Kinfairlie 01

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estableció la corte real en Harlech. Poso el dragón rojo en sus estandartes y envió emisarios al Papa y al Rey de Francia. Resolvió fundar una universidad para educar mejor a los sacerdotes de la Iglesia galesa, a la que desvincularía de Canterbury. Soñaba con audacia. Y soñaba los sueños de mil galeses. Se hacía llamar «el poderoso y magnífico Owain, príncipe de Gales». —¡Pues no le faltaba modestia! —¡No, por cierto! Era el favorito de la Fortuna, un hombre encantador, lo más parecido a un rey que ninguno de nosotros hubiera visto. Su corte estaba llena de músicos y poetas, videntes y sabios, mujeres hermosas y caballeros audaces. Era como si bajo su mano hubiera renacido el antiguo Gales de las leyendas. Hubo un período, en mil cuatrocientos cinco o algo después, en que se habría dicho que cuanto él tocaba se convertía en oro y nada de cuanto emprendía podía salir mal. —Hasta que sucedió —lo acicateó Madeline, sonriente—. Es mi hermana Vivienne quien siempre adivina cómo sigue el relato. Os pido disculpas; sé que es un hábito irritante. —Pero no estoy irritado —dijo él, encantado al ver la chispa de sus ojos—. Pero lo que habéis dicho es cierto, pues entonces las cosas comenzaron a salir mal. Lenta, pero incesantemente, la marea se volvió contra Owain. Para sus fuerzas las derrotas eran más frecuentes que las victorias. En mil cuatrocientos seis su hijo fue capturado y su hermano murió en la misma batalla, la de Usk. Sytharch fue arrasada. En el año ocho los ingleses se apoderaron de Harlech. Peor aún, su esposa, dos de sus hijas y tres de sus nietos fueron llevados a la Torre de Londres y allí murieron. Aquellos de sus hombres que lograron sobrevivir se hicieron mercenarios del ejército francés, para luchar contra los ingleses, o quedaron en Gales reducidos a mendigar. Se los conocía con el nombre de Plant Owain; los galeses los trataban con gentileza, pues todos sabían que habían tratado de cambiar las cosas. —Pero ¿qué suerte corrió Owain? Supongo que no le sucedió nada bueno. Rhys se encogió de hombros. —Nadie lo sabe con certeza. En mil cuatrocientos quince el Rey le ofreció el perdón, pero él jamás se presentó. Hay quienes dicen que había muerto en Dunmore el año anterior; otros, que renunció a vivir al saber que su esposa había muerto, aún en cautiverio, en el año trece. Algunos aseguran que vive en Herefordshire con otra de sus hijas. Por lo que a mí respecta, después de la derrota de Usk jamás he vuelto a verlo. —Pero es posible que aún viva —observó ella—. No ha pasado tanto tiempo. —Es lo que dicen los videntes. Hay una leyenda... —¡Siempre tenéis una leyenda a mano! —bromeó ella. Rhys sintió que le ardía el cuello. Iba a disculparse por esa tendencia, pero Madeline le apoyó la otra mano en el brazo. —Me encantan vuestros relatos, Rhys. Tenéis un talento singular para el cuento. Y también deberíais cantar con más frecuencia, pues tenéis buena voz. Entonces el cuello le ardió de verdad; las palabras parecieron surgir a - 201 -


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