9 Corto

NUEVE CORTO CJ Nieto

A mi padre, a mi madre, a mi hermano.

A la mejor hija que se puede tener: Ă ngela.

Al cĂłmplice necesario para el delito de vivir: Juan.

A los imprudentes que creyeron en esta novela, gracias.

Dijo el gato a la bala: “No ganarás siempre”.

La bala respondió: “Siempre hay alguien dispuesto a jugar”.

Yo pensé: “Olvida la novela negra, vive del cuento”.

I En la esquina siguiente estaba el diablo comprando almas.

Renegoció su deuda una vez más y obtuvo crédito. Él no le diría que no: perfume de bragas. No lo había olvidado, sabía que era su preferido.

Lo notó más gordo, más viejo y más lento. Bebía un brandy barato servido por unas manos sucias. Le dijo que ya no mataba hombres por dinero.

Ella invocó los recuerdos comunes y él lo aceptó. Un escote, un cheque con cinco cifras, quedó convencido. Sabía que el talón tenía fondo, el escote no. Le pidió el nombre, la dirección y poco más. El sicario quiso darle un día más para pensarlo.

Le dijo que se había convertido en un blando. Él se tocó la entrepierna, le lanzó un beso. Podría ser, hoy no; llegaba tarde a la reunión. Pagó, sonrió y me dio el jamón del sándwich.

La seguí despacio, intentando imitar su forma de caminar.

Levitaba sobre la acera que olía a orines vomitados.

Pagó el aparcamiento y me rocé con sus medias. Subimos al Cabrio, apretó el botón, cerró la capota. Princes of the Universe golpeaba mis oídos ¡qué dolor! Cuando llegamos al Círculo Mercantil ella se creía inmortal.

Me quedé acurrucado en el sillón trasero del coche. El sitio no era para gatos, demasiados perros viejos. Al menos, este parking olía mejor que el anterior. Escuché el martirio de los tacones mientras se alejaba.

Soñé con el día lluvioso en que la conocí. Yo me guarecía bajo el dintel de la puerta. Ella abrió la cerradura y entré; me miró

divertida. El portero del edificio hizo un ademán hacia mí. Ella le dijo sonriendo que yo era su invitado. El ascensor no me gustó nada, no quise entrar. Me azuzó con la mano y yo la seguí. La he seguido siempre solo para satisfacer mi curiosidad.

El tintineo furioso me despertó, llegó y se cambió. Se quitó la blusa blanca que olía a puro. Se puso un suéter que sacó de la guantera. Retocó mecánicamente su maquillaje y se volvió a marchar.

Esta vez, la acompañé por la calle San Belardo. Entró en Cöewe para comprar admiración, envidia y halagos. Colgó la bolsa del antebrazo con el logotipo visible. Fue mirándose en los escaparates hasta la calle Chano. Paró en la terraza de siempre: capuchino con saludo.

Sonó La Primavera de Vivaldi y atendió la llamada.

Primero la reprendió por el error en el contrato. Después dijo que el idiota no iba a ceder. Se lo había dicho el representante de la marca. Acababa de almorzar con él y con su asesor. El gilipollas seguía pujando por la exclusividad para joderla. Ella había sido la primera en negociar y arriesgarse. Solicitaría una carencia en la hipoteca del local uno. Le ordenó que preparase una solicitud para Caja Ocho. Debía explicarles que se retrasaría la apertura por imponderables. Le dijo que hiciera la transferencia del local dos.

El dueño exigía ya el pago de la fianza. Si no firmaban el contrato colgaría nuevamente el cartel. El local del sur podía mantenerlo diez días más. Cuando mencionó los diez días sorbió el capuchino saboreándolo. No había de qué preocuparse, era cuestión de aguantar. Al terminar le preguntó el motivo de su llamada. Dijo que sí, que recuperase las horas el lunes.

Cerró los ojos debajo de las gafas de sol. El camarero

sirvió su atención y rodó la sombrilla. Le dio la propina y le agradeció el gesto. Se acomodó al calor de abril disfrutando luces psicodélicas.

Se acercaron los pasos obesos que arrastraban los pies. Ella saludó con desgana y sacó algo del bolso. El hombre que llevaba corbata el viernes se rio. Él dijo que tenía pensada una estrategia para ganar. Le pidió los emails del representante de la marca. Lo escuchó hablar de contrato tácito y lucro cesante. Pero ella no tenía tiempo para sus trampas legales. Él trató de hacerle ver que se había precipitado. Le había aconsejado que no firmara nada hasta asegurarse. Había firmado la hipoteca y los contratos de alquiler. No le dijo que había contratado a un sicario. En los negocios, esperar es lo mismo que morir. Era su frase favorita y llevaba algunos años repitiéndola.

