Circulo Mixup 295

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ARTÍCULO

Por Arturo J. Flores

C

onocí al viejo Jack en mi segundo día como reportero de espectáculos. Hablaba español con acento gringo y decía que venía de Nueva York. Tenía más de 60 años y vivía de su jubilación. Tenía un pasatiempo que a la distancia suena en desuso: coleccionaba autógrafos. El viejo Jack formaba parte de una pandilla de recolectores de firmas que se reunían afuera de la Asociación Nacional de Actores (ANDA) en la colonia San Rafael. Hacían guardias desde las 10 de la mañana y hasta las 5 de la tarde, que era el horario de las cajas adonde los histriones de Televisa y TV Azteca iban a cobrar sus honorarios.

que se repetía ad nauseam) una dedicatoria. De atesorar el pedazo de papel como quien se roba un mechón de cabello de un hada. Cuando tenía diez años, confieso, le pedí uno a Paulina Rubio cuando me la encontré en Acapulco. Y a los 19, en un episodio afortunado, me llevé un “kisses” impreso en una servilleta del puño de Angelina Jolie. El pulmón externo Pero la selfie es el trofeo moderno. Porque no requiere que traigas una pluma a la mano y el celular se ha convertido en el pulmón tecnológico con el que cargamos a cualquier parte. Si se te olvida en casa, sencillamente te falta el aire. Además, el autorretrato digital elimina cualquier posibilidad de embuste. Photoshops aparte, no admite falsificación. Y sobre todo, se puede presumir a diestra y siniestra en las redes sociales. Se parece tanto a las cabezas de alce que los cazadores cuelgan en sus paredes. Ya nadie pide autógrafos. Es posible que las generaciones más jóvenes pronto olviden el significado de esa palabra

Además del viejo Jack, recuerdo a otros cuyos nombres se me traspapelaron en el archivero de la memoria. Un niño de 10 años con paciencia de Job que pasaba sus vacaciones de verano sentado en la banqueta, con un cuaderno Scribe profesional, que fue llenando de firmas de estrellas televisivas. Una introvertida chica de gabardina negra que nunca pedía firmas, pero sí abrazos. Reunía pequeños instantes en los que “los famosos” descendían de su olimpo para estrecharla cerca de su corazón. Pero quien más me intrigaba era aquel gringo. Porque venía a México cada 6 meses sólo a conseguir signaturas de celebridades locales. A veces hasta intercambiaba alguna extranjera “repetida” en su colección por alguna que le hubiera costado encontrar en México. Jack Nicholson por Carmen Salinas. Clint Eastwod por el Flaco Ibáñez. Un trueque que para los no entendidos en la pasión por los autógrafos sonaría descabellado. Tristemente, la llegada de los teléfonos inteligentes arrasó para siempre con la costumbre remota de pedir autógrafos. De que la estrella en turno preguntara: “¿Para quién?” y se pensara (aunque algunos tenían un machote

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al mismo tiempo que mi abuelo incorpora “selfie” a su vocabulario. Ya sólo vale un rayón de tinta elaborado por un ser humano tocado por el dios de la popularidad cuando viene tatuado en un libro, un disco, una guitarra o una prenda de vestir. Es el sello de autenticidad. ¿Pero en una hoja de papel? Eso ya no significa nada. Igual que es escribir una carta perfumada en vez de un e-mail. Semanas antes de redactar estas líneas coincidí con Franco de Vita en el aeropuerto. Un tipo se acercó a él, armado con pluma, y le pidió un autógrafo. Jamás desenvainó el celular para solicitar una selfie. Se alejó corriendo cuando el cantante venezolano le hubo dedicado una frase en su trozo de papel. La escena me dejó petrificado. Pensé por un segundo en el viejo Jack. Tal vez, de todo los que nos congregamos en el puerto aéreo de la Ciudad de México, aquel era el único viajero en el tiempo.


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