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Jaime Bayly

El canalla sentimental

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Martín.

Mis hijas pasan unas semanas en Miami. Los días se parecen bastante: vemos todas las películas malas, nos exponemos excesivamente al sol, compramos cosas que no necesitamos y luego se pierden o son objeto de peleas feroces, pasamos horas en la piscina organizando juegos divertidos, alimentamos a los gatos del vecindario, miramos demasiada televisión comiendo demasiados helados. De eso se tratan las vacaciones: de no hacer nada que nos convierta en mejores personas, sino todo lo que nos convierta en personas peores (pero más felices). Lola, sin embargo, no está feliz. No lo está porque quiere comprar un hurón. Alguien le ha contado que el hurón es la mejor mascota del mundo, la que recomiendan veterinarios y maestros de escuela, la más limpia, noble, leal, juguetona y discreta. Cuando Lola me dice que quiere un hurón (en realidad dice su nombre en inglés, ferret), yo no sé de qué me está hablando, le digo que no conozco a ese animalejo, que nunca lo he visto. Ella me dice que sí lo he visto, que es un animalito muy gracioso que aparece en una película que vimos juntos, Along came Polly, con Jennifer Anniston y Ben Stiller. Le digo que recuerdo que en esa película Jennifer Anniston tiene una mascota ciega que anda golpeándose con los muebles y las paredes. «Eso es un hurón», me dice. En una tienda de mascotas de Alton Road, en medio de la pestilencia que resulta inevitable al hacer convivir a tantos animales enjaulados en un lugar tan pequeño y acalorado, el dueño, un chileno que no para de transpirar, nos conduce, entre serpientes, ratones y canarios, hasta la esquina hedionda en que un hurón canadiense duerme patas arriba, la boca entreabierta, como si estuviera dopado o como si fuese un familiar mío. Nunca había visto a un animal durmiendo en una postura tan sorprendentemente humana. El hurón cuesta ciento cincuenta dólares. Está vacunado y en perfecto estado de salud. No debe ser expuesto al calor del verano porque moriría deshidratado. Debe permanecer en casa, con aire acondicionado, de preferencia en la sombra. No muerde. Es amigable. Come comida procesada, parecida a la de los perros o los conejos. Se lo puede soltar dentro de la casa, pero nunca en el jardín, porque se pierde con facilidad y no regresa. Es perezoso y defeca con frecuencia, particularmente en las esquinas de la casa. Cuando pago por el hurón, la jaula, la comida, el coche rosado para trasladarlo, el champú, la ropa para que no pase frío y la correa para pasearlo, me asalta la certeza de que estoy cometiendo un error del que me arrepentiré bien pronto. Pero Lola está feliz con el hurón y me da muchos besos, casi tantos como los que le da a ese roedor blanco, alargado y narigón. Camila, que es rápida para hacer las cuentas, me exige que le compre un nuevo iPod en compensación por los gastos onerosos en que su hermana ha incurrido al adquirir el hurón y sus accesorios. Por suerte, Lola no me pide que le compre un iPod Nano al hurón, aunque esto podría ocurrir en cualquier momento. Ya en la casa, Lola sufre porque el hurón está en cautiverio, lo que le parece un abuso, una crueldad, un atropello a su libertad y su derecho a ser feliz. Por eso, sin pedirme permiso, sin advertirme siquiera, abre la jaula, libera al hurón y le permite tomar posesión de la casa y desplazarse, ágil y curioso, por todos los cuartos, mientras ella lo persigue, lo carga, lo acaricia y le da de comer. Yo protesto, le digo que el animalejo va a traer enfermedades y ensuciarnos la casa, pero ella, que ama a los animales con una pasión que sin duda no heredó de mí, me recuerda que es la mejor mascota del mundo y me asegura que nada malo pasará. A la mañana siguiente, voy por la casa recogiendo los restos fecales del hurón canadiense, odiándome por haber comprado una mascota y pensando que mi idea de unas vacaciones sosegadas nunca fue la de agacharme en cada esquina a limpiar las cacas de un animal incontinente, pero consolándome al ver a Lola abrazando con tanta ternura a su nuevo amor. Esa misma tarde salimos a comer algo, pero Lola se resiste a dejar a su mascota sola en la casa, así que le amarra una correa rosada alrededor del cuello y la sube a la camioneta con nosotros. El


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