El hombre insistió en la virtud de la paciencia. Le señaló que hasta el momento solo había palabras. Ni había documentos formales ni tampoco había acciones legales. Se ofreció para hablar con él, ver su juego. Ella contestó que el juego del idiota era arruinarla. No sabía cómo se había enterado de su negocio. Lo cierto es que estaba al corriente de todo. Sabía que se jugaba mucha pasta y la quería.

Había oído que quería deshacerse de su viejo Porsche. Le entraría por ahí, le diría que estaba interesado. No le hablaría directamente de ella ni del negocio.

Al final la medio convenció, le dio el sí.

Un telón de nubes ocultó el sol sin avisar. Ella empujó el paquete que estaba sobre la mesa. Le dijo que lo probara solo con su mujer. Sonrieron cómplices, él guardó el paquete, ella se

levantó.

La vuelta sin música, le gustaba pensar en silencio. Y hablar sola en voz alta, para sí misma. Utilizaría el día que le había ofrecido de franquicia. Cabía la posibilidad de que se echara para atrás. Las argucias legales eran la especialidad de su tahúr. Si él convencía al idiota no sería necesario finiquitarlo.

Ascensor directo al salón, Piazepán directo a la consciencia.

Por costumbre, los sábados se retrasaba con mi desayuno. El superTelefon se había recorrido la mesa de noche. Ella estiró el brazo y bostezó anunciando la hora. Las cinco de la tarde, lo repitió varias veces. El olor del café se mezclaba con Curina Gourmet. Acarició la pantalla y escuchó los mensajes de voz.

Derramó el café y manchó la encimera de Corian. La voz llorosa que salía del altavoz dijo «accidente». La voz hablaba, ella miró de nuevo el reloj. Ducha de seis minutos, secador, poco maquillaje, vestido negro.

La seguí, cuando arrancó el Cabrio no me miró.

La entrada del tanatorio San Manuel tiene una plaza. Allí se reúnen los que esquivan a la muerte. Ella se dirigió a un hombre parecido al tahúr. Lo abrazó y el hombre correspondió escondiendo el llanto. El hombre dijo que su hermano había salido temprano. Que había quedado en recoger el coche del taller.

Estaba encaprichado del puto Porsche y fue a probarlo.

Ella necesitó sentarse en el muro bajo la jacaranda. El hombre la acompañó, dijo que era una desgracia. Que sabía que no era como el hermano muerto. Pero se ofreció para lo que ella pudiera

necesitar. El bufete estaba a su servicio igual que siempre.

Miró al recién llegado que presentó condolencias al hombre. Era él, era el idiota, lo había visto antes. Habían coincidido una vez en persona, en un acto. El idiota la saludó y se concentró en explicarse.

Contó al hombre que su hermano fue a verlo. Hablaron del Porsche, acordaron que lo recogería él mismo. Casualmente lo tenía en el taller para revisar niveles. Le había hecho una buena oferta que él aceptó. Solo quería probarlo antes de cerrar definitivamente el trato. Había recibido una llamada del mecánico a las diez. Le dijo que se lo diera, tenía su autorización. El mecánico le comentó que el coche estaba impecable. Un peruano vino pidiendo trabajo, se ofreció a lavarlo. El mecánico se estuvo lamentando por no poder contratarlo. Unas horas después, sobre las doce, recibió la llamada. El Porsche había caído por el puente de Tilva.

Ella lo miraba mientras hablaba, golpeteando con el tacón.

El idiota no disimulaba, estaba afligido y hablaba añurgado. Sonó su superTelefon, era del seguro, dijo ̀todo riesgo´. Colgó, comentó que los peritos estaban con el coche. Se ofreció para cualquier cosa que necesitaran de él. Se despidió del hombre con un abrazo casi sincero. La miró, titubeó, se decidió por dos besos asépticos.

Ella se obligó a corresponder y le sonrió educada.

El idiota se alejó, sus suelas no hacían ruido.

El hombre dijo que le parecía un tío agradable. Ella desconfió y le preguntó si sabía quién era. Contestó que no, solo era el dueño del coche. También era dueño de varias empresas heredadas del padre. Había estudiado fuera pero llevaba tiempo en la isla. Se notaba que no había tratado mucho con él.

