EL INICIADOR REVISTA DE POLÍTICA
CABANCHIK HOUREST NOVARO RAIMUNDI
ENTREVISTA
bernardo
INÉDITO EN ESPAÑOL
SORJ
richard
BONNIN federico LORENC VALCARCE diego ROSELLO mariano TILLI juan eduardo
ÚLTIMA PÁGINA
luis alberto ROMERO
RORTY
La obra de la tapa y los detalles en el interior de nuestra revista pertenecen a “La Ciudad” de Edward Hooper
SUMARIO 1 Editorial 4 Las ideas y las reformas en la política argentina marcos novaro
11 La necesidad de un espacio alternativo carlos raimundi
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¿Qué queda para la política tras el conflicto entre el campo y el gobierno? cabanchik / hourest / raimundi
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Derecho viejo. Un análisis de gramática política juan eduardo bonnin
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Relatos, fragmentos y lecturas de la Argentina deseada mariano tilli
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La inseguridad como problema público federico lorenc valcarce
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Entrevista a Bernardo Sorj
STAFF Director
gabriel palumbo
coordinación general sabrina ajmechet martín waserman
Editores
sabrina ajmechet facundo bey facundo calegari nicolás sillitti gastón vega martín waserman
58 Obama, Tocqueville y las formas de la esperanza diego rossello
60 Reseña de Cosmopolitismo.La ética en un mundo de extraños de Kwame Appiah gabriel diner 62 Reseña de El fascismo en el siglo XX. Una historia comparada de Cristian Buchrucker sabrina ajmechet 65
Primero los proyectos, después los principios richard rorty
70 Defender los derechos humanos luis alberto romero
el iniciador es una publicación de
www.ciudadaniaydemocracia.org
editorial
el iniciador
La Política amenaza a la política gabriel palumbo
Nada amenaza hoy más a la Política que la política misma. Es difícil ser inconmovible frente a la presencia especular de las imposibilidades y los límites. En la maravillosa novela “La versión de Roger”, John Updike muestra esta situación desde el relato del complejo vínculo entre el Profesor Roger Lamber y ese muchachito desafiante llamado Dale Kohler que le propone pensar qué sucede cuando se abandona la fe (cualquier Fe, la Religiosa o la Cívica) a una práctica cotidiana de la certeza permanente y acomodada. La política del presente requiere, como en el caso del profesor de la novela, la presencia de una figura que se muestre inquietante y estimulante a la vez. Si la Política fuera tal, si mereciese ese histórico nombre, se sentiría seguramente amenazada por su especular espectro creador, por su posibilidad instituyente, por la actuación maravillosa de la imaginación. Las mayúsculas a las que apelamos no responden a criterios de semantización ni tampoco deben buscarse en el orden de las tipografías. La mayusculización termina por ser, en nuestra versión, un ejercicio de realce de la dimensión reformista de la acción Política. La política nuestra, la que compartimos, no está hoy amenazada por una continuidad virtuosa, sino que más bien se encuentra plácidamente instalada en el conservadurismo de las prácticas y en la continuidad de enunciaciones previsibles, de pronunciamientos atávicos. La aparición de una publicación como EL INICIADOR tiene como inicial responsabilidad colaborar en la construcción de la irreverencia. Para nosotros, que intentamos utilizar la reflexión para mejorar las prácticas, el desafío es el de promover esa suerte de extravagancia que proponga para los espacios a los que pertenecemos, -los de la cultura, el símbolo, los valores y las rutinas de la izquierda democrática- una mirada que ayude a no seguir cayendo también en prácticas que conduzcan al conservadurismo. Cuando esto sucede, cuando la izquierda se vuelve conservadora, las posibilidades de cambio social, de búsqueda de la igualdad y de ampliación de la democracia se obturan hasta llegar a convertirse peligrosamente en una verdadera imposibilidad. Forjados finalmente en tradiciones humanísticas, puestos a intentar colaborar en la construcción de este objeto inexistente (la izquierda democrática) creemos que lo que podemos hacer mejor es formalizar discusiones, presentar literaturas, promover experiencias, que sirvan para hacernos las preguntas adecuadas y establecer las conversaciones necesarias para encontrar los símbolos que harán posible que vivamos juntos. En ese camino carecemos de pretensiones conclusivas, no contamos con asertivas observaciones. Más que a orientar el debate o sugerir su itinerario, intentaremos
desordenar (literalmente) los esquemas de discurso ha-
bituales sobre lo político y promover nuevas preguntas, para ver qué sucede. Casi a la manera de una nota al pie mal ubicada, debemos decir que consideramos indispensable discutir y desmontar la demostrada vocación de gobernantes, intelectuales, propaladores y anunciantes del poder por hacernos creer que el populismo es el nombre de la democracia en América Latina. Amparados en la experimentación que pretende extender la discusión sobre la democracia, desde EL INICIADOR planteamos la creencia en que existen ciertos espacios, ciertos lugares -entendidos como esferas de lo teórico (conceptos, habla) y de lo práctico (formas de asociacionismo, Política)- que
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el iniciador pueden ser utilizados para pensar nuevas institucionalidades y nuevas formas de lo político. Tanto la identidad, como la búsqueda de una línea de experimentación cultural de la Política y la creación de audiencias son, a nuestro criterio, buenos lugares desde los que partir para una discusión; la formulación de interrogantes al interior y sobre las márgenes de estas esferas puede ser de utilidad. La identidad de una expresión política de izquierda democrática es un tema muy complejo. Puede resultar siendo, inadvertidamente y bajo el manto de virtudes, un tópico que se torna conservador y que limita la pluralidad. Si se hace recaer todo sobre un ejercicio de una memorística fatal puede resultar, en sentido borgeano, en un ejercicio patético y hacer olvidar las esperanzas. Si en cambio se exagera en la construcción unívoca de la identidad se pierde riqueza y se gana en elitismo y egolatrías, cuando no en actitudes directamente negadoras. Tal vez la primera pregunta aquí es ¿A quiénes incluir en ese nosotros? Un nosotros que se presenta siempre reclamándonos atención. A partir de esta primera introspección podríamos intentar salir del brete preguntándonos sobre la relación de ese nosotros (el que suponemos que nos incluye) con otras tradiciones, recuperando una lógica de tensiones que puede resultar de utilidad. EL INICIADOR intentará discutir lo nacional popular desde el temperamento de la izquierda democrática, entablar un diálogo con las distintas familias teóricas y prácticas y con las otras maneras de nombrar la democracia. Estando presentes todas ellas en el habla y el hacer político, una nueva incorporación léxica y actitudinal en la escena política como pretendemos forjar, no puede menos que empezar a reconocerlas para lograr su superación. La creación de una nueva institucionalidad, moderna, ágil, que comprenda los cambios en las subjetividades y su impacto en la conformación de lo que, a falta de una mejor manera de mostrarlo, llamaremos sujetos políticos, es una difícil e ineludible discusión. No son pocas las veces que se discute sobre la relación entre medios y fines, entre la manera de hacer las cosas y sus consecuencias. Tampoco son escasas las menciones a la novedad, a la participación, a la incorporación de nuevas gentes, de nuevas ideas. Pero las más de las veces, esas invocaciones no pasan de ser lo que son y no comportan ninguna modificación concreta. Tal vez la pregunta que deberíamos promover es si alcanza con la política. Y podríamos poner las tentativas de respuestas en dialogo con otras preguntas, ¿Qué es ser nuevo? ¿La idea que tenemos del conflicto nos es útil para crear politicidad? ¿Cómo hacemos para incorporar a otros que no hablan como nosotros y que no hacen lo mismo que nosotros? ¿Cómo podemos crear una nueva forma institucional de lo político que, sin perder la ambición docente y civilizatoria, reconozca y refleje los nuevos modos de construcción de la subjetividad? Una vez más la extravagancia puede distinguirnos si no reducimos lo político a lo institucional y si le sumamos rasgos culturales. Concientes de las posibilidades de discusión y de los flancos débiles de esta afirmación, intentaremos desmontarlas para hacer surgir su vigorosidad. Una de las críticas, tal vez la más débil, es la que le supone la liviandad de la categoría “cultura” atribuyéndole características de corrección política o, simple y sencillamente de vacuidad conceptual. La otra crítica, a nuestro juicio más consistente, es la que parte de las consideraciones americanas alrededor de la “izquierda cultural” . Estas manifestaciones, dicen sus acertados críticos, obturan la política escondiéndose en una utilización de las palabras a la manera de un exorcismo. Así, la llamada izquierda cultural insiste en decirse y decirnos que debe existir un camino hacia la emancipación y que ellos, los portadores de ese estandarte, y sólo ellos tienen la posibilidad intelectual
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de develar ese itinerario. En palabras de Richard Rorty, estas personas sustituyen, por considerarlas banales, las reflexiones acerca de un futuro mejor y las cambian por un conjunto amplio, borroso y sofisticado de fantasías. Para escapar de una y otra crítica y en el intento por devolverle a la cultura su extrema politicidad, sugerimos pensar la relación entre política y cultura de la siguiente manera. En principio y obviamente, la cultura aquí expresada no comporta una virtud que algunos poseen y otros no y además no implica una suerte de ejercicio domesticador de la naturaleza. El concepto de cultura que guarda politicidad es el que se refiere a ella como el conjunto compartido de hábitos de acción que permite que las personas convivan entre sí. Entendida de éste modo, la cultura se pluraliza y se democratiza y empieza a hacernos formar parte de sucesivas identidades, conformando una nueva subjetividad marcada por la multiplicidad y la variedad. Estas condiciones culturales, formadoras de la subjetividad individual, pero también de la subjetividad política, deben de ser incorporadas en una política que experimente con lo cultural. La política así entendida permite pensar algunos de nuestros problemas desde dos caminos. Por un lado, nos presenta el desafío de generar instituciones (de todo tipo) que contemplen dentro de sí los nuevos rasgos de la construcción subjetiva marcados por lo cultural. Así, las instituciones que intenten ser novedosas deberán estar en condiciones de agregar desde distintas dimensiones, de consolidar sus acuerdos en base a problemas y de dotar de dinamismos a sus liderazgos y referencias. En definitiva, serán instituciones que convivan con espacios de incertezas hasta ahora desconocidos o disimulados. Además, permite pensar un esquema de incorporación de proximidad a la democracia. Una democracia que se nutre de la política que experimenta con la cultura necesariamente juega en relación con las experiencias y no con las estadísticas o la formulación meramente conceptual. De este modo, la pobreza no es un índice ni su desgracia termina porque las mediciones se realicen correctamente. Las situaciones vivenciales de la pobreza, las experiencias personales de la desigualdad, son las que la política debe representar para resolver o atenuar. Hace mucho tiempo que la política no le habla a nadie, y si lo hace, resulta inaudible. Las categorías que se utilizan, los sujetos a los que se pretende interpelar, ya no son útiles, son insuficientes o, directamente, ya no existen. Podemos revisarnos, podemos preguntarnos ¿Cuál podría ser el léxico nuevo de lo político? Podemos proponernos cambiar los modos de enunciación bajo la pregunta ¿Son los mismos problemas, son las mismas maneras de encararlos? ¿Debemos descartar cambiar los criterios de comunicación política tradicional? La pregunta que tal vez anima a todas las demás en esta esfera es ¿Cómo devolverle a la ciudadanía la sensación de que la enunciación política se dirige hacia ella? El desafío es interpelar al ciudadano en su casa, en la mesa familiar, mundanizando la política sin apelaciones universales ni sacrificiales. Las posibilidades de enunciación deben acompañar estos ejercicios reflexivos buscando incorporar palabras, enfoques y actores no reconocidos por la política conservadora que sólo habla de sí misma. EL INICIADOR, en suma, se propone intervenir en estas y otras de las discusiones que supongan una preocupación por la democracia como forma vital. Parados en la orilla de la izquierda democrática, viendo el horizonte desde la prudencia que otorga la extensa convicción reformista de las ideas y con las manos dispuestas a las tareas impostergables de la construcción democrática argentina.
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el iniciador Las ideas y las reformas en la política argentina marcos novaro
El tema que voy a intentar desarrollar aquí es el del vínculo entre las ideas y la política. Voy a plantear un argumento sobre el papel que creo cumplen las ideas en la política argentina, y en particular en la formulación y justificación de estrategias de reforma. Específicamente me referiré a algunos problemas que creo existen en la forma “típica” de apropiación y uso de las ideas desde la política, que determinan ellas, incluso en los casos de ideas sustantivamente favorables al cambio, tengan poca productividad reformista. Es decir, pensando en las estrategias de reforma como problemas a resolver, me plantearé la pregunta de en qué medida las ideas que los partidarios del cambio enarbolan, y el modo en que lo hacen, contribuye o no a la resolución de esos problemas. En primer lugar me interesa hacer una serie de aclaraciones respecto a mi percepción general sobre el problema de las ideas, las reformas y la política nacional. Desde esa perspectiva, trataré de plantear algunas reflexiones sobre la política kirchnerista en particular. Y luego extraeré algunas conclusiones sobre el modo en que podría plantearse una estrategia reformista superadora en la actual situación. Ante todo quiero destacar que existen una serie de lugares comunes sobre el rol de las ideas en la política en general y en la política argentina en particular, que me parece importante exponer, criticar y en lo posible abandonar. Uno es que en realidad a la política en general y a la política argentina en particular no le interesan las ideas, que no se discuten ideas. Ese tipo de frases que repiten los periodistas, las señoras que son consultadas por los periodistas o gente incluso entendida que saca a relucir su sentido común, expresando que el problema de nuestro tiempo y el origen de todos los demás problemas es que “no se discuten ideas”. La solución, entonces, para todos los males pareciera ser hacer esfuerzos para que se discutan ideas, porque se supone que eso, sin más, va a mejorar la política. En relación a este lugar común hay otro que dice que los políticos argentinos en general y los peronistas en particular son tan oportunistas, pragmáticos en el mal sentido de la palabra, que cuando usan las ideas en realidad lo hacen sólo en forma coyuntural y a los efectos de sacar alguna ventaja, acomodarse a una situación o conflicto en especial. Dicen perseguir ciertos objetivos, cuando en realidad lo que se quiere es acumular poder. Bajo estos argumentos, deberíamos rendirnos frente a la evidencia de que las ideas no tienen el lugar que se merecen y cuando lo tengan las cosas andarán mejor, y que mientras tanto los políticos y por tanto la gente en general se mueve sin rumbo, sólo por intereses y por el interés de más y más poder. Una especie de enfermedad horrible nos aqueja a los argentinos, en especial aunque no únicamente a los políticos argentinos, el interés, análoga a la ambición capitalista que nubla la mente de nuestros chacareros y los lleva a querer ganar más y más plata. Entonces, en esta forma de acercarse a la cuestión, hay una lógica de la perversión moral que envuelve la discusión sobre el lugar de las ideas, y que en verdad termina por dificultar mucho la posibilidad de discutir el rol efectivo que tienen las ideas en la política argentina. Porque contra las premisas de ese planteo, creo que las ideas están muy presentes en los conflictos de nuestra vida política, incluso están en muchos casos demasiado presentes, y tiñen los conflictos de intereses
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como si fueran conflictos de ideas: eso hace que cualquier problema por plata se convierta en un problema sobre la bondad o maldad del hombre, o de las clases o de las ideologías. Voy a tratar de ir entonces en contra de ese sentido común, porque creo además, en primer lugar, que los políticos argentinos son efectivamente oportunistas, como en general suele pasar con todos los políticos, pero suelen ser gente con mucha convicciones; y, en segundo lugar, en la política argentina, sobre todo en los últimos años, ha habido una fuerte confrontación de ideas y muchos de los conflictos que hoy enfrentamos y que probablemente se desenvuelvan en los próximos años son básicamente conflictos sino generados por lo menos alentados, sostenidos y potenciados por ideas, muy claramente definidas. Esto obviamente pone en discusión la cuestión de qué es el kirchnerismo, qué es lo que ha hecho el kirchnerismo con las ideas y en particular qué ha hecho con las ideas de izquierda. Siendo que el pensamiento de las izquierdas, en su variedad y complejidad, es el que suele estar más preocupado por esta cuestión, tengo la impresión de que discutir el modo en que sus ideas han sido incorporadas a estrategias políticas hasta hace poco muy exitosas, puede resultar muy oportuno. Porque lo que ha dividido más marcadamente a las izquierdas en estos años ha sido si se aceptaba participar de un particular modo de uso de las “ideas de izquierda”, es decir, si se avalaba el uso kirchnerista de las ideas de izquierda, o si se competía por la apropiación de esas ideas. Pero hay otra discusión que a mí en lo personal me interesa más, y que está todavía un poco en germen que es si, dado el uso que se les pudo dar a las ideas que el kirchnerismo efectivamente utilizó en estos años, no conviene tomar otro conjunto de ideas, o al menos someter a una dura revisión muchas de esas ideas que se creía por un lado que no se usaban lo suficiente, por otro que cuando se usaran iban a tener unos efectos maravillosos, y hoy se ve que no tanto.. Como vemos todos estos problemas son muy importantes, y de cierto modo introducen y alientan a seguir el hilo que propuse para mi intervención general. Dado que el kirchnerismo ha entrado a su ciclo de declive, es un buen momento para preguntarse qué es o qué fue el kirchnerismo. Desde mi punto de vista el kirchnerismo es básicamente una estrategia conservadora, ideológicamente polarizada. Esto quiere decir que no es una estrategia reformista, sino de conservación del orden, pero utiliza para desarrollar esta estrategia de conservación, la polarización; una polarización que en gran medida está sostenida en el acto de abrazar ciertas ideas que distinguen en el campo político a los propios de los ajenos, en términos de un populismo radicalizado, bien de izquierda. Creo que en este sentido el kirchnerismo es un ejemplo en contrario de esa premisa muy difundida según la cual los políticos argentinos no tienen ideas o no creen en nada, o cosas por el estilo. Hay mucha idea involucrada en la política de estos últimos años, hemos tenido líderes muy intelectualizados y mucho discurso de ideas. Y no sólo, como se suele decir, como cortina de humo, ha habido un uso muy intenso de estas ideas para la construcción política. Al respecto, obviamente que hay una discusión, alguien puede argumentar en contra, pero el modelo que utilizaron los Kirchner ellos no lo inventaron, y en política las palabras suelen valer más que los gestos, y en la política argentina hay palabras muy potentes, que efectivamente permiten usos oportunistas, pero eso no quiere decir que sirvan para cualquier cosa o que quienes las usan no pagan un tributo por hacerlo: los políticos pueden apropiarse de ideas que en principio no corresponden con sus convicciones, pero si esas ideas son potentes, pronto vuelven prisioneros
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el iniciador a sus apropiadores, y a veces los condicionan tan fuertemente que ya nada tiene sentido si no es por esas ideas. Todas esas referencias que se hacen a cuando los kirchneristas eran menemistas o cuando no les interesaban los derechos humanos y que probarían que entonces hacen un uso simulado de las ideas de izquierda, podrían servirnos de ejemplo. Es decir, apelan a una forma de entender la eficacia política de las ideas que es bastante pobre y propone una discusión un poco estéril, pueden ser más o menos oportunas para la batalla política, pero la verdad que, en términos de comprender la eficacia de la apropiación de ideas, esta queda demostrada, ha funcionado, y por denunciarla no avanzaremos en comprenderla. Insisto, desde mi punto de vista el problema mayor que presenta este momento que analizamos no es la hipótesis digamos de la inconsistencia o inconsecuencia entre lo que se dice y lo que se hace, que en último término siempre puede ser discutible. Mi sensación es que en muchos aspectos el problema que nos presenta el kirchnerismo como estrategia de uso de ideas no es tanto la inconsecuencia como el fervor. O sea, hay un entusiasmo, excesivo, sistemático, en el uso de ciertas ideas. En el conflicto con el campo creo que eso se revela muy claramente. Uno puede decir que hay un problema de inconsecuencias: se le cobra a capitalistas que no son los más ricos ni los que extraen las mayores ganancias, pero esto nos mantendría en el terreno de la política económica. En términos de las ideas, del uso de las ideas para definir un conflicto, existe una gran consecuencia orientada al fin de lograr la polarización, que tiene que ver con conflictos históricos reales o imaginarios, digamos, que tiene que ver con el distribucionismo populista, con el antiliberalismo económico y también político, con ideas que genéricamente podemos ubicar en la izquierda, que son creo, las que explican mucho de lo que el gobierno hace en relación con los sectores agrícolas y ganaderos. Este ejemplo me parece que sirve para entender como actúa, la fuerza que tiene la ideología en la política argentina y esto me permite pasar a un segundo punto que me parece importante, suponiendo que está mostrada, o probada de alguna manera esta premisa contraintuitiva de que las ideologías son fuertes y no débiles en la política argentina. El segundo punto tiene la forma de un interrogante, ¿cuál es la forma, la modalidad, en que las ideas se usan? Creo que hay una fórmula que es muy característica de la política kirchnerista, pero que puede ser extendida a otros sectores ya que está extremadamente difundida en el espectro político de izquierda más genérico y que se ha revelado en los últimos años como un núcleo duro, que pese a todas las transformaciones de las últimas décadas, ha cambiado casi nada. Se trata de observar entonces cómo han resurgido patrones de conducta motivados fundamentalmente por ideas fuerza, por ideas que mueven a la gente a hacer cosas, y que son bastante tradicionales, que durante los años 80 y 90 se pensó que estaban cambiando, habían cambiado o estaban directamente extinguidas, y que han resurgido con una potencia extraordinaria. Obviamente que estas ideas a las que me refiero tienen que ver con la tradición revolucionaria, nacional populista, antiimperialista y todas las variantes asociadas a esta particular tradición de izquierda en Argentina que ha resurgido desde el 2001. Ahora bien, la manera en que estas ideas se usan concretamente es algo que sí reviste más interés, y es mi principal preocupación. Y esto es así porque no es posible observar este fenómeno de persistencia tan fuerte, tan resistente a los cambios
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en otros países o en las experiencias de izquierdas de la región o el mundo. Cuando observamos cómo el reformismo modernizador ha cambiado al socialismo español, y nos acercamos a la experiencia chilena o la brasilera y vemos cambios también muy profundos e incluso más acelerados, la peculiaridad conservadora de las ideas de izquierda en Argentina resalta aún más. Ahora bien, me parece importante observar el modo en que se usa esa tradición, y en ese aspecto yo creo que uno de los puntos más interesantes es el modo en que el kirchnerismo ha reflotado un dispositivo de lectura de los conflictos políticos presentes a la luz de una mirada particular de la historia. Es decir, que existe un uso de la historia para entender el presente, que también tiene una larga tradición en Argentina pero que, por decir así, el kirchnerismo ha potenciado y esto tiene que ver con el revisionismo y en particular con una variante política del revisionismo, porque el revisionismo es una escuela histórica, en realidad es una escuela de discurso seudo académico sobre la historia, una forma de politizar la historia, pero cuando es utilizado en forma directa como idea para la construcción política, el revisionismo adquiere una potencia o valencia política eminente, vuelve a la historia un dócil instrumento de propaganda. Los Kirchner no inauguran este estilo discursivo, la suya es una fórmula que demostró ser muy útil ya bastante tiempo atrás, pero cuando ellos echan mano de esta fórmula para presentar su lugar en la historia, y asignarle a los demás actores un lugar en ella funcional a sus propios intereses, la llevan al extremo: ella les permite explicar cada batalla del presente como una reedición de batallas pretéritas, una oportunidad para triunfar donde antes se fracasó, si se me permite la temeridad, para la vendetta, una suerte de venganza de batallas históricas perdidas. El revisionismo resultante es mucho más un revisionismo político que un revisionismo histórico, es decir, la historia se puede reescribir, pero no solamente en papel, como querían los historiadores que se llamaron revisionistas, se puede rehacer la historia en los hechos, corrigiendo las derrotas del pasado. Entonces cada conflicto de hoy no es solamente un conflicto de hoy, sino que es un modo de volver a librar una batalla que se perdió pero a la que se puede regresar para que el resultado sea diferente. Resulta obvio que la referencia a los 70’ en este punto es muy significativa, pero creo que hay otra referencia que pasa más desapercibida y que es tal vez más fuerte y apela más directamente al peronismo originario. El peronismo originario también es una historia de fracaso, de frustración, que hay que corregir, y que se corrige a través de una serie de actos, de actos concretos y no sólo de discursos, desde allí el kirchnerismo intenta construir una simbología particular, en vez del renunciamiento de Evita, la elección de Cristina, en vez de un Congreso de la Productividad frustrado, la imposición de una serie de medidas que controlan el flujo de inversiones y precios y demás. Entonces, la lectura de los conflictos presentes a la luz de esos conflictos pasados es todo un dispositivo ideológico de construcción del conflicto político. Creo que en este punto hay una cantidad de ejemplos que pueden ser utilizados, pero me voy a referir básicamente a uno, que es particularmente sensible, para todos nosotros, y para la sociedad general y que es además particularmente ilustrativo de las potencialidades de este uso de las ideas y también las dificultades que conlleva, que es el tema de los derechos humanos. Si hay una idea que el kirchnerismo ha utilizado con entusiasmo y éxito es la idea de la justicia por los crímenes cometidos durante la dictadura. Y en este punto también se plantea toda esa discusión a la que antes aludía sobre si es consecuente o no es consecuente, sobre si es una simulación, sobre
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el iniciador si no es una simulación, creo que toda una discusión que es, en sí, poco significativa para lo que nos interesa ahora. Sin duda lo que hay destacar ante todo es la eficacia de ese dispositivo y la capacidad para desprender, a partir de esa apropiación de la reivindicación de derechos humanos, toda una serie de legitimidades derivadas. A partir de la conquista de esta posición de legitimidad, planteando los conflictos a partir de la premisa de una oposición general entre derechos humanos versus violadores de los derechos humanos, derivamos una serie de equivalencias que permiten llevar la polarización a otros terrenos en los mismos términos en que se plantea la discusión en derredor de los derechos humanos. Creo que son muchas las consideraciones que pueden hacerse al respecto de este uso de las ideas, una tiene que ver con intentar comprender los motivos por los que ha resultado tan fácil la cooptación de las ideas de los derechos humanos y de sus portadores desde un dispositivo de este tipo, y sobretodo, por qué ha encontrado tan poca resistencia en actores que durante años velaron por su autonomía con gran celo y esfuerzo. Existe una serie de explicaciones históricas que tienen que ver con las disposiciones latentes en los actores. Para decirlo de otro modo, puede ensayarse una explicación argumentando que la cooptación fue eficaz porque había, por parte del colectivo social en cuestión, disposición a ser cooptados. Y esto plantea el interrogante sobre la afinidad entre las ideas de los derechos humanos tal como sus defensores las comprendieron, y la tradición del populismo radicalizado que analizábamos recién. En esa tradición es asimilable el estalinismo, el montonerismo, el guevarismo, etc, pero es bastante o totalmente impermeable al liberalismo. A esto se suma otra cuestión más directa o estrictamente política, estratégica, y es la que obedece a la evidente centralidad del peronismo como actor político de nuestra democracia, y la tentación que todos en algún momento de nuestra vida sentimos y a la que muchos cedemos, de participar de su interna para poner la eficacia del peronismo en función de nuestros objetivos e ideas. Las posibilidades que ofrece a todos los actores la política argentina para incidir en las decisiones y el poder, dependen básicamente de cómo logremos canalizar, por el arco peronista, nuestros intereses e ideas, por tanto, es allí donde hay que jugarse, sacrificando autonomías, cediendo a cooptaciones, en fin, estamos dispuestos a hacer sacrificios en esa interna que no haríamos por ninguna otra oferta o apuesta política, porque es la que realmente define la suerte que vamos de tener. Ello obedece no sólo a la posición estratégica del peronismo, es decir, su centralidad, sino a su supuesta capacidad para absorber y convertir en políticas todo tipo de ideas. Es decir, el carácter del peronismo como masa disponible para ser conducida en una dirección u otra, nos alienta a imaginar que, cuando somos cooptados, en verdad lo que sucede es que estamos cooptando nosotros, políticos-intelectuales con fuertes convicciones, sean de izquierda o derecha o lo que sean, con nuestras ideas, a los peronistas. Se puede entender entonces que, para muchos actores con convicciones fuertes, a lo largo de nuestra historia reciente, se presentó en algún momento la necesidad u oportunidad de pesar en la política argentina, actuando allí donde se deciden las cosas, en esa interna. Puede decirse que a través de largos años de frustraciones, es hora de dudar de esa oferta. Pero en ausencia de alternativas, o en presencia de otras posibilidades de cooptación, a toda luz inconducentes, es natural que los actores sociales reincidan. Tal vez lo que resulta más difícil de explicar no es esta reincidencia,
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que puede finalmente justificarse en términos de la alternativa entre hacer política o hacer literatura o periodismo o cosas aún más estériles, sino la labilidad con que las ideas involucradas se someten a los términos de uso y expresión que el proceso de cooptación les impone. La apuesta política en sí es discutible, pero la docilidad con que se lleva a cabo es más difícil de justificar. Volvamos al tema de los derechos humanos. Objetivamente, puede entenderse que organismos, militantes y dirigentes que habían quedado muy aislados después de años de batallar en el desierto, encuentren como totalmente seductor participar del juego abierto por el kirchnerismo, pero es muy difícil entender la ausencia de un debate más amplio sobre el uso de sus ideas en las estrategias políticas y discursivas de los Kirchner. Y en ese punto creo que hay que minimizar, digamos, el poder del propio dispositivo peronista, porque sino todo se termina en una explicación de que el peronismo es una especie de Rey Midas al revés. Un Rey que se apropia de todo y lo usa para sus fines. Se apropió en los 90 de las reformas de mercado, después las tiró a la basura, y ahora se apropia de los derechos humanos y probablemente termine pasando lo mismo. el resultado es, entonces, que el peronismo aparece y es entendido como una especie de poder omnímodo que lo invade todo y se apropia de todo, y es finalmente el único responsable de todo. Puede que tal vez sea así, pero en el intento de forjar alternativas políticas, considero que es indispensable entender lo que sucede en el campo de la izquierda y de las ideas de izquierda como un espacio productivo y con cierta capacidad de iniciativa. Creo que el campo de la izquierda ha tenido una enorme responsabilidad en permitir y en estimular incluso, en una posición de bastante pasividad y autocomplacencia, esta colonización de sus territorios ideológicos, por llamarlo de algún modo, en gran medida porque no ha confiado nunca ella misma en la eficacia y productividad de esos terrenos. Es decir, contra lo que es sentido común de las izquierdas argentinas, resulta equivocada el supuesto según el cual el político de izquierda tiene buenas convicciones pero no sabe usarlas. Esa es creo una justificación muy adecuada y muy tramposa de la pasiva disposición a ceder a la cooptación: la izquierda intelectual que se imagina dándole letra a los políticos peronistas, abandona así el pragmatismo para refugiarse en los principios. Y este es un problema que termina por afectar no sólo la creatividad intelectual, no sólo la capacidad pragmática de articulación con el peronismo y con todas las demás fuerzas políticas, sino fundamentalmente las capacidades de articulación reformista. Porque la idea se asume como una convicción que “da letra”, que orienta “intelectualmente” y no en la resolución de problemas prácticos. Se da así la paradoja de que el izquierdista se politiza pero no para hacer más efectivas sus ideas, sino para volverlas más inútiles, porque se politiza de un modo puramente intelectual, discursivo. Su peor pecado no es en este sentido que cede a la cooptación, sino que lo hace por nada, o peor que nada, por una pura simulación de incidencia, por una estética que carece de pragmatismo, de articulación reformista. Lo que quiero decir es que usar las ideas de izquierda en estos términos no tiene que ver con quien es mas o quien menos “político”, con quien tiene o carece de razón, sino fundamentalmente con quien es capaz de usar una idea para producir efectos en la vida práctica. Y esa disposición frecuentemente está bastante ausente en los políticos, y en los intelectuales-políticos, situados a la izquierda del espectro. Se preocupa mucho por tener razón, no por resolver problemas prácticos. Por último, siguiendo un poco más el hilo del argumento, quisiera problematizar otra cuestión, que
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el iniciador tiene que ver con el modo en que las fuerzas de izquierda se han hecho cargo abierta o implícitamente de la lógica populista que domina en la competencia política. En la lógica populista lo que termina sucediendo, tarde o temprano, es que hay una simplificación de las oposiciones, entre aquellos que están con el pueblo y los que están contra el pueblo. Es una lógica en la cual están los buenos y los malos, y distinguimos a los buenos de los malos por sus intenciones. Porque unos sienten como el pueblo y son populares, y los otros no. En este tipo de contraposiciones es muy fácil que las discusiones tiendan a ser discusiones puramente morales y estéticas, muy poco prácticas, no importan las consecuencias, sino las intenciones, “quién se siente más popular?”, “quién es capaz de enunciar sentimientos más nobles?”. Y la política práctica queda muy de lado en ese tipo de discusiones. Y no solamente queda de lado la política práctica como estrategia, sino como capacidad de reflexión sobre hechos reales y procesos concretos. Creo que un ejemplo extremo de extensión de esta lógica populista al campo de las ideas en los últimos tiempos es la evaporación de toda referencia mínimamente consistente en relación con la evolución de los precios y la inflación. La evolución de los precios en una sociedad es un punto de referencia fundamental para discutir política. Es algo que tiene que ver con hechos muy concretos, que tiene efectos concretos en la vida cotidiana de la gente. Ahora, la lógica populista ha invadido ese terreno, físicamente, al ocupar el INDEC y también simbólicamente al convertir toda esta discusión en una gran confusión donde se han borrado las referencias de hecho: no se opone la verdad a la mentira sino los que quieren bajar los precios y beneficiar al pueblo y los que quieren subirlos. Ahora bien, en toda circunstancia, aun en la más manipulada y alterada por mentiras de hecho, como es el caso de los regímenes totalitarios, es siempre posible distinguir las verdades de hecho de las verdades de opinión; y las mentiras de hecho de las mentiras de opinión. Pero es muy difícil hacerlo cuando el estado sistemáticamente pretende imponer mentiras de hecho. Cuando en un debate intervienen mentiras de opinión, la gente puede de todos modos discutir sobre hechos, pero cuando como hoy, se miente sobre los hechos, ya es más difícil discutir porque ya no se sabe sobre qué se discute. Entonces, me parece que la docilidad con que una parte de la izquierda ha asumido que no tiene que hablar del Indec porque no conviene, o porque es un tema menor, o porque como escuché decir a un politólogo “Moreno no es un cuco”, refleja su dificultad para lidiar con la lógica populista. Y esa dificultad no es de ahora, ha estado presente desde hace muchos, muchos años entre las trabas que encuentra la izquierda para asumir que el estado liberal, que defiende verdades de hecho compartidas, un suelo mínimo de reglas de juego y datos duros de la realidad y la historia, que no son manipulables como propaganda, por el publicista que manipula el pasado ni por el publicista que lo hace con el presente, es un bien público al que no puede renunciar. Y del que tiene que nutrirse y que tiene que poder utilizar y potenciar para poder hacer efectivas sus ideas, para hacer política reformista. Ello le exige combatir contra esa lógica populista, en la cual las referencias de hecho se disuelven, todo se vuelve opinable y ya no se sabe sobre que se está hablando.
