Entorno

Page 6

La ciudad como síntoma y el malestar en la cultura puertorriqueña

Alfredo Carrasquillo Ramírez

Creo que muchos todavía no salimos de nuestro asombro. El pánico casi generalizado primero por la amenaza y luego por la falta de combustible; las escenas de violencia y muestras de poca civilidad vivenciadas por muchos ciudadanos en las estaciones de gasolina luego de hacer filas interminables y encontrarse con listos que buscaban colarse; y el poder del rumor para encender la chispa del sobresalto y producir nuevamente largas filas –primero en los cajeros automáticos de la red ATH y luego en las estaciones de gasolina– después que el conflicto estaba resuelto, todo ello amerita que reflexionemos sobre lo que parecen ser algunas de nuestras prácticas culturales. La lógica a partir de la que podríamos estar organizando nuestras interacciones y desplazamientos en el espacio público y los riesgos a los que éstas podrían estar exponiéndonos. En tiempos en que se valora y se insiste en la importancia de la prevención y las actitudes proactivas, resulta interesante ser testigos de nuestro goce particular por la reacción y la amenaza. Pareciera que más que prevenirlos, nos encanta apagar fuegos. Tal vez por eso los informes del tiempo en temporada de huracanes se debaten entre la información precisa y cierta tendencia folklórica a la exageración y a los escenarios de riesgo. Seguramente eso nos ayuda a entender las largas filas en las ferreterías y supermercados justo antes del paso de un fenómeno tropical por nuestra zona. Tal vez por eso las dimensiones de la crisis y las movilizaciones producidas a raíz del más reciente paro de camioneros. De primera intención uno podría pensar que en coyunturas como ésa, es el fantasma de la escasez el que nos ronda y que la movilización ciudadana y los niveles de angustia generados se vinculan al temor a carecer de bienes básicos por un período indeterminado de tiempo. No obstante, y sin descartar lo anterior, ¿qué tal si el fantasma que opera y nos moviliza no es tanto el de la escasez como el de la fragilidad? ¿Tendrá que ver con que de repente adquirimos conciencia de las consecuencias que supone el bloqueo de nuestros puertos en una economía tan dependiente de la importación como la nuestra? ¿Será que

de momento vemos cuán dependientes somos de los vehículos de motor y de cómo el modo en que organizamos nuestras vidas cotidianas puede venirse abajo si no contamos con gasolina para desplazarnos en nuestros autos? ¿Será que la amenaza de emergencia nos obliga a unas interacciones sociales más cercanas e íntimas cuando hemos preferido encerrarnos y mantener las distancias con el otro que de repente, en medio de la crisis, nos incomoda o amenaza con su proximidad? ¿Será que en coyunturas como ésas los atajos usuales (comerse la luz, colarse en la fila, en fin, no respetar el lugar del otro) pasan a ser menos tolerados o nos obligan a operar conforme a unas normas de convivencia que usualmente rechazamos? A fin de cuentas, ¿será que este tipo de experiencias que subvierten la rutina y el automaton, cual vientos que soplan fuerte, nos enfrentan por la vía de la tyché, o a lo que en clave psicoanalítica podríamos llamar la irrupción de un Real inasimilable, a la fragilidad del país y las ciudades que hemos construido? Permítanme aproximarme a la consideración de estas interrogantes desde el psicoanálisis, campo que, al tiempo que propone vías para rastrear las dimensiones inexploradas de la vida de cada sujeto a partir de su inconsciente, advierte que es inútil intentar comprender tal realidad psíquica de los seres humanos desvinculándola de lo social y de las prácticas culturales que orientan los modos en que construimos nuestros vínculos y, por qué no, nuestras ciudades. Así las cosas, para el psicoanálisis no es posible dar cuenta del sufrimiento de un ser humano sin entender las señales de malestar en la cultura que le sirven de entorno. Decía Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, que el ser humano es el único ser que se siente solo y es búsqueda de otro. En efecto, es el carácter social de nuestra existencia –esa urgencia de vincularnos a los demás en busca de cierta ilusión

