La santidad como vuelta al Evangelio

PLIEGO Vida Nueva

3.270. 14-20 DE MAYO DE 2022

Carlos de Foucauld: la santidad como vuelta al Evangelio MARGARITA SALDAÑA MOSTAJO

Autora de ‘El hermano inacabado.

Carlos de Foucauld’ (Sal Terrae, 2022)

CARLOS DE FOUCAULD: LA SANTIDAD COMO VUELTA AL EVANGELIO

Con la canonización de Carlos de Foucauld el 15 de mayo en Roma, junto a otros seis beatos, la Iglesia reconoce en el “hermano universal” huellas indelebles del soplo del Espíritu en su vida tales como la oración, la justicia, la hospitalidad, el diálogo interreligioso… Señales en el camino de esa identificación plena con Jesús a la que aspiraba desde la proximidad a los más alejados. Hoy, su testimonio se erige en legado para todo el Pueblo de Dios, impulso renovado para la misión y llamada a volver al Evangelio.

L

a canonización de Carlos de Foucauld, proclamado beato en el año 2005, es un acontecimiento esperado desde hace tiempo no solo por su familia espiritual sino por amplios sectores de la comunidad cristiana.

Ante este tipo de eventos, con frecuencia multitudinarios, conviene señalar que cuando la Iglesia canoniza a una persona no le otorga un título póstumo de gloria; más bien, reconoce en su itinerario vital las trazas inequívocas del Espíritu. De la vida de los santos se desprenden variados acentos que iluminan el caminar de cada generación cristiana.

En el caso de Carlos de Foucauld, tales acentos abarcan una amplia variedad de registros: la oración y la justicia, la eucaristía y la hospitalidad, la amistad y el diálogo interreligioso, el desierto y la fraternidad universal…

Siguiendo su estela, insistiendo en uno u otro de estos rasgos, numerosas ramas de la familia espiritual de Carlos de Foucauld florecen hoy en día en los cinco continentes.

Pero, más allá de aquellas personas que viven como discípulas explícitas 24 VIDA NUEVA

del “marabú cristiano”, el testimonio de Carlos de Foucauld esconde una fuerza inaudita para alimentar la misión evangelizadora de toda la Iglesia. Su camino espiritual consistió en querer vivir una identificación cada vez más plena con Jesús, en la proximidad con quienes se hallaban más alejados de la Buena Noticia.

Por ello, su búsqueda se convierte en legado para todo el Pueblo de Dios: Carlos de Foucauld nos muestra que la santidad consiste en volver al Evangelio para compartirlo más allá de toda frontera.

PINCELADAS BIOGRÁFICAS Carlos de Foucauld llega al mundo en Alsacia (Francia) en 1858, en el seno de una familia acomodada. Tras el nacimiento de su hermana Marie, cuando apenas tiene cinco años y medio, sufre la muerte de sus padres; desde entonces, él y su hermana son acogidos y educados con cariño por sus abuelos maternos y el resto de la familia. Durante la adolescencia, influido por la lectura asidua de los autores ilustrados, pierde la fe.

Al orientar su futuro, decide emprender la carrera militar, en la que encuentra grandes amigos, y se convierte en oficial de caballería; sin embargo, el ritmo del cuartel en época de paz le aburre y adopta durante un tiempo una vida desordenada.

Finalmente, prefiere pasar a la reserva y abandonar la actividad en el ejército para dedicarse a viajar, aprovechar su juventud e instruirse.

Con esta finalidad, prepara y realiza cuidadosamente una exploración en Marruecos, cuyos resultados le valdrán el reconocimiento de la comunidad científica.

A su regreso de Marruecos, instalado en París, Carlos se siente acogido con gran cariño y sin reproches por su familia, a pesar de la vida azarosa que había llevado hasta entonces. El testimonio silencioso de su tía Inés y su prima Marie, mujeres profundamente creyentes, le interroga. Al mismo tiempo, comienza a sentirse misteriosamente atraído hacia las iglesias y pasa ratos en ellas rezando una extraña oración: “Dios mío, si existes haz que te conozca”.

El encuentro con el P. Huvelin,

que se convierte en su director espiritual, será un elemento decisivo en este proceso de conversión.

La fe de los musulmanes que conoció en Marruecos había impresionado al joven explorador.

