista de una tragedia. En el alfeizar de la ventana, unos cuervos disfrutaban de la representación. Una de las ratas había conseguido introducirse entre las sábanas

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y me clavaron sus afilados dientes en el pie izquierdo. El alarido espantó a los cuervos y las ratas se evaporaron sin necesidad de prestidigitación, dejando únicamente unas motas de su alma flotando en el aire. Me hallaba otra vez apoyado en el cabezal, temblando y con la respiración demasiado agitada. La espiral de irrealidad me estaba matando. Procuré mantenerme despierto, alejándome de las angustias nocturnas. Un libro y un café me acompañarían en la vigilia forzada. Leí sin pestañear treinta páginas de El exorcista, probablemente una mala elección para mis pesadillas. Revolví el azúcar sin mirar la taza de café y acumulé todo el humo que pude del cigarro que estaba fumando. Un desgarro en los pulmones provocó un ataque compulsivo de tos. Carraspeé intentando arrastrar las flemas al exterior y una náusea interminable convulsionó mi cuerpo. De mi boca surgió una densa masa similar a una hamburguesa cruda recubierta de placenta y un hedor insoportable. Me desmayé y desperté con el libro abierto por la página treinta sobre mi pecho. El doctor escuchó atento el relato de mis recurrentes pesadillas y lo atribuyó al estrés. El cambio de residencia, hacía poco que me había mudado, también podía contribuir a las alteraciones del sueño que padecía. Aseguró que en


unos meses me habría habituado al nuevo lugar y las rutinas diarias me devolverían la placidez por las noches. Abandoné la consulta, intranquilo. La sala estaba en la confluencia de decenas de pasillos que conformaban un laberinto rojizo. Avanzaba despacio, observando las estancias que se sucedían a ambos lados del interminable corredor. Hacía mucho calor, demasiado, como si una hoguera infinita rodeara el destartalado edificio. Lo cierto es que no recordaba cuándo ni por dónde había accedido al hospital. Había aparecido repentinamente en la consulta del doctor tras la última pesadilla. Un grupo de personas harapientas y sucias apareció al final de uno de los pasillos. Un hombre con bata blanca ejercía de guía de las almas descarriadas. Se detuvo y me miró durante unos segundos. Des-

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cubrí aterrado que sus ojos desprendían un brillo inusual, sus pupilas enrojecían desprendiendo una potente luz que atravesaba mi cuerpo. Esperé a despertar en cualquier momento. No fue así. El doctor que me había atendido posó su mano sobre mis hombros. —Poco a poco. En unos meses tus pesadillas habrán desaparecido y la rutina que contemplas te permitirá conciliar un plácido sueño. Esbozó una ligera sonrisa y me miró con piedad. Sólo fue un truco. Enseguida una enorme carcajada que mostraba sus afilados dientes retumbó dentro del laberinto infernal en el que ardería eternamente.

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Marta Navarro «¡CULPABLE!», LA VOZ del juez la golpeó como un disparo y un escalofrío de pavor recorrió su cuerpo. A su espalda, el griterío estalló ensordecedor: los vecinos del pueblo repetían su nombre con odio, clamaban venganza y parecían a punto de lanzarse sobre ella. En medio de aquella confusión impenetrable, de aquel escándalo de recriminaciones e insultos, la anciana notó de pronto las manos del alguacil sobre las suyas arrastrándola con fuerza. Giró apenas el rostro hacia la multitud que la hostigaba y un vértigo de perplejidad y espanto nubló al instante su mente con la misericordia de un desmayo amable y sin conciencia. Despertó en una celda oscura, desorientada y empapada en sudor. Un rayo de luna se filtraba

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por los barrotes de un ventanuco enrejado en lo alto, al borde mismo del techo. Alzó hacia él la vista frotando sus muñecas entumecidas, libres al fin de la soga que durante horas las había tenido atadas y el recuerdo de lo sucedido regresó de golpe: «¡culpable!», tronó de nuevo en su cabeza el veredicto. «¡Culpable!, ¡culpable!, ¡culpable!...», repetía su imaginación enloquecida como un eco sin fin. Respiró hondo, cerró los ojos, trató de serenarse. Quiso conjurar la lucidez de sus años más jóvenes, mitigar el desbocado batir de su corazón, aplacar el desconsuelo. No pudo. Una dolorosa compasión hacia sí misma la tomó por sorpresa e inundó sus ojos de llanto. El mundo era lóbrego y amenazador. Y la había olvidado. La acusaban de un pecado imperdonable, de una maldición que no lograba comprender, de un rumor de brujería que excedía su razón y se alzaba contra ella como un grito de venganza y de terror. Desde el púlpito, cual furioso látigo de Dios, el reverendo había clamado contra ella días atrás: la tachaba de ser instrumento del maligno, un errante espíritu dañino portador de diabólicos presagios, un ánima atormentada del infierno capaz de elevarse en el aire, de enmudecer lenguas con la perversión de su mirada, de hacer


aullar de horror a los perros e invocar en sus ritos las sacrílegas fuerzas del Averno. Víctima de la superstición y del temor al poder de las tinieblas, aquel fue el momento que selló su condena. «Tiempos de pánico, −disculpó a sus verdugos en la soledad de la mazmorra− pánico que engendra cobardía y cobardía que deviene en crueldad». Una madeja de angustia anudaba sus tripas y una desolación sin alivio quebraba su espíritu. Se arrodilló junto al camastro donde poco antes habían echado al descuido su cuerpo inconsciente y trató de rezar. La horca era su destino, dudaba de sus fuerzas y tenía tanto miedo. «Ayúdame, Señor, −suplicó− guía mis pasos, dame valor...».

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Perdonarían su vida si reconocía el pecado, lo habían prometido, pero no, no lo haría: mejor morir con la conciencia tranquila que vivir por la mentira. Renunciaba con ello a las migajas de una vida cargada de desprecio, de soledad, de vergüenza y amargura. Una vida que no era la suya y que no quería. No era una bruja y no confesaría lo imposible. El amanecer la sorprendió recitando en silencio alentadores versículos de los salmos. El eco apresurado de unos pasos y un arrítmico chirriar de cerrojos al descorrerse la alertó de que ya volvían los guardias a buscarla. Era la hora. Se puso en pie, alisó sus ropas sucias y arrugadas y aguardó con calma. Su alma estaba en paz y ella preparada.

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Una mañana de verano del Año del Señor de 1692, una mujer lívida y exhausta caminaba con valor hacia el cadalso. Agolpado por plazuelas y callejas, seguro de sostener entre sus manos la luz que alumbraría un nuevo mundo, el pueblo de Salem se aferraba a su insólito delirio.

