Francisco Tobar García
los días más felices eran aquellos en que íbamos a casa de joaquín edwards bello y nos refugiábamos en un restaurante para devorar ostras; la primera vez en que me presentaron a esos curiosos moluscos, tuve una pizca de asco… como gargajos, pensé, pero, como estaba don joaquín, gané astucia y me lo zampé sin decir nada. todo lo contrario: dije qué sabroso, pero luego agarré el gusto y disfruté de lo lindo. don joaquín y el tío hablaban socarronamente de todo, políticas y hembras. lo decían a borbotones y parecía que las palabras bailaban en las bocas de entrambos, pues era una delicia verdadera oírles parlotear, mientras los vecinos peroraban con solemnidad turbia, la de los adultos, siempre sobre deportes y política. alguna vez se dijeron parientes, pero como lo de la genealogía me ha fastidiado siempre, nunca indagué sobre tales hechos; el hecho era que los dos se querían de veras y jamás disputaban con necedad. orgullosos los dos, caminaban calles y calles, yo siempre de la mano de ambos, como si fuera hija disputada, y eso me hacía sentir orgullo. la infancia corría de manera bellísima. ah, no les he contado que tenía una maestra. era francesa y se llamaba monique, rubia encendida, unos ojos llameantes y vestía con mucho gusto. ella y mi tío me enseñaron todo cuanto sé de la vida y me iniciaron, sin querer, en la sexología. vean ustedes cómo fue aquello. yo advertí que, luego de finalizada la clase, au revoir mademoseille, ella desaparecía y se encerraba en el urinario. esta ceremonia secreta se repetía día a día, y se tardaba buen rato acicalándose. al menos, tal pensaba yo, ilusa, hasta el día en que me ganó la curiosidad y 48