Ahora, una vez que ha descubierto la figura de Jesús, toda su vida queda polarizada por este amor y, tras algunas búsquedas, decide ingresar en la Trapa para seguir lo más de cerca posible a Jesús. No obstante, poco a poco va comprendiendo que su llamada personal no puede realizarse en ese marco monástico y, al cabo de siete años, deja la orden y se va a vivir a Tierra Santa.

Allí, como sacristán de las clarisas de Nazaret, tratará de reproducir literalmente la misma vida de Jesús.

Sin embargo, de manera progresiva se despierta en él la llamada a ser sacerdote y a vivir su ministerio entre las personas más alejadas de la fe cristiana, aquellos musulmanes que había conocido durante su exploración en Marruecos.

Ordenado en 1901, pasará el resto de su vida en el Sáhara argelino.

Los primeros años en Beni Abbès, al norte, toma conciencia de la injusticia que supone la esclavitud, alza la voz y se compromete en la liberación de ciertas personas, siente crecer en su interior el deseo de ser hermano de todos, “hermano universal”. A partir de 1905, instalado en Tamanrasset, va haciéndose amigo de los tuaregs, la población local. Con gran esmero, e invirtiendo mucho tiempo y energía, se dedica a estudiar su lengua y su cultura, y a establecer relaciones de amistad con ellos y con todas las personas que se cruzan en su camino: militares, visitantes, miembros de su familia…

El gran deseo de Carlos de Foucauld es dejar que la presencia de Jesús irradie a través de su propia existencia, menos con la palabra que con la presencia y la amistad.

En su biografía aparecen muchas sombras que, vividas de cara a Dios, no impiden el paso de la luz; es un “hermano inacabado” que sale al encuentro de nuestras fisuras a partir de sus propias grietas.

Casi ninguno de los proyectos que formuló llegó a ver la luz. Las personas con las que convivió a diario no se convirtieron jamás al cristianismo. Asesinado en 1916 en

Tamanrasset, su vida puede verse como un fracaso inútil si nos fijamos únicamente en los resultados. Sin embargo, cuando observamos de cerca su itinerario, descubrimos en él ciertas claves que le condujeron a la santidad porque le incitaron a volver una y otra vez al Evangelio. Y esos rasgos, aparentemente borrados en la arena del desierto, siguen indicando el camino a la Iglesia del siglo XXI.

LAS CLAVES DE SU PROYECTO En marzo de 1909 Carlos de Foucauld redacta en Beni Abbès el primer proyecto de una “Cofradía”, una asociación de personas de todos los estados de vida que compartirían los mismos objetivos espirituales: imitar la vida de Jesús en Nazaret, adorar al Santísimo y orar por los infieles. Al Abbé Caron, le explica el proyecto en estos términos: “La obra tiene un triple objetivo: producir una vuelta al Evangelio en la vida de las personas de toda condición; producir un crecimiento en el amor a la santa eucaristía; producir un empuje hacia la evangelización de los infieles” (A Caron, Maison Carrée, 11 de marzo de 1909). La Unión será el único proyecto de Carlos que él mismo verá nacer –aunque sea de una manera muy precaria– y que tendrá continuidad en el tiempo; en la actualidad, esta asociación existe bajo el nombre de Sodalidad.

Traduciendo a nuestro lenguaje actual el núcleo del mensaje de Carlos de Foucauld, podríamos expresarlo así: • Una vida evangélica, siguiendo las huellas de Jesús, especialmente en Nazaret.

• Una vida eucarística, tejida de celebración, de adoración y de don de sí.

• Una vida evangelizadora, comprometida con el Reino.

De una u otra manera, este ideal se encuentra presente en todos los proyectos que imaginó a lo largo de su vida, tanto para religiosos y religiosas como para laicos y sacerdotes. Sus escritos espirituales y, sobre todo, su abundante correspondencia, nos permiten detectar ciertas vías concretas que le permitieron a él mismo recorrer este camino de santidad y que se nos ofrecen también hoy a nosotros como creyentes.

1. Dejarse fascinar “Todo el mundo sabe que el primer efecto del amor es la imitación” (A Henri de Castries, NDN, 14 de agosto de 1901). Carlos quiere vivir como Jesús, más aún, desea imitarle con todo su ser, porque ha experimentado lo que significa el amor. La imitación es el efecto, el amor es el origen. “No me elegisteis vosotros, fui yo quien os elegí y os destiné para que vayáis y deis fruto, y un fruto que dure” (Jn 15, 16).