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Quien tiene un libro tiene un tesoro

a l e d n u f i ยกD ! a r u t c e l


David Serrano

APENAS TENDRÍAMOS DOCE años cuando decidimos afrontar la que sería nuestra gran aventura de ese día. Nos acercamos con cautela a la vieja puerta de madera y la empujé sin mucha confianza al principio y un poco más decidido después. La madera emitió un leve sonido, pero no cedió. Miré a mi compañero que observaba un par de metros a mi espalda. —Ese debe de ser el agujero. Le señalé un hueco un par de palmos bajo la cerradura. Un chico que decía haber entrado solo meses atrás, nos explicó que si metías el brazo por ese agujero podías llegar a descorrer el cerrojo que bloqueaba el acceso. Tenía claro que David no metería la mano, así que, en un arranque de coraje, me arrodillé e intenté que el

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temblor de mi brazo no fuera demasiado inconveniente para lograr nuestro objetivo. Subí la mano por la parte interior de la puerta y la saqué asustado al notar que algo me envolvía. —¡Joder que susto! —solté al ver mi mano cubierta de telarañas—. Me parece que he rozado el pasador al sacar la mano —le confesé con la adrenalina recorriendo mi pequeño cuerpo. Volví a introducir el brazo hasta el codo y no tarde en localizar el frio metal que se deslizó con suavidad, dando la sensación de estar recién engrasado. Los goznes no, chirriaron como si la puerta llevará siglos sin abrirse y quisiera avisar al resto de la casa de nuestra llegada. Las hermanas que la habitaban desaparecieron hace casi un siglo. Dicen que eran brujas, que la mayor se volvió loca y la pequeña no tuvo más remedio que encerrarla. En las noches de tormenta todavía se escuchan sus risas desquiciadas. El interior estaba vacío. Algunas telarañas colgaban caprichosas, adornando unas paredes repletas de desconchones que una vez debieron ser blancas. A cada lado del pasillo había dos puertas y algo más adelante, la que debió de ser la sala de estar. Caminamos muy juntos, despacio, intentando hacer el menor ruido posible, temerosos de despertar a los fantasmas que las leyendas situaban entre aquellos muros. Asoma-


mos la cabeza a las habitaciones que, iluminadas por unos altos ventanucos, nos mostraron sendas camas desnudas y una cómoda con varios cajones que no nos atrevimos a abrir. En la sala grande, la luz que entraba por el enorme hueco que daba al patio trasero mostraba una chimenea que controlaba la estancia desde un rincón y una escalera estrecha que ascendía al piso de arriba. Nos estremecimos cuando un gato negro paso disparado entre nosotros para perderse en la maleza que se había adueñado del patio hasta el punto de comenzar una huida que no fue más allá de los tres primeros pasos.

Nos miramos e intentamos reír y aunque la risa fue todo lo falsa que cabía esperar, nos infundió valor suficiente para acometer el ascenso al piso superior.

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Al final de las escaleras nos esperaba un pequeño distribuidor con tres puertas, dos abiertas y una cerrada. Las ventanas de las habitaciones eran bastante más grandes que las del piso inferior y eso nos tranquilizó un poco. Estaban vacías. Tan solo el retrato de una mujer de intensa mirada colgaba en la pared desnuda de una de ellas. En la otra, restos de una hoguera hace tiempo apagada, en un rincón, y una lona bajo la ventana que no nos atrevimos a levantar. Afrontamos expectantes la puerta cerrada. La luz que entraba a través de las otras habitaciones nos tranquilizó lo suficiente como para no plantearnos salir de allí sin ver la casa entera. Al empujar la madera, el chirrido provocó un escalofrío que eliminó de buenas a primeras toda nuestra entereza. Una bocanada de aire glaciar salió a recibirnos cuando dimos los primeros pasos hacia el interior de una habitación más oscura que el resto. La ventana que daba justo encima de la puerta de entrada, estaba cubierta por una cortina que impedía la entrada del sol. Caminamos juntos hacia ella y la descorrimos. Dos pájaros aletearon sobre nuestras cabezas escapando al exterior. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la luminosidad, descubrimos una figura de un medio metro en la esquina más alejada de la puerta.


Quedé petrificado al ver lo que parecía una figura en porcelana de una niña vestida de blanco, de un blanco riguroso e impecable, sin una mota de polvo. La tela de su vestido se movía empujada por la brisa que entraba por la ventana. Tenía el pelo rubio y largo, por debajo de la cintura, las manos extendidas y unos cristalinos ojos azules cuya mirada se perdía más allá de la puerta. La huida de mi com-pañero me trajo de vuelta a la realidad. Se me aceleró el corazón al verlo salir disparado escaleras abajo, pero aún más cuando volví a mirar la muñeca y vi sus ojos clavados en los míos.

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Corrí y corrí sin mirar atrás. Bajé aturullado las escaleras, notando pasos que me perseguían y manos que tiraban de mi camiseta. Estuve a punto de caer varias veces antes de salir al bosque y escuchar un portazo tras de mí. Recuperamos la respiración apoyados en un árbol a una distancia prudencial. Desde allí, todavía temblando, observamos la puerta cerrada, no quisimos comprobar si con cerrojo. En el piso superior, justo encima de la entrada, una cortina impedía que la luz entrara en la habitación a través de la ventana.

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Josep Mª Panadés

DESPUÉS DE LEER El exorcista, de Peter Blatty, empecé a creer en las posesiones demoníacas. Se convirtió en mi materia de conversación preferida, provocando la hilaridad de mis amigos, hasta que, hartos de tanta estupidez — como así lo calificaron—, me prohibieron volver a sacar el tema a colación. Yo, que siempre me había tenido por una persona sensata, me estaba obsesionando con lo que mis amigos consideraban supercherías de vieja. Harto de su desdén, aparqué por un tiempo ese interés, al menos públicamente. Y en esta historia, como en muchas otras, hay un antes y un después. El antes se acabó aquí. El después empezó cuando apareció Alicia. Puede resultar cursi, pero fue amor a primera vista. La vi acodada en una esquina de la barra.

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Su aspecto me cautivó. Nos estuvimos observando a distancia un largo rato, yo hipnotizado y ella provocativa. Parecía que me desnudaba con su mirada. Me sentí intimidado. Yo, que me tenía por un conquistador, me vi, de pronto, como un adolescente inseguro. Nunca había contemplado una belleza tan singular en mi vida. ¿De dónde había salido esa mujer? ¿Sería una conocida de Gustavo, el anfitrión de la fiesta que había organizado con motivo de su cumpleaños? Fue ella quien tomó la iniciativa, acercándose y susurrándole algo al oído de mi amigo. Gustavo dirigió de inmediato su mirada hacia mí y, sonriente, vino presuroso con ella práctica-mente colgada de su brazo. —Javier, te presento a Alicia…, bueno, a Alicia. —Encantado —le dije sin poder evadir el poder mágico de su mirada. Ojos verdes y rasgados, labios carnosos y sensuales, tez pálida y pecosa como la de una niña. Todo ello engalanado con una larga cabellera rojiza y ondulada, formando un conjunto fascinante. Tras unos momentos de mutismo y vacilación, que se me hicieron eternos —qué pensará de mí, me dije—, empezaron las presentaciones. Alicia conocía a Gustavo de una fiesta. Como ambos habían acudido sin acompañante, acabaron emparejándose.