nos confronta con los efectos de la mala planificación, el desparramamiento urbano y una vida metropolitana que parece girar en torno al automóvil. Tales prácticas de las que muchas veces y con razón nos lamentamos, son vistas como fruto de descuidos e irresponsabilidades, o reducidas al juego de intereses económicos. No obstante, si partimos de ese principio psicoanalítico que queda hermosamente recogido en un texto de Joan Manuel Serrat cuando dice: “cuéntale a tu corazón que existe siempre una razón escondida en cada gesto”, lo que parece ser accidental y fruto del descuido, la irresponsabilidad o el pulseo de los grandes intereses, seguramente tiene una causa, responde a una lógica, muchas veces del orden de lo inconsciente y nos plantea el reto de intentar descifrarla. Si es que en efecto encontramos allí algo cifrado, la ciudad deviene síntoma, esto es, la escritura formal de un Real del que podemos deducir los fantasmas que organizan nuestra vida colectiva.

de completud que Freud asociaba al “sentimiento oceánico”– lo que nos permite entender cómo los fantasmas de escasez y fragilidad pueden activar y movilizar pasiones con tal fuerza. En lo más íntimo del ser humano, en el conjunto de esas cosas de las que los sujetos no queremos saber y nos encargamos por tanto de obturar por medio de múltiples dispositivos imaginarios, habitan los trazos de esas primeras y primitivas experiencias de orfandad y dependencia fácilmente evocables cuando los recursos construidos para taparlos fallan en su esfuerzo de obturación. Cuando pensamos cómo ésto se manifiesta en el espacio social, podemos dar cuenta de cómo muchas prácticas culturales sirven justamente para protegernos de los fantasmas de escasez y fragilidad. Nuestras ciudades, en tanto espacios de escritura e inscripción cultural cargados de sentido, pueden leerse, en parte, como esfuerzos no siempre conscientes y mucho menos metódicos por armar y posibilitar toda una serie de operativos simbólicos para alejarnos de lo incómodo de la condición humana, produciendo nuevas articulaciones de sentido, ilusiones de protección, sensaciones de seguridad, promesas de abundancia y semblantes de potencia algo así como inconmovibles. Tal producción imaginaria, que nos protege al menos temporalmente de algunas angustias (aunque genere indudablemente otros malestares), puede venirse abajo frente a la irrupción de lo inesperado, de una crisis, de un evento cuya incursión mueva con suficiente fuerza el tapete como para desorganizar los simulacros que nos evitan pensar e interrogar muchas prácticas cotidianas colectivas.

Sin pretender llegar a conclusiones respecto a lo que desde esta óptica que propongo nuestra ciudad podría tener de síntoma, los invito a explorar dos dimensiones que tal vez puedan ayudarnos a descifrar algunas claves del malestar en la cultura puertorriqueña. Por un lado, indagar por qué hemos venido redefiniendo el espacio público para que en vez de servir para el encuentro con

el otro, éste esté estructurado más bien para el desplazamiento solitario en el automóvil, proyecto en el cual el otro que encontramos en la ruta se borra y queda excluido de nuestros recortes de realidad o cuando lo vemos, deviene obstáculo o amenaza (el peatón, el conductor que maneja más lentamente, el deambulante, entre otros). Por el otro, explorar cuánta violencia y pulsión de muerte puede haber contenida en la construcción / destrucción de nuestras ciudades, en ese torbellino provocador del que Freud hablaba en relación con la ciudad de Roma, en el que la combinatoria de estratificaciones, elementos arquitectónicos y significaciones históricas, producen nuevas relaciones de sentido que, como toda propuesta de significación, produce efectos en los otros –en este caso en sus habitantes. ¿Cuánta de la violencia urbana que condiciona igualmente nuestra apropiación del espacio público está estrechamente vinculada a los efectos que genera esa pulsión de muerte que ronda nuestras autopistas, avenidas y calles, en medio del tapón y nuestros cotidianos desplazamientos? ¿Cómo puede la Arquitectura proponer, como lo han sugerido Jáuregui y Vidal en Brasil, nuevas articulaciones entre ética, estética y política que nos permitan redimensionar nuestro devenir urbano poniendo límites a la violencia y al desencuentro?

Encaminados a dilucidar algo de ese malestar, nos enfrentamos al tema de la ciudad y ello, en el caso particular de San Juan y de Puerto Rico casi en su conjunto,

URBANISMO ENTORNO1

CAAPPR

Movilidad y Cultura Urbana

páginas

>

01 02 03 04 05 06 07

08 09 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.