El seguimiento de Jesús, ahora y siempre, descansa sobre la experiencia radical de ser profundamente personas amadas y llamadas por nuestro propio nombre. Por eso, el “principio y fundamento” de toda nuestra vida, y de nuestro testimonio, se apoya en la pasividad de quien se deja hacer, modelar, fascinar, enamorar… Este “dejarse” implica reconocernos, cada mañana, como criaturas que salimos nuevamente de las manos de un Dios creador: no nos damos a nosotros mismos la vida, ni el sustento, ni el sentido; no poseemos el mensaje que se nos confía; somos simples mediaciones del amor, pequeños puentes de la gracia…

2. Creer en el testimonio de la propia vida La sensibilidad misionera de Carlos está ya muy viva cuando llega a Beni Abbès. En 1902 parecen claras para él tres ideas tremendamente actuales: el Evangelio está destinado a todos; anunciarlo, sin preocuparse por los resultados, es un deber prioritario; lo que más importa es la santidad, el testimonio de vida.

“Es cierto que las conversiones de musulmanes son escasas, pero también es cierto que ellos, como los otros, están llamados al Evangelio y tienen el deber y la posibilidad de abrazarlo. Es cierto también que la Iglesia debe predicar ‘por todo el universo, a toda criatura’ la religión de Jesús. En consecuencia, solo hay que hacer esfuerzo sobre esfuerzo, añadir nuestros trabajos a aquellos de nuestros predecesores. ¿Cuál será el resultado? Es el secreto de Dios, pero el deber es claro y evidente. No hay que olvidar que, por una parte, los obreros del Evangelio hacen a veces un bien mayor después de su muerte que durante su vida y, por otra, que VIDA NUEVA 25

CARLOS DE FOUCAULD: LA SANTIDAD COMO VUELTA AL EVANGELIO el bien lo hacen exactamente en la medida de su santidad. Si no hay más musulmanes que se convierten, ¿no será quizá porque nosotros los misioneros somos demasiado tibios, poco fervorosos, poco dados a la oración y al sacrificio?” (A Raymond, BA, 3 de marzo de 1902).

Ante la realidad que le toca vivir en el Sáhara, Carlos se siente llamado, en primer lugar, a trabajar por su propia conversión y a vivir el Evangelio con tres tipos de personas: los oficiales alejados de la religión, los soldados y los musulmanes.

Se trata, para él, de hacerse amar por la virtud, la bondad, la caridad.

En un mundo cansado de grandes discursos, donde la Iglesia pierde cada vez más fieles y más credibilidad, cuesta creer en el alcance transformador del testimonio de vida.

Podemos sentirnos, y en realidad lo somos, pequeñas gotas en el océano. ¿Estamos dispuestos a creer que el océano no sería el mismo si faltara una sola de esas gotas minúsculas?

Jesús está firmemente convencido, y por eso se empeña en la lógica del grano de mostaza y la levadura. Más que resultados, lo que se nos pide es una vida entregada sin medida…

3. Reavivar la urgencia misionera Creer que el principal medio de evangelización es el testimonio de la propia vida no significa, ni mucho menos, capitular y bajar los brazos ante la realidad de nuestro mundo, sediento de justicia, de ternura, de sentido, de fraternidad…

Como en tiempos de Jesús, la mies sigue siendo mucha y los obreros pocos. No basta con pedir al Dueño de la mies que envíe trabajadores; también tenemos que remangarnos y comprometernos concretamente, a nuestra medida, sin prisa pero sin pausa, huyendo del estrés apostólico pero dejándonos quemar y consumir por el fuego del Evangelio.

En 1904 Carlos hace una gira por el sur, en compañía de los militares, como resultado de la cual decidirá instalarse en Tamanrasset. Esta gira le permite descubrir la urgencia del trabajo misionero: “Tengo prisa, hay tanto que hacer, almas a las que hay que ir a ver, a las que hay que hablar, de las que hay que hacerse amar para que amen a Jesús, tantas notas que tomar, estudios 26 VIDA NUEVA

que hacer, la lengua tamacheq que aprender, las traducciones, las cartas… y después la fatiga y muchas miserias” (A Raymond, Adrar, 14 de octubre de 1904). Esta urgencia, vivida en profunda comunión con Jesús, va a catalizar sus energías y le llevará a desplegar una intensa actividad en los años siguientes.