—Era una fiesta organizada por el Club de Polo y no conocíamos a nadie de los allí presentes, yo porque era nueva en la ciudad y él porque acababa de hacerse socio y su acompañante le había dejado plantado a última hora. No pude resistirme a sus encantos. Pero el flechazo fue mutuo. Al cabo de unas semanas ya vivíamos juntos, lo cual dio pie a que Gustavo, en plan guasón, me advirtiera: «Ojo con esa diablesa, que te arrastrará al infierno sin poder resistirte a sus poderes». Poderes o no, lo cierto es que no podía estar sin ella ni un solo momento. Era la mujer perfecta. Al principio todo iba de maravilla. Nunca había sido tan feliz. Hasta que Gustavo metió la pata al mencionar mi afición —como la llamó— por lo demoníaco. De haber podido, le habría asestado

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un golpe de gracia allí mismo, por su indiscreción e impertinencia —¿qué opinión tendría Alicia de mí después de eso?—, sintiéndome como un niño ridiculizado públicamente por el profesor ante la chica más bonita de la clase. Pero contrariamente a lo temido, Alicia reaccionó muy bien, afirmando que esas cosas no debían tomarse a la ligera. Ella creía en la existencia del mal, en sus distintas facetas, pero era un tema del que no solía hablar. Desde ese instante, sin embargo, sintió un verdadero interés por “mi afición” y era ella la que sacaba a colación ese tema, interrogándome, queriendo saber lo que yo pensaba y sabía sobre las posesiones diabólicas. Su interés superaba el mío con creces y, a diferencia de mí, no sentía temor alguno. Todo lo contrario. Llegó a proponerme asistir a un exorcismo. Sabía de un sacerdote que los practicaba en secreto. Ella había estado presente en la última sesión y le había divertido. ¿Divertido? Por supuesto rehusé, cosa que pareció contrariarla. —Sólo quiero que veas que es cierto —se justificó. A partir de entonces, toda mi atracción por ella se trastocó en recelo al ver cómo me escrutaba mientras hablaba de las posesiones infernales, de cómo tenían lugar y quiénes eran más vulnerables, de lo que puede llegar a hacer el


diablo en el cuerpo del poseso, algo que describió, ante mi estupor, como una experiencia inigualable. Sus ojos refulgían mientras hablaba. Su carácter cambió. Cuando hacíamos el amor parecía que era ella la poseída y, después, una vez relajada, se tumbaba a mi lado y me miraba de una forma extraña, con un rictus desagradable, casi demoníaco. Empecé a tenerle miedo. Mis sueños se volvieron pesadillas, en las que ella adoptaba figuras extrañas, bailando a mi alrededor y arrastrándome hacia una gran hoguera. Al despertarme, angustiado y sudoroso, resonaba en mi cabeza la advertencia jocosa de Gustavo: «Ojo con la diablesa». La pesadilla de hoy ha sido la peor, me ha parecido tan real… Me he despertado sobresaltado. Las sábanas estaban revueltas,pero no

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había ni rastro de Alicia. Solo permanecía en el ambiente su olor, pero esta vez con un vestigio acre. Sumido en la consternación, me he sentido, de pronto, raro, mareado. Me ha dado la sensación de que no era el de siempre. Al ir al baño para echarme agua a la cara, me he observado en el espejo y casi no me he reconocido. Los ojos, esa mirada no es la mía. Parece como si un extraño habitara en mí. No sé nada de Alicia. Y, ahora que lo pienso, tampoco de Gustavo.

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Araceli Rodríguez

y otras historias Paquita, radio mocho —Dígame, señora, ¿de qué conoce usted al desaparecido? —¿Gabriel? Pues claro, hombre, son ya cuatro años que una pasa el mocho en ese cochino internao. —Hábleme de él. Paquita enciende un cigarro y se acomoda en el asiento. Enfrente, el inspector la mira distraído fijándose en los restos de esmalte rosa de sus uñas, casi borradas. —El canijo últimamente tenía mu malas pulgas —añade muy seria— buenos sopapos le ha dao el padre Casiano, noniná... pero este el demonio lo tenía metío bien aentro. —¿Qué quiere decir?

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—Pue eso, sataná. El silencio general en la comisaría hace que algunos rostros, curiosos, se vuelvan hacia la mujer. —Explíquese. —Fíjese que la víspera de desaparecer el muchacho se retorsía tirao en el piso. A grito pelao y como un poseío, como la niña del exorsista, igualito. Eso no me lo he inventao yo, ¿sabe usted? lo vio toquisqui. —¿Se refiere al suceso de la sacristía? —¡Verdá! Yo misma lo he visto con estos ojos. Estaba el padre Rafael con el muchacho, dándole el catecismo. —¿Y usted, también estaba allí presente? —Yo andaba arreglando unas flores en la capilla cuando escuché el griterío. El padre Casiano y los muchachos llegaron antes. Parese que la puerta no se abría, que estaba atrancá. —¿Con llave? —¡Qué sé yo...! Cuando llegué ya me econtré la puerta abierta y al niño retorsío en el piso, a lágrima viva. —¿Y cuándo fue la última vez que le vio? —El mismo día que desapareció, por la mañana. Coloraíto se puso cuando me dio el poema. — busca a tientas en el interior de su bolso y extrae una hoja de papel—. Échele un ojo y verá que arte.


El Arcángel Gabriel —¡Hola, miarma! ¿Qué traes ahí escondío? Gabriel enrojece hasta las orejas y le tiende una hoja de papel plegada en dos. —¡Un poema! Gabriel tú sabes que nunca a esta servidora le han dedicao uno. ¡Tú eres el primero! Déjame ver...

Dulce arcángel caído Paquita, mecidoa entre mis brazos, para éxtasis de mis sentidos que no entienden de pecado Por la noche un alma trémula Paquita, se quiebra bajo mi sábana y el llanto no disimula, si no sueña con su hada Dulce arcángel prisionero Paquita, sueñas con fugarte al alba e imploras al carcelero que te devuelva las alas

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—Es mu lindo. Pero este no lo has escrito tú, ¿verdá? —Sí, claro. Dedicado en exclusiva a ti ¿no ves que pone Paquita en tres sitios? —¡Ah sí, es verdá qué tonta que soy! — rie disimulando—. Yo también tengo algo para ti ¡toma esto! —dice, enseñándole un envoltorio—, te he comprado unos cromos, como ayer llorabas tanto... El niño le devuelve una mirada triste y se aleja cabizbajo al tiempo que desembala dos cromos. —Gracias, Paquita —le grita ya a lo lejos.

