Promotio Iustitiae No. 123. 2017/1

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murió; nunca supo de qué murió porque en el hospital público le dijeron que era una enfermedad desconocida. Pero ella microtraficaba, era su tabla de salvación y a la vez su delito; movía pequeñas cantidades de droga de un barrio a otro y por ese movimiento (burrera) recibía unos 900 dólares al mes. Con eso, más su trabajo esporádico en un frigorífico, alimentaba a sus hijos. Hoy no microtrafica sino que sólo trabaja esporádicamente en el mismo frigorífico. Hoy no le alcanza para comer. Hoy me pregunto por qué le dije que microtraficar era malo, quién me dio esa autoridad, esa verdad. Hoy me pregunto para quién trabajo. Cuando la conocí en la cárcel la invité a participar de un curso de gastronomía que daba Infocap, una de las grandes obras sociales de la provincia chilena que capacita laboralmente a personas en situación de extrema pobreza. Infocap tiene dos grandes sedes, una en Santiago y otra en Concepción con una matrícula de unos tres mil alumnos/as al año. El 2011 reiniciamos la apertura de pequeñas sedes en algunas cárceles, presencia que había comenzado en los años 90, pero que por distintos motivos terminó para comienzos del 2000. En 2011 volvíamos a la cárcel, a la femenina de Santiago, con un curso de gastronomía. Ahí nos conocimos con Ana, siendo yo rector de Infocap y ella parte de la primera generación. Me llamaba la atención su rostro entristecido como si cargara con una pena de siglos, su silencio que parecía esconder una culpa desconocida, su amasar lento la harina con el agua y la levadura, como si el tiempo no existiera. Poco a poco nos fuimos conociendo y poco a poco comenzó a hacer esas preguntas para las que los jesuitas nunca fuimos formados: “padre, ¿por qué me tocó esta vida?, ¿por qué Diosito está enojado conmigo?; padre, ¿qué pecado estoy pagando?” Ni ella ni yo teníamos la respuesta, pero ella sabía que cargaba con un estigma que no le pertenecía, que le robaba su identidad y que le impedía pertenecer a eso que llamamos sociedad. Nunca supe responder a sus preguntas, pero un día oí decirle a uno que trabaja conmigo algo que con frecuencia se escucha por estos lados del sur del planeta, que su mal, su estigma, esa violencia que heredaba sin saber por qué, “era porque Dios le tenía algo preparado”; algo así como si Dios le regalaba esa vida porque Él la había elegido para algo especial. Su vida, la de su madre, la de su abuela y la de sus antepasados, todas iguales, todas reproduciendo una y otra vez las mismas violencias. Violencia de ausencia de derechos sociales, violencia de lo mínimo indispensable para la dignidad humana, violencia de falta de felicidad, de paz, de quietud. Todas esas vidas marcadas con el estigma de “haber sido elegidos para algo” sin saber por qué. El estigma que persigue por cientos de años, el que no prescribe, del que no se pueden liberar. El estado de Chile persigue a Julia, a Ana, a Enrique y a Hernán. Persigue la delincuencia, pero pone la mira particularmente en este grupo humano que comparte una misma historia, y por qué no decirlo, unos mismos rasgos físicos. No justifico en absoluto el más mínimo acto delictual y nuestra primera fidelidad siempre debe ser con la víctima, pero la contemplación de la encarnación de los Ejercicios Espirituales nos mueve a no ser ciegos y sordos a la realidad: en Estados Unidos los encarcelados son principalmente los “afro-descendientes” y en Chile los “vulnerados-descendientes” o “invisibilizados-descendientes”. En simple, en Estados Unidos y en Chile, los “pobre-descendientes”. Las historias de vida de la mayoría de los encarcelados en Chile es similar. Provienen de grupos familiares muy pobres, de padres ausentes y madres sacrificadas. Desertaron de la escuela o nunca fueron a ella y rápidamente abandonaron el hogar o ingresaron en hogares

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Secretariado para la Justicia Social y la Ecología


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