Marina - Carlos Ruiz Záfon

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| CARLOS RUIZ ZAFÓN |

Una mano rígida la agarró y aquel hombre, cuyo rostro no podía ver, la examinó en silencio durante un buen rato antes de devolvérmela. —Mijail Kolvenik no vive aquí desde hace ya muchos años. —¿Le conoce? —pregunté. ¿Tal vez pueda usted ayudarme? Otro largo silencio. —Pasa —dijo finalmente Sentís. Benjamín Sentís era un hombre corpulento que vivía en el interior de una bata de franela granate. Sostenía en los labios una pipa apagada y su rostro estaba tocado por uno de aquellos bigotes que empalmaban con las patillas, estilo Julio Verne. El piso quedaba por encima de la jungla de tejados del barrio viejo y flotaba en una claridad etérea. Las torres de la catedral se distinguían en la distancia y la montaña de Montjuic emergía a lo lejos. Las paredes estaban desnudas. Un piano coleccionaba capas de polvo, y cajas con diarios desaparecidos poblaban el suelo. No había nada en aquella casa que hablase del presente. Benjamín Sentís vivía en pretérito pluscuamperfecto. Nos sentamos en la sala que daba al balcón y Sentís examinó de nuevo la tarjeta. —¿Por qué buscas a Kolvenik? —preguntó. Decidí explicarle todo desde el principio, desde nuestra visita al cementerio hasta la extraña aparición de la dama de negro aquella mañana en la estación de Francia. Sentís me escuchaba con la mirada perdida, sin mostrar emoción alguna. Al término de mi relato, un incómodo silencio medió entre nosotros. Sentís me miró detenidamente. Tenía mirada de lobo, fría y penetrante. —Mijail Kolvenik ocupó este piso durante cuatro años, al poco tiempo de llegar a Barcelona —dijo. Aún hay por ahí detrás algunos de sus libros. Es cuanto queda de él.

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