¡Maradona repetido!

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—¡¿Dos veces Maradona?! Ni de coña. —¡Os lo juro! Justo quedáramos hoy en el recreo para hacer el intercambio. Uno de sus Maradonas por dos de los míos —dice Lolo. —¡Sshhhh! Todos guardan silencio y se miran en la oscuridad del cuarto sólo interrumpida por la tenue luz de las cinco linternas. —¿Juráis que lo que aquí se diga será secreto? —susurra Lolo, el cabecilla. —Sí, mi comandante —todos a la vez. —El caso es que Gabi no vino al intercambio — añade Lolo—, fui a preguntarle a Paquita, la radiomocho y me ha dicho que está desaparecido.


—Pobre Gabi... —solloza Manu. —¡No gimas, marica! —le interrumpe el cabecilla—¡los soldados no lloran! ¿qué hacen los soldados? —¡Luchan! —todos a la vez. —Igual había que ir a la policía... —¡Sshhhh!

PAQUITA HOLMES —¡Vaya! Lo siento por usted... todo un fiasco sentimental el suyo. —¡Menos guasa, inspector! Yo de poemas no entiendo ná, pero ese ya lo había visto en otra parte, en el escritorio de alguien, estaba yo pasando el mocho... —¿Con que fisgoneando en la propiedad ajena? —Estaba el cajón medio abierto y andaba una con la mosca detrás de la oreja... —Soy todo oídos. —Había un cromo, de esos que coleccionan los muchachos, bien podría ser el que yo le regalé a Gabi. Me pareció raro que lo tuviese el padre Rafael. El inspector se agita nervioso en su silla, se levanta y camina hacia la ventana como intentando recordar algo que alguien le dijo. Al fin se para frente a la mujer.

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—Acerca del cromo... sólo dígame una cosa, ¿era Maradona?

¡Trato hecho! —¡Gabi! ¿qué haces ahí escondido? ¡Te estuve esperando en el recreo! —dice Lolo mientras sostiene la puerta de su armario—¿Has traído a Maradona? El niño que está dentro del armario lo mira inexpresivo. —¿Sabes que todos te están buscando? Y la policía se ha llevado al padre cochino... —dice mientras saca dos cromos del bolsillo—, te lo cambio por Butragueño y Michel ¿qué me dices? El niño lo mira y esboza una tímida sonrisa. —Ya puedes hablar, Gabi, él no te oye....

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Yessy Kan

POCO DESPUÉS DE la medianoche, Nikita se despertó asustada en una zona boscosa. Se levantó de aquella maleza medio aturdida y encendió su celular. Sus ojos recorrieron la oscuridad, iluminada por la luz de su iphone para ver a dónde se dirigía. «¿Qué me pudo haber sucedido?», pensó. Siguió caminando cuando, de presto, se iluminó la oscuridad con la luz de la luna. Un sombrío espectro apareció de la neblina escarlata que ascendía de la superficie de la tierra. Cuando los rasgos amorfos de la niebla se definieron más, Nikita reconoció la figura. Era el príncipe de las tinieblas, Häxan. El mismo que había visto en un libro de satanismo. Un demonio seductor de mujeres, sobre todo las rebeldes Lolitas Neogóticas.

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Ella se aferró a la pequeña cruz de oro que le colgaba del cuello. En ese instante la rodearon dos sacerdotisas, con corpiños y pechos al aire, que llevaban dos tocados de serpientes similares a la de él, luego extendió las manos hacia ellas con dos anillos, uno con la diosa de seis cabezas y el otro con el ojo de horus, símbolos de su dominio sobre el mal. Enseguida se inclinó para ver mejor a la recién llegada. Ella lo miró, temblando, horrorizada, mientras un pájaro de plumaje negro no dejaba de volar dando fuertes graznidos, —Realmente eres una pequeña flor imperfecta, frágil, egoísta y mentirosa. —dijo Häxan, con su maldita sonrisa de casanova. —¿Qué quieres de mí? —preguntó finalmente, sin despegar su vista de aquel maléfico ser. —No seas impaciente —le susurró al oído. Häxan puso una mano sobre los hombros de ella. —Que comience la ceremonia —ordenó, mientras de un chasquido hizo aparecer debajo de sus pies un hexagrama. Apenas término de decir las palabras cuando la tierra de pronto se abrió debajo de ellos. Un batallón de Lolitas vestidas de negro, púrpura y escarlata, comenzaron a marchar con el paso de la oca hacia la superficie cantando Xacadula Bíbidi Bábidu. Xacadula Bíbidi Bábidu.


—¡No! !No, por favor! ¡No me hagas daño! —suplicó, con todas las fuerzas de sus jóvenes pulmones. El ritual dio inicio. Las sacerdotisas sostuvieron a la joven de ambas manos, y le colocaron los anillos, mientras recitaban canticos demoniacos. Häxan agarró una daga y procedio hacerle una incisión en la parte posterior de la caja torácica, para luego, carvear en sus pulmones alas maléficas de color negro violáceo. Nikita no se movió, se quedó paralizada, sin poder mover un músculo.

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—Llegó la hora de integrarte al batallón de Lolitas —dijo el príncipe, mientras ponía en su cabeza una tiara de espinelas negras, entrelazadas con trece flores de mandrágora. Sus ojos emitieron una luz rojiza que le dio un aspecto aterrador a su rostro. Terminado el ritual, repartieron un pan negro elaborado con excremento de cuervo, el cual, las mantendrá con una magnífica visibilidad. Además, un vino tinto afrodisíaco con un ingrediente muy especial, nada menos que, el semen color rojo granate del príncipe Häxan. —Vamos, es hora de la danza de las convulsiones —anunció después del brindis. Y agarrando por la cintura a Nikita, se perdió con ella en la oscuridad más absoluta.

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Paola Panzieri

EL CALLEJÓN QUE se abría ante mí era estrecho y sombrío. De él se había adueñado la vegetación que colgaba de las ventanas, y el denso perfume a flores y a tierra mojada me invitó a recorrerlo. Un viejo portón de madera tropical esperaba al viajero tras una curva inesperada del camino. A un lado, en una placa de mármol desgastada se podía leer: Parroquia San Carlos. Empujé la puerta, incrédula. La poca luz que iluminaba el interior provenía de las velas que proyectaban extrañas sombras sobre la pared. Aspiré, y el intenso olor a incienso despejó mis dudas, bajé el escalón y entré. Me sorprendió la amplitud del lugar en contraste con la estrechez del camino que lleva hasta él. Techos altos acabados en cúpulas blan-

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cas, una cruz de corte moderno alzando solemne sus brazos contra el altar y en cada hornacina, imágenes blancas. A pesar de que la iglesia parecía desierta, se oía un murmullo continuo, una letanía que pro+venía de una nave lateral. Avancé sin hacer ruido por no interrumpir con mi presencia. A la derecha, frente a una capilla dedicada a la Virgen María, un grupo de hombres y mujeres ataviados con indumentaria colorida oraban en coro. El misterio de la letanía quedaba resuelto. Me senté en un banco solitario algo separada del grupo. No había nadie más en la iglesia y yo era la única blanca del lugar. Me pareció que esas gentes rezaban el rosario pues sus voces sonaban monótonas, aunque llevaban cierto ritmo musical. Según pasaba el tiempo, el tono subía y se hacía más fuerte y envolvente. Un joven con melena trenzada, camisa de flores y zapato deportivo empezó a caminar entre los bancos mientras movía una cruz de bordes dorados que apretaba en la mano derecha. De pronto se detuvo, elevó los brazos y predicó: Gracias Jesús, ven Jesús, gracias mamá María. En medio de esa dulce paz, una mujer se puso en pie y mientras lanzaba gritos lacerantes intentó arrancar mechones de esa mata de rizos que poblaba su melena.


