Tropico de Cancer

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parecido alguna vez completamente vivo, gozoso, magnánimo, ha sido él. Me cogió como si fuera un muñeco y me colocó en el asiento del taxi... y con suavidad además, lo que agradecí después del modo como me había maltratado Kruger. Cuando llegamos al hotel —el hotel en que se alojaba Collins—, hubo una breve discusión con el propietario, durante la cual estuve tendido en el sofá del bureau. Oí a Collins decir al patrón que no era nada... un simple colapso... que me recuperaría al cabo de pocos días. Vi que le ponía un billete nuevecito en las manos y después, volviéndose rápida y ágilmente, regresó a donde estaba yo y dijo: «¡Vamos, anímate! Que no vaya a pensar que la estás diñando.» Dicho eso, me puso de pie de un tirón y, sujetándome con un brazo, me acompañó hasta el ascensor. ¡Que no vaya a pensar que la estás diñando! Evidentemente, era de mal gusto morir en los brazos de la gente. Uno debería morir en el seno de su familia, en privado, por decirlo así. Sus palabras eran alentadoras. Empecé a ver todo aquello como una broma pesada. Arriba, con la puerta cerrada, me desnudaron y me pusieron entre las sábanas. «¡No te puedes morir ahora, joder!», dijo Collins cariñosamente. «Me vas a poner en un aprieto... Además, ¿qué cojones te pasa? ¿Es que no puedes soportar la buena vida? ¡Ánimo! Dentro de dos o tres días estarás comiendo un bistec. ¡Te lo crees tú eso de que estás enfermo! ¡Espera a que pesques una sífilis y verás! Entonces tendrás motivos para apurarte...» Y empezó a contar, humorísticamente, su viaje Yangtze Kiang abajo, con el cabello cayéndosele y los dientes pudriéndosele. En el estado de debilidad en que me encontraba, la historia que contó tuvo un extraordinario efecto sedante sobre mí. Me hizo olvidarme completamente de mí mismo. Aquel tío tenía agallas. Tal vez exageró un poco, por consideración hacia mí, pero en aquel momento yo no escuchaba con espíritu crítico. Era todo ojos y oídos. Vi la sucia desembocadura amarilla del río, las luces apareciendo en Hankow, el mar de rostros amarillos, champanes que se precipitaban por las gargantas y los rápidos flameando con el hálito sulfuroso del dragón. ¡Qué historia! Los coolies pululando en torno al barco todos los días y rastreando los desperdicios tirados por la borda, Tom Stattery alzándose de su lecho de muerte para echar una última mirada a las luces de Hankow, la bella eurasiática tumbada en una habitación oscura y llenándole las venas de veneno, la monotonía de las chaquetas azules y las caras amarillas, millones y millones de ellos devorados por el hambre, diezmados por las enfermedades, subsistiendo gracias a ratas, perros y raíces que arrancaba a mordiscos de la tierra, devorando a sus propios hijos. Era difícil imaginar que el cuerpo de aquel hombre había sido una masa de llagas, que la gente había huido de él como de un leproso; su voz era tan plácida y dulce, que parecía como si su espíritu hubiera quedado purificado por todos los sufrimientos que había padecido. Al alargar la mano para alcanzar la copa, su cara se iba volviendo cada vez más suave y sus palabras parecían acariciarme verdaderamente. Y durante todo el tiempo, China cerniéndose sobre nosotros como el Destino mismo. Una China que se pudría, que se derrumbaba y se volvía polvo como un enorme dinosaurio, y, sin embargo, conservaba hasta el final el hechizo, el encanto, el misterio, la crueldad de sus venerables leyendas. No pude seguir su historia; mi mente había retrocedido hasta un cuatro de julio en que compré mi primer paquete de cohetes y con él los largos trozos de yesca que se rompen tan fácilmente, la yesca que tienes que soplar para obtener una buena brasa roja, la yesca cuyo olor se te queda en los dedos durante días y te hace soñar con cosas extrañas. El cuatro de julio las calles quedan cubiertas de papeles de un rojo brillante estampados con figuras negras y doradas y por todas partes hay pequeños cohetes que tienen los intestinos más curiosos; paquetes y paquetes de ellos atados todos juntos con sus cordeles de tripas, delgados y planos, del color de los sesos humanos. Durante todo el día hay olor a pólvora y yesca y el polvo dorado de los brillantes envoltorios rojos se te


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