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La necesidad de un espacio alternativo carlos raimundi
PRIMERAS CONSIDERACIONES ¿Es posible, en la Argentina, construir y estabilizar como opción de poder, una fuerza que abreve en los valores de la izquierda democrática, en conjunción con las tradiciones del humanismo cristiano, y otras vertientes del denominado campo nacional y popular? Me refiero a una fuerza política no dogmática ni nostálgica, que, sostenida por principios y valores históricos, dé cuenta del presente y del futuro desde las nuevas categorías del pensamiento y la acción política. Me adelanto a dar, no sólo una respuesta afirmativa en cuanto a su factibilidad, sino enfática
en
cuanto
a
su
necesidad,
dada
la
vacancia
de
representación
de
un
vas-
to sector social que aspira a ser interpelado desde ese prisma ideológico y programático. Un interrogante a responder es si existe lo que podríamos llamar un “campo de ideas propio del centroizquierda”, a lo que respondo categóricamente: sí. Una concepción multipolar del sistema internacional; la apropiación y distribución social de la renta de los recursos estratégicos; un criterio de ciudadanía plena conformado por políticas estatales activas y universales; la incidencia del Estado sobre la orientación de la economía; un sistema tributario progresivo; una mirada que no circunscribe la seguridad a su aspecto represivo, y que, por un lado, prioriza la inclusión social, pero, al mismo tiempo, sabe de la necesidad de contar con políticas específicas que mejoren la institución policial, el servicio penitenciario y la justicia; una valoración común de la memoria, la verdad y la justicia como reparación de la represión ilegal vivida en nuestro país; una mirada abierta sobre la libre orientación sexual de las personas; inclusive, me atrevo a incluir mi concepción de la corrupción como cuestión ideológica, es decir, no como un elemento aislado sino como parte de un sistema de prácticas intencionalmente llamado a mellar la credibilidad en lo público, debilitar al Estado, provocar su deserción de las responsabilidades que le son inherentes, y, finalmente, conseguir su deslegitimación ante la sociedad. Estos son algunos de los puntos que, sin duda, configuran aquel campo de ideas, que, planteado en términos actuales, no debe ser en absoluto incompatible con valores como la eficacia y la eficiencia. Todo esto se inscribe en una diferencia esencial en cuanto a la valoración de la autonomía de la política respecto de los llamados poderes fácticos o permanentes. Para lo que podríamos denominar el campo de la derecha, su caracterización de los poderes dominantes como arquitectos del modelo de sociedad, es un dato de la realidad totalmente “natural”. De aquí que la política es, para la derecha, el mero instrumento de subordinación de las instituciones públicas a esa arquitectura predeterminada por el poder económico. Para el centroizquierda, en cambio, la política debe interpelar al poder de los mercados financieros, los grupos empresarios, la Iglesia, las fuerzas armadas, desde la mayor autonomía posible, en representación de la sociedad. Aquella representación vacante que mencioné más arriba, no se debe, pues, a la falta de contenidos que le dieran sentido; tampoco a la ausencia de intentos, el PI, el Frepaso, y los comienzos del ARI dan cuenta de ellos. Se debe, más bien, a nuestra acumulación de fracasos. Las sucesivas experiencias ponen en evidencia una suerte de “ciclo biológico” de los partidos o frentes progresistas,
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el iniciador los cuales, no está demás admitirlo, se subordinaron siempre a los giros intempestivos de sendos liderazgos carismáticos, conducciones extremadamente personalizadas sin correlato de institucionalización interna que pudiera neutralizarlos, y permitir la sobrevida de los partidos más allá del naufragio de sus líderes. Pero, volviendo a la idea de “ciclo biológico”, dichas experiencias tuvieron su nacimiento, desarrollo, esplendor, amesetamiento y muerte. Sin caer en el detalle, digamos que, una vez alcanzado el cenit del encantamiento popular, este no alcanzaba por sí mismo para disputar palmo a palmo el gobierno en un tiempo relativamente breve, lo que hacía que sus líderes se sintieran compelidos a aliarse a alguno de los partidos del establishment, en el convencimiento de que su sola legitimidad mediática les permitiría conducir el proceso. Tal fue el caso, no tanto de Oscar Alende con el PJ luego de sus honrosos desempeños de 1963 y 1973, pero sí de Chacho Álvarez con la UCR de Fernando De La Rúa, y, más recientemente, de Elisa Carrió con figuras del establishment político y económico. El diagnóstico inicial que caracterizaba como retardatarios a aquellos partidos tradicionales, cedía inexorablemente ante la tentación de llegar rápido al gobierno: en la práctica, tratar de hinchar el cuerpo a costa de entregar el alma. En consecuencia, la primera premisa de una fuerza que decida reintentar ocupar aquel espacio vacante, es, además de su consistencia ideológica y metodológica, cortar con la idea de que aquel “ciclo biológico” está inscripto en la naturaleza de nuestro sistema político, sino que obedece a errores de interpretación histórica que pueden –y deben- ser superados mediante una profunda batalla cultural, que apunte, inicialmente, contra nuestras propias tentaciones y desvíos. Una vez formulado este tramo de análisis, se impone enumerar algunos de los obstáculos que plantea la presente coyuntura. En primer lugar, la falsa polarización del sistema político, que reedita la confrontación entre la representaciones simbólicas del PJ y la UCR, aunque adopten nombres y formatos que las disimulan. El peronismo es una categoría que particulariza sobremanera el régimen político argentino. Por múltiples razones, se ha arraigado tanto en la cultura popular, que ha construido un sujeto que termina por escindirse del proyecto de país a sustentar, y esto favorece las polarizaciones artificiales. ¿Qué significa esto? Que, por ejemplo, buena parte de las organizaciones populares que poblaron la Plaza de Mayo el último 1º de abril, están formadas por personas de las más desfavorecidos de nuestra sociedad, a quienes todo proyecto nacional, popular y/o de izquierda democrática objetivamente aspira a representar. Sin embargo, en lo subjetivo, estos sectores se siente peronistas y respaldan un gobierno que, si bien es cierto detuvo la espiral de exclusión de los años 90, no echa mano de herramientas fundamentales como la diversificación de la matriz de inversión, la orientación de los subsidios y la reforma tributaria, como medidas que ataquen en esencia la injusta distribución de la riqueza. En espejo, los trabajadores del campo, y los pequeños y medianos productores rurales, cuyo progreso está atado al destino económico del país, terminan sintiéndose unificados con grupos concentrados, acopiadores y exportadores, cuyo ingreso a la actividad agropecuaria se da a través de la especulación financiera, y por lo tanto responden a un modelo contradictorio con los intereses de aquellos. Es decir, los sectores de clase media rural, y también aquellos sectores medios urbanos vinculados
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con la actividad agropecuaria, terminaron siendo empujados por la brutalidad del oficialismo, hacia un proyecto que no es el suyo. Otra de las dificultades adscriptas al fenómeno del peronismo es que en su nombre conviven personas y representaciones tan diversas en lo simbólico, como Hugo Moyano, Julio De Vido y Estela Carlotto. Ahora, bien, mientras una figura tan emblemática como Carlotto integre la administración kirchnerista, va a ser muy difícil sustraer de ese espacio a buena parte de la militancia de centro izquierda, cuya referencia principal es la memoria, la verdad y la justicia referidas a la etapa del terrorismo de Estado. Todo esto genera una dificultad central a la hora de intentar articular a la oposición desde cierta coherencia ideológica o programática. Por cuanto es el propio gobierno, desde el momento que alberga en su seno a personajes tan diversos, el que empuja a la oposición a no aglutinarse en torno de un mismo campo de ideas, y utilizar en su lugar como eje aglutinante la pura sobreactuación del rol opositor. Otro factor que dificulta la articulación de una bipolaridad correcta en la Argentina es que, producto de nuestra sociología política, la conformación de nuestro sistema de partidos no está ligado a categorías ideológicas sino a componentes históricos y culturales. Es decir, no tenemos un polo conservador y un polo socialdemócrata de mayorías, a la usanza europea, o como ocurrió en países latinoamericanos como Venezuela en la etapa de COPEI y Acción Democrática; o Chile, donde los rasgos ideológicos de sus partidos están mucho más marcados. En la Argentina, así como en Uruguay, los partidos mayoritarios se configuraron a partir de grandes movimientos nacionales y populares. Pero, a diferencia del Uruguay, donde la izquierda democrática decidió hace cuatro décadas conformar su propio campo ideológico y programático y desde allí ser fiel a su propia estrategia de crecimiento y disputa del gobierno, en la Argentina optó, implícitamente, por dividirse para formar sendas ‘alas progresistas’ en los dos movimientos tradicionales. Opción fundada al calor de la discontinuidad democrática por los sucesivos golpes militares, pero que luego de un cuarto de siglo de continuidad institucional ha demostrado fehacientemente su inutilidad. ¿Qué hubiera pasado si el Frente Amplio uruguayo, cansado de perder sus dos o tres primeras elecciones, hubiera elegido dividirse para disputar, desde la izquierda, la hegemonía de los partidos blanco y colorado, en lugar de insistir y pararse en su propia coherencia en busca del desgaste de las fuerzas políticas tradicionales? Eso fue lo que hizo el ‘progresismo’ argentino: poner en disputa el peronismo y el radicalismo, para caer doblegado por sus respectivas ‘alas’ conservadoras. Y cuando, primero el Frepaso, y luego el ARI, parecían cortar esa inercia, también terminaron absorbidos por el establishment político. En la actualidad, personas como Patricia Bullrich, Alfonso Prat Gay o Santiago Del Sel, han conquistado la hegemonía y el semblante de la Coalición Cívica, aún cuando la presencia de algunos radicales y socialistas le den la pátina de progresismo que, históricamente, ayudaron a incrementar la confusión del electorado y ratificaron las falsas bipolaridades. ¿Cuánto dificulta la construcción de un espacio progresista de mayorías, el hecho de que segmentos del progresismo prefieran aliviar sus aspiraciones a cargos legislativos entremezclándose con las distintas vertientes del establishment político (o partido del orden), aún en la seguridad de que nunca ganarán la batalla por la hegemonía?
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el iniciador En tanto todos los que deberían engrosar la construcción de mayorías del campo progresista, con los sectores más humildes, por una parte, y los más referenciados en la defensa de los derechos humanos, por otra, sigan creyendo en el PJ como eje, la construcción de mayorías desde la izquierda democrática, como afluente decisivo del campo nacional y popular, seguirá siendo difícil: o bien estos sectores dejan de situar al PJ como un espacio en disputa y pasan a reunirse en las filas del progresismo, o bien ganan la batalla por la hegemonía al interior del PJ y lo convierten en la mismísima fuerza política del progresismo. Pero presumo, tomándome de la experiencia de John William Cooke en adelante, que esto último nunca sucederá. Otro rasgo del peronismo, abonado por la realidad política de las últimas décadas, es su relación simbiótica con el poder, a diferencia de la relación traumática con el poder de las experiencias no peronistas. Desde 1983 a nuestros días, los dos presidentes no justicialistas, Alfonsín y De La Rúa, tuvieron que retirarse del gobierno antes del plazo establecido, por lo que se debió acudir al PJ para asegurar la continuidad institucional. Esto reafirmó el supuesto de que el PJ es el partido del poder, no sólo en el imaginario social, sino también entre sus propias filas, lo que refuerza la idea de que el PJ no necesita cohesionarse alrededor de un proyecto ideológico, sino desde su apego al poder. En su nombre se desplegó el modelo neoliberal de los noventa, y también en su nombre se estructuró el discurso antiliberal del presente. Esa relación simbiótica con el poder acentúa, también, la frontera entre el progresismo de origen peronista y el que no lo es. Aún en los casos en que se parte de una parecida caracterización ideológica y programática de la realidad, lo que establece la diferencia, es, precisamente, la sinergia con el poder. El progresista de vertiente peronista razonará: “estoy dispuesto a pagar los precios políticos que haga falta pagar, a cambio de la cercanía con el poder”; en cambio, el de vertiente no peronista, dirá: “no estoy dispuesto a pagar cualquier precio con tal de ejercer el poder”. Ninguna de las dos premisas es buena o mala por sí misma. A la primera, se le podrá adjudicar, probablemente, condescendencia con las malas acciones de un gobierno; a la segunda, la inacción y la comodidad de no comprometerse nunca con él. EL CONTEXTO REGIONAL En un trabajo como éste no es necesario ahondar en los fundamentos de por qué, en los tiempos que corren, las fronteras entre la política doméstica y el contexto regional e internacional, se han tornado difusas. Los rasgos de soberanía del Estado —en tanto sujeto casi excluyente de las relaciones internacionales, tal como lo conocimos durante gran parte del siglo XX— se cruzan con grandes conglomerados económicos trasnacionales, movimientos y organizaciones de la sociedad civil, y normativa y organismos multilaterales, todos ellos flujos y redes multidireccionales que constatan dicha merma de soberanía. Así y todo, América Latina afronta un marco de condiciones infinitamente más favorables que las reinantes en las décadas anteriores. Si bien la CEPAL (Comisión Económica para América Latina) calificó a la década de los 80 como la “gran década perdida para América Latina”, me permito completar ese concepto diciendo que la región viene de tres décadas perdidas y no de una. La década de los 70 fue la década perdida en términos de quiebre de institucionalidad democrática, la de los 80 lo fue en términos macroeconómicos, y como corolario de las anteriores, la década de los 90 se perdió en
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términos de ensanche de la brecha social. Actualmente, en cambio, llevamos más de veinte años de continuidad institucional y fuerte legitimidad política de los gobiernos electos; las condiciones macroeconómicas están signadas por la mayor liquidez internacional, por una mejora ostensible de los precios de nuestras exportaciones, un proceso de desafectación de deuda pública, y, desde el punto de vista social, se ha desacelerado la espiral de exclusión y hay una mayor conciencia pública del rol del Estado en representación de los intereses colectivos. La inclinación masiva del electorado por figuras con tanta representación simbólica de cambio, como Lula (por obrero), Bachelet (por mujer, divorciada y agnóstica), Morales (por indígena) y Lugo (por no pertenecer al Partido Colorado), demuestran la aceptación de los cambios de época por parte de los pueblos de América Latina. Además, la región no padece la escasez de energía y alimentos, ni el riesgo de conflictos de origen étnico, religioso o cultural de tal magnitud que la expongan al despliegue de bases militares como el que sufren otras áreas del planeta. También se pensó, en algún momento, que concurriría en nuestro beneficio el hecho de tratarse de gobiernos provenientes de una misma matriz ideológica, esto es, de centroizquierda, de modo de tener afinidad de diagnóstico y de estrategia. Sin embargo, esto no fue exactamente así. El caso de que en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Chile, Brasil, Uruguay, Argentina, y, en las últimas semanas, Paraguay, triunfaran candidatos cuyos competidores estaban a su derecha, ello no se tradujo, linealmente, en la homogeneidad de sus políticas. El proceso muestra luces y sombras. Entre las primeras está la vigencia de la cláusula democrática como presupuesto de la integración, la conversión de las, hasta no hace mucho, hipótesis de conflicto, en políticas de desarme nuclear e integración física y en infraestructura. También señalo la decisión conjunta de no integrarse al ALCA y la constitución, aunque más no sea formal, de la Unión Sudamericana de Naciones. En suma, los avances no son menores, teniendo en cuenta que sólo tres décadas atrás, nuestra región se integraba detrás de un programa común de exterminio ideológico, en el marco de la Doctrina de la Seguridad Nacional, en plena Guerra Fría. Pero, al mismo tiempo, debo decir que si bien la mayoría de los gobiernos de la región poseen una matriz ideológica parecida, las particularidad de cada proceso nacional respecto de la transición militar, las características del endeudamiento o la evolución de cada sistema político, le aportó complejidad a aquella expectativa inicial por la pertenencia a un campo ideológico compartido. A esto se suman algunas tensiones como las surgidas de la mayor demanda de energía, la salida al mar para Bolivia por territorio chileno, la desintegración del Pacto Andino, o la firma de tratados comerciales bilaterales con los EE.UU., en acto o en potencia, por parte de Chile, Perú, Colombia y Uruguay, lo cual no se circunscribe al campo de las preferencias comerciales, sino que, a cambio de ellas, exige la apertura de las compras gubernamentales y de las cuentas de inversión y capital. Todo un listado de problemas que se presentan públicamente como “bilaterales”, simplemente por la incapacidad dirigencial de abordarlos desde una perspectiva regional. En el mismo sentido, el progresivo alejamiento de Chile del Mercosur, o la concreción de la pastera finlandesa en Uruguay, en el marco del plan de inversiones impuesto por el Banco Mundial, hablan a las claras de cierta inoperancia del bloque regional para ofrecer alternativas. En definitiva, no alcanza con decir que América Latina está gobernada por el progresismo, si esto
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el iniciador no logra confrontar con el encuadre político heredado de los años 90, desde una nueva agenda, que incluya la erradicación de la desigualdad estructural, la apropiación de la renta de los recursos naturales y el establecimiento de un nuevo patrón distributivo y una nueva matriz de inversiones. El compendio de luces y sombras a nivel regional, nos pone ante el desafío de no “perder” una nueva década, esta vez por carecer de liderazgos estratégicos, capaces de emular el rol que en los años cincuenta desempeñaron estadistas de la talla de Churchill, De Gaulle, Monnet, Schumann, De Gásperi o Adenauer, padres fundadores de la integración de una Europa, entonces devastada, y hoy cohesionada. En este marco, no puede soslayarse el hecho positivo de que la tensión planteada entre Ecuador y Colombia, en marzo pasado, se encauzara en el andarivel de la paz. América del Sur no puede, bajo ningún punto de vista, ingresar en la denominada “guerra antiterrorista” bajo la figura de que alguno de nuestros países se alinee detrás de uno u otro de los bandos en pugna. Una cosa es formar parte, como Estados individuales o como región, de un plexo normativo internacional ligado a la prevención del terrorismo y sus derivados, como el tráfico de drogas o de armas, la trata de personas o el lavado de dinero. Y otra cosa muy distinta hubiera sido producir alineamientos en espejo, como el de Colombia con los EEUU y Venezuela con Irán, cuyo presidente, Mamud Ahmadineyad, niega el Holocausto y predica la destrucción de Israel. Afortunadamente, la mesura de países como Brasil, Chile y Argentina, evitó convertir a la región en un potencial teatro de operaciones, y justificar, con ello, la acción bélica directa de los EE.UU., que han tapizado con sus bases militares aquellas zonas que abrigan las principales fuentes de energía, recursos naturales y biodiversidad. Además, cuando a un fundamentalismo como el de los grupos terroristas islámicos (no el Islam), se lo combate con otro fundamentalismo como el que representa la administración de George W. Bush, más allá de quién resulte vencedor, lo que triunfa es el fundamentalismo sobre la razón y el humanismo. EL PRESENTE POLÍTICO Es en este contexto donde se da la disputa política central de nuestra región, y ella está signada por la opción entre la apropiación social o multinacional de la renta de los recursos estratégicos, y su utilización como palanca de un proceso de desarrollo autónomo. Y es por eso que sostengo, que, detrás de los legítimos reclamos de los sectores de la producción agropecuaria, se esconden intereses desestabilizadores encarnados por grupos financieros, monopolios y oligopolios formadores de precios, y grupos ideológicos que se niegan a aceptar la vigencia de la verdad y la justicia para reparar la etapa del terrorismo de Estado. Asistimos a una preocupante neo-conservadurización de la matriz de acumulación política en nuestro país. El gobierno nacional, si bien mantiene en su seno a personalidades que son gratas al progresismo como Estela Carlotto, Jorge Taiana o Graciela Ocaña, construye el núcleo duro de sus decisiones en torno del matrimonio presidencial, dos ministros que sobresalen del resto del gabinete como Julio De Vido y Alberto Fernández, algunos funcionarios históricos como Daniel Cámeron o Ricardo Jaime, un puñado de empresarios muy cercano a la historia política y negocios del matrimonio, encarnados en Cristóbal López, Lázaro Baez, Enrique Ezquenazi, más un vínculo menos histórico pero igualmente poderoso con empresarios como Marcelo Mindlin o Jorge Brito, un acuerdo sindical muy cerrado con
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Hugo Moyano y un acuerdo político con la estructura territorial más rancia del PJ, por ejemplo, los intendentes del conurbano, y gobernadores como Julio Romero, Gildo Insfrán, entre otros. Así, mientras la Presidenta propone un “círculo virtuoso entre la producción, la inteligencia y el trabajo” como resultado del superávit gemelo, fiscal más comercial, sin precedentes, el destino efectivo de ese superávit, la orientación de los subsidios y beneficios fiscales, la adjudicación de la obra pública, arrojan como resultado la consolidación de una alianza económica fuertemente concentrada, sin perspectivas de que se transformen la matriz de inversión ni el patrón distributivo. En definitiva, en momentos en que se han disipado los signos más acuciantes de la crisis interna, aunque aparecieran ciertos signos externos y la inflación, en vez de ser el gobierno quien determina el perfil de la inversión, son los grupos del capital más concentrado quienes orientan el destino del superávit. Con la presente política de subsidios, la acumulación de los fondos asignados a la ayuda del tesoro nacional (ATN) recientemente denunciada, los beneficiarios de los incentivos fiscales, etc., el oficialismo acude en ayuda financiera de quienes menos la necesitan , manteniendo en el desamparo a los sectores más diversificados. Con excepción de los ponderables anuncios de la presidenta del Banco de la Nación, no se ven señales de expansión y democratización del ciclo económico, ni de recuperación del ritmo de creación de empleo, propios del quinquenio anterior. El dato es que un modelo de esta naturaleza no puede sostenerse políticamente por aquellos sectores que expresan un perfil más progresista, como lo hacía suponer el enunciado de la trasversalidad. A una mayor concentración de la matriz patrimonialista oficial, se corresponde una mayor concentración política dependiente de los aparatos sindicales y partidarios tradicionales. A eso se suman las señales provenientes del exterior, que preanuncian, como mínimo, una desaceleración de aquellas condiciones que favorecieron ampliamente la recuperación de la Argentina durante el último lustro. Ante ello, en lugar de apostar a la redistribución institucional del superávit por vía de la coparticipación federal, el gobierno ha optado por la centralización absoluta de todas las partidas, de modo de blindarse con fondos nacionales para tener la decisión exclusiva sobre ellos ante un eventual agravamiento de la situación externa. Parte del error de aferrarse a una sola variable —la acumulación de divisas— sin tener en cuenta el entorno institucional, la distribución del ingreso o la calidad de la inversión, como factores coadyuvantes del “desacople” de la crisis internacional que se pretende. Esto, sumado a reiterados déficit concretos de gestión, no ya de orientación política, como el caso de Cancillería, y de torpezas propias del empecinamiento — como la relación con cierta prensa, con los sectores agropecuarios, con algunos sectores empresarios, con los fondos de Santa Cruz, con el INDEC, con el “tren bala”— sitúa al gobierno como impulsor de una lógica “amigo-enemigo”, que, por un lado, lo sustrae de su obligación primordial de generar condiciones de más y mejores Políticas de Estado, y por otro lado, desaprovecha un momento ideal para apelar a la función pedagógica de la política en temas como la formación de precios o la situación energética. Algunas de esas confrontaciones —evitables, al menos en los modos— crean un resentimiento político y un clima social enrarecido cuyas consecuencias podrían morigerarse mediante una correcta gestión política. Como en otros momentos de nuestra historia, el gobierno cede el espacio de la cordura, y dilapida el apoyo de vastos sectores medios, dejándolos, culturalmente, a merced de aquellos intereses que apuestan, de manera solapada, a la desestabilización. Además, legitima a la oposición para que, también eludiendo su responsabilidad política más pro-
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el iniciador funda, se sitúe en uno de los términos de la perversa relación “amigo-enemigo” y acumule en consecuencia. En ese rol parece regocijarse la Coalición Cívica, quien deja de asumir su papel de constructor de una cultura alternativa y confirma un tipo de oposición basado en el encono y el antagonismo total. Desde el punto de vista de los partidos, el realineamiento del PJ recoge, como efecto espejo, el realineamiento de la UCR con otro nombre, reeditando esa vieja antinomia como base de la confrontación política. Y desde el punto de vista de los bloques en pugna, retrotrae al país a una disyuntiva no sólo caduca, sino profundamente destructiva, tal como supone tener que optar entre el eje Moyano-De Vido (emblemas de la prebenda sindical y el saqueo del Estado) o el eje conformado por el establishment financiero, la corporación mediática funcional a sus intereses (lo que en otros tiempos y en otro contexto representaba el diario ‘La Prensa’), la conducción del Episcopado, la Sociedad Rural y otros factores de poder, que, en circunstancias como las presentes, no dudan en embanderarse con los nada desdeñables resortes formales del republicanismo, sin atender a la condición material de ciudadanía e igualdad que toda República cabal supone. PROGRESISMO FRAGMENTADO La caracterización hecha del oficialismo y la oposición no obsta a que en ambos espacios existan pinceladas de “progresismo” . Y esto, por los motivos que siguen, obstaculiza aún más el proceso de conformación de expresiones políticas que miren auténticamente el futuro, por cuanto confunde, y convierte a las estructuras descriptas en “territorios en disputa”, distrayendo inútilmente parte de sus energías. Es más, el gobierno ha sido muy hábil en asirse a determinados estandartes de lo que podríamos llamar centro-izquierda (vuelvo a advertir sobre lo insuficiente de estos términos), como los derechos humanos, la jerarquización de la Corte de Justicia, el discurso frontalmente antimenemista que polariza con el neoliberalismo de los noventa, o sus buenas relaciones con gobiernos de similar corte en la región. Así, reitero, mientras coseche apoyos como los de, por ejemplo, Estela Carlotto, se sitúa en un espacio simbólico que torna muy difícil aglutinar a todo el arco progresista como alternativa. Es lógico que el denominado “progresismo” esté fragmentado, ya que, por alguna de estas razones, una parte de él se sigue identificando con el gobierno. Desde el momento que éste representa simultáneamente intereses como los de los inversores de una minería asesina y los piqueteros o los familiares de desaparecidos, impide articular una oposición fuerte y homogénea desde lo puramente ideológico. Por otra parte, la imperdonable renuncia de Carrió a seguir representando el espacio desde el que irrumpió a partir de la crisis de 2001 y su desplazamiento hacia la derecha ideológica y política, refuerza la posibilidad de que el kirchnerismo se siga situando dentro del arco simbólico del progresismo. Aunque, por las razones expuestas, la connotación ‘centroizquierdista’ del gobierno tiene un techo próximo a alcanzar: la mera construcción de poder comienza a mostrarse como directamente proporcional a la de-construcción del encanto. En suma, al no ser lo ideológico lo que está en condiciones de ensamblar a la oposición, el factor aglutinador pasa a ser el “anti”. Y ese “anti” se ordena en torno del enunciado de la república y la calidad institucional, por no ser ese precisamente el fuerte del gobierno, que prefiere “ir para adelante” sin reparar mucho en la prolijidad.