Seguir a Jesús en medio de la realidad concreta de cada día nos va llevando a vivir, de alguna manera, como “contemplativos en el corazón del mundo”. Esta tensión permanente entre “estar con todas las consecuencias en medio del mundo” y, al mismo tiempo, guardar un “talante contemplativo”, es un lugar también permanente de discernimiento. ¿Cómo lograr que, entre la prisa y tanto quehacer, nuestros ojos permanezcan fijos en Jesús? Porque es solo de esta manera, con la mirada del corazón orientada constantemente hacia Él, como la urgencia misionera no degenerará en “estrés apostólico”, ni terminaremos atribuyendo a nuestras pobres fuerzas los frutos del Reino que solo Dios puede hacer crecer.

4. Vivir en “contacto” Para Carlos, no hay transformación de la realidad sin relación con el otro, y no hay relación con el otro sin contacto con él. Es a través del contacto como se aprende a conocer y a estimar a la otra persona, como se disuelven los prejuicios, como se descubre el valor de quienes son diferentes de nosotros. El manantial de esta experiencia es el contacto

con Jesús, a quien Carlos se acerca estableciendo una relación de gran intimidad: “Acerquémonos a este Corazón, vayamos a él, lancémonos a él; apoyemos, como san Juan, nuestra cabeza contra él, y ahí, en él, por él, en contacto con él, sacaremos la fuerza necesaria para glorificar a Dios” (MSP 126, Ps 63,7-fin).

Carlos vive y propone un contacto estrecho con la gente, puerta abierta a la amistad y la relación verdadera. Algunos de los tuaregs serán considerados por él como auténticos amigos, con lo que ello implica de simetría en las relaciones.

“Los Kel Ahaggar de mi vecindario me dan las más grandes alegrías y consolaciones; entre ellos tengo grandes amigos” (A Henri de Castries, Tam, 4 de septiembre de 1912).

El contacto es también un camino de transformación política. A partir de su propia experiencia, y ya desde muy pronto, Carlos denuncia sin cesar una falta de contacto entre los militares y la población local, que es fuente de ignorancia para los propios franceses: “Desde hace más de setenta años, tenemos más de tres millones de musulmanes por cuyo progreso moral no se ha hecho nada, y de los cuales el millón de europeos que habita en Argelia vive absolutamente separado (…), sin ningún contacto íntimo con ellos, mirándolos siempre como extranjeros y la mayor parte del tiempo como enemigos” (Al P. Huvelin, Tam, 22 de noviembre de 1907). Frente a esta realidad, Carlos propugna una praxis distinta, basada en el conocimiento mutuo, en el

enamorar, significa disfrutar de su amistad sentados a sus pies, escuchar su Palabra, callar… Y aprender a derramar nuestros perfumes como Magdalena: en Betania, en la mañana de Pascua y en todas las madrugadas del mundo.

contacto: “Espero que se hará pronto el ferrocarril, que se gobernará bien, estableciendo un contacto estrecho con las poblaciones y civilizándolas (A Anselme, Tam, 30 de enero de 1912).

Si miramos a nuestra Iglesia, podemos descubrir que el énfasis que Carlos pone en el “contacto” como vía de evangelización nos impulsa a lanzarnos al mundo con audacia, sin miedo, y a perdernos en él como la levadura en la masa, sabiendo que el encuentro con el otro –y con el otro diferente– será fuente de riqueza mutua y de evangelización recíproca.

5. Iluminar nuestros iconos interiores En la vida de Carlos de Foucauld aparecen tres iconos del Evangelio que iluminan su larga marcha: Betania, la visitación y Nazaret.

Estos lugares nos regalan matices muy especiales para intentar vivir hoy el mensaje de Jesús.

Betania, ternura y perfume No hay Evangelio sin pan y sin transformación de la realidad, pero tampoco sin perfume, sin amistad y sin ternura. Con una sensibilidad exquisita, Carlos ha captado esta faceta de la vida de Jesús que suele ponerse poco de relieve. Betania aparece en su experiencia espiritual como un lugar clave, complementario de Nazaret y de la visitación: “Bendita seas, Betania, patria de Magdalena,

tú que desde el primer día y hasta la última hora has sido tierna con Jesús, le has acogido y recogido, le has rodeado de amor, le has ofrecido en nombre de la tierra entera todo lo que tenías de ternura, consolación, adoración, honor… No solamente has derramado perfumes sobre su cabeza sino que has roto el frasco, has dado todo…” (CFA, 2 de abril de 1898).

