Relatos del mundo

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La locura de John Harned

Ecuador. Pero a John Harned no le importaba su dinero. Tenía un corazón…, un corazón extraño. ¡Era un chiflado! Cometió la tontería de no partir para Lima, y, abandonando el vapor que iba a Guayaquil, siguió a mi prima a Quito. María regresaba de un viaje a Europa. No sé qué es lo que veía de asombroso en John Harned, aunque ciertamente le agradaba, pues de otro modo no le habría permitido seguirla a Quito. Ella misma le había pedido que viniese. Recuerdo muy bien en qué ocasión. Le había dicho: –Venga usted a Quito y le mostraré una corrida de toros. ¡Una justa magnífica de bravura, de destreza! ¡Ya verá! Él le había respondido: –Voy a Lima, no a Quito. Mi pasaje se halla retenido por el barco. –¿Viaja usted por placer?… ¿Entonces? Y le miró como solo María Valenzuela sabía mirar a los hombres, con ojos llenos de promesas. Y él cedió. Vino, no por la corrida de toros, sino por lo que había leído en sus pupilas… pues, de las mujeres como María Valenzuela, nace una cada siglo. Esas mujeres no pertenecen a ningún país ni a época alguna, son, como ustedes dicen, «universales». Son diosas. Los hombres caen a sus pies. Juegan con ellos, los hacen resbalar, como la arena, entre sus dedos. Cleopatra era, según se dice, una de esas mujeres; Circe también: transformaba a sus admiradores en cerdos. ¿Dicen ustedes que eso no es verdad?… ¡Ah! ¡Ah! ¡Ya lo ven! Todo eso porque María Valenzuela había dicho: –Ustedes, los anglosajones, son unos salvajes… Combaten a bofetadas por dinero. Dos hombres se golpean mutuamente hasta que no pueden ver y se rompen las 23


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