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Insisto en que esta falsa polarización del mapa político vigente, retarda la posibilidad de conformar dos grandes polos, uno más conservador o de centro-derecha y otro más progresista o de centroizquierda, pero ambos con la mirada en los problemas presentes y futuros, y no en los esquemas del pasado. Me refiero a miradas modernas que, sin renunciar a lo ideológico, rompan el cerco de la acostumbrada rigidez lindera con el sectarismo y se apresten a disputar el sentido común de la sociedad. En esto, el macrismo ha mostrado más sagacidad. Lejos de ser ostensible y hacer hincapié en su ideología y los intereses económicos que la sostienen, ha preferido tomar distancia del gobierno sin ponerlo como enemigo, y hablar de cosas simples que penetran el sentido común del electorado, como la depuración de la burocracia innecesaria, la desarticulación del poder sindical más retrógrado, el cuidado de las plazas y el refuerzo de la seguridad. Detrás de ello, sin grandes titulares, veta —entre otras cosas— la ley que promovía la fabricación estatal de medicamentos. Como un desafío central, un espacio alternativo no debe renunciar a un ápice de sus valores ideológicos, pero, al mismo tiempo, no debe sesgarse al interpelar sólo a sectores ideológicos. Es, precisamente, desde nuestra irrenunciable mirada ideológica, que debemos tener la inteligencia de interpelar al radio más amplio posible de nuestra sociedad, desde enunciados políticos que tengan que ver con el sentido común. Así, por ejemplo, predicar políticas específicas y de corto plazo en materia de seguridad ciudadana, ampliando nuestro enunciado histórico, que remitía casi únicamente a la inclusión social como solución a la inseguridad. Paso ahora a titular algunas diferencias profundas diferencias con la Coalición Cívica, que pueden ser tomadas en cuenta como reafirmación de un espacio de oposición diferente, responsable, criterioso, superador, donde debemos situarnos para edificar una cultura política alternativa, como presupuesto del crecimiento de una nueva representación social, política y electoral. Primera: cuando lo moral suple a lo ideológico como factor de legítima confrontación política, todo aquel que disiente es descalificado moralmente y se interrumpe la mediación de la política. Segunda: la distribución del ingreso, que hoy todos proclaman, no es un inciso de un programa humanitario, sostenido inclusive por “empresarios y banqueros que se han dado cuenta de que no todo es el mercado y han adquirido una mirada social”, como define la CC a Alfonso Prat Gay y Santiago del Sel. La distribución del ingreso es una cuestión política que implica priorizar y afectar ‘intereses’ muy concretos, y allí comienzan a tallar los grupos a los que se representa. Tercera: el combate contra la pobreza no es una ‘opción moral de las clases medias y medias altas’, para que estas acudan en auxilio de los pobres para liberarlos de ella: hay que disputar la toma de conciencia y el voto de los sumergidos como sujeto social y político. Claramente por fuera del oficialismo, nada menos que por no compartir el perfil de sociedad que de él resulta, el objetivo de este necesario espacio alternativo no debe ser tomar al gobierno como el enemigo. Nuestro objetivo sigue siendo darle a la Argentina un horizonte de prosperidad económica y desarrollo humano y social, como marco de referencia de una plena ciudadanía.
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actividades C&D
el iniciador ¿Qué queda para la política tras el conflicto campo - gobierno? cabanchik / hourest / raimundi
Durante más de 100 días, el país concentró su atención pública en torno a los sucesos, causas y consecuencias de la disputa política entre el gobierno nacional y las fuerzas politicas agrupadas en derredor de los sectores agropecuarios. Al tiempo que la opinión pública se revitalizó en sus manifestaciones, la agenda política se modificó sustancialmente, durante y luego de finalizado el conflicto.
Ciudadanía & Democracia abrió la pregunta sobre lo que lega a la política el escenario de la disputa entre el gobierno y el campo. Reunidos en la Biblioteca Nacional, tres referentes de tres espacios políticos brindaron sus aproximaciones.
El Iniciador presenta lo más saliente de ese
encuentro.
Los silencios del conflicto martín hourest
El conflicto entre el campo y el gobierno dejó un saldo que puede medirse mejor por lo que no puso en escena que por lo que sí efectivamente expresó. Los silencios, más que lo dicho, son los que nos permiten comprender qué estuvo en juego, y qué no. En primer lugar, y lo más importante, el conflicto no tuvo nada que ver con la posibilidad de una Argentina más igualitaria. Ni en el plano social, ni en el plano político, y claramente tampoco en el plano de lo económico se discutieron proyectos para achicar la brecha desigual. Menos aun, se relacionó todo este proceso con la construcción de un “sujeto igualitario”. Desde este punto de vista, no fue en lo absoluto un conflicto instituyente. De todas formas, lo que sí quedó claro es que permanece en el imaginario colectivo el mito de la salvación desde el campo. Un viejo proverbio nacional, el de la salvación con una cosecha, que se profundizó cada vez más desde la desindustrialización iniciada en los 90, volviendo a pisar fuerte en la construcción de las ideas y opiniones. Todo lo que sucedió durante estos cien días respondió en sus inicios a un conflicto de tipo social, un problema sectorial y reducido. Desde el lugar de ambos actores enfrentados, tanto del agro como del gobierno, se trató de una negociación económica. No se trató de una nueva política de redistribución de la renta impulsada desde el gobierno para lograr una mayor contribución de los sectores más concentrados, tales como las empresas agroexportadoras y alimentarias. La realidad es que se disputó mucho tiempo poca plata. En lugar de encarar discusiones serias, que sí irían en sintonía con la redistribución del ingreso, tales como del rol regresivo del IVA, se perdió el tiempo sin intentos de modificar la desigualitaria situación de los argentinos. Un segundo punto que merece nuestra atención es la estrategia utilizada por el gobierno en términos discursivos. Como nos tiene acostumbrado, como hace en cada ocasión, el gobierno sobreabundó en la utilización de un relato setentista absurdo que vive de la apelación constante al Golpe de Estado del 76. En un escenario donde era claro que sólo se trataba de diferencias sectoriales en pugna económica, desde el gobierno se decidieron a llevar a cabo un ejercicio infame. Discursivamente
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plantearon el conflicto como algo muy diferente a lo que realmente era, negándonos directamente estatuto político para reconstruir el país de cara a un proyecto inclusivo e igualitario. Por otro lado, mucho se ha dicho sobre la constitución de espacios considerados políticos desde el surgimiento de este conflicto. En rigor de verdad, los sectores del campo presentaron, por más que desde el gobierno y sectores afines se diga otra cosa, una construcción precaria pero eficaz. Se trató de un grupo con filas heterogéneas, que en sí mismo no expresó nada, ni representó a los sectores subalternos. Pero que fue más que el Gobierno. Es justamente por estas circunstancias que la coalición del agro tuvo problemas para hacer estrato común. Sólo ganó, en términos de Antonio Gramsci, una batalla cultural circunstancial. Pero no tiene condición hegemónica. El máximo resultado de esa batalla es haber legado una agenda pública que demuestra la existencia de un actor capitalista en el campo. De hecho, el sector agrario está en un momento de acumulación de capital, muy dinámico pero no virtuoso. La fuente de poder de este sector, y por lo tanto de este proceso, reside en las divisas y en la distribución de alimentos. Dos tópicos fundamentales en la Argentina de hoy. Frente a esto, entonces, uno debiera decir: al campo es necesario dejarlo producir, pero con intervenciones estatales que moderen las pautas de crecimiento capitalista. Situémonos por último en “lo institucional”. Se dijo que el sistema institucional frenó a dos locos. Que gracias a la Cámara donde está el poder conservador de la Argentina - el Senado - y con el voto definitivo de un conservador -el vicepresidente- se frenó al gobierno. Esto puede ser parcialmente cierto, pero lo que hay que decir es que lo que sucedió no fue obra de la virtud o el nervio republicano sino más bien que expresó otra cantidad de dimensiones. Hubo una lucha de mucho predicado con poco sujeto. Mucha predicación sin traducción en desarrollos de formaciones políticas ulteriores. En este contexto, insisto, creo que ninguno de los sectores predominantes que intervino en el conflicto lo hizo enfocado a buscar una Argentina más igualitaria. Y nosotros, los que pretendemos una Argentina más igualitaria, no tuvimos la capacidad de intervenir creativamente para romper la presilla. Sin embargo, algo positivo quedó. ¿Cuál es el resto positivo del conflicto? Creo que puede decirse lo siguiente: queda una hipótesis de intervención sobre lo público que deja lugar para pensar en la posibilidad de la igualdad, de crear un espacio abierto e inclusivo. Les dejo, también, la siguiente pregunta: ¿La existencia de ese pedazo de Argentina que quiere ser igualitaria tiene intenciones de ser ocupado? ¿O nos tenemos que contentar con, llegado el caso, gobernar una Argentina necesariamente desigual?
¿Qué queda dentro del hecho político “conflicto campo-gobierno”? samuel cabanchik
Para comenzar, me gustaría decir que éste hecho político ha sido un hecho encubridor pero eficaz. Algo quedó claro después de estos sucesos y me parece importante destacarlo: el sujeto de la igualdad ha estado ausente en la discusión. Creo que es centralmente este el tema que nos tiene que convocar a la reflexión. Luego del proceso político en torno a lo que se dio en llamar el “conflicto campo-gobierno”, ha que-
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dado expuesto que un sujeto político representante de la igualdad no tiene fuerza política. Diversos malestares de la sociedad fueron canalizados a través de este conflicto coyuntural y a través de los actores que estaban en juego. Si nos remontamos al momento inmediatamente posterior a las elecciones de 2007, lo que queda expuesto con claridad es la debilidad del gobierno a través de éste proceso político, teniendo en cuenta por un lado la composición mayoritariamente oficialista de las cámaras legislativas, y por el otro la dinámica propia de la instrumentación de las decisiones políticas emanadas del Poder Ejecutivo. Llegados hasta aquí, entonces, a manera de primera conclusión, pienso que, sin que haya quedado claro quien triunfó, parecería quedar claro quién fue derrotado. Y eso habilita el espacio para hacernos ciertas preguntas: ¿Qué pasa con la supuesta representatividad de las mayorías? ¿Si los representantes de un proyecto político fueron derrotados, también lo fueron los representados? Es necesario precisar que los representados son igualmente heterogéneos con respecto a los actores que tomaron parte en la disputa. Además, no fueron los sectores populares los protagonistas -no fue su causa-, así como tampoco lo fueron los grandes intereses. De hecho, los grandes intereses fueron tocados antes y después del conflicto sin problemas. Insisto en reiterar el carácter ambiguamente encubridor del conflicto que analizamos, al momento también de destacar su potencia performativa. Aunque mal planteado, el conflicto fue eficaz. Esta eficacia está significada por la resonancia que tuvo el conflicto en la sociedad civil y por los acuerdos que permitió y generó. Desde mi punto de vista, entonces, debo decir que hubo un acontecimiento, cuyo nombre aun no reconocemos pero del que conocemos su existencia. Tal vez cuando le logremos dar un nombre generemos un sujeto; hay que ver. Pero por ahora sabemos que el no es un no a algo. Quizás las dificultades en nominar y aprehender cabalmente este proceso puedan primariamente ser comprendidos en el problema que la Argentina tiene para exponer proyectos políticos ordenadores. Proyectos a través de los cuales las fuerzas políticas puedan canalizar sus demandas. En este contexto, el punto que quiero subrayar -quizá el más importante -es la incapacidad de la igualdad para tornarse un conflicto político eficaz en la Argentina. Cambiando de eje, me surgen algunos interrogantes; ¿Para qué el gobierno hizo lo que hizo? Me parece que, por lo que lo haya motivado, no surgió para o por un proyecto que pueda englobar a una mayoría de los argentinos y argentinas en una acción colectiva. Además, ya lo dijimos, “el campo” fue una coalición coyuntural que tampoco tiene un proyecto. Justamente: Fue, ya no es. Aún hoy prefiero dejar abierto a la interpretación el significado de lo que ocurrió, aunque reconociendo que fue eficaz. Fue un no a algo, pero ese no es una fuerza activa en la Argentina. Todavía no salió de la negatividad, pero es esperable que lo haga; y personalmente saludo su existencia porque considero que lo que tiene enfrente no es un proyecto político para la Argentina. Finalmente, existe claramente un sujeto de dominio pero no un sujeto de resistencia. Por eso la opinión pública toma a la resistencia como ideal inicial pero sin ninguna fuerza política concreta. Esto se muestra claramente cuando vemos que mucho de los que estuvieron enfrente del gobierno durante estos meses, antes habían sido sus socios y votantes. Se rompió la relación entre votantes y representantes, y entre el Estado y un sector o facción. A todo esto, desde mi punto de vista, se le puede dar un nombre alternativo; el quiebre en la representatividad política encarnada por el
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gobierno nacional.
No se puede hacer política desde un no carlos raimundi
Quisiera comenzar expresando que estoy convencido de que la política que importa es la que gira en torno a la igualdad. En este sentido, el problema que tenemos respecto al conflicto del campo es, precisamente, la ausencia de elementos que indiquen la formación de un sujeto político igualitario. Permanece su ausencia, antes y después de los sucesos que nos ocuparon estos últimos meses. No creo que estemos en presencia de un acontecimiento, en términos de una fundación de época. Y básicamente no lo creo porque los procesos novedosos no pueden constituirse desde un no. La crítica es útil para el desenmascaramiento, para poner en cuestión algún estado de cosas, pero es fundamental una afirmación en el momento de fundación de procesos sociales y políticos. En el sentido en lo que lo planteo, se me hace necesario destacar que según mi perspectiva los hipotéticos ganadores en este conflicto -suponiendo que fueran los que se aglutinaron alrededor de los sectores agrarios- no suponen ningún tipo de resistencia al modelo imperante. Es decir, que, de llegar al gobierno, desarrollarían un esquema de dominación tan o más fuerte que el actual. El inicio de este conflicto parte de un gobierno con legitimad política fuerte, una oposición desarticulada y condiciones macroeconómicas mejores en comparación con las vísperas de crisis anteriores. Y eso es un punto a tener en cuenta: se trata de una disputa en contexto de expansión económica. El desarrollo de este conflicto obedece a un proceso de pésima administración política de una etapa de bonanza económica. El conflicto hubiera sido evitable si se hubiesen puesto sobre el tapete, con anterioridad, discusiones serias en torno a políticas públicas. Si seguimos de cerca el conflicto, es fácil observar que no existe una correspondencia válida entre las divisiones sociales que denotaron los actores políticos en pugna. Quiero decir que la construcción de sujetos públicos que deviene de este conflicto no responde a consideraciones objetivas. La división es falsa desde un punto de vista económico, desde lo social, y además es efímera porque separa sectores que deberían estar juntos. Esta manera de unir y desunir voluntades políticas y sociales nos remite a la última verdadera crisis: el 2001. El conflicto del campo pone en descubierto y nos interroga en relación al hasta dónde salimos de la política que tuvo su punto cúlmine, en términos de caída de la idea de representación, en la salida anticipada del ejecutivo de Fernando De La Rua. Desde mi punto de vista, queda pendiente la definición política a partir de un sí capaz de fundar procesos sociales y políticos, renegando de simplificaciones binarias y cruzadas con factores nítidamente desestabilizadores, que sólo cooperan en el afianzamiento de una Argentina distanciada de un sujeto igualitario colectivo. Por último, quisiera destacar un punto a tener en cuenta para reflexionar sobre el conflicto: el rol de los medios de comunicación. Los jefes políticos de este proceso fueron los medios de comunicación masiva. Esto nos abre la puerta para discutir sobre que cuestiones, que legislaciones, se deberían reformar para dotar a nuestra democracia de un sistema de medios más democrático y menos proclive a operar a favor de sus propios intereses.
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el iniciador Derecho viejo. Un análisis de gramática política juan eduardo bonnin
1. ANÁLISIS
GRAMATICAL
En este ensayo me propongo analizar algunos usos del sustantivo “izquierda” en el incierto discurso político al que estamos habituados. Para comenzar, tomaremos el título mismo de esta convocatoria: “una izquierda democrática”. En él encontramos dos contenidos implícitos: en primer lugar, el artículo indeterminado “una” presupone, lingüísticamente, que existe una entidad que podemos denominar “izquierda”; en segundo lugar, el adjetivo especificativo “democrática” presupone que existe otra izquierda, no democrática. De este modo, el problema que nos ha reunido aquí presupone dos afirmaciones que quiero discutir: a) que existe la izquierda; b) que es singular. 2. ¿QUÉ
DESIGNA
“LA
IZQUIERDA”?
Ambos presupuestos, que parecen banales, son fundamentales para analizar el problema que nos convoca, porque la presuposición de existencia es un efecto discursivo que no necesariamente se refiere a una entidad “real”, extradiscursiva, concreta. Un ejemplo clásico de este tipo de problemas semánticos lo constituye la afirmación “El rey de Francia es calvo”, en la cual es imposible determinar su verdad o falsedad puesto que no existe ningún rey de Francia. Sin embargo, sí es posible describir algunas de las propiedades del objeto virtual que designa: que es sólo uno, que es rey de Francia, que es calvo. En el caso de “la izquierda democrática”, ¿qué designa?¿de qué naturaleza es su referente? Podemos plantear, al respecto, tres hipótesis: a) que se trata de un objeto de naturaleza histórica; b) que se trata de un objeto de naturaleza política; c) que se trata de un objeto de naturaleza psico-social (emocional). Si consideramos la primera posibilidad, que es la más sensata desde el punto de vista de las ciencias sociales, nos encontramos con una pluralidad de grupos que se autodenominan “la izquierda” y, más aún, reclaman para sí ser representantes de la “auténtica” democracia. Ahora bien, una de las características que define la configuración histórica de estos grupos es justamente su fragmentación (doctrinaria, política, de clase, etc.) y la impugnación de los otros grupos: nosotros somos “la izquierda democrática”, ellos “no son de izquierda”, “no son democráticos”. Con esto confirmamos el presupuesto de existencia de “la izquierda democrática”, pero de ninguna manera podemos presuponer su singularidad. En este sentido, el título de la convocatoria no designa un objeto de naturaleza histórica. Pasemos, entonces, a la segunda hipótesis: ¿Qué significa “un objeto de naturaleza política”?. En principio, desde una reflexión más o menos clásica, no podemos caer en la ingenuidad de creer que hay una “objetividad” auto evidente y ahistórica de la política, sus conceptos y sus prácticas; en este sentido, es inútil pretender historizar “científicamente” categorías políticas de carácter normativo: es lo que pretendió hacer el revisionismo histórico, pero también la narrativa histórica liberal. En este
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sentido, la construcción política de una memoria legítima de “la izquierda democrática” es siempre esencialista, con pretensiones de unidad que, volviendo a los presupuestos de la convocatoria, no existen más que dentro de la construcción discursiva en la que se encuentran. ¿Qué pasa con la tercera hipótesis? El carácter “emocional” que implica “ser de izquierda” se puede ver en las marchas, en los discursos, en las asambleas: “Somos jóvenes” (aunque sea “de espíritu”), “Somos lo nuevo” (hayamos participado o no de gestiones anteriores), “Exigimos justicia”, “Queremos el cambio”... Este tipo de contenidos emocionales sí existen y son singulares. El problema es que son compartidos por Patricia Walsh, Kirchner, Carrió, Macri... Entonces nos podemos preguntar: ¿a la izquierda de quién? “De la derecha”; pero Mauricio Macri está “más a la izquierda” que “la derecha”, pero “más a la derecha” que “la izquierda”; y en la izquierda nos encontramos con que el partido X está “a la derecha” del partido Y, pero “a la izquierda” del partido Z. En definitiva, el aspecto emocional cumple con los dos presupuestos lingüísticos de existencia y singularidad, pero no permite distinguir un grupo “progresista” de otro (1) . Por esto es necesario que operemos un cambio de categorías, que le quitemos a “izquierda” su carácter de sustantivo e intentemos encontrar una nueva clase de palabras capaz de designar un problema histórico, político y también –pero no solamente- emocional. 3. CAMBIO
DE CATEGORÍAS
La primera opción, que podría ser democráticamente útil, es la de pensar esta categoría como un verbo. Esta clase de palabras se refiere a acciones o estados de una entidad y, en castellano, nos da información acerca del tiempo y la persona que es sujeto de esa acción. De este modo, podríamos decir: “Yo izquierdeo”, “Tú izquierdeas”, “El / ella izquierdea”, etc. Ahora bien, para analizar la efectividad política de este verbo (2) , deberíamos ver cómo funciona; en principio, ya sabemos que requiere de un sujeto humano, pero ¿qué tipo de objeto admite? Creo que se trata de un verbo transitivo, es decir, con un objeto directo que sufre la acción. Ahora bien, no sería nada democrático enunciar “Yo izquierdeo a Macri”, donde el contenido del verbo pareciera ser más cercano a “correr por izquierda” que a “actuar democráticamente”. Esto, que se corresponde con las características históricas de ciertas prácticas izquierdas, no es muy recomendable desde el punto de vista éticopolítico. Probemos con el adjetivo. Esta clase de palabras nombra o indica cualidades, rasgos y propiedades del sustantivo que acompaña. En nuestro caso, y a riesgo de hartar a aquellos que aún no se han hartado de este análisis, podríamos reformular el título de esta convocatoria y decir: “¿Es útil hablar de una democracia izquierda en la Argentina?”. Este adjetivo es, en principio, un especificativo, es decir, enuncia una cualidad necesaria del sustantivo que lo diferencia de otros; en términos referenciales, se trata de distinguir un ejemplar de la clase de las democracias. Aquí entramos de lleno en el problema de la democracia como objeto histórico, puesto que –si negamos una “esencia” democrática de algunas sociedades- es posible distinguir distintas democracias “reales”. Ahora bien, desde el punto de vista político (y, por eso mismo, normativo), creo que la democracia debe ser necesariamente pluralista, tanto en términos culturales como políticos. Así, definir una democracia por su carácter “izquierdo” es, paradójicamente, antidemocrático.