Carlos, que ama tanto a Jesús, no puede hacer otra cosa que alegrarse cuando ve que otros le aman. Por eso disfruta tanto en Betania, ese lugar donde Jesús recibe siempre el regalo de una amistad que se hace perfume, compañía, gratuidad, reciprocidad… “Has llevado la alegría a esta casa de Betania donde tanto te quieren” (CFA, 8 de marzo de 1898).

Betania es también el lugar clave de la escucha íntima, de la presencia callada; un lugar que evoca la felicidad del cielo. Junto con Magdalena, a los pies de Jesús, Carlos desea que el tiempo se detenga: “¡Qué bien se está en este nidito de Betania, al ponerse el sol, sentado a tus pies entre tu Madre y Magdalena! ¡Oh, Dios mío! ¡Quisiera vivir y morir así! ¡El cielo es estar así a tus pies!” (CFA, 1 de abril de 1898).

El icono de Betania nos reenvía nuevamente a la necesidad de dejarnos fascinar por la persona de Jesús, para que nuestro anuncio del Evangelio sea sencillamente transparencia suya. Dejarnos fascinar,

La visitación, presencia en movimiento Carlos vive como alguien que se siente visitado por la misericordia. Reconoce que ha sido Dios quien ha tomado la iniciativa en su vida, quien le ha buscado, quien ha venido a su casa a través de mediaciones concretas, entre ellas Marie de Bondy. “¡Qué bueno eres, Dios mío! Por la visitación Tú vas a santificar a san Juan y a su familia. Eres Tú quien vas a Juan; es verdad para todos los hombres, para san Juan, el más grande entre ellos, y para mí, el último de los pecadores. ¡Dios mío, qué bueno eres! ¡Cuánto me has buscado! ¡Cuánto me has buscado Tú a mí, y no yo a ti! ¡Tú viniste, traído por otra María, y Tú me santificaste sin que yo hiciera nada, haciendo todo por mí con la ayuda de aquella que llevaba, como Tú hiciste todo por san Juan con María! (MSE – M/261).

El misterio de la visitación representa el ideal misionero de Carlos, el horizonte que ilumina su manera de estar en el mundo.

“Mañana es la fiesta de la Visitación…

Llevar a Jesús en silencio a aquellos que lo ignoran y santificarles por esta divina presencia, como María llevó a Jesús en silencio a la casa de san Juan en la Visitación, es mi ideal desde hace 10 años. Todavía me veo hace 10 años en Akbès, escribiéndole esto en la fiesta de la Visitación” (Al P. Huvelin, BA, 1 de julio de 1903). La visitación consiste en ir al mundo entero, comenzando por las ovejas más perdidas.

La visitación constituye hasta tal punto el icono evangelizador de Carlos que lo propone a todas aquellas personas interesadas en vivir una vida como la suya. Así, este misterio aparece en cada uno de sus reglamentos. “Cuando estamos llenos de amor, estamos llenos de caridad: como María, tengamos ‘prisa’ por compartir nuestro tesoro, Jesús, con nuestros hermanos infieles que no lo poseen” (Artículo 15 del Directorio de la Asociación de Hermanos y Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús).

VIDA NUEVA 27

CARLOS DE FOUCAULD: LA SANTIDAD COMO VUELTA AL EVANGELIO También nosotros somos alcanzados por el impulso de la visitación. En nuestra manera de vivir el Evangelio, se trata primeramente de reconocer hasta qué punto el Señor ha venido y sigue viniendo a nuestra vida, recorriendo los caminos más inusitados y valiéndose de muchas mediaciones.

Esta experiencia hace brotar en nuestras entrañas el agradecimiento profundo y nos capacita para salir al encuentro de los demás, sabiendo que el mismo Señor que nos habita se encuentra ya presente en la realidad que vamos a descubrir; las semillas del Verbo están sembradas en todas las orillas del mundo.

