andéndos
que había conocido en un vuelo. Ella era guapísima y él con los años ganaba empaque; había perdido la finura que deja el hambre y en su rostro se iba asentando el peso de los excesos, la desidia de conocer la fama, patearla y ver que no es la puerta de nada. Le seguíamos de lejos, como un familiar del que hace mucho tiempo que no sabes nada y del que te llegan noticias de oídas. Por entonces Carlettino ya había ido al extranjero, había actuado en Hispanoamérica, en Alemania, en Bélgica, en Suiza, en cualquier lugar donde hubiera una colonia de compatriotas. Poco después empezó a declinar su estrella. Sus apariciones en la televisión o en prensa comenzaron a espaciarse. Unos años después volvió a ser noticia por un tema de drogas y volvió a aparecer en las revistas. Vi alguna foto de él, incluso de su casa. Estaba muy desmejorado. Había engordado y las camisas relampagueantes y las trallas de oro ya no le lucían tan bien. En algunas fotos aparecía con gafas oscuras y la mujer que le acompañaba ya no era la azafata danesa con la que se había casado sino una mujer ajada que vestía una bata de andar por casa. No volví a saber de Carlettino. Incluso en el barrio su estrella se desvaneció para siempre: nadie hablaba de él, nadie lo recordaba. Cerró el Mendoza y en los locales del Círculo se hizo una biblioteca municipal. Los que lo conocimos de niños salimos del barrio y fuimos a vivir a casas pareadas de las afueras. Me casé y tuve un hijo. No fue hasta el verano pasado cuando me volví a encontrar con él. Estaba con mi mujer en una terraza de la costa, estaba pendiente del niño que no paraba de correr alrededor de las mesas cuando creí distinguir un rostro familiar a unas mesas de distancia. Viejo y apagado. Era Carlettino. Estaba solo en la mesa, fumando mientras miraba al frente, hacia la playa casi vacía. Llevaba unas gafas oscuras y todavía conservaba el pelo encrespado, lleno de canas vie-
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