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el iniciador La opción que nos queda es el adverbio, una clase de palabras dotada de significado que modifica a un verbo, un adjetivo u otro adverbio. Es decir, una palabra flexible, que combina un núcleo de significado relativamente estable con la capacidad de modificar todo el resto del vocabulario político. Un concepto capaz de anclar histórica y políticamente la dimensión emocional de las prácticas sociales. Veamos algunos ejemplos: “Pedro actúa izquierdamente” “María es izquierdamente democrática” “Esa ley es izquierdamente de derecha” Creo que esta es una forma legítima de reconceptualizar y recontextualizar los problemas que hemos visto a lo largo (o a lo corto) de este texto. ¿Cómo conciliar el mito de origen de “izquierda” como la ubicación espacial de un grupo de burgueses enriquecidos en Francia a fines del siglo XVIII con las configuraciones actuales de partidos que reivindican para sí ser “la verdadera izquierda democrática”?. Quitándole a la categoría su pretensión de homogeneidad, su ficción esencialista, su carácter ahistórico y europeizante. Por este motivo quiero reformular el interrogante que nos ha reunido. A la pregunta, “¿es útil hablar de una izquierda democrática?”, sólo puedo responder, por lo que ya he desarrollado, que no. Pero si nos preguntamos “¿es útil hablar izquierdamente de la democracia?” o más aún ¿es útil actuar izquierdamente en la democracia?, mi respuesta es afirmativa. Aquí no se termina, sin embargo, el problema; recién ahora comienza: ¿para quién es útil actuar izquierdamente? ¿Quiénes actúan izquierdamente? ¿Contra quiénes? ¿Cuál es la utilidad que puede tener una acción de este tipo para sociedades dependientes como la nuestra? Aquí se juega, en definitiva, el carácter práctico –eminentemente político- de la convocatoria: ¿se puede simplemente situar este actuar izquierdamente en la Argentina? 4. UNA
ÚLTIMA INQUIETUD GRAMATICAL Y LA PROMESA DE UNA CONCLUSIÓN
El análisis gramatical del título de este encuentro todavía nos permite avanzar un poco más, esta vez en la dirección de las prácticas políticas posibles. La oración incluye un adjunto circunstancial de lugar, que agrega una información extra: esta reflexión está situada en la Argentina. Sintácticamente, estas estructuras no son necesarias para la comprensión de la frase, es decir, no forman parte del núcleo semántico de la oración sino que pueden ser eliminadas; son, de alguna manera, optativas. Ahora bien ¿es optativo, para nuestra democracia, “actuar izquierdamente”? ¿Cómo es posible una forma de acción política en el ámbito nacional que no esté intrínsecamente relacionada con la Nación de la que surge? Porque el planteo sería mucho más satisfactorio si convirtiéramos ese complemento en un modificador indirecto preposicional: “¿Es útil actuar izquierdamente en la democracia de la Argentina?”. Hasta tanto “la izquierda” argentina no sea capaz de abandonar un vocabulario y un modo de pensar europeos, y asuma el desafío de crear su propia gramática política, está condenada a la ineficacia o al colaboracionismo. Y ninguna de estas opciones es útil para la democracia de nuestro país.
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NOTAS 1 - Creo que está claro que este es, en definitiva, el contenido emocional al que nos referíamos. De esta manera, deberíamos concluir que, en países coloniales como el nuestro, la falta de una burguesía nacional lleva a la coincidencia –cuando hay poder, una alianza; si no, una misma impotencia- de “la izquierda” y “la derecha”. 2 - La definición del Diccionario de la Real Academia Española no es muy alentadora, al respecto, puesto que lo define como: “Apartarse de lo que dictan la razón y el juicio.”
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Relatos, fragmentos y lecturas de la Argentina deseada La noción de territorio en la conformación de la nacionalidad mariano tilli
No hay lenguaje sin engaño. Italo Calvino. Las ciudades invisibles
DE
MITOS Y FICCIONES
Estamos inmersos en la década de las conmemoraciones. Y más precisamente en la de los bicentenarios. Período que comienza en 2006 cuando recordamos las “invasiones inglesas” al imperio español en el Río de la Plata y que continuará seguramente hasta 2016. La conmemoración principal será la del bicentenario de la Revolución de Mayo. Quizás sea este afán conmemoracionista el que haya provocado el boom de los nuevos “best sellers” de historia argentina. Eximios historiadores y de los otros han iniciado una relectura de la historia bajo los adjetivos de “oculta”, “no oficial”, “confidencial”, “inédita” y otros similares acerca de los relatos de la “historia oficial” (1) . Con abultadas ventas, provocativas promociones y buen marketing, en estos nuevos libros de la vieja historia, muchos en clave folletinesca, nuestros recientes historiadores nos invitan a develar detrás de un seductor anecdotario la verdad que nos ocultaron tras oscuros designios. Entre el optimismo de Pigna (que saluda que la viveza criolla sea menos “descarada, cruel, efectiva y global” que la viveza yanqui) y el fatalismo de Lanata (que trata de encontrar los defectos de los argentinos ) (2) encontramos relatos que parecen refugiarse en aquel popular eslogan que reza que “la historia la escriben los que ganan” (3). Al cuestionar la historia escolar no cambian el eje central para el que esta fue creada: siguen utilizando los relatos históricos como manuales de civismo. Como si la historia tuviera una responsabilidad. Como una continuación de lo planteado a principios de siglo por Ramos Mejía, y sostenido en una especie de sustancialismo cultural, Pigna sostiene que “la historia de un país es su identidad”. Es cierto que la historia es una, pero los relatos históricos pueden ser muchos. La principal diferencia para este último es que el relato histórico oficial construyó “mitos” que se encargará de descubrir, de manera didáctica y simplificando su mirada hasta límites inconcebibles como que lo llevan a afirmar, por ejemplo, que “California era Argentina” en 1818 cuando la Argentina no existía. Lanata navegará por límites mas peligrosos: ADN Mapa genético de los defectos argentinos recurre desde prefacio a una metáfora biologicista al plantearse la búsqueda del ADN de los argentinos: “Existe en los países una ‘personalidad básica’ que funciona como base reproducible por los miembros del grupo, una especie de personalidad matriz, que el hombre intenta descifrar desde los tiempos de Herodoto o Tácito y que ha sido bautizado de las formas mas diversas: carácter nacional, ser nacional, carácter social. Este libro intenta desarrollar ese mapa de puntos comunes, reales o imaginarios, que conforman lo que somos y lo que quisimos ser”. Este esencialismo biologicista lo llevará a afirmar, por ejemplo, que Cornelio Saavedra era boliviano. La actual Bolivia, originariamente República del Bolívar, existe desde el 6 agosto de 1825. Saavedra había nacido en Potosí en 1759, catorce años antes del nacimiento de Simón Bolívar.
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Como afirma Juan José Saer en El río sin orillas “es sabido que el mito engendra la repetición y que la repetición la costumbre, y que la costumbre el rito y que el rito el dogma; y que el dogma, finalmente, la herejía”. Sin embargo estos relatos distan de ser herejes. No son mas que edulcorados relatos basados en vagas lecturas del revisionismo histórico. Sin entrar en especificaciones, ni desarrollar el tema, podemos afirmar que todas las naciones y los estados se construyeron a partir de mitos fundacionales. Benedict Anderson caracterizará a las naciones como “comunidades imaginadas”. En La invención de la Argentina. Historia de una idea, Nicolás Shumway sostiene que la nación fue construida en base a “ficciones orientadoras”, creaciones tan artificiales como ficciones literarias aunque necesarias. Imaginarios o ficcionales, el conjunto de mitos constitutivos de un relato fundacional de una nación está irremediablemente sostenido en algún proyecto sociopolítico. Cada proyecto construye sus miradas y sus dogmas, su pasado y su historia. La originalidad de estos cuestionamientos a la “historia oficial” no es un aporte nuevo a la historiografía, ya que estos relatos habían comenzado a ser puestos en duda desde finales del propio siglo XIX por Olegario Víctor Andrade, José Hernández, el Alberdi tardío, y Carlos Guido y Spano, entre otros. Sin proyecto político que lo sostenga, el relato “oficial” de construcción de la nación perdió su legitimidad y por lo tanto se transformó en mitos posibles de ser cuestionados. Hoy se han transformado en anécdotas de narraciones que sostuvieron, en su momento, un proyecto político. ¿Por que dedicarle estas líneas a estos recientes trabajos recopilatorios? Porque intentan mostrar que existe una “verdadera historia”, con tintes de objetividad, oculta por las más variadas conspiraciones. Aunque es cierto que los relatos fundacionales son consecuencia del proyecto político liberal-conservador de fines del siglo XIX, estas narraciones constructoras de sentido -que nombraron lo innominado y se olvidaron de nombrar cuando lo creyeron conveniente, que bautizaron y rebautizaron hechos y personajes y que, en síntesis, construyeron un discurso para manuales escolares- no son mas que eso, narraciones (4). El problema de estos nuevos libros es que no se ven a si mismos como relatos, sino que se ven como desmitificadores de un relato falaz y descubridores de la historia real. Este reduccionismo es una muestra de lo poco novedoso de estos libros. Quizás siguiendo la escuela clásica de Ranke (5) , no tienen en cuenta que escribir una historia es construir un relato y que estos no reconstruyen ningún pasado, sino que construyen una interpretación, mucha veces nueva aunque este no sea el caso, de dicho pasado. Es esta lucha por las interpretaciones, no solo la lucha por la noción de sentido, sino una lucha esencialmente política. Esta digresión acerca del carácter del relato histórico nos obliga a repensar las maneras de abordar cuestiones históricas escapando a la trivialidad anecdotaria. Por ello dedicaré el resto de este pequeño trabajo a intentar ampliar la mirada sobre uno de los aspectos que no parecen formar parte de estos “mitos”. Se han cuestionado relatos históricos que sostuvieron proyectos políticos de antaño, pero de manera muy limitada se ha afrontado la noción de “territorio” que forma parte del imaginario colectivo y que ha sobrevivido a los mas diversos proyectos políticos y a las distintas escuelas historiográficas (6) . Que a Lanata le parezca importante la nacionalidad de Saavedra y Pigna que California haya sido Argentina demuestra que, significativamente, uno de los “mitos” de los que no se duda en ningún momento, es el de la particularidad de la noción de territorio. A continuación desarrollaré con brevedad “una historia” (o relato) sobre quizás
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el iniciador una de las cuestiones que no se han cuestionado: el lugar del territorio. DE
PERDIDAS Y GRANDEZAS
La literatura “histórica”, entendida como relatos de ficción, tiene un principal sujeto constructor: el estado. El “estado narrador” impone una manera de contar, centraliza las historias. En el proceso de construcción de la nación su rol fue casi hegemónico: adoptó un discurso moderno, evolucionista y optimista, como si una “historia providencial” encaminada a la salvación lo guiara. En su versión secular (la que se construyó desde finales del siglo XIX) fue la civilización y el progreso. Será la civilización la que diseña la historia; no la escribe: la hace. Como sostiene León Pomer en La construcción del imaginario histórico argentino, “el lenguaje crea significantes políticos, el relato controla las interpretaciones de la memoria estableciendo criterios de significación únicos, e intenta, muchas veces con éxito, uniformar los hábitos mentales, controlar los usos del tiempo histórico y crear un publico que la repetirá, la divulgará y la inculcará”. El discurso reconstruirá el lenguaje y sus significaciones. Pero la matriz quedará salvada: una visión del mundo, una interpretación de la sociedad y de su historia, una imagen del pasado, una esperanza futura, un “nosotros” y un “ellos”. Sostiene Pierre Bourdieu, en la construcción de un espacio de mediación / cohesión, la escritura de la historia contribuirá a formar un complejo de representaciones y de categorías ordenadoras y un “sistema de disposiciones durables, estructuras estructuradas dispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, esto es, como principio que genera las prácticas y las representaciones”. Se construye una identidad que pone reglas, enjuicia, impone los usos, modos y oportunidades. Dicho proceso, que Bourdieu denomina “dominación simbólica”, se pretende instaurar no para que opere como coerción externa, sino para que lo haga desde la misma interioridad de las personas. El poder designa quién dice “la palabra” y le dará el poder de “construir sentido común”. Es decir, quienes dominen la palabra impondrán ideas, significaciones, conducirán el conflicto, descubrirán semejanzas, enmascararán similitudes inconvenientes, organizarán el conformismo e, incluso, hasta la discrepancia. Es necesario hacer otra aclaración: el lector como sujeto receptor de los relatos históricos no es un prisionero de estos, ni tampoco rehén de escritores de dudosa moral que buscan engañarlo con oscuros fines. Pese a que existen quienes construyen el relato a la medida de sus intereses particulares, existen amplios espacios en donde la “ficción” de los discursos constructores de la nación no siempre fue voluntaria. A menudo, afirma Saer, floraciones sutiles transgreden los protocolos del cronista más vigilante. Estos relatos estarán organizados de manera policial: afirma Piglia que es bien argentino construir el relato desde el complot, la conspiración, el sabotaje, el mecanismo oculto, la razón secreta, cuyo límite no es la utopía, sino la amenaza (7) . Esta trama de relatos asimismo, expresan obviamente relaciones de fuerza, que definirán dicha amenaza y cómo afrontarla o intentar eliminarla. Tengamos en cuenta que eliminar definitivamente “la amenaza” se convierte en la peor amenaza para quienes detentan el poder: sin “conspiradores” a la vista, los discursos legitimadores de su accionar se vacían de contenido. Es así que cuando los proyectos políticos sostenidos desde el estado pierden su legitimidad, se comienza a cuestionar
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la noción de sentido de los relatos y es así como los héroes de ayer pueden ser cuestionados sin problemas. No aportan mucho, ni ponen mucho en riesgo quienes cuestionan a nuestros antiguos héroes, algunos ya desprestigiados, otros aún vigentes, en nombre de nuevos proyectos y nuevas construcciones de sentido. Sin embargo, en este sube y baja de proyectos políticos, relatos legitimadores y héroes, no se puso nunca en cuestión la noción de territorio como constitutiva de la nacionalidad. Sin poder entrar en los análisis acerca de las teorías de la nacionalidad, ni en el proceso constitutivo de la nación como relato y en el del estado como constructor de nacionales, seleccionaré algunos relatos que van mostrando cómo la noción de territorio será la principal constitutiva de la nacionalidad y en consecuencia dará forma a la particular noción de “grandeza” que caracterizarían los relatos y narraciones acerca de nuestro país. En lo concerniente al espacio físico, entre la denominada “campaña del desierto” y la guerra de Malvinas, hubo distintos conflictos de límites. Pero no hubo conflicto en los relatos legitimadores acerca del territorio propio. Lo mas cercano fueron quizás las “guerras toponímicas” ganadas por los poderes de turno. Afirma Saer que “La tábula rasa es el principio fundamental de todos nuestros gobernantes, especialmente los militares. Avenidas, calles, hospitales, provincias, escuelas, ciudades, monumentos, etc. tuvieron su vals onomástico”. El cuestionamiento a las nociones de territorio no llegó más que al campo de la toponimia. La primera asociación que se hace con la noción de territorio es la de pérdida. Hubo una asociación incuestionada entre el territorio del Virreinato y los límites del nuevo estado surgido de la revolución. El mito de las pérdidas territoriales tiene fecha de inicio: el mismo 25 de mayo de 1810. Al querer convertirse en el centro político y administrativo del nuevo estado, Buenos Aires chocó con tradicionales e históricas unidades virreinales como la Audiencia de Charcas o la Gobernación del Paraguay, las que consideraban que habían retomado su autonomía de España, así como de Buenos Aires (8). El principio que se aplicó para ajustar los límites en los procesos de independencia de las colonias españolas de América fue el de uti possidetis. Paulo Cavaleri en La restauración del Virreinato explica que este principio “comprendía la preservación de las fronteras que existían bajo el régimen español en el tiempo de la independencia, correspondiente a cada una de las antiguas entidades coloniales (...). A cada una de ellas les correspondía ejercer soberanía dentro de los límites establecidos por la corona española para las provincias que los nuevos estados habían sustituido”. Existen muchos relatos, incluso algunos actuales, que a partir este principio sostienen la noción de “perdida territorial”. A modo de ejemplo transcribimos uno de ellos: “La Argentina ha sufrido en el pasado pérdidas territoriales de importancia que no deben repetirse. 1) Virreinato del Río de la Plata, 1796. 2) Segregación del Paraguay, 30/9/1813. 3) Formación de Bolivia, 1825. 4) Pérdida de parte de Misiones, 1825. 5) Separación del Uruguay, 1828. 6) Chile se expande hasta el Cabo de Hornos, 1828. 7) Ocupación inglesa de las Malvinas, 1834. 8) Pérdida del Estrecho de Magallanes y Península de Brunswik, 1843.
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el iniciador 9) Segregación de Villa Oriental y Territorios anexos al Paraguay, 1869. 10) Segregación de Tarija y parte del Chaco argentino, 1889. 11) Pérdida de Puerto Natales, 1893” (9) Desde este punto de vista los relatos buscarán culpables, traidores y patriotas. Lo cierto es que esta noción incluso sigue vigente. No es nuestro objetivo analizar los procesos por los cuales estos desmembramientos o “perdidas” se produjeron (10), sino desnudar la ausencia de relatos cuestionadores de la manera en que se aplicó el principio uti possidetis y por lo tanto la noción de restauración virreinal (11) . Sostiene Cavaleri que fue Rosas el primero que sostendrá un plan de reconstrucción del territorio virreinal para mantener la cohesión interna, retrasar un proceso de organización política y detener la ansiedad de las potencias extranjeras. Por ello no reconocerá al Paraguay, intervendrá en asuntos internos del Uruguay y dejará que Bolivia anexione el territorio de Tarija, originalmente parte de la provincia virreinal de Salta del Tucumán. Veamos, como ejemplo, como relata un texto escolar el hecho: que “Rosas manifestó que no deseaba posesionarse de parte alguna del territorio considerado de su pertenencia por el país vecino” (12).
La ausencia de cuestionamiento de este principio, hizo que opositores a Rosas sostuvieran lo mismo. Alberdi afirmará que el Virreinato fue disuelto “por el localismo mal entendido de Buenos Aires, cuyas exigencias imprevisoras produjeron las segregaciones de los países argentinos, que son hoy Bolivia, el Paraguay y la Banda Oriental” Bartolomé Mitre quizás sea el único historiador que no compartió la mirada redentora respecto al territorio. En una nota de 1880 en el diario La Nación, afirmará que: “la idea de reconstruir el antiguo virreinato del Río de la Plata es un sueño que todos los argentinos han abrigado mas o menos en sus días de entusiasmo juvenil, en que la política se hace con la imaginación y el patriotismo se alimenta con ideas de grandeza fantástica (...) Si alguna vez las partes o el todo de lo que antiguamente formo el virreinato del Río de la Plata volviesen a reunirse en un solo cuerpo de nación, seria por su propia gravitación (...), pero nunca por combinaciones artificiales ni acciones violentas que comprometieran su propia vida”. La denominada “campaña del desierto” de 1880, junto al Tratado de límites con Chile de 1881, culminarán la primera etapa de consolidación territorial. Es en estos años que surgen con fuerza los relatos legitimadores de restauración virreinal. Vicente Quesada, el principal promovedor de esta idea, convirtió el territorio virreinal en una obra sin igual: los límites “dispuestos genialmente por la previsión borbónica en 1776” fueron naturalizados, transformándolos en un lugar “predestinado” para que se configure la “Argentina”. No debemos olvidar que este territorio -sostendrá Quesada- se convertiría en el molde de una futura nación por previsión de Carlos III. Es necesario agregar que tamaño molde se mantuvo unido bajo la órbita de la Corona española por solo 34 años. Otros autores también se referirán a la desmembración virreinal. En el siglo XX, Ricardo Rojas considerará que “la formación de Bolivia y la segregación del Uruguay no eran sino ‘el fruto de absurdos sentimientos antiargentinos¨”. Con posterioridad, Julio Irazusta considerará al Virreinato una creación más rioplatense que borbónica, y su fracaso se deberá a la ideología de la revolución francesa,
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introducida en 1810, que abrió el camino de los desmembramientos (13). Un texto escolar de 1892 también se refiere al tema: ”La pérdida de la antigua provincia Cisplatina (hoy República Oriental del Uruguay), la República del Paraguay, la provincia de Tarija, que hasta el congreso de 1826 mando sus representantes, la de Charcas que lo mandó en el congreso de 1819 y otras del Alto Perú, fue el resultado de la desunión que predominaba en el espíritu de algunos ciudadanos de aquella época” (14). Como último ejemplo recurrimos a Arturo Jauretche. En su libro Ejército y política adjudicará a la frase “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión” consecuencias impensables: acusará a la generación de Caseros de no oponer una política de expansión frente al Brasil: “Caseros significa así, en el orden político internacional, la consolidación de las disgregaciones oriental, altoperuano y paraguaya y las manos libres para su expansión definitiva sobre los países hispanoamericanos limítrofes, de los que la Confederación constituía el antemural”. La guerra del Paraguay le permitirá a Brasil, según Jauretche continuar con su política de “disgregación del Virreinato del Río de la Plata y la destrucción de nuestra Patria Grande”. Que nuestro territorio virreinal haya sido balcanizado es, para Jauretche, obra de los extranjeros. Para sorpresa de muchos, Jauretche aplaudirá a Roca, que en su “campaña del desierto” se opuso al miedo sarmiento a la “extensión” y conquistará un territorio para la patria, continuando con la obra que Rosas había comenzado casi medio siglo antes. La ocupación de la Patagonia, la definición de la frontera con Chile y la ocupación de Chaco y Formosa hasta la frontera del Pilcomayo, continúan con la mirada “nacional”. Roca es “el fundador del nuevo Ejercito Nacional (...) Este es el momento decisivo y es bueno señalar lo que destaca Ramos: al lado de Roca está Hipólito Yrigoyen, jefe del futuro gran movimiento nacional”. La centralidad de la idea de restauración virreinal promoverá la crítica de Jauretche a Marcelo T. De Alvear, ya que este había afirmado que “la Patria no debe excederse de los límites preestablecidos (...) No es cuestión de que el país caiga otra vez, como en el pasado, en el sueño imperdonable de querer reconstruir el Virreinato”. Esta obsesión con los límites lo llevaron a afirmar que íbamos a ser un país replegado y condenado a una actitud defensiva si continuábamos negando que nuestras fronteras estratégicas, en lo económico, lo social y principalmente en lo militar “siguen siendo las del Virreinato”. En esa titánica tarea nos encontramos con lo que no nos lo permiten: los expansionistas Chile y Brasil, que “quieren adueñarse de nuestro territorio” Aún hoy muchos relatos históricos sostienen las nociones de “perdida territorial” y de “restauración virreinal” en base a la naturalización del principio de “uti possidetis” (15). Pero este nacionalismo territorial no se redujo a dicha reconstrucción virreinal. También apeló a relatos deslegitimadores de aquellos países vecinos que no formaron parte del Virreinato. Afirma Cavaleri que “el mito del virreinato construye la alteridad de la Argentina con sus vecinos desde lo negativo y lo descalificatorio. En termino concretos, genera desconfianza hacia Brasil y Chile y desdén hacia el Uruguay, el Paraguay y Bolivia”: La noción de expansionismo aplicada a Chile tiene entre sus mentores a Juan José Biedma, militar participante de la “campaña al desierto”, luego director del Archivo General de la Nación y profesor del Colegio Militar. Sostiene Cavaleri que Biedma, con verdadero odio pretenderá demostrar “como Chile está dispuesto a repetir su proceder de la reciente Guerra del Pacífico (...) no solo desea triun-
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el iniciador far en su conflicto limítrofe con la Argentina, sino humillar y aniquilar al país, reduciéndolo a la ultima expresión como entidad social americana (...) Chile prepara el exterminio al que ya sometió hace pocos años a las naciones hermanas del Pacifico, el Perú y Bolivia”. Mas adelante explicará Biedma, según relata Cavaleri, que “Chile le debe a la Argentina, además de su libertad e independencia, su primer himno nacional, su biblioteca nacional, donación del vencedor de Maipú, su primer buque de guerra, capturado por un argentino a los españoles, y hasta su primer almirante, Manuel Blanco Encalada, argentino él también” (16) . Continuando con sus diatribas afirma: “Después se desencadena frenética la ambición por nuestros territorios y encuentran que nosotros, que les dimos todo, les hemos detentado un pedazo de tierra; y ocupan primero, allá en el confín de América, un puerto nuestro, después reclaman la Tierra del Fuego, después Magallanes, y así sucesivamente Río Gallegos, Santa Cruz, Chubut, Río Negro, toda la Patagonia (...) porque todo es de ellos y nosotros el pueblo rapaz, los grandes ladrones del continente”. Concluye, afirmando que existe una irremediable incompatibilidad entre ambos pueblos: son “dos caracteres, dos educaciones, dos instintos, dos inclinaciones absolutamente contrarias: la una noble generosa, despejada, abierta, luciente como el sol simbólico de nuestra bandera; la otra representada por dos adefesios de la naturaleza, el uno real, el otro fantástico: el cóndor rampante y el huemul cornudo que guardan su escudo nacional. Nuestra enorme superioridad justifica su odio: nos odian porque nos deben favores inapreciables; nos odian porque nos envidian y nos envidian porque valemos más. No son los Andes los que nos separan, no. Nos separa un abismo moral que solo Dios podría colmar haciéndolos iguales a nosotros”. Queda claro: el discurso de la intolerancia no se quedará en esta lejana conferencia. El siglo XX será testigo de esta “mirada” del Chile “inferior” en el imaginario colectivo. La idea de una conspiración chilena deseosa por todos los medios de la Patagonia ha sido continuada en la segunda mitad del siglo pasado por el historiador Ricardo Caillet Bois. Paulo Cavaleri sostendrá que Caillet Bois estaba convencido de que los chilenos buscaban desmembrar nuestro territorio, por ejemplo, infiltrando movimientos anarquistas en la Patagonia en 1920 (los sucesos conocidos como la patagonia trágica), e inoculando a través de los medios a su alcance la idea de que “la Argentina le robo a Chile la Patagonia”. Hipótesis similares se encuentran en textos escolares argentinos que, al referirse a la “campaña del desierto”, le adjudican a indígenas enemigos una nacionalidad extranjera, como es el caso del “cacique chileno Calfucurá” (17). Estas ideas volvieron a aparecer en medio del conflicto por el Canal de Beagle a finales de la década del setenta, cuando otro principio salió a la luz: “Argentina en el Atlántico, Chile en el Pacifico” Carlos Escudé hará un análisis histórico de este principio que aún hoy muchos historiadores consideran incuestionable (18) . De manera similar, la mirada hispanoamericana del revisionismo histórico encontrará en Brasil, heredero del imperio portugués, el peor enemigo para el territorio argentino y latinoamericano. El Brasil expansionista es la principal consecuencia de las políticas de la patria chica, sostiene en su libro Ejercito y Política, Arturo Jauretche. El avance brasileño, a expensas primero, de las colonias españolas y luego de las Provincias Unidas, será el principal motivo de la disgregación del territorio: “La Argentina opuso a la política de expan-
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sión -la frontera externa-, buscada por el Brasil, la política de la profundidad, la del progreso, la del avance en la frontera interna”. Brasil hará lo contrario, cuenta Jauretche -en un capitulo entero dedicado a este tema- “puso su acento en la extensión geográfica, mientras nuestro país se achicaba. Ahora Brasil ha completado la expansión soñada y se vuelve hacia el proceso interno para poner su acento sobre el avance en profundidad”. Frente al problema sarmientino de la extensión, opone una cita de Osvaldo Aranha: “¡Pobre Brasil, condenado siempre a ser un gran país en el futuro!”. La expansión brasileña, según Jauretche, será sobre todos los países del continente y apenas si se detuvo por la creación del Uruguay, obra de Gran Bretaña. Argentina perderá territorio de la provincia de Misiones en 1885, “pérdida imputable al expurgue minucioso realizado en nuestros archivos por los servidores nativos del Brasil”. Para concluir, no podemos dejar de referirnos, brevemente, a dos territorios que forman parte de la argentina deseada: la Antártida y las Islas Malvinas y a algunos relatos escolares que legitiman los reclamos argentinos. El primero es el del Triangulo Antártico Argentino. Un decreto de 1946, del Presidente Perón, exigió que todos los mapas del territorio de la República Argentina sean aprobados por el Instituto Geográfico Militar. A partir de allí, de manera obligatoria, y hasta hoy vigente, todo mapa argentino posee en su extremo inferior el famoso triángulo de lo que denominamos la Antártida Argentina y no es más que un territorio en el que el Estado Argentino, firmante del Tratado Antártico, posee desde hace más de un siglo presencia efectiva ininterrumpida. No existe soberanía argentina sobre el territorio mostrado en los mapas. El triangulo es fruto de un reclamo realizado en 1957 (el último reclamo de los países signatarios del Tratado) pese a que la presencia en el territorio data de 1904 (19) . Respecto al territorio de Malvinas, es a partir de 1941 que los programas educativos incluyen la cuestión con mucho mayor detalle y una mirada beligerante. Luciano de Privitellio afirma que en los textos escolares, “a la hora de exponer los conflictos, concurren cuatro características del discurso de la nacionalidad: la preeminencia del discurso territorial, la confusión entre la función de los derechos territoriales en los estados dinásticos y patrimoniales y en los modernos estados nacionales; la incongruencia entre el relato de los acontecimientos anteriores a 1810 y los derechos incontrastables que España tendría sobre las islas; finalmente, la potencialidad autoritaria de los discursos de la reivindicación territorial, que un verdadero argentino no puede discutir” (20) . El conocido texto escolar de Ibáñez sostiene que los franceses e ingleses “intrusos” fueron expulsados “por los españoles de nuestras Malvinas”. Mediante el deslizamiento entre la pertenencia a España y el uso posesivo al llamarlas “nuestras”, pareciera que los españoles nos estaban haciendo un favor por adelantado. El principal recurso legitimador en los textos escolares es la noción de plataforma submarina. El origen de esta noción es un decreto del 11 de octubre de 1946, el Presidente Argentino Juan D. Perón, por el que se declaran pertenecientes a la soberanía de la Nación, el mar epicontinental y el zócalo continental argentino. El mismo expresa que “en el Orden Internacional se encuentra taxativamente admitido el derecho de cada país a considerar como territorio nacional toda la extensión” de estas zonas marítimas”. En realidad el principio de plataforma submarina fue aprobado años después, en la Convención de las Naciones Unidad sobre el Derecho del Mar el 30 de abril de 1982 y obviamente no tiene efecto retroactivo. Por lo tanto la decisión de 1946 había sido una decisión unilateral.