El misterio de la visitación nos impide quedarnos tranquilamente instalados en nuestras zonas de confort y nos lanza “con prisa” a ir siempre más lejos, hasta los confines de lo humano, misioneros sin barco como le gustaba decir a Madeleine Delbrêl. Y así, empezando por los últimos, por aquellas personas invisibilizadas y silenciadas, abrazar a la humanidad entera para derramar sobre ella la ternura que recibimos del Señor.

Nazaret, valor de lo ordinario Ya desde los inicios de su conversión, Carlos de Foucauld comienza a enamorarse de ese “último lugar” escogido por Jesús y del que oye hablar con entusiasmo al P. Huvelin.

El último lugar es realmente para

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Carlos “tan último”, tan radical, que no se imagina viviéndolo en las coordenadas habituales de su existencia. Movido por el deseo de existir solo para Dios, cuando busca el sitio y la manera de encarnar su vocación, elige la Trapa; aspira a hallar en ella “esta soledad, esta pobreza, este trabajo humilde, esta penitencia, que hacen de nuestra Santa Orden una Orden única en la Iglesia, la única donde encuentran su lugar aquellos a quienes Nuestro Señor llama a seguirle en su vida oculta de Nazaret” (Al P. Martin, NDSC, 12 de septiembre de 1892).

Carlos entiende por entonces que la vida oculta de Nazaret está destinada a un puñado de personas escogidas para sumergirse en la soledad, la pobreza, el trabajo humilde y la penitencia. Este imaginario primitivo de Nazaret requerirá largos años de purificación hasta llegar a parecerse un poco a lo que pudo haber sido la vida real de Jesús a lo largo de treinta años, una existencia ordinaria como la de cualquier otro judío de su época y de su medio social.

Cuando llega a la Trapa de NotreDame du Sacré-Coeur, en Siria, el encuentro con los pobres reales que habitan en las inmediaciones del monasterio le revela con dolor el desfase entre la vida de los monjes y la de sus vecinos. Carlos empieza a comprender que la vida de Jesús en Nazaret debe de tener algo en común con la vida de esos pobres de los que

se siente lejos y, a la vez, íntimamente ligado: “Cuando hace frío fuera, como empieza a hacer ahora, no puedo no pensar en aquellos que no tienen, como tengo yo, bastantes mantas para dormir bien por la noche” (LMF, NDSC, 21 de octubre de 1891).

A partir de entonces, un sueño despunta en él: “¿No habría una manera de formar una pequeña congregación para llevar esta vida, para vivir únicamente del trabajo de nuestras propias manos, como hacía nuestro Señor, que no vivía de limosnas, ni de ofrendas, ni del trabajo de obreros extranjeros que él se contentara de dirigir?” (LAH, NDSC, 22 de septiembre de 1893).

El ideal de Carlos se ensancha y se transforma: la Trapa deja de ser el único lugar posible para hacer verdad la vida oculta de Jesús.

Instalado junto a las clarisas de Nazaret, Carlos siente durante cierto tiempo que ha hallado por fin su lugar en el mundo: “¿Quién puede decir mejor que yo ‘el pájaro ha encontrado una casa, la golondrina un nido’? ¡Este nido de Nazaret, este nido escogido en el mismo Nazaret, este nido preparado para mí, este nido donde encuentro todas las gracias espirituales y temporales, este nido donde Tú me has colocado para realizar todos mis sueños y mis deseos! ¡Dios mío, qué bueno eres y qué feliz soy!”.

Durante esta etapa, Carlos se imagina que Jesús vive en Nazaret como un monje: le ve sumido continuamente en el silencio, así como sus padres; los tres “vivían en el mundo sin ser del mundo”.

Diversas circunstancias irán mostrando a Carlos que Tierra Santa no es para él ese nido tan añorado. Al cabo de tres años, vuelve a Francia, es ordenado sacerdote el 9 de junio de 1901 y, tres meses después, parte al norte de África.

Su objetivo espiritual sigue siendo el mismo, pero su visión de Nazaret experimenta un nuevo e interesante ensanchamiento. Releyendo esta etapa, podrá afirmar años después: “Sacerdote libre de la diócesis de Viviers, mis últimos retiros de diaconado y de sacerdocio me mostraron que esta vida de Nazaret, mi vocación, tenía que vivirla, no en la Tierra Santa, tan querida, sino entre las almas más enfermas, las ovejas más perdidas, más abandonadas.