Permanecí agarrada al banco sosteniendo la respiración, no podía creer lo que veía. Tan de improviso como se había levantado, la mujer volvió a sentarse y en ese preciso momento el predicador le impuso la cruz sobre la frente, ¡Ven Jesús, ven! Baja Espíritu Santo, tu sierva te necesita, dijo. Una sensación de paz invadió mi cuerpo y mi mente retrocedió de forma inexplicable a la niñez. Algunos feligreses rodearon a la mujer mientras mantenían las palmas de las manos levantadas hacia ella, aun así, “la poseída” no dejó de agitarse y de emitir gruñidos. Al fin,

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agotada y derrotada por la presión a la que se veía sometida, se desplomó y los que estaban a su lado la sostuvieron y acompañaron su cuerpo inerte hasta el suelo. Con el corazón palpitante, yo no dejaba de observar la escena y me serené al comprobar que el pecho de la mujer seguía moviéndose. Mientras la voz del predicador llenaba la sala y marcaba un ritmo cada vez más acelerado, una joven se agitaba bruscamente al tiempo que, con voz profunda, profería palabras incomprensibles. Nadie se movió y el orador siguió su camino como si nada sucediera. Vi como la joven se dejaba caer y una vez en el suelo rodaba de un lado a otro chocando contra los bancos. Gritaba y coceaba a diestro y siniestro. Los golpes contra el mobiliario resonaban en las paredes, imprimiendo una atmósfera dantesca al lugar. Con gran satisfacción por mi parte el predicador se le acercó y con movimiento repentino impuso la cruz sobre la cabeza de la chica diciendo: Libéranos Señor, libéranos de todo mal, de todo demonio. ¡Alzad los Rosarios!, gritó mientras levantaba la cabeza, Satanás odia los rosarios y la oración. Yo te echo, te echo en nombre de Jesús. ¡Vete Satán! Vete, Satán, en el nombre de Jesús.


La mujer dejo de moverse, inclinó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos. El predicador pedía a Satán que dejara aquel cuerpo mientras, con la mano libre, trazaba cruces en el aire que parecían llenarlo todo de embrujo. El banco sobre el que yo estaba sentada temblaba al tiempo que un gélido frío envolvía mi cuerpo, aun así no me moví, y si hubiese intentado hacerlo, no habría podido. La joven quedó exhausta en el suelo y el hombre, sin dejar de rezar, se encaminó hacia el centro de la iglesia. Pidió a los hermanos que le siguieran, tomó asiento delante de unos tambores y marcó un ritmo festivo. Los asistentes pasaron de la oración al canto coral, aquello sonaba como un himno de dioses. Los cuerpos se movían al compás siguiendo un ritmo en continuo aumento. La fiesta había comenzado.

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Noté una presencia a mis espaldas y me giré, un cura con sotana y sombrero de teja me sonreía desde el banco de atrás. La Flor Divina, dijo y me tendió la mano, una congregación de oración haitiana que se reúne aquí todos los jueves por la tarde. Es curioso ¿verdad? El diablo podría aparecer en la parroquia de San Carlos y como cada jueves, si aparece, se le expulsa a fuerza de amor y voluntad, y ni siquiera es necesaria la presencia del sacerdote.

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Patxi Hinojosa

AHORA YA ES tarde. Ahora, cuando recuerdo que lo olvidé enseguida… Recuerdo el preciso instante en que nos envolvió un silencio tan ensordecedor como perturbador, y que de un plumazo descartó la posibilidad de pensar en cualquier otra cuestión que no fuera evaluar la gravedad de lo que estaba por sucedernos. Me encontraba leyendo mi ejemplar de El exorcista, así que no tuve más remedio que cerrarlo y abandonar su lectura para retomarla ―planeé, iluso― en una mejor ocasión que nunca llegó. No es que ello representara entonces un problema demasiado importante en sí mismo, ya había leído esa novela tiempo atrás, pero sí lo hacía el hecho de que algo evidenciara que se avecinaban cambios… para siempre, y no para mejor. Viéndolo con perspectiva, hoy considero

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que quizá Regan tuvo mejor suerte que todos nosotros, como también sé ahora que el discreto silencio que nos envolvió los días anteriores no era sino una prueba que anticipaba la presencia mientras continuábamos con nuestra normalidad, tan discutible vista desde esta nueva perspectiva. En aquellos momentos no nos podíamos imaginar ni lo uno ni lo otro. Ahora aquel silencio ya no lo percibimos, no igual, forma parte de nuestra nueva naturaleza. Confieso que me obsesiono con las obsesiones, como la que tengo con la noción de ahora, pues sólo contemplo los conceptos temporales que excluyan de raíz, aunque por motivos tan diferentes como la añoranza y el pánico, el antes y el después. No necesito tener frente a mí un espejo para saber que está insinuándose en mi rostro algo parecido al garabato de una sonrisa triste, esa que suele aparecer cada vez que recuerdo todo aquello y acepto con resignación que lo que hicieron, lo hicieron muy bien, casi a la perfección. No tenían prisa, durante meses o años, no podríamos asegurarlo, poco a poco, nos fueron invadiendo y poseyendo a todos; o a casi todos. Eran imperceptibles a nuestros sentidos y no fue hasta después de terminada esta primera fase cuando mostraron sus cartas en forma de síntomas. Para entonces, ya era demasiado tar-


de, habían conseguido su propósito, habían vencido, y sólo restaba que todos nosotros decidiéramos nuestro destino en forma de reacción física o mental; envolvernos en la bandera blanca de la rendición o desaparecer para siempre, una de dos: derrota en forma de pérdida de la dignidad, o muerte que, aunque pudiéramos revestirla de victoria, no sería sino una forma radical de derrota rápida. Derrota cruel, en cualquiera de los dos casos. Y en éstas estamos, en una nueva normalidad tan diferente a la anterior como puedan serlo las disputas en democracia y la tranquilidad tutelada en dictadura. ¡Joder, qué necios y ciegos fuimos! Mientras viajábamos, con los ojos bien abiertos, pero sin ver, por la autopista de nuestra vida social, no nos dignamos en coger la salida que indicaba «felicidad»; claro, como en