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el iniciador CONCLUSIÓN Hemos seleccionado algunos pocos relatos enfocando la cuestión del territorio como discurso preformativo de una particular forma de nacionalismo. Entre las consecuencias que generan este tipo de narraciones sostiene Luis A. Romero que “la imagen que se construye de la Argentina y de los argentinos es tan sólida, compacta y consistente que no requiere construirse contra nadie en particular. La seguridad sobre su destino de grandeza era paralela a la sospecha sobre las fuerzas ocultas que impidieron su concreción”. La noción de grandeza territorial se entrelaza con las características propias que definirán la riqueza de la Argentina. La riqueza estará en el propio territorio. El texto escolar al que aludimos con anterioridad de 1892, redactado para niños de cuarto grado, define a la Republica Argentina como “la nación mas rica de América del Sud, por su cultura, civilización, fuerza militar y fuentes naturales de riqueza que posee”. La historia de nuestra riqueza sea quizás la más execrable historia de un sueño. El sueño de nuestro propio nombre, en cuyo territorio no se encontró un gramo de plata. ¿Cuál es el eje de la nuestra particular riqueza? Lo que nos hace afirmar sin inmutarnos “somos un país rico” — afirmación que paradójicamente y con orgullo repiten hasta los más humildes— es la riqueza de una parte de la tierra, de una pequeña parte del territorio. Pese a lo afirmado por Alberdi en Origen y medio de la riqueza: “La riqueza no reside en el suelo ni en el clima. El territorio de la riqueza es el hombre mismo”, la riqueza argentina está bajo tierra. En síntesis, la importancia de la noción de territorio está íntimamente ligada a la noción de la tierra como fuente de riqueza. Paradoja que lleva a la naturalización del discurso que no cesa de repetirse en los más variados ámbitos. En Respiración Artificial, Ricardo Piglia muestra como la idea de “riqueza” deviene de habernos apropiado paradojalmente del discurso de los dueños de la tierra de antaño: Luciano Ossorio —uno de los personajes de la novela-
caudillo conservador, monologa en
su estancia: “Estoy paralítico, igual que este país, decía. Yo soy la Argentina, carajo, decía el viejo cuando deliraba. Empezó a identificar la patria con su vida, tentación que está latente en cualquiera que tenga más de 3000 hectáreas en la pampa húmeda”. NOTAS 1 - Me refiero a Felipe Pigna, Jorge Lanata y Pacho O’Donnell principalmente, aunque este boom fue aprovechado por muchos otros escritores. 2 - Existen toda una escuela de los pesimistas que buscan los orígenes de los males locales. Quizás el mas conocido sea “El mal argentino” que publico el filosofo oficial de la ultima dictadura Victor Massuh. 3 - Lugar común de la historiografía local. Quien lo plantee como un dogma deberá creer por ejemplo, que la verdadera historia del nazismo la deben escribir los que perdieron, es decir los nazis. 4 - Para un análisis mas específico de la cuestion ver el libro de Leon Pomer La construcción del imaginario historico argentino. 5 - Leopold von Ranke es considerado el padre de la historia “científica”, propugnó el método filológico por el que son los documentos y no el historiador el que hable. 6 - Uno de los libros que ha afrontado el tema es Sal en las heridas de Vicente Palermo, Sudamericana, 2007.
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7 - Ricardo Piglia. Crítica y ficción, Seix Barral, 1996. 8 - No debemos olvidar que la creación del Virreinato por parte de la Corona no estuvo originada en su unidad económica o cultural, sino que fue resultado de una mirada estratégica del continente y de la amenaza que representaban los portugueses y sus intereses en el Río de la Plata. 9 - Salguero, R., Todo sobre el Beagle, El Cid Editor, Buenos Aires, 1979. Desarrolla una tarea similar Eduardo Ponde en La Argentina Perdedora, Legasa, 1995 y los libros referidos al tema editados por el Circulo Militar. 10 - Son interesantes para analizar estos procesos los libros La restauración del virreinato. Orígenes del nacionalismo territorial argentino de Paulo Cavaleri y el trabajo de Carlos Escude y Andrés Cisneros Historia de las Relaciones Exteriores de la República Argentina.( www.argentina-rree.com.ar) 11 - El principio de utis possidetis se aplicaba generalmente para resolver cuestiones derivadas de una guerra o de modificaciones territoriales, especialmente sostenido por grandes potencias usurpadoras. 12 - Libro escolar de Ibáñez. 13 - Las citas corresponden al libro de Cavaleri citado con anterioridad. 14 - El ciudadano argentino. Nociones de Instrucción Cívica de Francisco Guerrini. La Plata, 1892. 15 - Las principales críticas a la aplicación del principio de “utis possidetis” son, en primer término, que se aplica un principio sobre límites irreales: el territorio ocupado efectivamente era aproximadamente de 850 mil km2. En segundo lugar el principio se centra en la “posesión previa” cuando en realidad la posesión era del reino español. Creer que una revolución desde la capital virreinal garantiza la aceptación en el resto del territorio es al menos una noción cuestionable y no implica necesariamente la herencia de todo el territorio virreinal (de hecho no lo fue). Por último se heredó la ficción de poseer un territorio que no se ha explorado: España se adjudicaba territorios que no conocía y las Provincias Unidas mantuvieron esta ilusión. El 70 % del actual territorio argentino estaba ocupado por indígenas que no reconocían la autoridad de ningún estado. De alli que el principio de uti possidetis parece haber sido redefinido a lo argentino como “tener el derecho de poseer un territorio con independencia de su ocupación efectiva” 16 - Estos conceptos fueron publicados en un pequeño libro de carácter “panfletario” editado en 1898 que reproduce una conferencia brindada ese año, llamado ¿Por qué nos odia Chile? Un poco de historia citado por Cavaleri. 17 - Un excelente análisis de las cuestiones limítrofes entre Argentina y Chile se encuentran en La guerra de los mapas entre Argentina y Chile (mimeo) y La imagen del otro en las relaciones de la Argentina y Chile (1534-2000) FCE, 2003 de Pablo Lacaste. 18 - Principio que a partir del Protocolo Adicional que firman Argentina y Chile en 1893 en el que se solucionan problemas no resueltos por el Tratado de Límites de 1881. Sostiene Escudé que “el articulo, con sus especificaciones se refiere exclusivamente al área continental e inferir de el un “principio bioceánico”, extendible a la zona insular al Sur de Tierra del Fuego resulta, en la opinión de Chile, de la Corte Arbitral y del Papa, caprichoso e injustificado (...) Como se ve claramente, el llamado “principio bioceánico” es un principio válido por convenio mutuo para el continente, pero de manera alguna para la región insular. La propuesta papal, que incluye un principio de división bioceánica, lleva implícita pues, una autentica conquista diplomática argentina”. Citado de Carlos Escudé La Argentina: ¿Paria Internacional?, Editorial de Belgrano, 1984. 19 - El Tratado Antártico entro en vigencia en 1961, dos años después de haber sido suscripto por 13 países, uno de los cuales fue Argentina. El mismo congela por 40 años los reclamos y controversias sobre reclamos de soberanía en el continente (frozen claims). El artículo IV sostiene, además, que ningún acto o actividad que se lleve a cabo mientras el Tratado estuviera vigente podrá ser fundamento para hacer valer, apoyar o negar una declaración de soberanía en la región. 20 - En Luis Alberto Romero (compilador). La Argentina en la Escuela. La idea de nación en los textos escolares. Siglo XXI editores, 2004.
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el iniciador La inseguridad como problema público federico lorenc valcarce
INTRODUCCIÓN
En todas las sociedades, hay múltiples circunstancias que pueden ser consideradas como pro blemas colectivos y, de allí, susceptibles de un tratamiento específico por parte de los poderes públicos. La pobreza, los riesgos nucleares, los alimentos transgénicos, la situación de las mujeres, el SIDA, el desempleo, la criminalidad, las dificultades escolares, la soledad de las personas mayores y los innumerables hechos a los que estas etiquetas reenvían, pueden convertirse, bajo determinadas circunstancias, en “problemas públicos” (es decir, en cuestiones que afectan intereses colectivos y plantean la necesidad de soluciones públicas). Pero no hay nada natural en que ello suceda. Para que tal sea el caso, no es suficiente (y, a veces, no es siquiera necesario) que se verifique un cambio “objetivo” en el ámbito de la vida social al que se refiere, o que las dificultades se hagan más severas. En efecto, hay situaciones en las que se percibe la existencia de un problema cuando éste se ha hecho menos crítico; en otros casos, circunstancias que son construidas como problemáticas no se alejan de las condiciones “normales” de funcionamiento de la sociedad. Lo que es necesario, en primer lugar, para que algo sea considerado un problema, es que ciertos actores denuncien su existencia, que se movilicen para mostrar que tal es el caso y que sus definiciones de la realidad social sean aceptadas por un público más amplio. Por otro lado, es necesario que las principales arenas de producción y de circulación de representaciones sociales lo tomen en cuenta, a costa de otros potenciales “problemas” que pugnan por ser reconocidos como tales. Se trata, pues, de un proceso social de selección de problemas que se opera en la instancia de pasaje entre el espacio privado y el espacio público. En este trabajo, intentaré reconstruir las modalidades de la definición social del “problema de la inseguridad”, mostrando su autonomía relativa – tanto en términos cuantitativos como semánticos – con respecto a las cifras objetivas del delito que constituyen su objeto intencional. Eso permitirá ver que, más allá de las querellas sobre su medición, es una realidad social que existe y tiene efectos sobre las prácticas de los individuos y los grupos sociales. HECHOS REPRESENTADOS Y REPRESENTACIÓN DE LOS HECHOS Los hechos invocados para atestiguar la existencia de aquello que se conoce como “inseguridad” reenvían a múltiples objetivaciones construidas por diferentes actores sociales. En primer lugar, la “inseguridad” remite a esas construcciones sociales particulares que son los “delitos”, que resultan del encuentro entre un sistema de clasificaciones cristalizado en el derecho y una serie de conductas sociales calificadas como tales por ciertos individuos investidos de facultades institucionales (en particular, ciertos agentes del poder judicial). Por otro lado, existen ciertas creencias colectivas sobre este fenómeno “objetivo” y existen también percepciones subjetivas del riesgo que este fenómeno entraña, es decir, eso que diversos autores denominan “miedo al crimen” o “sentimiento de inseguridad”.
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A su turno, estos fenómenos “objetivos” y estas “representaciones” son retomados por diversos actores que luchan por imponer una definición de lo que pasa en la sociedad: interpretando las prácticas y las experiencias concretas de otros grupos sociales, los periodistas, los políticos, los expertos, los portavoces en general, especialistas todos ellos en la producción de símbolos abstractos, construyen aquello que conocemos como “inseguridad”. Ni pura facticidad, ni pura percepción subjetiva, ni pura invención de los productores especializados de símbolos, la “inseguridad” tiene pues una existencia plural. Remite al mismo tiempo a hechos concretos, a percepciones subjetivas y a estrategias simbólicas de estructuración de la realidad social. Todos estos elementos, reunidos en grado diverso y en combinaciones diferentes por los actores que toman la palabra en el espacio público, convergen en la definición social del “problema de la inseguridad”. LOS
HECHOS DEL DELITO
En casi todos los países, las estadísticas criminales se componen de tres mediciones fundamentales: las estadísticas policiales, las estadísticas judiciales y las encuestas de victimización. Las definiciones utilizadas para la construcción de estos indicadores retoman la clasificación nativa de aquellas acciones sociales definidas como delictivas (es decir, así catalogadas por los agentes policiales en el momento de tomar una denuncia o por los miembros del poder judicial en el momento de la instrucción, para las dos primeras mediciones; por los sociólogos que interpretan las experiencias de los entrevistados, en el caso de la última) sobre la base de ciertos tipos definidos, en principio, por el Código Penal, que remiten a su turno a complejos procesos sociales de fabricación y de aplicación de las normas jurídicas. De acuerdo con los estudios de victimización, únicos que dan cuenta de los delitos no denunciados a la policía y que gozan por lo tanto de un gran prestigio entre los criminólogos, alrededor del 40% de los argentinos sufren cada año algún tipo de delito. Lamentablemente, hace poco tiempo que en nuestro país se realizan estudios de este tipo y, por lo tanto, no pueden brindarnos una imagen de los movimientos en el largo plazo. Para estudiar la evolución de la criminalidad no podemos sino servirnos de las estadísticas policiales, sometiéndolas a una lectura crítica: puesto que la confección de estas estadísticas está en manos de la policía, los intereses y las estrategias de este actor institucional (interesado en el predominio de una determinada visión del problema, sometido periódicamente a la evaluación social y política de su trabajo, involucrado en las luchas por la distribución de los recursos del presupuesto estatal) inciden, o pueden incidir, sobre las cifras del delito. Según esta fuente, la tasa de delitos por 100.000 habitantes era de alrededor de 1000 a comienzos de la década de 1980, llegando a cerca de 2000 diez años mas tarde y superando la barrera de los 3000 con el inicio del nuevo siglo. Estas cifras revelan un aumento general de los delitos en los últimos años (1). El aumento se verifica también en cada uno de los tipos de delitos, con una tendencia levemente mayor en los delitos contra la propiedad. Sin dudas, estas estadísticas podrían llevar al observador a una conclusión que es común a una porción significativa de la sociedad argentina y a gran cantidad de especialistas, periodistas y políticos: la aparición del concepto de “inseguridad”, y la generalización de los debates públicos que han abierto el camino para una problematización colectiva de la criminalidad en los años
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el iniciador 1990, serían la consecuencia natural de una transformación objetiva en la morfología del delito. De este modo, la inseguridad se volvería un problema público porque ya era de antemano un problema “objetivo” de la sociedad. Ahora bien, hay un sinnúmero de reparos que podrían oponerse a este argumento. Examinemos algunos de ellos. LA
AUTONOMÍA RELATIVA DE LA PALABRA
Por un lado, veamos un contra-argumento que alude al salto cualitativo que lleva del “delito” a la “inseguridad”. En efecto, una creciente criminalidad y una mayor sensibilización (tanto en universo de las prácticas como en el de las representaciones) de determinados estratos de la población frente al delito no implican necesariamente que este fenómeno sea procesado socialmente con la ayuda de una noción como la de “inseguridad”. La disparidad semántica entre términos como “delito” o “crimen”, objetivados desde larga data en nuestras instituciones y en nuestro lenguaje, y el neologismo “inseguridad”, no puede pasar desapercibido para el analista. En efecto, hasta no hace demasiado tiempo, la palabra “inseguridad” se utilizaba para dar cuenta de estados individuales que consistían básicamente en un “temor a enfrentar desafíos” o una “conciencia de la precariedad”. En su nuevo y consagrado uso, que conoce evidentemente de diferencias y matices, la “inseguridad” remite a un estado colectivo y la amenaza externa que la constituye queda reducida a la simple figura del “delito” y los “delincuentes”. Este nuevo significado es el resultado de una operación de reducción y desplazamiento que ha pasado en gran parte inadvertida, naturalizándose por el uso. Pero este tipo de transformación no se opera sin que determinados actores la promuevan de manera activa. Ajena al lenguaje del sentido común, pero también ausente de la terminología policial o criminológica, la noción de “inseguridad” parece ser el resultado de ciertos usos periodísticos, luego apropiados por otros actores (2). Si consideramos otros casos nacionales, podemos comprender mejor la particularidad argentina. En Estados Unidos, el problema del delito y el tipo de efectos que este fenómeno tenía sobre los diversos grupos sociales fue procesado con las nociones de “crime” y “fear of crime” en los años 60. Problemas similares fueron organizados con las nociones de “insécurité” y “sentiment d’insécurité” en Francia desde finales de los años 70. La generalización de las nociones de “inseguridad” y “sentimiento de inseguridad” en los países de habla hispana desde finales de los años 80 nos indica dos cosas: por un lado, que nuestros países tomaron nota de los problemas relativos al delito común mucho más tarde que los países desarrollados y, por el otro, que los términos de la problematización reconocen una influencia más bien europea, y particularmente francesa. Ahora bien, una terminología de raíz francesa sólo puede haberse puesto en circulación por obra de los intelectuales de los países hispanoparlantes. A su turno, los únicos intelectuales que tienen hoy la capacidad de que sus apuestas terminológicas “prendan” socialmente son los políticos y los periodistas. EL
DESFASAJE DE UNA PROBLEMATIZACIÓN
Por otro lado, podemos considerar un contra-argumento de tipo temporal que llama la atención so-
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bre los defasajes entre las transformaciones objetivas del delito y su problematización en la agenda pública (sea que se la procese en términos de “inseguridad”, o sea que se la organice con la ayuda de cualquier otra categoría general). En efecto, la tasa de delitos cada 100.000 habitantes era de 1.115 en 1971 y cae ligeramente durante los años 1970, para llegar a 815 delitos por 100.000 habitantes en 1980. Por el contrario, las tasas de delitos de los años 1980 muestran un aumento proporcionalmente similar al de los años 1990: inferior a 1.000 delitos cada 100.000 habitantes a comienzos de la década, la tasa llega a casi 2.000 en 1989. Si la consideración de un problema por parte de los actores sociales que gozan del acceso a la palabra pública, por parte de las autoridades del Estado y por parte de los productores rutinarios de representaciones sociales (periodistas, políticos, intelectuales en general) fuese una consecuencia de los cambios objetivos de la sociedad, ¿por qué razones el aumento de los delitos no desembocó en una tematización pública de la criminalidad en los años 1980? Si las “condiciones objetivas” eran similares en lo que atañe a la criminalidad, ¿por qué el problema se convierte en un foco de atención para los profesionales de la política y para los periodistas recién en la segunda mitad de los años 1990? O, lo que no es sino la otra cara de la misma moneda, ¿por qué la preocupación por el tema aparece tan tardíamente en las encuestas de opinión pública? Estas preguntas ponen en cuestión la idea ingenua que el sentido común se hace de los problemas públicos. Si la única causa del “sentimiento de inseguridad” fuese el aumento de los delitos, si la cobertura mediática se explicara por el propio peso de los “hechos”, si los políticos actuasen en función de las dificultades objetivas a las que se enfrentan, si las encuestas de opinión expresaran las experiencias de la población, debería constatarse una variación concomitante entre estos grupos de fenómenos. No parece ser este el caso en lo que refiere a la Argentina. Entre 1991 y 1994, la tasa de delitos aumenta un 23,2% mientras que la cobertura mediática de los hechos delictivos se incrementa un 112,5%; entre 1994 y 1997 los delitos aumentan 25,2% pero el tratamiento periodístico se eleva un 72,7% (3). Por otra parte, la seguridad era un tema secundario de los debates electorales hasta la decisiva campaña bonaerense de 1997 y sólo llega a consolidarse como eje central de las luchas políticas a partir de 1999. Finalmente, las cuestiones relativas a la criminalidad y las preocupaciones que ella acarrea (amenaza real o imaginaria de ser victimizado, todavía no designada sistemáticamente como “inseguridad”) no ocupa un lugar privilegiado en los sondeos de opinión sino hasta 1997: entre 1986 y 1996, oscila entre el quinto y el sexto lugar de la lista de las “principales preocupaciones de los argentinos”, para acceder en 1997 a un segundo lugar del que no se moverá hasta nuestros días (llegando a veces al primero). En síntesis, en el mismo momento, la inseguridad emerge como uno de las inquietudes relevadas en los sondeos de opinión y un eje fundamental de las luchas políticas especializadas, siendo precedida temporalmente por un tratamiento cada vez más intenso por parte de la prensa. ¿Hasta qué punto no es esto un indicador del modo de constitución del juego político y de las relaciones sistemáticas que vinculan a los medios de comunicación, los profesionales de la política y las consultoras de opinión pública? ¿Hasta qué punto no denota este movimiento común, notoriamente distinto del movimiento de las cifras del delito, la autonomía del proceso de constitución de la inseguridad como problema público con respecto a la constitución del delito y la criminalidad como fenómenos sociales?