Este divino banquete del que me convertía en ministro, tenía que llevarlo, no a los hermanos, a los parientes, a los vecinos ricos, sino a los más cojos, los más ciegos, los más pobres, las almas más abandonadas y con menos sacerdotes. (…) Una vida tan conforme como pudiera con la vida oculta del Bienamado Jesús de Nazaret” (A Caron, BA, 8 de abril de 1905).

Una apertura radicalmente misionera emerge ya en el imaginario de Nazaret, que deja de representar una casita solitaria para convertirse en lugar de envío a los más enfermos, los más perdidos, los más abandonados. Al decantarse finalmente por la ordenación sacerdotal, Carlos no ha descubierto una vocación diferente, sino que en el seno de su llamada primera a vivir Nazaret va sintiendo la necesidad de compartir la vida con los más pequeños, y de llevarles a Jesús.

Poco a poco, el escenario construido durante años va abriendo paso a una visión mucho más sencilla y encarnada. Jesús deja de ser percibido como un monje que pasaba su vida orando y trabajando, aislado del mundo; Carlos se atreve a verle en dinámica de salida hacia el otro, y comienza a intuir un camino de unificación. Un nuevo elemento entra discretamente en juego: la “utilidad a las almas”, Nazaret como lugar de servicio: “He retomado mi vida de eremita, listo para partir a la primera señal si los heridos o los enfermos tuvieran necesidad de mí, pero sin intención de desplazarme si este motivo no me llama” (LRB, BA, 5 de noviembre de 1903).

Su percepción de Nazaret se amplía y se simplifica: “Tu vida de Nazaret puede vivirse en todas partes: vívela allí donde sea más útil para el prójimo” (En ruta, 22 de julio de 1905). Cuánto camino ha recorrido este hombre desde que aquellos días ya lejanos en que la Trapa le parecía el único lugar en el mundo para poder vivir Nazaret.

Estar entre la gente perdido en Dios será, cada vez más, su manera concreta de actualizar el misterio de Nazaret que lleva prendido en sus entrañas. En agosto de 1905, Carlos fija su residencia en Tamanrasset con el trasfondo espiritual de siempre, que ha adquirido a lo

largo de los años acentos cada vez más particulares: “Elijo este sitio abandonado y me establezco aquí, pidiendo a Jesús que bendiga este lugar donde quiero que mi vida tome como único ejemplo su vida de Nazaret. Que él se digne, en su amor, convertirme, hacerme como él me quiere, hacer que le ame con todo mi corazón” (Tam, 11 de agosto de 1905).

En la relación que teje con los habitantes del Hoggar, en especial con los tuaregs, Carlos va inculturándose, aprende a dejarse acoger, entra en la reciprocidad de las relaciones auténticas. Su deseo de establecer un contacto personal y profundo le lleva a invertir largos años en trabajos lingüísticos de gran calibre, no solo con el objetivo de traducir los textos sagrados o de preparar herramientas para los futuros misioneros, sino también con el fin de preservar la cultura de este pueblo al que aprecia cada vez más.

La anchura espiritual con la que va viviendo Nazaret le permite entregarse con todas sus fuerzas a un trabajo intelectual a veces agotador e ingrato: “Mi vida sigue muy ocupada con los trabajos de lengua tuareg: no me queda más que copiar y pasar a limpio, pero me parece que tengo todavía para tres años.

Dichosamente, no es tiempo perdido para las almas: los tuaregs vecinos vienen a verme y la toma de contacto avanza lenta pero regularmente” (LRB, Tam, 11 de febrero de 1913).

Con el paso del tiempo, Carlos ha hecho la experiencia de que Nazaret no es un misterio reservado a unos cuantos escogidos, sino que puede ser vivido en todas partes y por cualquiera. Nazaret no es un desierto, ni un monasterio; Nazaret es un espacio abierto donde Jesús ha vivido la mayor parte de su existencia como “uno de tantos”, irradiando al Padre no con discursos ni con milagros, sino con su sola presencia.

Los últimos textos dejan constatar con nitidez una imagen de la vida oculta de Jesús completamente distinta de la que Carlos tenía durante sus primeros años. Nazaret se despliega ante su mirada como un lugar de encuentro, de relación, de vida compartida con todos aquellos que han ido cruzándose en su camino.

La presencia de los vecinos ya no es un impedimento para el encuentro profundo con un Dios que, por su encarnación, se ha hecho hermano.

