Revista Araña Que Teje Nº2

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MANDRÁORAZ

de la gente que su territorio sería expropiado, que su suelo sería entregado para recordar que realmente la propiedad privada no existe, que la función ecológica de la vivienda es un invento teatral bien escenificado, que la representación de la ciudad utópica sería construida sobre las ruinas y vestigios de un pasado y presente despojado de dignidad y lastimado en sus derechos.

“(…) Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, (…) Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. (…)” Cogieron la casa a golpes, poco a poco la aporreaban en sus viejos maderos aquellos hombres fuertes, también de mirar antiguo primero desmembrándola y saqueándola. Fue entregada en camiones a una bodega más arriba de la 29, allí vendían las partes de esos cuerpos desterrados, desmembrados, vaciados y saqueados. Un gato negro salió corriendo del techo de la casa, las palomas volaron y todos sus habitantes tuvieron que partir a otras tierras. Cobijados por el destierro y el desarraigo impregnaron la ciudad con el lastre de una historia mal contada. Fragmentos, historias de desvelos encarnados en las cocinas grandes de aquellas casas “hechas sin hambre”, donde el abuelo, sentado en la banca, contaba los relatos de miedo a sus nietos hijos y bisnietos, todos dentro de ese espacio. Diez, quince, o más, se atribulaban en aquellos vientres fecundos de historias que fortalecían el pasado y la memoria conservada en los gritos de esas casas que pedían no morir. Y la mañana transcurría, en medio de los gritos silenciosos y agónicos de ese espacio, donde el zagúan se despedía de sus cortas escaleras mientras miraba a lo lejos con nostalgia, inmóvil e inquieto, la luz que siempre entraba por aquel patio lleno ahora de la oscuridad del final de una historia inconclusa. Llegaron los invasores de un territorio ansioso y ávido de encuentros, hallazgos perdidos y sepultados entre escombros olvidados, retenidos y suspendidos entre la miseria del despojo, entre la incertidumbre del martillo que seguía golpeando la materia de ese cuerpo reclinado, abatido y enfermo.

“(…) Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, (…)” Las voces seguían en las calles, la vida continuaba y se exaltaba, sólo el tiempo se expandió por un instante, se dilató el cuerpo del barrio, como cuando el boxeador impacta el cuerpo con su golpe, la piel se tuerce, el cuerpo se contorsiona, pero regresa de nuevo a sí mismo, siendo otro, desfigurado, transformado, pero regresa, se mantiene, nunca se va; el “pito” del carrito de la mazamorra pasaba al frente de la casa contorsionada, desfigurada, las carretillas llenas de colores y olores de papaya madura, las “zorras” que giraban en la otra esquina al ritmo del trote de caballos, el olor a estiércol depositado en ese fluido urbano transformado, el polvo levantado y el olor a cansancio y humedad se impregnó en los rostros de otras casas, invadió el espacio como un aglutinado de sensaciones. De nuevo las señoras, un poco más arregladas, salían a comprar su diario, la hora del almuerzo se aproximaba, un poco de arroz, otro tanto de aceite, unos cuantos chorizos, un maduro y un cuartico de café; la puerta verde mugre se abría para sacar la mesa con varios recipientes, uno con piña calada, otro con remolacha, uno con cebolla y otro con repollo, otro último con tomate, su mezcla redundaba en una deliciosa ensalada, que por demás llevaba zanahoria rayada para quien así lo quisiera, las señoras así mismo, si en las vueltas del diario les quedaban monedas, compraban sus quinientos de ensalada y así le daban el toque saludable al almuerzo. El sol pegaba ya fuerte sobre esas calles polvorientas pero vivas, los mazos descansando

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