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el iniciador EL TRATAMIENTO PÚBLICO DE UN PROBLEMA SOCIAL Si el aumento de la criminalidad parece ser una condición necesaria para que haya una problematización pública del tema, este aumento no es suficiente para producirla. Debe haber además procesos endógenos al espacio de elaboración de las preocupaciones sociales que nos permitan explicar lo que ocurre. Para comprender la elaboración pública del problema de la inseguridad, se debe dar cuenta primero de las interpretaciones que los actores del mundo social hacen de la realidad en la que participan e intentar explicarlas luego en función de los vínculos sociales en el seno de los cuales estos actores se constituyen, sin olvidar que las descripciones de la realidad no son construcciones intelectuales que flotan en el aire, sino que reenvían al modo de composición, los intereses y la posición social de los actores que las producen. Si quisiéramos hacer una pre-historia de la “inseguridad” como problema público, no deberíamos retrotraernos a los orígenes coloniales de la institución policial, ni a las formas jurídicas de tratamiento de la desviación, ni siquiera a las transformaciones sociales (pauperización creciente, desigualdades galopantes, desintegración social y anomia) que terminan redundando, por una u otra vía, en un aumento de la violencia y la criminalidad en las últimas décadas(4). Basta constatar que lo que hasta mediados de los 90 era un asunto de competencia específica de ciertas categorías sociales bien definidas (diplomados en derecho, miembros del poder judicial, fuerzas de seguridad, periodistas de páginas policiales, investigadores periodísticos preocupados por el ejercicio deshonesto del poder estatal), se convierte de repente en uno de los principales objetos de tratamiento mediático, una de las principales “preocupaciones de los argentinos” relevadas por las encuestas de opinión y uno de los principales ejes de las luchas políticas. Es decir, la inseguridad se convierte en un problema de interés “general”. DE
LOS PASILLOS A LAS PANTALLAS
¿Cuáles fueron los mecanismos desencadenantes que hicieron que el problema emergiera con tanta fuerza en dicha coyuntura? Para responder esta pregunta, es menester hacer un pequeño rodeo. Antes de ser admitida como un problema público mayor – es decir, como uno de aquellos de los que se habla en los diarios socialmente calificados como “serios” y en las emisiones de las grandes figuras del periodismo político, como uno de aquellos que constituyen temas de campaña en las elecciones para los puestos considerados “importantes” o que son tomados como objeto de discurso por los principales actores del campo político –, la “inseguridad” era una cuestión tratada en el marco de los estrechos límites de las instancias oficiales consideradas competentes en este dominio y de las respectivas secciones de “hechos policiales” de los distintos productos informativos generados por los medios de comunicación. El tratamiento político del problema de la inseguridad era, entonces, un asunto dejado casi exclusivamente en manos de los responsables gubernamentales de la policía y la justicia, así como de las comisiones de legislación penal y de seguridad interior en el Congreso y las legislaturas provinciales. Con los policías, los jueces, los criminólogos y los penalistas, estos actores políticos temáticamente especializados constituían una “red de políticas públicas” poco visible, encargada de hacer frente a
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dificultades concretas, vinculadas con la gestión de los diversos aspectos operativos del funcionamiento del sector, tratadas rutinariamente con los recursos político-institucionales disponibles. Existían intereses y puntos de vista diferentes, por supuesto, pero las disputas no se definían en el terreno del debate público. Existían alianzas cruzadas entre expertos, actores burocráticos y profesionales de la política que podían construir un equilibrio para promover una acción pública determinada, pero ello no involucraba una mediatización mayor ni la participación activa, más no sea intermitente, de los diversos segmentos del público. Por lo demás, las luchas entre juristas y policías, entre militantes sociales y fuerzas del orden, no tenían todavía un campo de acción en común: si luchaban los unos contra los otros, lo hacían de manera indirecta, procurando influir sobre los actores políticos encargados de las organizaciones especializadas del Estado, sobre los grupos parlamentarios y sobre los periodistas. Este sistema de relaciones se transforma radicalmente cuando el tratamiento político de la inseguridad se convierte en un asunto con fuerte visibilidad pública: estos grupos sociales abandonan los pasillos ministeriales y parlamentarios, para encontrarse frente a frente en el espacio público, a veces de manera directa – en los estudios de televisión, en los coloquios organizados por instituciones “neutras” que se interesan desde entonces por el asunto, o por medio de artículos de opinión publicados en los diarios –, a veces de manera indirecta – por medio de la “re-presentación” de las posiciones de estos grupos en las intervenciones de los profesionales de la política y otros portavoces colectivos autorizados, como los sacerdotes, los periodistas y los intelectuales en general –. De este modo, se transforman las relaciones entre los actores, sus estrategias y el sistema de acción que comparten por el mero hecho de la publicización del juego. La aparición del problema en el espacio público puede ser así datada y las causas específicas de su emergencia pueden ser puestas de manifiesto con ayuda de un método (o un tipo de razonamiento) genético. Pero la génesis del fenómeno no basta para dar cuenta de su persistencia (que debe necesariamente sustentarse en causas siempre operantes), ni de su configuración específica (que depende de las estructuras y los modos de funcionamiento de los grupos sociales que le sirven de sustento). Así, una vez que el hecho ha ganado un lugar en el espacio público, ciertas lógicas recurrentes de tratamiento tienden a predominar: una aproximación estructural sirve para dar cuenta de este tipo de fenómeno. OLAS
DE INSEGURIDAD Y CÍRCULOS POLÍTICO-PERIODISTICOS
La “inseguridad” tiene dos modos típicos de aparición en los medios de comunicación y en las instancias políticas: un modo rutinario, que involucra a los actores que se ocupan siempre de la cuestión (periodistas de las páginas policiales, autoridades del área, legisladores especializados) y un modo extraordinario, que hace intervenir a actores que sólo tratan el tema de manera intermitente (periodistas generalistas, autoridades políticas de mayor jerarquía, líderes de la oposición). Mientras el primer modo de tratamiento constituye la materia prima con la que se elaboran las representaciones sociales sobre la inseguridad, el segundo contribuye a intensificar el interés por la cuestión, ponerla en el centro de la atención pública y hacer circular visiones generales sobre el asunto. En el primer caso, pueden observarse ciclos largos de atención sobre distintos problemas sociales
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el iniciador que se expresan, sin embargo, en casos particulares muy resonantes que cambian vertiginosamente el foco de la atención pública (una niña desnutrida en Tucumán, el secuestro de un empresario, las movilizaciones de los chacareros o las valijas del avión presidencial). En el segundo caso, pueden encontrarse elaboraciones más generales sobre los problemas que enmarcan estos hechos puntuales (pobreza, inseguridad, distribución del ingreso, corrupción) que tienden a persistir en el mediano plazo, estructurando la producción periodística y el debate político. En ambos casos, el tratamiento de los problemas adquiere un formato cíclico y circular que expresa la naturaleza de las actividades de los profesionales de la política y de los profesionales de la información, así como las relaciones sistemáticas que unen a estos dos grupos sociales. El tratamiento periodístico de los hechos agrupados bajo la categoría “inseguridad” es sumamente heterogéneo: varía según los órganos de prensa y según los momentos, tanto cuantitativa como cualitativamente. Hay, sin embargo, una tendencia creciente a ocuparse de este tipo de hechos y a tratarlos de manera dramática. Esta selección temática y estilística responde a esquemas generales de percepción del mundo social que son propios de la profesión, pero que están asimismo marcados por el origen social de los periodistas. Las relaciones de competencia y observación recíproca entre los periodistas, así como una socialización común, tiende a reforzar la convergencia temática, así como la posición específica de cada periodista y cada órgano de prensa tiende a fomentar la divergencia matizada de los enfoques. Sobre la percepción que los periodistas se hacen de las cosas operan también determinadas presiones sociales que se hacen sentir en tanto “fuentes”, o a través de canales más informales. La sola intensificación del debate político sobre la cuestión, cuyas causas específicas es necesario sondear en cada coyuntura, basta muchas veces para que los medios periodísticos retomen el tema como criterio de selección de los contenidos de la información. La agenda política, y la dinámica de las interacciones entre los actores que la producen, tienen también un carácter cíclico que resulta de una dinámica similar, en sus aspectos más generales, a la que tiene lugar en el espacio periodístico: en todo caso, los actores del campo político están sometidos a lógicas específicas bien distintas de aquellas que observamos en el universo de los medios, pero ellas tienden también a constituir interacciones sistemáticas que abarcan a todos los que participan del juego. A su turno, también ellos están sometidos a influencias exteriores, que les vienen tanto de las organizaciones de la sociedad (iglesias, partidos, sindicatos, asociaciones, medios de comunicación), como de los grupos sociales que se constituyen en el Estado (fuerzas armadas y de seguridad, educadores, burócratas) y de la “opinión pública” construida por las encuestas de opinión. En tanto actores profesionales, tanto los periodistas como los políticos están sometido a una serie de condicionamientos específicos de sus medios sociales que no pueden ser explicados por factores exógenos. En tanto actores representativos, los unos y los otros están sometidos a presiones sociales exteriores que pugnan por encontrar un canal de expresión en los productos específicos de unos y otros, sean productos periodísticos (crónica, comentario, editorial, titular), sean productos políticos (discursos, proyectos de ley, decisiones administrativas, asignaciones presupuestarias). Como resultado del formato de las relaciones entre los diversos campos y actores que convergen en el espacio público, el tratamiento del problema no es solamente cíclico, sino también circular. Las relaciones sistemáticas entre periodistas y políticos hacen que las acciones de ambos grupos se sin-
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cronicen, contribuyendo a la unificación de una “agenda pública” cuyos temas articuladores aparecen como evidentes, cuando en realidad resultan de procesos selectivos. Hay momentos en los que el debate político en torno a la “inseguridad” se hace más vivo: las luchas políticas son retomadas por los medios y el problema recibe así la atención de otros grupos sociales, que en principio pueden estar más habituados a prestar atención a lo que pasa en la arena política antes que a aquello que tiene lugar en otros espacios de vida social (y, por lo tanto, en otras regiones del territorio mediático). Hay momentos en los que lo que se intensifica es el tratamiento periodístico de la “inseguridad”: a partir de algunos delitos considerados noticiables por algunos periodistas y seleccionados a través de complejos procesos de toma de decisiones que tienen lugar en las empresas mediáticas, los hechos criminales se convierten en noticias centrales y una “ola de inseguridad” puede nacer en el seno de las redacciones. Se imponen como realidades indiscutibles, aunque no constituyan nunca el resultado de una intensificación efectiva de los hechos de los que las crónicas diarias pretenden dar cuenta. Ahora bien, una vez que la ola se ha formado, tiende a crecer y todos los actores se suben a ella (políticos, policías, jueces, asociaciones, incluso obispos y rabinos). Muy frecuentemente, algunos de estos mismos actores han contribuido a la producción de la ola en su carácter de “fuentes” de los periodistas. De este modo, se pone de manifiesto el carácter circular del tratamiento que el problema de la inseguridad recibe en el espacio público: sea iniciado por los periodistas (o por fuentes más o menos ocultas que pueden manipularlos, como los jueces, los policías y los funcionarios), sea iniciado por los profesionales de la política, el debate sobre la inseguridad hace hablar siempre al mismo conjunto de actores socialmente reconocidos como competentes en este dominio. Tanto el tratamiento “en olas” como los mecanismos sociales de selección de actores con derecho a tomar la palabra sobre el tema en el espacio público, nos muestran que – más allá de los efectos que el “aumento objetivo” del problema pueda tener sobre la atención pública que se le brinda – la consideración de la inseguridad en el espacio público está determinada por las lógicas que marcan el ritmo de las actividades políticas y periodísticas. Por su parte, estas actividades no pueden ser comprendidas si no se toman en cuenta las relaciones de determinación cruzada que las constituyen: aun cuando gozan de una relativa autonomía, el campo político y el campo periodístico guardan relaciones recíprocas muy fuertes que están en el centro del funcionamiento del espacio público contemporáneo. CONCLUSIONES En Argentina, la “inseguridad” constituye hoy un problema público mayor. Se habla profusamente de ella en los medios de comunicación y en las campañas electorales, en los documentos de la Iglesia y en los coloquios del mundo empresario, en las series de televisión y en los trabajos publicados por científicos sociales. Hay personas que definen su lugar de residencia y sus hábitos más básicos de consumo, incluso individuos y familias que abandonan el país o las grandes capitales, invocando la “inseguridad” como una de sus principales razones. Asimismo, hemos sido testigos de movilizaciones callejeras organizadas en torno a la única demanda de “seguridad” que han logrado hacer salir de sus casas a grupos sociales que frecuentemente no lo hacen. De esta manera, la inseguridad existe
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el iniciador antes que nada como un problema para los diferentes grupos sociales. A través de la definición explícita o implícita, teórica o práctica, que hacen de la realidad que los circunda, estos grupos hacen existir la inseguridad como “problema público”. Estas notas son apenas un primer esbozo de cuestiones que merecen mucho más atención y cuya comprensión se hace difícil en función de la gran cantidad de prejuicios que, desde la izquierda, hemos tenido para abordar un problema que, aunque amplificado interesadamente y utilizado políticamente por los grupos sociopolíticos dominantes, tiene una presencia que no puede ser negada. Aunque su naturaleza es mucho más compleja que los que nos muestran las estadísticas, las coberturas mediáticas o los diagnósticos de campaña. La perspectiva constructivista que he intentado desarrollar aquí muestra la instrumentación deliberada de las descripciones de la realidad por parte de actores que luchan por competencias jurisdiccionales, por cargos o por partidas presupuestarias. Así, lo que hay resulta de la lucha entre grupos sociales con intereses contrapuestos, lucha de la que nosotros mismos participamos. De este modo, podemos tener una visión estratégica del juego que estamos jugando y una relación reflexiva con nuestra propia acción. NOTAS 1 - Por el contrario, en el caso de aquellos delitos cuya medición es más fiable (no por razones técnicas, sino por razones sociales relativas a la producción de las estadísticas oficiales) los datos revelan una mayor estabilidad: por ejemplo, la tasa de homicidios dolosos era de 7,55 por cada 100.000 habitantes en 1990 y 6,23 por cada 100.000 habitantes en 2004, sin grandes altibajos a lo largo del periodo. Aunque no podamos afirmar lo mismo sobre otros tipos de delitos, el no aumento de los asesinatos es un indicador de la independencia entre el movimiento del delito y el movimiento de las sensibilidades sociales. 2 - En una entrevista realizada por el autor en junio de 2003, un reconocido periodista (y formador de periodistas) conjeturó que el surgimiento de nuevas categorías de organización de las noticias, sobre todo aquellas de un rango conceptual bastante elevado (como la de “inseguridad”), pueden explicarse por la creciente formación académica que reciben los miembros de esta profesión. En el seno del periodismo, los tradicionales narradores de historias particulares comparten hoy sus actividades con un nuevo tipo de profesional, mucho más familiarizado con las ciencias sociales y con una mayor disposición a establecer generalizaciones, al uso de estadísticas y a la búsqueda del sentido social del “caso” que constituye la noticia. 3 - Los datos de cobertura mediática han sido tomados de varios estudios realizados por la Dirección Nacional de Política Criminal. De la misma fuente provienen las mediciones del delito. 4 - Todos estos constituyen puntos de vista legítimos para una problematización sociológica de las formas de control social, de las categorías de estigmatización de los grupos subalternos o de las causas sociales de la violencia y el delito, así como de las respuestas sociales y estatales al problema. Ahora bien, cuando tratamos de la inseguridad como problema público no consideramos las causas de los fenómenos a los que ciertos grupos sociales hacen alusión con este término, sino a las razones que hacen que estos grupos sociales presten atención a ciertas dificultades (y no a otras) y que las enfoquen de determinada manera (y no de otra
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Bernardo Sorj “La democracia es un concepto grande
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y el populismo es un concepto chico”
Bernardo Sorj nació en Uruguay, pero es también brasilero. Trabaja, investiga y enseña en el Centro Edelstein de Investigaciones Sociales y en la Universidad de Río de Janeiro. Tras la lectura de La Democracia Inesperada, libro en el que Sorj hace un interesante intento por revitalizar el concepto de ciudadanía, desde El Iniciador quisimos realizar esta entrevista. Después de algunos llamados telefónicos, finalmente nos encontramos personalmente en Buenos Aires, en una de sus habituales visitas. Hablamos de política, de América Latina y de Democracia, aquí el encuentro completo.
La primera pregunta que me gustaría hacerte es si, pese a las limitaciones que inicialmente uno reconoce en términos conceptuales, existen las condiciones de posibilidad de hablar de Latinoamérica como una unidad y, en el caso de que esto sea posible, cuáles han de ser tales condiciones. Es una muy buena pregunta. Hoy en día, más todavía si lo vemos desde una perspectiva posmoderna -que no es exactamente la mía, pero no deja de influenciarnos-, sabemos que las esencias culturales, identitarias, no existen. Uno sale a buscar la esencia de una nación y se encuentra con que en una nación hay muchas divisiones, hay visiones diferentes de lo que hace a la nación (regionalismos, localismos, etc.). Entonces, definir la esencia de cualquier cosa que sea, siempre tiene un dejo autoritario. Es decir, tú dices que la esencia de ser argentino sería esto o aquello, y en el fondo te colocas como la única autoridad capaz de juzgar, definir y reconocer, qué cosa es la esencia de algo (ser argentino, en este caso). Es por eso que hay que tener cierto cuidado de no caer en esencialismos, sean regionalistas o nacionalistas. Ahora bien, retomemos el problema de la unidad latinoamericana. Desde el punto de vista más político, podríamos advertir un complejo proceso histórico a través del cual la región siempre gozó de una cierta unidad para las miradas externas al continente. Quienes definen lo que es una región, por caso, obviamente son los propios integrantes de la mismas, pero también lo hacen las miradas situadas desde fuera. Desde una perspectiva externa, sin duda América Latina existe; para el Imperio Británico existía, para la visión imperial americana existe, y hoy hay ciertas realidades geopolíticas que definen también a América Latina como una realidad. Imagino que, obviamente, la pregunta va más allá de la visión que se asuma desde fuera. Al hablar de América Latina desde una perspectiva interna hay que tener mucho cuidado, pues América La-
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tina es mucho más que una. Quiero decir, por ejemplo, que hay subregiones en Latinoamérica que asimismo presentan cierta unidad; quizás exista una subregión en la que posiblemente yo incluiría a Brasil, Argentina, Uruguay, Chile y hasta en cierta medida a Colombia, y que es la Latinoamérica más occidental, más vinculada históricamente y culturalmente a lo que podemos llamar una cultura occidental. Atención, no estoy excluyendo al resto de Latinoamérica de esa cultura, pero pienso que quizás esta sea la región más próxima a esa cultura occidental. Y hay otra América Latina, proveniente de una cultura ancestral, donde la mayor o menor presencia de poblaciones originales marcan otro componente cultural, que exige y coloca problemas a la relación con la que dimos en llamar cultura occidental. Entonces, un primer movimiento de descripción distinguiría a esas dos grandes Américas Latinas. El segundo componente, es evidentemente lingüístico; hay una América Latina iberoamericana en su conjunto, que excluye a la América Latina caribeña, de habla inglesa o francesa. Y luego, dentro de esa Ibero América, está la de lengua portuguesa y la de lengua española. Y en tercer lugar, concurre una dimensión política. En el continente, hubo siempre una voluntad política -generalmente de grupos minoritarios- de unir a América Latina. Y esos movimientos de unión, se expresaron como aquello que yo llamo vientos que soplan por el continente; estos vientos, que pueden ser de los más variados matices (guevaristas, cubanos, inclusive neoliberales o bolivarianos), buscan una ideología capaz de unificar políticamente la región. Sucede que han sido siempre frustradas sus pretensiones, y yo creo que es porque encuentran topografías muy diferentes; los vientos que llegan a cada región y a cada país son los mismos, mientras que las topografías son inevitablemente distintas. Y en ese sentido, me parece, hay posibilidades de vincular estos procesos con los cambios que se dan a nivel mundial, me refiero a la mundialización o globalización. Lo que quiero decir es que es posible ver en los procesos de mundialización lugares de desarrollo en términos de condición ciudadana, lugares de acuerdo en términos de región, sin caer ni en la reivindicación neoliberal -que es la más usual de las reivindicaciones desde la mundialización- ni en atavismos, digamos de una izquierda ciertamente banal, que gusta de colocar en el lugar de la demonización y a partir de allí generar cierta identidad. Si, pienso que tu punto es muy importante. O sea, yo diría que la vieja tradición de la izquierda latinoamericana tenía un enorme defecto en términos de constitución de discurso político. Quería unir a América Latina “contra el enemigo”. La idea de que Latinoamérica existe porque existe Estados Unidos, es un camino de unión básicamente malo, cuyos resultados son inclusive peores. Primero porque supone una visión bélica de la política: “nosotros somos lo que somos porque tenemos un enemigo”. En segundo lugar, es una estrategia pobre, misérrima diría: te define por lo que no eres, te empobrece sustancialmente. Sin duda, es una vieja tradición muy presente en la región la de querer unificarse a través de lo negativo, por oposición al Imperio. Pero no sólo es en ese aspecto una experiencia empobrecedora: lo que es aún peor y quizás bastante más importante es que nos transforma en víctima. Si nosotros queremos ser alguien, necesitamos tener una región y una voz con algo para decir; no lo seremos porque somos víctimas de algún enemigo, y menos por causa de él seremos lo
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que somos. Si algún día nos significáramos, será porque tenemos algo positivo para decir y hacer, porque somos agentes activos con un proyecto propio que no es la simple negación del otro. Un punto que has mencionado -y que me parece particularmente importante- es el de la globalización. En la globalización, hay elementos que claramente pueden favorecer una cierta unificación regional, pero también hay factores que la complejizan. Es notable como los intercambios económicos dentro de la región, entre las infraestructuras, las dependencias de matrices energéticas, están transformando a América Latina en una región con potenciales conflictos internos. Me explico: en primer lugar, el tema de las inversiones dentro de la región. En una época, cada vez que se nacionalizaba algo en un país toda América Latina festejaba, porque se estaba nacionalizando a empresas americanas o europeas. Hoy en día tú nacionalizas algo en Paraguay o Bolivia, y puedes estar nacionalizando una empresa brasileña, argentina o chilena. ¿Te referis a lo que pasa ahora con Chávez? Con Chávez, en Bolivia, en Paraguay...es decir, hay hoy una tendencia a que los conflictos que antes eran contra la potencia imperial, pasen a ser ahora contra el vecino. Siguiendo mi argumento, en segundo lugar, las matrices energéticas son cada vez más interdependientes, generando no sólo dependencias sino también presiones fuertes y potencialmente conflictivas. Inclusive en el tema de los recursos naturales fronterizos; tomemos algunos ejemplos: el asunto de las papeleras –que no te lo voy a detallar porque es bien conocido-; la mineración en los Andes con potenciales conflictos entre Chile y Argentina; el caso de Itaipú y los conflictos con Brasil (y eventualmente también con Argentina); Bolivia y el caso del gasoducto, con conflictos potenciales con Argentina y Brasil, e indirectos con Chile. Inclusive allí aparece entretejido el problema político: Bolivia no le vende gas a Chile por cuestiones extraeconómicas. Comienzan a mezclarse política y negocios, lo que puede generar algo que es especialmente preocupante. ¿Por qué? Porque a pesar de sus enormes problemas, América Latina es la región más pacífica del mundo. En el siglo XX hubo algunos conflictos internos, pero muy menores en relación al resto del mundo; es el continente con mayor estabilidad en ese sentido: mantuvo sus fronteras nacionales prácticamente incólumes desde la independencia. Hacíamos recién referencia a las cuestiones del tratamiento tradicional de la izquierda en relación a la constitución identitaria latinoamericana y, al hacerlo, utilizaste el verbo en pasado hablando de esas izquierdas. Este es un tema que a nosotros nos es particularmente interesante desde nuestra revista, y desde nuestra práctica académica ¿Vos ves algunos datos de renovación desde el punto de vista de la política de izquierda latinoamericana? Sí, pienso que sí. Digamos que, no hay dudas de que hubo una renovación en Chile así como en Brasil. Tampoco hay dudas de que está habiendo algún tipo de renovación en el Uruguay; en otros países, los procesos son más complejos pero también se advierte cierta renovación en México y en Colombia. Y al mismo tiempo, está el retorno del pasado. Inclusive con elementos más preocupantes
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que el pasado; me refiero a lo que en cierta medida es el chavismo y sus afiliados. ¿Por qué digo que es más preocupante? Porque tiene un elemento de activismo supranacional que puede generar en algún momento conflictos mayores. Hasta ahora es, quizás, show y payasadas, pero en el futuro tiene un potencial conflictivo adicional, dado que el chavismo en particular tiene una lógica político-militar; es decir, la política vista así, es enfrentamiento, es generar siempre fuerza en contraposición al enemigo; necesita del enemigo para sustentarse, para definirse. Y es un enemigo que, por otro lado, siempre es definido con características violentas, destructivas, por lo que nunca llega a suceder un diálogo de oposiciones. Sucede que el enemigo no es la oposición, el enemigo es un objetivo militar, alguien a ser destruido, demonizado y potencialmente peligroso. Por eso sostengo que la renovación de la izquierda latinoamericana avanza, pero aun con algunas dificultades. La renovación de la izquierda chilena, que era una de las izquierdas tradicionales más sufridas, fue hecha a las patadas. Considero que puede decirse que fue una cuestión de pragmatismo -en el buen sentido americano-, de necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas. Y, sin duda, los políticos y la intelectualidad -o buena parte de ella- tuvieron la grandeza y el realismo de entender que no se podía volver al pasado, que había que adaptarse al mismo tiempo que reformar lo que habían heredado, y fue así que renovaron la izquierda. Claro que lo lograron con las limitaciones impuestas por la historia. Es cierto que el latinoamericano no fue un proceso creativo, lento, gradual, desde dentro; en parte, o en buena parte, fue impuesto por las circunstancias. Por supuesto que después de impuestos, existieron procesos de autotransformación, pero no es lo ideal que uno se transforme por traumas: por muertes, torturas, prisiones y dictaduras. Ahora, el proceso chileno fue bastante diferente del brasileño. El último fue un proceso un poco más lento, menos explícito, especialmente el del Partido de los Trabajadores (PT); pienso que se dio de un modo más gradual y adaptativo, más dentro de la cultura brasileña. Fue cambiando a partir de un cierto pragmatismo realista, pero también sufrido y no totalmente explicitado. En cuanto el chileno fue obligado a explicitar, el brasileño no. Tiene por eso un programa que aun es del pasado y que, en la práctica, es la simple continuación del gobierno de Fernando Henrique Cardozo. Y en el caso de Uruguay, otro gobierno pragmático -que está impulsando cambios y haciendo pequeñas reformas- convive en su interior una izquierda con partes lo menos asociadas a una visión mesiánica del socialismo revolucionario, y tiene que estar todo el tiempo haciendo acuerdos para mantener unas ciertas apariencias al interior. Pero en la práctica, sin dudas, se ha mostrado un gobierno fundamentalmente reformista social democrático. ¿Cuáles son los conceptos que crees que juegan más fuerte, en términos de pensamiento y de reflexión, para estas actualizaciones de izquierda? ¿Cuáles son importantes y cuáles crees que deberían serlo más aún? Una muy buena pregunta. Pienso que hay varios temas...yo no tengo una propuesta de programa ni perdería el tiempo en hacerlo, porque surge esto del propio movimiento social...pero de suyo que hay temas emergentes fundamentales y el primero, para mí, ha de ser la globalización. Hay que entender que vivimos en tiempos de globalización, que el tema no se resuelve entre a favor o en contra. El punto que deberíamos deliberar es de qué forma. Sabemos desde el libro de indepen-
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dencia y desarrollo en América Latina, que la cuestión en América Latina nunca fue aislarse, nunca fuimos cambodianos. No tenemos una cultura ni raíces culturales que realmente busquen aislarnos del mundo. Lo que tenemos que saber es, cómo hacer para que cada vez que cambian las condiciones mundiales, nuestros sistemas políticos sean capaces de adaptarse y de aprovechar las nuevas circunstancias de forma más o menos creativa, de las cuales no nos podemos separar ni aislar para desarrollar más el potencial nacional. Es por eso que yo pienso que el primer tema es pensar la globalización, para desarrollar estrategias autónomas dentro de la globalización misma. El segundo tema, que coloco como un desafío enorme, es pensar la cuestión de la participación política. Creo que desde la izquierda, grupos especialmente intelectuales, críticos, en los últimos quince o veinte años, desarrollaron una estrategia de participación en torno a lo que se llama en ocasiones la sociedad civil y que, sin duda, ha de ser una contribución importante, pero sucede que al mismo tiempo contiene fuertes componentes despolitizadores a nivel de la política nacional. O sea, la sociedad civil, fundamentalmente a partir del discurso de derechos humanos, reivindica el Estado, y es importante que se haga. Pero reivindicar del Estado, no es una propuesta política, no es un programa político, no define de dónde vienen los recursos, cómo serán distribuidos. Es un discurso fundamentalmente moral, importante, pero insuficiente, porque la política pasa por intereses, pasa por representación y pasa por administración, por respuestas concretas de cómo se hace la torta. Entonces termina colocándose la cuestión de la representación política en términos de partido, que hoy sabemos están en crisis. Y aquí, obviamente, tenemos otra vez una suerte de división clásica en la izquierda, entre una visión que enfatiza la participación y una visión que trata de pensar el problema de la representación. Naturalmente que no estoy en contra de la participación, pero hay una cierta ingenuidad en pensar que la participación por la movilización equivale a política; tiene indudablemente un papel gravitante, pero no es política. Política es pensar proyectos societarios con programas específicos. El tercer tema que se coloca -tema que debe ser integrado en la izquierda y lo está siendo paulatinamente-, es el de la ecología, el de los recursos nacionales naturales, que son cada vez más centrales. Que no es un tema necesariamente de izquierda, debe ser dicho, pero al mismo tiempo es un desafío para la izquierda. El cuarto asunto, es el de repensar la comunicación política. Los nuevos medios de comunicación han cambiado las formas de representación y las posibilidades de obtención de información, de modo que el viejo discurso político ya no puede ser parte de ese mundo de información, fragmentado, rápido. En quinto lugar, se ubica un tópico poco discutido en la izquierda que es el tema de la juventud. Yo pienso que hoy no entendemos más lo que pasa con la juventud. Los jóvenes viven una verdadera revolución cultural, de actitudes; si se piensa en forma ligera y superficial uno podría llegar a decir que están alienados al mundo del consumo, sin comprenderlos en lo más mínimo. Si queremos tener una izquierda actual tenemos que ser capaces de comunicarnos con esa juventud y ofrecerle otros desafíos. Finalmente, otro tema que pienso que es importante es el mundo del trabajo y las transformaciones que el mismo ha sufrido. Sin duda, exige en ciertas áreas flexibilización, pero hoy vivimos una cierta bifurcación o polarización errada entre los viejos sindicalistas -que quieren mantener las viejas estructuras- y una visión que enfatiza la liberalización. Me parece que es hora de repensar las estruc-