La existencia de Carlos de Foucauld se ha ido despojando de todo lo superfluo; su espíritu perfeccionista y exigente ha aprendido a conformarse con lo pequeño. “Las horas de soledad tranquila solo existen por la noche. No es que tenga visitas permanentes ni que se prolonguen de la mañana a la tarde, sino que las visitas son muy frecuentes. En todo momento, desde que sale el sol hasta que se acuesta, llaman a mi puerta, o más exactamente gritan ououi!. A menudo la entrevista es VIDA NUEVA 29

corta: piden un medicamento una aguja, una cerilla, una limosna… A veces dura más. El día se me pasa en idas y venidas, de la capilla o de mi mesa, a la puerta. Solo se llega a hacer un poco de bien estando disponible en todo momento del día y de la noche” (LMF, Tam, 15 de octubre de 1916). Las idas y venidas, una aguja, una cerilla, una visita corta, la disponibilidad sin límites…

Un Nazaret siempre inacabado.

6. Desde la esperanza Anclado en la tradición cristiana, Carlos ve continuamente que la esperanza va de la mano de la fe y de la caridad. También hoy, nosotros podemos esperar porque creemos, porque proyectamos nuestra mirada hacia la base de nuestra existencia y en ella descubrimos la solidez de una Presencia que mantiene vivo nuestro mundo en crisis. También podemos esperar porque, en medio de las dificultades y de los problemas, nos sentimos profundamente amados, y porque ese amor nos impulsa a comprometernos amorosamente en la transformación de la realidad.

El Espíritu quiere hacer de nosotros, cada día, personas de esperanza, capaces de sumergirnos sin miedo en las entrañas del mundo, de entrar en

contacto con sus periferias y dolores, para descubrir que ahí mismo late ya la presencia de Cristo Resucitado. Solo Él puede ayudarnos a convertir los rincones más oscuros en una nueva Betania donde la amistad vuelve a ser posible, en un nuevo Nazaret donde lo ordinario adquiere valor de eternidad.

Esta esperanza, para Carlos, no tiene sentido más que si alcanza a todos, también a los que no son católicos, ni creyentes. “Amar al prójimo, es decir, a todos los humanos como a nosotros mismos es hacer de la salvación de los demás, como de la nuestra, la obra de nuestra vida. Amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado es hacer de la salvación de todas las almas la obra de nuestra existencia, dando nuestra sangre por ellas si es necesario, como lo hizo Jesús” (Notas cotidianas, Tam, 18 de junio de 1916).

La esperanza se vive con la mirada puesta en la salvación de todos, en la certeza de que el amor de Dios supera absolutamente las fronteras que los seres humanos vamos trazando y sabrá reconquistarnos a todos en un abrazo definitivo, eterno.

Pero la salvación no se reduce al futuro escatológico, sino que comienza ya aquí y ahora, en las relaciones nuevas que nacen de

la fraternidad. “Que cada uno de nosotros se convierta, viva de fe, de esperanza, de caridad. Que cada uno de nosotros, lleno de caridad sobrenatural, vea a Jesús en cada musulmán que se presente y no le deje alejarse sin haberle hecho todo el bien espiritual que pueda recibir, por la bondad, las palabras, la beneficencia, el ejemplo” (Carnet de Beni Abbès, 1901-1905).

Dejarnos envolver por la esperanza significa también consentir al proceso, mantenernos abiertos a la gracia sabiendo que en todo inacabamiento sigue actuando el amor de Dios. Para Carlos de Foucauld, como para todos los santos, las sombras no representan un impedimento insalvable hacia la santidad; su testimonio nos anima a vivir nuestras propias zonas de sombra con la esperanza puesta en la gracia, siempre más fuerte que nuestra debilidad. Integrar todo acabamiento, atrevernos a vivir a pleno pulmón a pesar de nuestra fragilidad y con ella, es también signo de la esperanza a la que estamos llamados.

Hoy, pues, en nuestro mundo en crisis, podemos conservar la audacia de esperar, de vivir el Evangelio con los acentos que nos regala Carlos de Foucauld, persuadidos de su actualidad y de su belleza. “¡Esperemos! Si el contacto con Jesús curaba los cuerpos, ¿no curará nuestras almas? Si su efecto era tan grande sobre los que tocaban su vestido, ¿qué efecto producirá sobre aquellos que le reciben por entero en sí mismos?” (M/62 MSEV).