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los carteles estaba indicado con pequeñas letras escritas en minúsculas, no nos atrajo su propuesta y nos dejamos seducir y arrastrar por el deslumbrante brillo de las grandes letras mayúsculas que formaban la palabra «DESASTRE». Y en él estamos mientras nos dirigimos hacia uno mayor. Tengo que dejar ya de reflexionar; él, mi dueño, está a punto de terminar su visita exploratoria periódica con el séquito de unidades invasoras que le acompaña y actúa como su guardia personal, y en breve llegará de vuelta a mi cerebro, no soporta que evidencie mi malestar por su presencia o la cuestione. Y yo no quiero enfadarle, ya sabemos hasta dónde son capaces de llegar los de su especie con las represalias. Por cierto, ¿os he dicho ya que a veces pienso en él como mi inquilino?, y no pasa nada. Parece que no es capaz de procesar la fina ironía; eso, o que no le molesta en absoluto, una vez que se ha adueñado de mi cuerpo, de mi ser y me ha dejado claro que, para estos casos, no hay exorcismos que valgan. Interrumpo mis cavilaciones, intuyo llamada al frente. Percibo cómo va a activar la palanca del control total de un momento a otro; no hace el más mínimo esfuerzo por disimularlo, se le nota demasiad…

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Debemos neutralizar y exterminar ―así lo ordenamos― al último reducto de humanos que no presentan síntomas de sometimiento, a esos insensatos que creen aún en una justicia natural, los malditos inmunes que amenazan al éxito total de nuestro plan. Hace ya unas cuantas lunas llenas que ellos dejaron de ser entes individuales. Los huéspedes acabamos conquistando sus fascinantes, aunque vulnerables cuerpos, los mismos que infrautilizaron durante siglos hasta que conseguimos perfeccionar la técnica que nos permitió llegar a monitorizarlos. Los adaptamos a nuestra naturaleza hasta convertirlos en nuestros trajes. Les prohibimos e impedimos pensar y hablar en términos de posesión. Les aconsejamos usar el con-

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cepto cohabitación, aunque lo tilden, cuando creen que no estamos presentes en su consciencia, de ironía poco elegante. Pero, ¡qué sabrá de ironía una especie que despellejaba con severas críticas a sus políticos menos preparados y acababan nombrándolos sus líderes después de votarles y regalarles mayorías, a veces tan insultantes como son las absolutas! Ironía es que se crean sus palabras cuando se dicen y se repiten, a solas o en los reducidos grupos de reunión que les permitimos, que todo acabará aquí, cuando saben desde hace tiempo a ciencia cierta que esto no es más que el principio, el principio de su fin…

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Puri Otero

AQUELLA MAÑANA SE levantó temprano dispuesta a comerse el mundo, abrió la ventana para sacudir la pereza y acto seguido fue al baño. Al salir pudo ver sobre la mesa de la cocina una llamada perdida en su teléfono. No tenía por costumbre devolver llamadas de desconocidos, pero esta vez, sería por la soledad del momento o por el aburrimiento, optó por hacer todo lo contrario a lo estipulado por su código de usuaria de teléfono y llamó. Del otro lado sonó una voz metálica: —¿Quién llama? —La misma a la que usted acaba de llamar. —No entiendo su respuesta —contesta la misma voz —¿Para qué me ha llamado usted?

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—He llamado a mucha gente y no sé en concreto quién es usted. —¿Y con qué fin llama usted a tanta gente? —Eso no me está permitido decirlo. La mujer en otra situación hubiera mandado a tomar viento a la maquinita de marras, pero el aburrimiento reinante le hizo seguir con la conversación. —Pues dígame ahora lo que tenía pensado decirme cuando me llamó. —Tendré que buscar en mi base de datos para saber quién es usted. —Cuando tenga la respuesta me vuelve a llamar —contesta la mujer en tono de cabreo. —No hace falta, ya sé quién es usted. —¿Así tan rápido? —En breve recibirá noticias nuestras. La mujer sorprendida cuelga el teléfono. El resto del día transcurrió con normalidad con la salvedad del recuerdo de aquella llamada. Pasaron varios días sin tener noticias del hecho y la mujer dio por cerrado el asunto. Una noche despertó sobresaltada sin saber cuál era el motivo, se levantó y fue a buscar un poco de agua y cuando regresó al dormitorio pudo ver una llamada perdida en su teléfono. Atendiendo a su criterio de no responder a desconocidos optó por cerrar el teléfono e intentar dormir.


A la mañana siguiente descubrió que durante la noche había recibo un mensaje y al abrirlo pudo escuchar aquella misma voz metálica que le decía:

«Ya sabemos quién es usted y en nuestra base de datos figura como la elegida para llevar a cabo la operación, esperamos su respuesta, si está de acuerdo pulse uno, de lo contrario no responda.»

La mujer sin pensarlo pulsa uno esperando una respuesta. Acto seguido suena el teléfono y se escucha la misma voz que le dice: —Gracias por ceder su cuerpo para que el espíritu del mal anide en la tierra ayudando así a propagarlo, en breves días será usted poseída.

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A los pocos días conoció a un hombre apuesto y galante que le inundó el corazón de promesas de amor.

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Mª Carmen Píriz

FUI AL CINE con mi chico a ver la película El Exorcista. La película era de miedo, a mí no gusta nada ver películas de terror, pero le acompañé porque sé que a él le gustan mucho. En la sala mientras la película transcurría de repente sentí frío y comencé a toser. Tuve que salir al baño a beber abundante agua y volví a mi butaca. Al salir hacia casa fuimos dando un paseo y comentando la película. A mí no me había gustado nada. Las escenas fueron muy desagradables, sobre todo cuando la niña expulsó aquella mucosidad verde durante el desayuno, me dio nauseas. Salí con mal cuerpo. Yo estaba aterrorizada y me agarré a mi chico. En casa comencé a sentirme mal y me fui enseguida a la cama. No podía dormir y cuando