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turas de representación de los trabajadores que son, por otro lado, cada vez menos industriales y se encuentran distribuidos en otros sectores de la economía. Vos abriste finalmente seis dimensiones a mi última pregunta ¿Es suficiente el concepto de ciudadanía para abarcar esa multiplicidad de dimensiones? No, depende. Si estamos hablando de un programa político de izquierda...¿Para ese programa el concepto de ciudadanía es suficiente? No, no solo que no es suficiente. Yo pienso que la lucha contra la dictadura nos llevó a hacer una serie de confusiones intelectuales, y una de las confusiones intelectuales fue traer el concepto de ciudadanía a la izquierda. En parte fue necesario porque el propio discurso de izquierda no era ciudadano, consideraba a la ciudadanía un concepto burgués, asociado a democracia burguesa. Por la lucha contra la dictadura descubrimos el concepto de libertades democráticas, descubrimos el concepto de ciudadanía. Ahora, el concepto de ciudadanía se refiere a derechos fundamentales de vivir y participar en la sociedad democrática. Qué derechos más sustantivos deben ser esos, depende de la visión ideológica; uno puede ser un ciudadano conservador, un ciudadano neoliberal, un ciudadano peronista, un ciudadano comunista y así. La ciudadanía no es, no tiene rostro político, no hay una ciudadanía argentina que se corresponda con algún partido argentino. La ciudadanía pertenece a todos y hay formas diferentes de pensar esa ciudadanía. Es en torno a esa noción de ciudadanía que se da el conflicto ideológico, pero nadie tiene derecho a definir lo que es la verdadera ciudadanía, ya que entonces excluiría a los otros como no-ciudadanos. El concepto de ciudadanía naturalmente es utilizado como parte del embate ideológico y no cuestiono ese derecho, pero es preciso un cierto cuidado ya que en América Latina, especialmente en la tradición de la vieja izquierda, uno siempre termina llevando la política a los términos de la guerra y al opositor a la exclusión del propio sistema; esos son antipatrias cuando no están al servicio del imperialismo. Y con eso, lo único que se logra es excluir a otros del derecho participar como iguales, porque al fin de cuentas un antipatria no es un igual. En tal caso pienso que hay que repensar nuevos conceptos. Teníamos a los trabajadores y al pueblo, eran los dos grandes conceptos que unían la izquierda. Hoy es ostensible que esos dos conceptos se quedaron cortos. Hhemos leído y discutido tu libro La democracia inesperada -bien y mucho, creo,- y encontramos que hacías un intento fuerte por resignificar el concepto de ciudadanía. Para nosotros, que si tenemos que elegir algún lugar donde situarnos en el plano político lo hacemos desde un liberalismo democrático, una especie de liberalismo de izquierda, casi absolutamente inexistente en la Argentina (creo que somos nosotros y nadie más -ni siquiera lo podemos decir demasiado en voz alta), desde ese lugar, por poco como si no perteneciéramos a la tradición latinoamericana, como extranjeros en nuestro propio suelo, reconocemos y sabemos que las familias teóricas con las que estamos familiarizados también son insuficientes para dar cuenta de la complejidad de lo social. Una de las preguntas que nosotros nos venimos replanteando es, si la convivencia -en términos teóricos- entre lo que podríamos decir las tres familias consagradas de la teoría política:
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el liberalismo, el republicanismo y el comunitarismo puede dar lugar a una suerte de síntesis, en relación a la posibilidad de tratar de explicar lo social y generar cierta proyección política para el futuro. La pregunta es buena y compleja. Voy a delinear unas ideas iniciales: El problema es que en América Latina esas tres familias, desde el punto de vista sociológico -desde su realidad y no desde su discurso-, adoptan características con matices muy propios. América Latina es republicana, con un republicanismo que siempre estuvo asociado al nepotismo, a la corrupción, al populismo. Entonces, por un lado, tenemos expectativas republicanas: la nación, la ciudadanía, las personas se orientan hacia el Estado, buscando en ese Estado protección, valores, etc. Pero por otro, en la práctica, la república nunca fue muy republicana, porque lo público en América Latina siempre tuvo problemas para consolidarse. El segundo tema es el individualismo. Nuestro individualismo nunca llegó a ser un individualismo por convicciones, puritano, por así decirlo. La explicación pueden ser nuestro origen católico, el idealismo, las propias razones de dominación colonial, las realidades de la hacienda y las estructuras agrícolas. El hecho es que nuestro individualismo siempre estuvo condimentado por fuertes componentes de relaciones afectivas, la literatura lo presenta bien. Tenemos una dificultad enorme con el universalismo, somos particularistas. La idea de que al grupo de amigos y a la familia no puedes aplicarle criterios universales, la vieja frase de un político brasileño que dice “A los amigos justicia, a los enemigos la fuerza de la ley”, muestra los límites de un universalismo individualista que genera problemas hoy en día. Porque, como indico en mi próximo libro, nuestro individualismo se ha fortalecido ¿Qué quiero decir? Los cambios sociales en los últimos 20-30 años en América Latina han fortalecido el individualismo, como conducta. Incluso no es un individualismo endógeno, sino que es a partir de afuera, de las transformaciones sociales, donde los valores son cada vez menos predeterminados, desde donde cada individuo tiene que organizar su estrategia de vida, pensarse a sí mismo como creador de su mundo, siempre dentro de las dificultades de cada contexto. Es así que tenemos un individualismo creciente en América Latina. Por otro lado, hablando desde una perspectiva sociológica, los soportes de ese individualismo no existen. ¿Por qué? ¿Cuáles son los soportes del individualismo? Una ley universal establece cuál es el campo de lo posible para nuestras acciones: limita el campo de la legalidad y de la ilegalidad; si uno comete actos ilegales debería obtener una punición, y, si uno vive y trabaja dentro de la ley debería tener acceso a ciertos beneficios. En el mundo latinoamericano, las fronteras entre la legalidad y la ilegalidad son tenues. Ocurre que si uno comete actos ilícitos y tiene contactos adecuados, seguramente no se vea afectado en nada. Entonces, tenemos un individualismo creciente, pero que no encuentra soportes institucionales para organizarlo. Si eres un empresario, viene un inspector, lo primero que piensas es si lo vas a coimear; si no lo coimeas, la siguiente decisión es si vas o no a coimear luego al juez. Es un individualismo que yo llamo exacerbado. Somos mucho más individualistas que en cualquier lugar del mundo desarrollado, y eso pasa porque el individualismo del mundo desarrollado es institucionalmente estructurado. Uno sabe lo que puede hacer y lo que no puede hacer. Aquí, en América Latina, aparentemente la libertad es absoluta: pasas una señal de tránsito
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y te para un policía, lo miras, le ofreces una coima diez pesos y no pagas la multa de cincuenta. Es esta una libertad que te lleva a destruir las instituciones. Vivimos un individualismo muy sui generis, y en ese sentido también nuestro comunitarismo también es muy sui generis. No es ni por lejos el mismo comunitarismo del que se trata en Estados Unidos o en Europa. Primero, porque todas las instituciones son diferentes, y luego porque en Latinoamérica hay enormes diferencias entre país y país. El comunitarismo boliviano de hoy en día, de los aymaras, no es la misma cosa que el comunitarismo de los mapuches en Chile; pero, en general, es un comunitarismo que todavía tiene un fuerte componente republicano en el sentido que mencioné anteriormente: buscar negociar con el Estado mejores condiciones para el propio grupo. Pero lo que podríamos llamar un comunitarismo latinoamericano exigiría un análisis mucho más detallado, temático y por país. Me quedé muy atraído por una cuestión que es sumamente cara para mí, me refiero al individualismo. Las visiones que se tienen del individualismo, particularmente en la Argentina, son punitivas. Hay una cierta impugnación social colectiva hacia el individualismo que además forma parte del discurso político. Me da la sensación de que si el individualismo es entendido en el sentido liberal más estricto, en el sentido donde el liberalismo se hace más radical y es imposible de escindir lo social -porque no hay manera de concebir un individuo sin sociedad-, ese individualismo al cual se menciona como negativo, necesariamente tiene que ser discutido. Y creo que esa discusión falta. Es fundamental lo que tú has dicho. Indudablemente se aplica diferente de país en país, pero cuando uno habla de individualismo, como tú sabes bien, se corre el riesgo de mezclar varios temas. Yo estoy hablando del individualismo como tendencia sociológica, te guste, no te guste, lo quieras o no lo quieras. Hoy, la sociedad es cada día más individualista; incluso, yo no usaría esa palabra, porque individualismo en el lenguaje español, al menos en el del día a día, es asociado con egoísmo. Quizás sea más correcto hablar de una sociedad individualizada, porque individualismo y egoísmo no es lo mismo. ¿Hablamos entonces de individuación, no es cierto? Sí, estamos hablando de individuación, o sea, la sociedad te coloca cada vez más en una situación que te exige tomar iniciativas, definir estrategias, negociar situaciones que antes o no existían o eran en buena medida predeterminadas. Tú no negociabas con tu padre, tus padres te decían lo que tenías que hacer. Hoy padres e hijos negocian. Tú no negociabas antes con tu esposa, tú le decías lo que ella tenía que hacer, porque ella sabía que era tu esposa y que, básicamente, tenía que obedecer al marido; hoy tú negocias con tu esposa. Hoy las relaciones de trabajo, por lo menos en las áreas de servicios, dejaron de ser aquellas máquinas de producción taylorianas donde cada uno tenía su lugar, para ahora formar equipos donde todo el mundo participa y se cuestiona. Incluso, entrabas en un trabajo y, más o menos, pensabas que esa iba a ser tú carrera para toda la vida. Hoy estás, más o menos, pensando la alternativa y negociando empleos y posibilidades casi en forma perma-
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nente. Entonces, eso exige cada vez más iniciativa y está asociado a valores en mutación continua. Tú antes nacías católico y con 99% de chances de morir católico; hoy tú naces católico y tienes 17% de chances de morir evangélico, estadísticamente, en América Latina. Es decir, la gente hoy elige religión. Antes te casabas, 50 años atrás, 95/98% de chances de morir casado con la misma esposa; hoy es 60%. Hay un campo de libertad que se define sociológicamente como individuación, y no estamos aquí juzgando, simplemente estamos constatando una transformación. La pregunta es ¿Individuación es igual a egoísmo? El asunto egoísmo-no egoísmo, que pasa por los mecanismos de solidaridad, no es una cuestión del individuo. Está fundamentalmente del lado de lo que la sociedad le ofrece, qué instrumentos le da para poder expresar sus ansías, voluntad, deseos, y valores de solidaridad. El problema es que hoy tenemos una crisis de muchos de esos sistemas tradicionales por los cuales las personas expresaban su voluntad solidaria, pero no es porque hoy seamos individualistas. Al contrario, lo que se llama individualismo y muchas veces es criticado es que las personas son más libres. Y vuelvo a insistir, no creo, por otra parte, que el individualismo sea necesariamente mejor o peor. Personalmente, pienso que es mejor porque conlleva más libertad, pero también más ansiedad, más incertidumbre, acarrea ciertas fuentes de sufrimiento, desorganiza formas de vida conocidas. Como todo cambio social, tiene su lado bueno y su lado malo. No se trata de demonizar pero tampoco de negar. Allí hay un punto que para nosotros es importante ¿Las instituciones políticas, acompañaron ese cambio, ese proceso de construcción subjetiva y su impacto social en tanto proceso de individuación? No, digamos, la gran crisis del mundo político contemporáneo es la crisis de representación política. ¿Por qué? El tema es vasto, primero porque los procesos de individuación hoy también tienen fuertes componentes globales, es decir, el individuo hoy se desafilia a viejas tradiciones y. relaciones y vuelve a afiliarse a nuevas. Muchas de esas, se dan en un campo que yo llamaría agendas globales de pensar el mundo o de contactos globales internacionalizados. Esto crea un primer problema, ya que hay una creciente inadecuación entre el individuo y el marco nacional, para bien y para mal. Yo pienso que hay muchas cosas positivas en las agendas globales sobre derechos humanos y ecología; pero pensar sólo la nación y los problemas de la nación a partir de agendas globales, es limitante, lleva a un moralismo inocente, ingenuo, que implica creer que aplicando solamente el discurso de derechos humanos en Argentina todo se resolverá. No. Hay que pensar otros problemas: quién paga la cuenta, de qué forma, etc. Hay un problema de ingeniería política, de programación política en la representación de intereses, que las agendas globales más moralistas no resuelven. Entonces, tenemos aquí sí un grave problema de representación de esos individuos, que ven el mundo con nuevos ojos, parcialmente globalizados. El segundo componente es que el fin de la creciente individuación, aumenta también la conciencia de derechos y la conciencia democrática (democrática en el sentido de régimen político). Yo pienso que en América Latina hay una democracia profunda, que es ampliamente compartido por todos
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los sectores de la población el sentimiento de que todos somos iguales, todos merecemos dignidad, derechos, y un acceso a una serie de bienes; y que hoy los valores de la resignación tradicionalista, de las diferencias sociales, se han disipado en gran medida. Esto lleva mayores demandas pero también menos disposición a aceptar formas de corrupción, de nepotismo que eran tradicionales en la política. Así, estos componentes están generando un malestar cada vez mayor con la política, y hay un nuevo factor que mucha gente olvida, no sólo en Argentina, sino en toda Latinoamérica. Obviamente que la individuación pasa por toda la sociedad, pero es cierto que afecta más en particular a los sectores de clase media que están en mayor contacto con las transformaciones culturales y sociales contemporáneas. Esa clase media latinoamericana, está pagando cada vez más una cuenta impositiva, fiscal. El gasto público en América Latina en los últimos 20 años aumentó el 50%. Muchas veces para cubrir gastos sociales razonables, pero muchas otras también estos gastos encubren corrupción, desvío de recursos. Y quien paga esas cuentas es la clase media; es más, toda la población paga: a veces la población olvida que cuando compra está pagando impuesto al valor agregado. Y a través del impuesto indirecto, quienes más pagan son los asalariados. Los grandes empresarios tienen mecanismos que llaman de planificación estratégica, una forma de no pagar impuestos; y no hay que olvidar al sector informal. Naturalmente, los trabajadores pagan menos que las clases medias. Entonces, hay un sentimiento en las clase medias de sentirse cada vez más apretada, en términos fiscales, por servicios que no recibe; o porque es empujada por la baja calidad de los servicios públicos a una educación privada, a una salud privada. Es por eso que no desarrolla el sentimiento que puede tener un ciudadano europeo, que paga impuestos pero que sabe que por lo menos parte de eso vuelve. Volviendo al tema de la individuación, quiero remarcar su carácter contextual. El ciudadano de clase media latinoamericana, hoy sufre enormemente porque está cada vez más empujado por un Estado que tiene un discurso y, hasta cierto punto, prácticas complejas de políticas de compensación social, justificables en sí mismas, que se realizan, básicamente, usando recursos de los sectores medios, sintiéndose éstos últimos heridos en sus intereses, en particular porque no reciben nada por eso. Y ahí hay un discurso, muchas veces del partido de izquierda: esto es el individualismo de la clase media, no quieren ser solidarios, etc. Yo pienso que es injusto, lo digo con toda la honestidad. O sea, hay un discurso contra la clase media que está errado, y esto lo veo en varios países de América Latina. Se critica a una clase media que no quiere pagar la cuenta. Creo que hay que ir con calma ¿Por qué no quiere pagar la cuenta? Porque siente que no recibe nada, siente que hay mucha corrupción, siente que hay mucho desvío de recursos, que hay mucha ineficiencia. Entonces, volviendo a tu pregunta sobre el individualismo, pienso que hay contextualizarlo. ¿Por qué digo que esa crítica de izquierda es errada? Porque Inclusive esas demandas de clase media de mayor transparencia, mayor eficiencia, son buenas para la democracia. No hay nada errado en eso. Una última pregunta. Todas estas consideraciones, la consolidación de la idea democrática como manera de organizar la vida política de las sociedades, los procesos de indivi-
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duación, los procesos de particularismo interregional ¿Encuentran al populismo como concepto y como práctica política complementaria de la democracia, como un impugnador de la democracia o sencillamente como un pobre concepto sociológico político? Sí, digamos que la democracia es un concepto grande y el populismo es un concepto chico. La democracia es una realidad que es al mismo tiempo una utopía. Es un movimiento permanente que permite que en su interior se construyan y que avancen utopías, sin destruir la propia realidad. Lo que llamamos populismo en América Latina tiene que ver, constantemente, con las crisis de los sistemas de representación político partidaria, por un lado. Y por otro lado con las insuficiencias de las instituciones democráticas de absorber el cambio social y de limitar el poder político. El problema no es que hay políticos que son mejores o peores; es el sistema político el que hace al político. Cuando nosotros tenemos sistemas políticos frágiles -o instituciones muy frágiles-, con sectores de la población que se siente marginados, y eso puede incluir inclusive a sectores de clase media, se crea generalmente un espacio que genera el potencial populista: alguien que trata de hablar desde afuera o al margen, muchas veces contra las instituciones democráticas, con las insuficiencias de las instituciones democráticas. Entonces, el tema de nuestro populismo es cómo fortalecer la democracia para que no tengamos populismos. Ese es un proceso complejo. Tú agarras un país como Uruguay y no hay espacio para populismos: una tradición de democracia consolidada, con las instituciones funcionando. La posibilidad de que alguien trate de ponerse por arriba y manipular las instituciones, sea en cualquier proyecto político, es neutralizado por ese proyecto. Entonces yo creo que el tema central es ese: fortalecer las instituciones, porque los populismos no son democracia.
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el iniciador Obama,Tocqueville y las formas de la esperanza diego rossello
Al registrar sus impresiones sobre la democracia norteamericana en el viaje de 1831, Alexis de Tocqueville no pudo evitar referirse a la cuestión racial. El aristócrata francés de 25 años escribía que en Estados Unidos “[l]a esclavitud retrocede, pero no el prejuicio que ésta ha originado”. Poco menos de dos siglos más tarde Barack Obama, el primer pre-candidato afroamericano con chances ciertas de llegar a la presidencia, otorga actualidad al juicio de Tocqueville e invita a reflexionar sobre el estado de la cuestión racial en la democracia más poderosa del mundo. Es importante destacar que Obama no es el primer afroamericano en lanzarse a la competencia por la presidencia de los Estados Unidos. Shirley Chisholm lo había intentado con modestos resultados en 1972 y el reverendo –y actual senador-- Jesse Jackson estuvo cerca de lograr la candidatura demócrata en 1988, en la segunda de sus postulaciones. A diferencia de sus predecesores, Obama hasta el momento ha logrado imponerse en las primarias demócratas ante una tenaz Hillary Clinton y las encuestas lo muestran un poco rezagado frente a John McCain, pero con posibilidades de remontar la diferencia en los meses que restan hasta la contienda electoral. En este contexto, Bill Clinton no podía ignorar que al comparar a Obama con Jackson apelaba al techo de votos implícito para cualquier afroamericano que aspire a la presidencia. Sin embargo, Obama salió fortalecido de la comparación y sigue en carrera. Tal vez algo esté cambiando. El mayor traspié que ha enfrentado –y que aún enfrenta-- la campaña de Obama ha sido el escándalo suscitado por el sermón del reverendo Jeremiah Wright en una iglesia al sur de la segregada ciudad de Chicago. Por primera vez en décadas, el mainstream de la cultura estadounidense tuvo acceso –gracias a la insistencia de canales de noticias como Fox-- al histrionismo y la crítica punzante propia de las iglesias afroamericanas. El sermón encendido de Wright contra de la discriminación y la política exterior de su país fue interpretado por muchos como un signo de agitación racial y de antiamericanismo, y pronto comenzó a dudarse del patriotismo de un candidato que había pertenecido a la iglesia del reverendo durante más de una década. Vincular a Obama con Wright significa asustar al electorado blanco en general, y al electorado blanco de cuello azul en particular, y hacer de Obama un nuevo Jackson: implica convertir a la audacia de la esperanza en la nueva esperanza... negra. El notable discurso que Obama brindó el 18 de marzo como respuesta al affaire Wright demostró no sólo su capacidad oratoria sino también su aguda sensibilidad para leer e intervenir en la trama de tensiones raciales de su país. Saber leer a los otros en sí mismo y a sí mismo en los otros es una cualidad del buen gobernante que el propio Hobbes supo reconocer. Obama parece cumplirla con creces. Pero Obama todavía debe hacer equilibrio sobre una cuerda floja. Si bien es cierto que cuenta con el apoyo de la mayoría de los afroamericanos, éstos también saben que Obama carece en su biografía del pasado de esclavitud (su padre era originario de Kenia y se radicó en EEUU voluntariamente; su madre era blanca) y por eso establecen sus distancias. El influyente intelectual afroamericano Cornel West por ejemplo, le ha brindado su apoyo y asesoría, pero no deja de remarcar que el “hermano Obama” debe demostrar su “coraje” y lo que “está dispuesto a sacrificar” para representar los derechos de la minoría afroamericana. Por otro lado, Obama se esfuerza por suavizar su retórica
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para seducir a los moderados e independientes y para contrarestar la asociación entre su fenotipo y políticas inspiradas en el particularismo de un grupo racial subordinado. De este modo, Obama oscila entre la moderación necesaria para imponerse en un país que no estima el conflicto y la división interna, y el compromiso social e igualitario de su pasado como activista en el sur pobre y segregado de la ciudad de Chicago. La discriminación que Tocqueville percibió en 1831 sigue vigente, pero la elección de Obama como presidente en las próximas elecciones del 4 de noviembre podría acercar a los Estados Unidos, al menos un poco, a la altura de sus propios ideales. Si esto ocurriera, las precisiones de Tocqueville podrían dejar de ser un diagnóstico vigente y pasar a los anales de la historia del pensamiento político; pero no todavía. Mientras tanto, los biógrafos de Obama buscan identificar al mentor intelectual de este candidato afroamericano que predica el cambio y la esperanza y cuya presencia garantiza estadios colmados de jóvenes que se acercan por primera vez a la política. Estos biógrafos parecen haber encontrado en Roger Boesche, un profesor de filosofía política del Occidental College, al maestro que marcó a fuego al joven Obama universitario. El último libro de este académico, La hoja de ruta de Tocqueville: metodología, liberalismo, revolución y despotismo acaba de ser publicado.
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el iniciador Cosmopolitismo. La ética en un mundo de extraños Kwame Anthony Appiah Editorial Katz, 2007 gabriel diner
En Tío Goriot de Balzac, Eugene Rastignac, uno de los personajes, pregunta a un compañero de estudios “…qué haría si pudiera enriquecerse matando a un viejo mandarín de China con sólo desearlo, sin moverse de París…”. El problema filosófico que plantea Balzac, y que Appiah retoma en el capítulo final de su libro, problematiza alrededor de los elementos -en tensión- que componen la noción de cosmopolitismo. Al autor propone varios inte-rrogantes. ¿Cuán reales son los valores? ¿De qué hablamos cuando hablamos de diferencia? ¿Hay alguna forma de relativismo que sea correcta? ¿Cuándo chocan la moralidad y las costumbres? ¿Puede la cultura ser una posesión? ¿Qué debemos a los extraños en virtud de nuestra humanidad compartida? Utilizando un lenguaje sencillo y una prosa fluida, Appiah se vale de experiencias personales y de
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una agudeza prodigiosa para abordar estas preguntas. La noción de cosmopolitismo de la que se vale articula las obligaciones y responsabilidades que cada hombre tiene hacia la humanidad con el respeto a las prácticas y las creencias que otorgan significado a las vidas particulares. Esto ilustra la tensión que subyace al concepto y nos presenta el conflicto potencial entre las lealtades locales y las lealtades globales. Sin embargo, el cosmopolitismo no debe ser visto como un logro sofisticado, sino como desafío: debemos desarrollar el hábito de la coexistencia, de la conversación. Y debemos hacer esto independientemente de que entablar algunas conversaciones sea incómodo o irritante, ya que su principal característica es que son inevitables. Entonces, el cosmopolitismo debe ser entendido como una aventura y como un ideal. Son la conversación y la convivencia las practicas fundamentales que propone al autor. No es necesario que estas prácticas garanticen acuerdos, de hecho rara vez sucede. Lo importante son los encuentros más allá de las fronteras de la identidad (nacionales, religiosas o de otro tipo) porque permiten que las personas se acostumbren unas a otras, aprender o, sencillamente, intrigar acerca de otras maneras de pensar, sentir y actuar. Si bien Appiah asegura que tenemos obligaciones hacia todos los seres humanos, es lo suficientemente prudente como para no enunciar en qué consisten exactamente. Sin embargo, si existen miles de millones de personas que no acceden a sus derechos básicos, observa el autor, está claro que no estamos cumpliendo con ellas. Además de curiosidad y compromiso, el cosmopolitismo requiere inteligencia. No alcanza con percibir la existencia de situaciones de injusticia, sino que es necesario distinguir e interesarse acerca de por qué ocurren esas situaciones. Esto nos libera de tener obligaciones inconmensurables, pero no nos libra de tener obligaciones. Aquí, se podrá observar, emerge un elemento kantiano. Sin embargo, la búsqueda del autor es algo más ardua. El cosmopolitismo contiene tanto la universalidad –la obligación moral hacia el género humano- como la diferencia –el amor hacia la pequeña comunidad a la que pertenecemos-. Appiah intenta buscar a lo largo del libro el justo medio que le permita superar las discusiones dicotómicas (como universalismo-relativismo). Hay valores que son (y deberían ser) universales, de la misma manera que hay valores que son (y deben ser) locales. Esta búsqueda, que se asemeja a hacer equilibro sobre una hoja de acero afilada, hace de la lectura del libro una aventura y un desafío. Un desafío similar al de transitar el camino hacia el horizonte que propone el cosmopolitismo.
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el iniciador El Fascismo en el siglo XX. Una Historia Comparada Cristian Buchrucker, Emecé Editores, 2008 sabrina ajmechet Una de las posibilidades para describir a las corrientes ideológicas y a los sistemas políticos es a partir del entrecruzamiento de los conflictos de una sociedad y los intentos por definir un conjunto de soluciones para los problemas que plantea la realidad. El análisis que realiza Buchrucker sobre los fascismos en el siglo XX tendrá como objetivo entender cómo se plasmó esta relación en los casos elegidos. El historiador advierte, en su primer acercamiento con el lector, que el tema que está a punto de tratar es inabarcable debido a la cantidad de trabajos publicados y perspectivas presentes a la hora de analizar movimientos y regímenes fascistas . Este enunciado inicial lo llevará a explicar que el texto recorre la temática desde la línea que siempre interesó al autor: el nacionalismo. Luego de profundizar en la relación entre el peronismo y el nacionalismo y de rastrear los nacionalismos existentes en Europa centro-oriental, este libro sobre fascismo logrará condensar las principales conclusiones de sus anteriores trabajos y darles una forma ampliada dentro de esta gran categoría. Buchrucker se plantea un conjunto de interrogantes que irá desarrollando a lo largo del trabajo. Estos rastrean las causas del auge de los fascismos en la Europa de entreguerra, preguntándose si fue un fenómenos particular de unos pocos países o se trató de una tendencia, al menos potencialmente, de
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carácter universal. Por otro lado, el autor también se propone relacionar a los fascismos con las corrientes políticas clásicas, para rastrear elementos de similitud y diferencia con el conservadurismo, el liberalismo y el socialismo. ¿Cómo ubicaríamos a los fascismos en un cuadrante ideológico? ¿Son regímenes de izquierda? ¿Son regímenes de derecha? Los ejes orientadores tendrán como últimos objetivos cuestionar si los fascismos se pueden enmarcar dentro de los sistemas propios de la modernidad y si es posible que a lo largo del siglo que recién comienza nos encontremos con regímenes que compartan las características de la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler. Empieza la investigación con una completa descripción de Italia y Alemania en el momento previo a la formación de los fascismos. Describe los aspectos salientes de la economía, sociedad, política y cultura de la Italia de Crispi y Giolitti y la Alemania de Bismarck y Guillermo II. Luego se centra en el aspecto internacional, la participación de ambos países en la Primera Guerra Mundial, para llegar al primer momento comparativo en el que analiza la prehistoria de los dos regímenes que el autor denomina ‘fascismos clásicos’. Se detiene luego en los mecanismos de llegada al poder de Mussolinni y Hitler y la construcción del régimen fascista y del movimiento nacionalsocialista. El segundo eje comparativo se basa en este punto: la llegada al poder y la construcción de legitimidad de ambos gobiernos. La última parte que le dedica en el libro exclusivamente a estos dos casos europeos estudia, por separado y para concluir en una comparación, las trayectorias de los dos sistemas y el modo en que se produjeron sus caídas. En la segunda parte del trabajo analiza otros movimientos y regímenes presentes alrededor del globo. Considera cuatro casos de Europa occidental (Francia, Bélgica, España y Portugal), cuatro de Europa centro-oriental (Austria, Hungría, Rumania y Croacia), dos latinoamericanos (Argentina y Brasil) y dos asiáticos (China y Japón). La tesis que recorre todo el libro es que hay cuatro factores que explican la formación de un partido fascista poderoso y su llegada al poder: la existencia de una marcada insatisfacción con el estatus internacional del propio Estado, situado en franjas críticas del estrato de las grandes potencias; una particular interpretación del sentido de la Primera Guerra elaborada a la luz de ideas protofascistas; la asociación de una democratización reciente con la ausencia de buenas condiciones económicas y sociales y la decisión de las élites por intentar una combinación política arriesgada, concebida como el “mal menor” en una coyuntura crítica. Según Buchrucker, estas condiciones solamente se dieron en Italia y Alemania y, en cierta medida, en uno de los casos de Europa centro-oriental: Austria. En los casos latinoamericanos resulta evidente, partiendo de estas cuatro premisas, que la forma que tomó el Estado no compartió las condiciones de origen y legitimación con los dos casos paradigmáticos. Por ello, usará la categoría de ‘conservadurismo autoritario’ para entender a tantos otros regímenes, como el argentino del ’30 al ’43, que si bien tenían un aire en común con la Italia y Alemania de aquella época, su génesis, llegada al poder, gobierno y caída requieren de explicaciones coyunturales completamente diferentes. Todas las corrientes teóricas se vieron atravesadas a partir de la crisis finisecular, preguntándose la posibilidad de existencia de la sociedad en el pasaje del siglo XIX al XX. Buchrucker hará propia la respuesta al problema que da Tönnies, a partir de la división de las relaciones más primarias estructuradas en una comunidad y de las relaciones más complejas que se dan en las sociedades modernas. En las primeras priman los aspectos afectivos mientras que las segundas estarán organizadas a
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el iniciador partir de valores racionales. El conflicto surge con el desafío del nuevo siglo de construir sociedades congruentes entre las expectativas generadas por la estructura cultural y las posibilidades concretas de llevarlas adelante. Buchrucker se remontará a la crisis del Estado finisecular, a la tensión comunidad-sociedad y a la tensión disponibilidad-expectativa, para representar a los fascismos como regímenes que dan una respuesta al problema. La dinámica general de las sociedad iba en una dirección liberal según la cual estas tensiones serían tratadas mediante la experimentación y la profundización democrática. La primer tensión se desarrollaría en función de la construcción del ciudadano como sujeto político, la segunda tensión se iba a dar mediante el desarrollo experimental, mediante el laissez-faire moral y ético que permite la democracia liberal. En este contexto, según el autor, los fascismos reformularon las tensiones comunidad-sociedad y aspiraciones-disponibilidad generando una vuelta a la comunidad, a las formas sociales regidas a partir de los valores afectivos. Llenando un espacio donde las dos tensiones se trabajaban nostálgicamente, en la búsqueda de un pasado comunitario, los fascismos plantearon la potencialidad de alcanzar expectativas generadas por la estructurada cultural, tratando de recuperar cierto misticismo originario mostrándose como un modernismo reaccionario. Buchrucker realiza un importante aporte al estudio de dos fenómenos tan complejos como el caso de los fascismos italiano y alemán, logrando al mismo tiempo derribar mitos relacionados con la expansión mundial de esta forma de organización política. Otra contribución de este libro irá en la línea de replantear el lugar dentro del arco ideológico en el que fueron situados los regímenes analizados. Buchrucker discutirá con De Felice, Sternhell, Payne, Griffin, Mosse y Gregor acerca de sus consideraciones del fascismo italiano como un régimen ubicado a la izquierda del espectro ideológico. A partir de sus propias hipótesis y apoyándose en Mises, Giménez Caballero, Neumann, Heller, Alexander, Borgese y Löwenthal planteará que las afinidades del fascismo con ciertas corrientes de derecha son más numerosas y están más cargadas de consecuencias prácticas. Por último, saliendo de un rol típicamente elegido por los historiadores e intentando hipótesis sobre el futuro, labor más cercana a la de los politólogos, Buchrucker se animará a lanzar un pronóstico sobre las posibilidades estructurales de que en el siglo XXI surja un régimen parecido a los fascismos clásicos. El lector deberá llegar a las últimas páginas del libro para tener una respuesta a esta preocupación tan actual.
