Alfredo Pareja Diezcanseco
–¿Acaso no lo sabe usted? –respondió Eugenia. –Abreviaremos, entonces. Aquí tengo este telegrama de Daule. Lo recibimos en la madrugada, pero no alcanzamos a la lancha… Es una denuncia en regla y urgente… Por intermedio de las autoridades del pueblo… ¿Por qué hizo usted eso? Eugenia, sin responder, extrajo de su seno, el envoltorio de las joyas y lo dejó encima del escritorio. –Ajá. Las devuelve usted, ¿no? ¿Se confiesa, entonces culpable? Llamó con el timbre y ordenó, en presencia de las Parrales, se hiciera un inventario. Terminada la diligencia, después de pocos minutos, volvió a quedarse solo con ellas. –Todo está muy bien, pero la devolución de los objetos… extraviados… no entraña necesariamente la falta de sanción… Es útil conocer antecedentes… Es curioso, muy curioso… Tiene usted que hablar. –No tengo nada que decir, señor. –¡Sí, señor! ¡Sí, señor! Yo se lo diré a usted todo… Yo se lo diré. Usted no es malo, ¿verdad? Eugenia no es una ladrona, no lo crea usted… Nunca… Fue don Horacio el que nos robó. ¡Se lo juro! Perdimos la hacienda, perdimos la casa… ¡Las tres solitas, señor! El llanto cortó sus palabras. Las manos juntas en el pecho, la cabeza de lado, una gran agitación comenzó a ahogarla. Había en su presencia tormentosa y delicada a un tiempo el pungitivo dolor de los niños mal tratados. El jefe trató de calmar a Ana Luisa. Poco a poco, conoció todos los detalles de las relaciones de las Parrales con don Horacio. De súbito, puesta de pie, Eugenia, con ademán violento, habló: 72