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lo hice, soñé con la película que vimos por la tarde. Toqué mi cara y descubrir los estigmas de mi piel frente al espejo del baño. Desperté temerosa. Fui al servicio y comprobé ante el espejo que no tenía marcas. Me dio de nuevo otro ataque de tos. Sentía calor, me tomé la fiebre, tenía 39º. Tomé un Paracetamol y me acurruqué en la cama, me dormí enseguida. Volvieron las pesadillas y me desperté sobresaltada. Tuve miedo. La noche fue larga, el calor no remitía y la fiebre subía. Soñaba y deliraba no sabía dónde me encontraba. —¡Cariño que te pasa, estás muy inquieta! Y además estas ardiendo. Voy a llamar al médico. Lo último que oí fue un hombre a mi alrededor que me auscultaba. Noté que me acostaron sobre un colchón duro y frío. La angustia, no me dejaba respirar, me asfixiaba, el aire no me entraba en los pulmones. Intenté coger una bocanada de aire que me faltaba. No notaba mi cuerpo y perdí el conocimiento. En mi subconsciente me encontraba envuelta en una niebla espesa y sentía frío, mucho frío. Oía muy lejanos una sirena y mi cuerpo levitaba hacia una luz clara, potente, resplandeciente. Perdí la orientación y la pérdida de la realidad. Soñaba, esta vez vi al demonio que llevaba de la mano a mi abuela, ella me alargaba su mano y


quería tocarme. Oía su voz, me llamaba con un susurro a través de una luz roja intensa que me deslumbraba. Solo dormía, soñaba, esta vez con unos gatos negros que me miraban con esos ojos amarillos desafiantes. De una forma maligna me clavaron sus garras en la garganta. Noté el dolor que me taladraba. Advertí algo punzante, como un pincho muy afilado en mi cuerpo. Sentí un miedo aterrador y cerré los ojos. Tuve pavor. Estaba paralizada. Tenía el ánimo bajo, estaba muy sola. No sé cuánto tiempo estuve dormida. Ni cuántos días han pasado. Los sueños esta vez eran más tranquilos, muy hermosos. Se me acercaban gatos blancos de pelo largo, eran suaves como de angora, me rozaban con su pelo la cara. Ya me siento mejor. Cuando me desperté tenía miedo de abrir los ojos. Los abrí. Vi unas personas disfrazadas de no sé de qué, me miraban entre cristales. No sabía dónde me encontraba. Miré alrededor y me vi conectada a unos tubos que me enviaba el aire de un respirador. En mis brazos tenía pinchada una aguja conectada a un suero. Una mujer con voz suave se me acercó y me dijo que estaba en buenas manos, que todo iba a ir bien. Cuando tuve conciencia de lo que me pasaba estaba a mi lado una enfermera, vi sus ojos observándome dentro de una pantalla.

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—¿Dónde estoy? ¿Qué me ha pasado? — pregunté. —¡Tranquila! está con nosotros, en el hospital, te recuperas muy bien. Has cogido un virus muy contagioso. Como tienes bronquitis crónica te ha afectado al pulmón y tienes una neumonía severa. La medicación ya está haciendo su efecto, ¡mejorarás! Si todo va bien irás a planta. —¿Y lo sabe mi familia?, ¿dónde están? — Están en casa, pero todos los días llamamos para informar de cómo te encuentras. —¿Y por qué no vienen a verme? —Porqué este virus es altamente contagioso y les podrías contagiar. Pero en dos días si estás mejor, te llevamos a planta y te irás pronto a casa. Estaba asustada, pero sé que si mejoro me iré a casa y todo quedará en una pesadilla.

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Mery Pérez

AMÉ MUCHO A Alberto y siempre tendrá un lugar muy especial en mis pensamientos y en mi corazón, aunque no fue siempre el más romántico del mundo o, más bien, sí lo fue, pero a su muy original manera. Recuerdo claramente (¿cómo no recordarlo?) cuando me pidió ser su prometida, fue un hermoso día de mayo, un viernes por la tarde, hace ya casi cuatro décadas. Y Alberto no tuvo mejor ocurrencia que invitarme al cine a ver El exorcista. —¡Veremos una versión mejorada! —me dijo emocionado. —¡Qué bien! —le respondí yo, algo consternada. Llegamos entonces al cine, hicimos las respectivas colas para comprar las entradas y luego las palomitas. Entramos a la sala que nos correspondía, y cuando iban a empezar los tráilers de publicidad previos a la película, Alberto me pidió

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que los viéramos atentamente porque según le comentaron que estaban muy buenos. Y resultó que el primer tráiler era un vídeo de Alberto pidiéndome ser su esposa. Quedé muy impresionada con la escena, al igual que todos en la sala que buscaban al arrodillado. Y por supuesto que le respondí que sí, soñaba compartir mi vida con él desde que éramos unos críos y los mejores amigos. El impacto que generó toda la situación fue mermando y ya para cuando iba a comenzar la película todos estábamos en posición para verla y más aún Alberto, que estaba feliz porque acepté su propuesta de matrimonio y porque iba a ver —quién sabe por cuál número de vez— una de sus películas favoritas. Cuando la película mostraba la escena en que el sacerdote decide entregar su vida por la de la niña poseída, pidiéndole al demonio que lo posea a él, siento repentinamente la mano de Alberto apretar fortísimo mi mano, pensé que era su emoción, pero no. Alberto se desvaneció en su asiento…

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Alberto murió súbitamente en la sala de cine, víctima de un ataque cardíaco fulminante. Ese día comenzó siendo el más hermoso de mi vida y terminó como el día más trágico que he vivido... y el más inolvidable.

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s a d i v l i m e v i v r o t c e l e u q Un l E . r i r o m e d s e a t n u an e v i v o l o s e e l a George R. R. Martin c n u n No importa lo ocupado que piensas que estas, debes encontrar tiempo para leer, o entregarte a una ignorancia autoelegida Confucio

La lectura hace al hombre completo; la conversaciรณn lo hace รกgil, el escribir lo hace preciso. Francis Bacon


Raquel Peña

ESA MAÑANA, EVELYN se levantó y cepilló su larga cabellera color azabache. Mirándose al espejo, contemplaba su cutis, lozano a pesar del tiempo que había transcurrido desde aquel día que visitó el pueblito donde había crecido y vivido desde niña con su abuela materna Ángela. Allí también conoció su primer amor y fue feliz. Hasta ese fatídico día, cuando su vida cambió por completo. 10 años antes.. —¡Evelyn, Evelyn! —gritaba afanosamente la abuela desde el fogón de la cocina. —¡Párate muchacha, que es hora de ir al pueblo! —¡Abuela, déjame dormir estoy de vacaciones! —Muchacha, no seas tan floja. Igualita a tu madre que en paz descanse. —Recordó con un poco de tristeza la Abuela Ángela.