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Primero los proyectos, después los principios Por Richard Rorty martín waserman Hasta el momento en la serie “Primeros Principios” de The Nation, Paul Wellstone, Jeff Faux, Ira Katznelson y Barbara Ehrenreich han intentado repensar las políticas de izquierda desde la base haciendo foco en una serie de preceptos alrededor de los cuales un movimiento político reconstituido podría surgir. El filósofo de la Universidad de Virginia, Richard Rorty, cree, sin embargo, que los principios son el menor de nuestros problemas. Lo que considera necesario es una serie de programas que unan a las diversas entidades de la izquierda y que atraigan a una mayoría política en todo el país. Los principios, insiste, acompañarán a los programas que se desarrollen. [Los Editores] Cuando comencé a dedicarme a la filosofía, buscaba primeros principios. Creía que si podías alcanzar los principios correctos, todo lo demás encajaría en su lugar. Estaba equivocado. Gradualmente, comprendí que recién cuando las cosas están en su lugar puedes deducir cuáles son los principios que buscas. Los principios son útiles para resumir proyectos, para abreviar decisiones tomadas y actitudes asumidas. Pero si estás indeciso entre distintos proyectos alternativos, no te será de mucha ayuda contemplar principios alternativos. (Considérense, por ejemplo, los ineludibles pero conflictivos principios morales existentes en torno del debate sobre el aborto.) Normalmente, los principios plausibles son escasamente controversiales como para ayudar a decidir qué proyecto apoyar. Sospecho que cualquiera que se considere a sí mismo un individuo de izquierda estaría satisfecho con el más famoso principio propuesto en las décadas recientes, el Principio de la Diferencia de John Rawls: “Las desigualdades sociales y económicas han de estar estructuradas de modo tal que (a) sea razonable esperar que redunden en ventajas de todos, y (b) estén vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos.” El problema es que la mayoría de las personas de derecha también están satisfechas con este principio.
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traducciones
el iniciador
Uno no se encuentra con muchos republicanos
estatales - tal vez el término “izquierda nortea-
que afirmen que siempre tendremos a los po-
mericana” dejaría de ser una broma. Si Ameri-
bres junto a nosotros y que las desigualdades
cans for Democratic Action, Common Cause, el
profundas son necesarias para un exitoso fun-
New Party, los Democratic Socialists of America,
cionamiento de la economía. Más bien, los re-
la Gay and Lesbian Alliance Against Defamation,
publicanos sostienen (y la mayoría de ellos real-
NOW, el N.A.A.C.P. y todos los demás llegaran a
mente cree) que como el mejor programa contra
reunirse detrás de una Carta del Pueblo breve
la pobreza es una economía próspera, y como
pero de gran alcance, la alianza resultante po-
una economía tal requiere que las personas
dría ser una fuerza a tomar en cuenta.
adineradas envíen el dinero a sus accionistas en
Hace mucho tiempo todo aquel que se conside-
vez de al gobierno, las medidas redistributivas
rase parte de la izquierda podía decirte qué leyes
no traerán mejoras para los más desfavorecidos.
eran más necesarias: una ley anti-linchamiento,
Ese tipo de medidas, dicen, aun si adoptadas
una ley contra el impuesto al voto, el rechazo de
con las mejores intenciones, terminan violando
la ley Taft-Hartley, la ley de seguro nacional de
el principio de Rawls.
salud de Ted Kennedy y así sucesivamente.
Cuando desde la izquierda discutimos con los re-
Actualmente, mis estudiantes izquierdistas en-
publicanos que adoptan esta línea argumental,
cuentran difícil nombrar alguna ley que consi-
no es una cuestión de principios. Más bien, insis-
deren de aprobación urgente. No parecen intere-
timos en que una economía pujante puede co-
sados en saber qué leyes se encuentran ante el
stear medidas redistributivas, y que una marea
Congreso o las legislaturas estatales. Sus men-
creciente favorecerá a todos los barcos sólo si el
tes están en otro lugar: en lo que llaman “políti-
gobierno interfiere para asegurarse de que así
cas culturales”. Es fácil hablar con ellos sobre
sea. Los argumentos provechosos se ocupan de
valores individualistas versus valores comuni-
hechos y números, de las consecuencias concre-
taristas, multiculturalismo versus monocultura-
tas de la sanción de leyes específicas.
lismo, o políticas de identidad versus políticas de
Una izquierda política necesita acuerdos en
la mayoría, pero no es fácil entusiasmarlos so-
proyectos mucho más de lo que necesita repen-
bre, por ejemplo, una propuesta de ley que rem-
sar sus principios. En una democracia constitu-
ueva los obstáculos que el gobierno federal pone
cional como la nuestra los proyectos de izquierda
en el camino de los organizadores sindicales.
típicamente adquieren la forma de leyes a ser aprobadas: leyes que aumentarán la igualdad so-
A menos que la izquierda norteamericana pueda
cioeconómica. Necesitamos una lista de Primer-
aunar esfuerzos y acordar una agenda política
os Proyectos - de leyes que remediarán enormes
concreta, es poco probable que llegue lejos. La
desigualdades - mucho más de lo que necesita-
mayoría de las revistas de opinión de izquierda
mos acuerdos en los Primeros Principios.
y la mayoría de los profesores y estudiantes de
Si la mayoría de las publicaciones y organiza-
izquierda comparten la convicción tácita de que
ciones de izquierda, y la mayoría de los sindi-
nada puede hacerse, de que “el sistema” está
catos, llegaran a estar de acuerdo en una breve
perdido. La idea de que el movimiento sindical
lista de leyes que requieren aprobación urgente
pueda ser revivido y convertido en el centro de
- leyes que han sido o estuvieron a punto de ser
las políticas de izquierda les parece inverosímil.
presentadas ante el Congreso o las legislaturas
La sugerencia de que el país todavía está bási-
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el iniciador
camente en buena forma y de que aún tiene la
lugar por medio de sobornos que los ricos pagan
oportunidad de luchar para quebrar el poder de
a los políticos, sobornos que los pobres nunca
los ricos y codiciosos les parece ingenua.
estarán en condiciones de igualar. Lo que con
Debemos dejar de hacer alarde de estas dudas
delicadeza se denomina “reforma para la finan-
acerca de nuestro país y de nuestra cultura y
ciación de campañas” es el asunto sobre el que
sustituirlas por propuestas de reforma legislati-
existe el mayor acuerdo entre norteamericanos
va. Porque nuestra única oportunidad de mejorar
de todo tipo y condición: la furia contra los so-
tanto nuestra cultura como nuestro país es hacer
bornos une tanto a los que abandonaron sus es-
lo que nuestros ancestros: seguir intentándolo, a
tudios secundarios con los doctores, al plomero
pesar del letargo y del egoísmo, seguir luchando
con el profesor. La mayor parte de su cinismo
por una sociedad sin clases ni castas.
hacia nuestro sistema proviene de saber que el
Eso fue lo que la izquierda hizo, de a rachas,
soborno es una forma de vida dentro del Beltway
desde la Era Progresista hasta la legislación so-
; como se da por sentado tanto por los sindi-
cial que Lyndon Johnson empujó a través del
catos y los lobbystas de izquierda como por la
Congreso a mediados de los sesenta. No ha teni-
Coalición Cristiana.
do éxito en lograr mucho en ese sentido en los
Supóngase que alguien como Paul Wellstone o
últimos treinta años. A menos que la izquierda
Barbara Boxer presentaran una sección excluida
alcance algunos pocos éxitos, nunca recuperará
de la ley McCain-Feingold, una que estipulase
su moral y poco a poco se tornará más ridícula
que un candidato no puede presentarse en tele-
aún de lo que hoy es.
visión excepto durante el tiempo gratis provisto
La única vía para alcanzar tales logros es recu-
por las cadenas televisivas, lo cual sería obliga-
perar los votos de los Demócratas de Reagan,
torio a cambio de otorgar a las cadenas licencias
los
de uso sobre fragmentos del espectro electróni-
‘bubbas’ y los graduados y desertores de co-
co. Supóngase que él o ella lo titulase “Una Ley
legios secundarios que detestan y desprecian a
Para Prevenir el Soborno de Candidatos”.
las universidades tanto como detestan y despre-
Supóngase que los sindicatos proclamasen que
cian a los políticos. Estas personas, hombres y
en adelante pagarían sobornos sólo a los políti-
mujeres, blancos y negros, desesperadamente
cos que apoyaran esta medida - candidatos que
intentan mantener sus hogares con $32,000 al
ayudaran a asegurar que deje de ser necesario
año (si tienen la suerte suficiente de alcanzar
para los sindicatos gastar las cuotas de sus afili-
la media nacional). Necesitan ayuda. Necesitan,
ados en sobornos.
por ejemplo, representantes sin sobornos, segu-
Supóngase que los sindicatos prometiesen em-
ros de salud y mejores escuelas para sus niños.
plear, una vez aprobada esta medida, el dinero
Saben perfectamente bien que necesitan estas
previamente utilizado en sobornos para obtener
cosas. La izquierda podría volverse útil brindan-
los votos de sus filas militantes a favor de leyes
do consejos minuciosos sobre cómo obtenerlas.
que trajeran mayores beneficios para sus miem-
Esas tres necesidades son buenas candidatas
bros.
para los tres primeros ítems en una lista de
Otro candidato evidente para esa legislación es
Primeros Proyectos. El primero debería encabe-
el seguro universal de salud - aquella cuestión
zar la lista, puesto que la mayoría de las presen-
que Clinton encaminó hacia la victoria, con la
tes inequidades socioeconómicas conservan su
que jugueteó y que luego olvidó. La quinta parte
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el iniciador
más pobre del país todavía no cuenta con seguro
que los suburbios suministren algo de dinero
médico, y el resto de nosotros mantenemos hor-
para reparar y equipar las escuelas en los gue-
das de empleados de compañías aseguradoras
tos urbanos y los barrios rurales, pero sin mucho
-- personas contratadas para negar la mayor
éxito.
cantidad de cuidados posible. A pesar de las
Si un niño crece en una casa con algunos libros
limitaciones aplicadas en Gran Bretaña, Escandi-
y una sensación prevaleciente de seguridad
navia y demás países, ninguna otra democracia
económica, ya cuenta con una ventaja educa-
industrializada siquiera contemplaría abandonar
tiva suficiente. No merece el estímulo adicio-
la política de seguros universales de salud. Los
nal de edificios escolares más limpios, nuevos
visitantes de Europa y Canadá simplemente no
y seguros, o maestros mejores pagos y menos
pueden creer lo que ocurre cuando un norteam-
hostigados que los que tienen los estudiantes de
ericano sin seguro se enferma.
los guetos. No existe un plan comprensivo de amplio alcance para igualar las oportunidades
El fracaso de Clinton en aprobar su plan de cui-
educativas en este país, pero desesperadamente
dados médicos en el Congreso es visto como una
necesitamos uno.
película de $300 millones que fracasó ridículamente en la boletería más que como la tragedia
Suficiente para mis sugerencias sobre los temas
nacional que fue. A estas alturas, los detalles de
que podrían encabezar la lista de Primeros
una nueva propuesta no importan demasiado -
Proyectos de la izquierda estadounidense.
- el viejo proyecto de Kennedy sería tan bueno
Acaso sean los equivocados, o su orden sea el
como cualquier otro. Si la izquierda tomase un
incorrecto. Pero al menos comparten una ca-
proyecto de ese estilo, lo incluyese en toda con-
racterística: son todos proyectos diseñados para
versación política y demandase saber la posición
elevar a Estados Unidos al nivel de igualdad
de todos los candidatos a puestos nacionales so-
socioeconómica que disfruta la mayoría de los
bre el tema, tal vez seríamos capaces de cumplir
ciudadanos de las demás demo-cracias industri-
lo que Truman esperaba lograr: asegurar que
alizadas.
no queden casos para la caridad, que cualquiera
Hace mucho tiempo atrás, muchos países adop-
que ingrese a un hospital ostente el mismo dere-
taron leyes alrededor de las tres líneas que sub-
cho a los mismos tratamientos.
rayé. En esos países, los candidatos obtienen tiempo gratis en radio y televisión durante perío-
¿Cuál debería ser el tercer ítem en una lista de
dos de campaña relativamente breves. No hay
Primeros Proyectos? Quizá debiera ser la equipa-
ejemplos de caridad médica; el cuidado de la
ración de oportunidades en educación primaria y
salud es un derecho de todos los ciudadanos.
secundaria -- algo que sólo puede alcanzarse si
Para ellos, las enormes disparidades entre las
abandonamos la absurda institución del finan-
escuelas de los suburbios y los barrios urbanos
ciamiento local a las escuelas. Si alguna vez un
son inimaginables.
convenio desafió al Principio de la Diferencia es
Esos países tienen problemas, y sus ciudada-
este sistema de financiamiento. Asegura que la
nos están preocupados. Pero han hecho lo que
calidad de la educación de los niños sea propor-
nosotros no hemos podido. Han aceptado, a re-
cional al precio de la casa de sus padres. Las
gañadientes pero en forma estable, que lo mejor
cortes de Nueva Jersey y Texas han intentado
que puede hacerse con una economía próspera
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el iniciador
es usar el dinero de los impuestos para incre-
perimentos se llevaron a cabo, y algunos han
mentar la igualdad socioeconómica; hacer que
sido bastante exitosos. Intentémoslo.
sea más fácil para los niños pobres acceder las
Esta retórica, combinada con una lista breve y
mismas oportunidades de vida que los niños
memorizable de leyes que necesitan aprobación,
ricos. Si la izquierda ofreciera sin cesar com-
quizá pueda dar a mis estudiantes un punto de
paraciones odiosas entre los cuidados de salud
reunión.
de Canadá y Estados Unidos, entre las escuelas
Tal vez ayude a que algunos candidatos para la
maternales francesas y nuestra falta de aten-
nominación demócrata resistan el constante giro
ciones diurnas, entre las campañas políticas
del centro político hacia la derecha.
británicas y las nuestras, quizás cierto progreso
Es probable que ese giro hacia la derecha con-
podría lograrse.
tinúe – y así los pobres continuarán volviéndose
John Dewey tenía la esperanza de que las políti-
más pobres – a pesar de que nuestros políticos
cas democráticas dejasen de ser una cuestión de
suscriban a los tradicionales principios igualitari-
empujar de aquí para allá principios plausibles
os. Nuevos principios no ayudarán a revertir este
pero contradictorios. Esperaba que se transfor-
giro, pero tal vez el éxito de algunos experimen-
mase en una cuestión de discutir los resultados,
tos clave sí lo logre.
reales o imaginados, de muchos experimentos sociales diferentes. La odiosa comparación que sugiero implica decir: Mira, muchos buenos ex-
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el iniciador
Defender los derechos humanos luis alberto romero
Durante mucho tiempo creí que 1984 constituía un momento fundador en materia de derechos humanos y más en general de cultura política, y que todos –con excepción de algunos obcecados “procesistas”- estábamos de acuerdo en su sentido. Hace poco cobré conciencia de que no era así. Para muchos tal jalón no está en realidad en 1984 sino en 2003, y consideran que antes de esa fecha, poco o nada se ha hecho en materia de derechos humanos. Tal afirmación me permite recapacitar sobre matices y diferencias no explicitadas dentro de aquel consenso de 1984, y sobre la evolución de las opiniones y creencias a lo largo de los veinte años siguientes. El hecho de que algunos o muchos lleguen hoy a un resultado tan diverso del original obliga a preguntarnos exactamente de qué estamos hablando con “derechos humanos”. Los fundadores Fueron las organizaciones defensoras de derechos humanos, y en particular Madres de Plaza de Mayo, las que en la noche de la dictadura establecieron el tema, abrieron una brecha en el discurso oficial, alinearon voces disidentes y finalmente contribuyeron a fundar una nueva cultura política. Los derechos humanos trazaron una línea categórica respecto de la violencia asesina, la violencia como método político, y la idea de que los fines, si son elevados, justifican los medios. Le dieron a la política un fundamento ético que era raro antes de 1983. En defensa de principios ubicados más allá de la competencia política, apelaron a una opinión plural y cuestionaron el valor superior de la unanimidad. Casi todos los que habían participado con entusiasmo en las luchas facciosas previas se convirtieron a la nueva creencia. Algunos, por un arduo proceso de autocrítica; otros, por una vía más rápida: la adscripción al boyante mundo de las instituciones internacionales defensoras de los derechos. Hoy parece evidente que sobrestimamos la sinceridad de esa conversión. La nueva creencia se impuso, en parte por convencimiento pero sobre todo por su capacidad para deslegitimar otros discursos. No siempre se adueñó de las convicciones íntimas de los antiguos faccionalistas, que hoy sabemos que fueron resistentes, pero al menos bloqueó eficazmente su argumentación pública. Nunca más: el imperio de la ley A partir de 1984 este movimiento de los derechos humanos produjo su primer gran fruto: el informe Nunca Más y el juicio a las Juntas militares. Lo hecho en ese momento fue excepcional, por la capacidad de investigar en caliente lo más grueso de lo ocurrido, y de juzgar, con todos los recaudos, a los máximos responsables. Fue un proceso arduo. Emilio Crenzel ha mostrado la compleja negociación entre el equipo gobernante y las organizaciones de derechos humanos, más preocupados unos por lo que había que hacer de ahí en más, y los otros por lo que había sucedido. También señaló el sólido bloque con que se enfrentó, donde convergieron casi todos los partidos (incluso una buena parte del oficialista) y las grandes corporaciones. La resultante fue la construcción, a través de los partidos, de un actor político, la civilidad, capaz de fundamentar y sostener la instauración del estado de derecho y el gobierno de la ley. Porque según la concepción de 1984, el juicios a las Juntas no fue un fin en si mismo, sino el camino para la construcción de algo que los trascendería: el gobierno de la ley. Los derechos humanos enlazaban
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el ejercicio de la justicia con la afirmación de un orden jurídico que cerrara la posibilidad de su violación. Eso significaba, creo, Nunca más. Veinte años de caminos divergentes Durante los siguientes veinte años, la continuación de juicios a los responsables del terrorismo de estado fue una materia pendiente. Aquella coyuntura privilegiada, en que la civilidad y el gobierno civil dominaban el conflicto, pasó. Por impotencia, Alfonsín concluyó en la ley de Obediencia debida. Por propia intención, Menem llegó hasta la amnistía de los ya condenados. Esto formó parte de una desilusión generalizada, que caracterizo a la experiencia democrática toda, luego de la euforia inicial. En ese contexto, el propósito de los derechos humanos se desdibujó gradualmente, y muchos de quienes habían sido sus defensores siguieron senderos diversos y divergentes. Unos tomaron el camino de la construcción ciudadana de una memoria ejemplar, formulada en los imperativos términos del “deber de la memoria”. Se construyó una retórica densa, fundada en el Holocausto, la maldad absoluta, y su banalidad. Fue una retórica polifuncional, que sirvió para muchas causas diferentes. Una de ellas fue la legitimación de los derechos de individuos y grupos, más allá de cualquier regulación o limitación pública, que era siempre definida como autoritaria. Detrás de cada director de escuela o inspector municipal que quería hacer cumplir los reglamentos aparecía la sombra del Proceso. En nombre de los derechos humanos, el pacto social de convivencia fue sacrificado al ejercicio de la santísima voluntad personal o grupal. El deber de memoria dio origen a muchas instituciones, dedicadas a su construcción, que florecieron en paralelo con las consagradas a la defensa de los derechos humanos. Subsidios privados y gubernamentales financiaron a unas y otras, y también a quienes las convirtieron en un objeto de estudio. Tanto la memoria como los derechos se convirtieron en actividades especializadas y profesionalizadas. Para muchos, resultaron ser una salida laboral, y hasta el fundamento de una carrera política. En este punto, empezó a haber disonancias entre los elevados fines iniciales y las consecuencias de su práctica. Las instituciones aseguraron la perduración del movimiento inicial, más allá de entusiasmos personales efímeros, pero desarrollaron necesidades institucionales, principalmente presupuestarias, y también compromisos. Fue un camino similar al del cristianismo, que nació en las catacumbas y se convirtió en iglesia oficial, con privilegios y responsabilidades. En uno y otro caso, los costos y beneficios de tal cambio son materia opinable. Un segmento importante de quienes reivindican memorias ejemplares cambió un poco el foco ejemplar: de la construcción de una nueva civilidad y un nuevo orden jurídico, que superaran la violencia política, pasaron por pasos sucesivos a la reivindicación de los militantes, figura que empezó a remplazar a la de víctimas inocentes, y con ellos, la reivindicación de la lucha y la violencia. La dimensión militante de las víctimas es sin duda una verdad histórica. Pero también es una propuesta y un proyecto, que implica la resignificación y la instrumentación de las prácticas asociadas con los derechos humanos. Un halo revolucionario impregnó las antiguas ideas, y los medios retrocedieron ante los fines. Así, la idea de justicia derivó en la de justicia popular. El tribunal judicial retrocedió ante el comité jacobino o sans culotte y la sentencia fue remplazada por el escrache, detrás del cual casi se perfilaba el lin-
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chamiento. Afloraron la política facciosa, el señalamiento de los enemigos del pueblo y su condena y exterminio verbal, tan característicos de la cultura previa a 1983, que se suponía superada. En el mismo sentido, la demanda de justicia se deslizó desde la idea de la majestad de la ley hacia la más simple la venganza. Lo importante era que los responsables pagaran por sus culpas. Juzgarlos dejó de ser un medio de construcción del estado de derecho, para convertirse en un fin en si mismo. 2003: la emergencia Muchos de estos sentidos convergieron y se polarizaron desde 2003, cuando el gobierno de Kirchner declaró que asumía la bandera de los derechos humanos, impulsó la anulación de las leyes de indulto y obediencia debida, dio nuevo impulso a los juicios, hostigó a las fuerzas armadas, estableció lugares de memoria e inició un diálogo estrecho con las organizaciones de derechos humanos. También fue importante la dimensión discursiva y la confrontación con un enemigo cuyo núcleo eran los partidarios de la dictadura pero que incluía a otros muchos, acusados de complacencia o tibieza. En ese contexto de iniciativas loables y discursos confrontativos, el gobierno declaró que por primera vez esa política era desarrollada de manera profunda y consistente. Cabe preguntarse si se trata de un nuevo impulso a las orientaciones de 1984 o si, en cambio, el propósito es marcar un camino distinto y eventualmente contrapuesto. También, si ese camino conduce a alguna variante reconocible de los derechos humanos o a otro lugar distinto. Una de sus características es la actitud fundadora. Contradice la idea de un gran acuerdo ciudadano que, más allá de las diferencias políticas, sostenga el marco jurídico y asegure la convivencia pacífica. La manera de encarar la cuestión por el actual gobierno es incompatible con la idea de civilidad construida en 1984. Otra característica es el tono revanchista del discurso: los derrotados de 1976 se toman desquite de sus vencedores y verdugos, y de alguna manera legitiman sus antiguas prácticas. Es grande la diferencia con el espíritu del juicio a las Juntas, que también incluyó a los responsables de las organizaciones guerrilleras, y su repudio a cualquier tipo de violencia. Paradójicamente, una consecuencia de esta postura de parte es abrir el espacio para la reivindicación de la otra parte, que el Nunca Más había bloqueado. A través del recuerdo de sus propias víctimas, ignoradas por el discurso oficial, los defensores de la dictadura, sus fines y sus medios (aunque no sus excesos) encontraron un espacio legítimo de expresión. El escrache se ha convertido finalmente en un instrumentó de gobierno. Ya no se trata de los sans culottes sino de la Mazorca, conducida, dosificada y orientada por el poder político, que le indica objetivos y tiempos. El diálogo con algunas de las organizaciones de derechos humanos ha derivado en una colusión de intereses, hecha de servicios recíprocos y prebendas. No conocemos su magnitud, pero es claro que en esta época de subsidios gubernamentales, una parte va a algunas de esas organizaciones, convertidas en constructoras de viviendas o gestoras de planes de ayuda. A cambio, sus principales referentes concurren a los palcos oficiales y transfieren al gobierno la legitimidad construida con el sudor y la sangre de esforzados militantes. Hay algo importante de los derechos humanos que desaparece, por la doble acción de Estado corruptor y organizaciones devenidas corporaciones: la existencia de un poder moral construido al margen del Estado y capaz de interpelarlo en nombre de los principios.
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Veinte años atrás, los derechos humanos eran otra cosa. Remitían a la Carta de las Naciones Unidas, a la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa y también a los artículos de nuestra constitución que establecen los derechos individuales, civiles, políticos y sociales, así como a la forma de gobierno adecuada para defenderlos, representativa, republicana y federal. Remitían a instituciones estatales sólidas e independientes de los gobiernos. Remitían finalmente a una idea de la convivencia y de la política basada en el pluralismo, el consenso, la argumentación racional, la ciudadanía. Nada de esto puede reconocerse en la política de un gobierno que, sin embargo, dice defender los derechos humanos, y es defendido por muchos de sus tradicionales sostenedores. Si es así, se trata de otros derechos humanos, distintos de los que conozco. Me temo que esta diferencia de interpretación existió, larvada, en 1984, y que durante más de veinte años hemos vivido en el error, creyendo que coincidíamos pero hablando en realidad de cosas diversas.
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