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Evelyn tomó un sorbo del rico café que su abuela preparaba en leña recién cortada de guatacaro. Cepilló su hermosa cabellera y se puso su camisón de salir al pueblo. Era un trecho largo que le tocaba recorrer, en aquellos lugares existían lo que llaman cuentos de camino, pero Evelyn, era muy vivaracha y salir de aquella pequeña granja a buscar los enseres para su abuela le hacían escapar de sus órdenes y quehaceres de la misma: alimentar gallinas, ordeñar a Nieves, la única vaca que tenían y que había dejado de herencia su abuelo Pedro. Estaba concentrada en lo que tenía que llevar; si olvidaba algo, la abuela tremendo castigo le daba. Madrugar, no eso no. Me gusta dormir, pensó en voz alta Evelyn. Entre los matorrales escuchó un ruido. Apuró el paso, sentía que le perseguían, pero no quería voltear. Un nudo en la garganta sintió que le asfixiaba; por un instante quería correr, sus piernas temblaban como gelatina, cuando alguien tocó su cabello y le dijo: —¡Qué suave cabello, parece seda! no tengas miedo, no te haré daño —musitó el joven de ojos azules como el cielo que desde ese instante flechó su corazón, fue un amor a primera vista. —¿Quién eres? —expresó Evelyn con voz temblorosa aún. —¡Soy Jacinto! para servirte, ¿tú cómo te llamas?


—Evelyn. No puedo detenerme mucho tiempo, debo llegar al pueblo y comprar unos enseres para mi abuela. —Fue un gusto Evelyn, espero volver a verte. —Igual, debo irme. Hasta pronto —dijo confundida. Evelyn sintió algo extraño, aquel joven enigmático, parecía inofensivo, sin embargo, algo le decía que no confiara en él. Ese día pudo escapar, sin problema alguno de aquellos ojos que la invitaban a entrar en sus aguas profundas.

Pasaron 5 años, la abuela murió y Evelyn decidió vender la granja y mudarse al pueblo. Allá en aquel pueblito conoció un joven apues-to, no tenía los ojos azules como Jacinto, pero la trataba bien, le apoyó en los momentos más difíciles para ella.

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Enmanuel fue su gran amor y era un hombre trabajador, le cepillaba su cabello cada mañana. Aquel día tocaron a la puerta de una casita pueblerina, pero acogedora, para su sorpresa era Jacinto, aquel joven que 10 años antes había visto entre los matorrales y nunca más volvió a ver. Le vino anunciar que Enmanuel había muerto ahogado en el río y ante aquella noticia Evelyn cayó desmayada, perdiendo la razón. 5 años después, Evelyn estaba recuperada. Jacinto le visitaba con frecuencia y ella por respeto y amor a Enmanuel nunca le aceptó sus regalos. Le gritaba en la puerta, le decía que se marchara. Y Jacinto seguía allí. Las personas en el pueblo murmuraban de su locura, todos decían: pobrecita Evelyn, habla sola, con quién hablará cada mañana, a ¿quién llama Jacinto? Ya han ido a su casa todos los curanderos del pueblo y dicen que está poseída por el ángel de las sombras, un joven apuesto que se venga de las muchachas bonitas que prometen verlo y se

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olvidan de él. «¡Pobre Evelyn, terminará como su mamá Elizabeth, ahogándose en el río!», se escuchó decir a una mujer anciana que contemplaba su hermosa cabellera.

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E L P M U

C G O L B ยกEL Aร O!

ยกGracias POR VUESTROS RELATOS! ยกGracias POR VUESTRAS LECTURAS!

ยกGracias POR VUESTRO APOYO!


Beatriz Vélez

ARRASTRANDO LOS HUESOS y la maleta, el Padre Matías llegó al andén. Apenas quedaban un par de minutos para que saliera el tren y aún tenía que encontrar su vagón. Mirando de reojo el equipaje, sopesó la posibilidad de dejar la maleta en un rincón para no tener que padecer el suplicio de subirla al portamaletas. Por suerte, una simpática azafata salió a su rescate, quizás apiadándose de la profundidad de sus ojeras. Avanzó por el pasillo sintiéndose demasiado mayor, aunque apenas había cumplido treinta y seis. Se dejó caer en el sillón, le quedaban varias horas de viaje hasta su destino, más le valía dormir un rato si quería ponerse a trabajar en cuanto llegar. Mientras el sueño iba apoderándose de su cuerpo, volvieron a asaltarle los mismos pensa-

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mientos confusos de los últimos días. Todo había pasado demasiado rápido. Aquella cita en el obispado, el billete de tren en su correo electrónico, recoger a toda prisa las pocas pertenencias que tenía en su habitación del seminario…no alcanzaba a entender qué tendría de especial aquel internado para necesitar con tanta urgencia su incorporación como docente, estando aún de cuerpo presente su antecesor. Además, estaba aquel asunto… en cuanto se hiciera a la vida en el nuevo destino debía consultar con el director del seminario, el Padre Eduardo siempre había sabido guiarlo y ahora, más que nunca, necesitaba consejo y alivio para el desasosiego que sentía. Los ojos se le cerraron con el acompasado vaivén del tren. La respiración sosegada de los primeros momentos comenzó a volverse más agitada y violenta a medida que su mente pasaba al mundo de los sueños. De nuevo estaba parado ante aquella reja, la niebla le rodeaba dejando entrever tan sólo la luz de una farola que parpadeaba al límite de sus fuerzas. No podía dar un paso, sus pies no respondían a la orden y se mantenía estático frente a la entrada de la mansión con el fedora calado y el equipaje en su mano izquierda. Un taconeo resonó en el silencio de la madrugada mientras, entre la bruma, unos ojos felinos


miraban provocando una terrible descarga eléctrica sobre su espina dorsal. Su vista, acomodada por fin a la falta de luz y la densa niebla, le devolvía una silueta serpenteante acercándose hacia él. El sudor empapaba al Padre Matías que había dejado la cabeza reposar sobre el cristal del tren. Incapaz de huir, dejó que la niebla le descubriera a la criatura antes de que llegara hasta su posición. Las sinuosas curvas debieron advertirle del peligro, pero, aun así, se mantenía inamovible en el acerado. El ondulado pelo negro caía sobre la espalda de la desconocida dejando que unos mechones rebeldes enmarcaban el óvalo del rostro dejando entrever unos profundos ojos negros y una maquiavélica son-

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sonrisa dibujada en unos carnosos labios rojos. Le permitió acercarse y guiarlo al interior del caserón. Dejándose hacer, no notó como el sombrero y la maleta quedaban en la entrada. Tampoco percibió el reguero de ropa que sus pasos iban dejando. Sumiso la sintió enredarse en su cuerpo mientras el suave aliento de su boca preparaba el camino hacia el indefenso cuello. Enroscando sus labios en los de él, la amazona cabalgó a su desarmada víctima que, sin defensa, sucumbió a la tentación. Sobresaltado por la nueva pesadilla, el Padre Matías despertó con el aviso de la megafonía del tren. Sobre la mesa, una manzana roja lo esperaba. Cargó con su maleta hasta la entrada del orfanato.

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Desde su atalaya de traje de chaqueta italiano y sus stilettos, la directora sonrió mientras que el Padre Matías veía su pesadilla hecha mujer antes sus ojos. —Bienvenido, Padre —sonrió sibilina— le estaba esperando.

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PRÓXIMO NÚMERO...

Lewis Carroll

SEPTIEMBRE 2020


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