Ella se colocó bien el vestido de Tarugo Böss. Se agarró al clutch, dijo que iba a entrar. Debía ver a las hijas y a la viuda.

La acera estaba caliente, el cielo se hizo plomo.

Salió con gesto de preocupación, saludó a un conocido. Al subirnos al coche me dijo que daría problemas. El idiota nos daría problemas y el sicario también.

Volvimos a Gracia y López, ¡cómo odio el ascensor! Lanzó con fuerza los zapatos en medio del pasillo.

Cuando es de noche, los pensamientos son garrapatas implacables.

Se le había pegado una, consumiéndola sin darle tregua. Sirvió una cola con mucho ron, pidió comida china. Cogió el móvil de tarjeta prepago, habló firme, despacio. Le dijo que iba para allá en veinte minutos. Se desmaquilló, se puso unos vaqueros y playeras viejas. También cogió la sudadera gris y la mochila negra. Se recogió el pelo en una coleta baja, despeinada.

No hay nada mejor que salir por la noche. Salí tras ella, caminamos por las terrazas de gin-tonic. Fueron desapareciendo las mesas, las farolas y las risas.

El sicario la estaba esperando escorado en una barandilla. Ella se acercó y también se apoyó sin mirarlo. La marea salpicaba la avenida sucia sin conseguir limpiarla. El batir cadencioso del mar apantallaba la conversación seca. Ella le dijo que ya no confiaba en él. Había actuado con precipitación y lo había hecho mal. Tenía un mensaje del Gibraktar Bank en el móvil. Habían descontado el importe del cheque a las nueve. Él dijo que se cumplían veinticuatro horas: lo acordado. Le hizo mucha gracia que se hubiera quedado dormida. Ella no sonrió, manipular los frenos no era infalible. Podía chocar sin más consecuencias, investigar y

buscar responsables. Él le dijo que esos conductores no eran así.

Esos accidentes siempre eran mortales, eran coches para volar.

Ella insistió: había hecho volar a la persona equivocada. Él se defendió: fue ella quien cambió las cosas. Fue ella la que envió al hombre a negociar. Él no tenía que recoger el coche; estaba calculado. Ella lo miró, le dijo que se había acabado. Se podía quedar con el dinero sin ningún problema. Todo se había complicado, tendría que buscar otra solución. El sicario le preguntó por qué lo había llamado. Si tenía otra forma de resolverlo, estaba de más.

Ella se giró despacio, dándole la espalda al mar. Le dijo que de momento no tenía otra solución. Había invertido mucho dinero, pero no era solamente eso. El mierda idiota se estaba meando en su terreno. Ella se lo había trabajado como la que más. No era fácil dar con un nicho tan bueno. Se trataba de un mercado potencial sin explotar todavía. Ella había conseguido apalabrar la exclusividad de la marca. Y el idiota se había enterado, no sabía cómo. Quién coño se creía él para quitarle su negocio. Se había reunido con el representante de la marca. También había intentado negociar con el asesor del idiota. Su último cartucho quemado en el barranco de Tilva. Claro que tenía ganas de borrarlo rapidito del mapa. Por eso lo llamó a él, sabía quién era. Recordaba muy bien lo que era capaz de hacer. Lo había recordado con frecuencia en los últimos días. Sin embargo, no era el mismo, lo notaba cambiado. Ella le dijo lo que pensaba: había perdido habilidad.

Temía que pudiese terminar en la cárcel por instigadora. Él se lo tomó mal, había viajado para atenderla. Había dejado su negocio, su familia y su paz. El dinero le venía bien pero también quería verla. Quería demostrarle que los años no lo habían

dominado. Ella lo escuchó sin mirarlo, sin levantar la cabeza. Aún conservaba el compás melodioso de su acento ayacuchano. Su voz era lo único que no había cambiado. Yo lo sabía porque al escucharlo ella parecía rejuvenecer.

Veía demasiado riesgo, ahora no lo tenía tan claro. Si la acusaban de algo, iría a la cárcel. Le recordó que se había cargado a su defensor. Él le preguntó si se había tirado al muerto. Ella le contestó con el refrán de la olla. Su cara cambió, volvió al presente, necesitaba más tiempo. Le dijo que se volviera al hotel, que esperase. Él le dijo que por qué no lo acompañaba. Ella, sonriendo, volvió a hablarle de ollas y pollas.

En la escollera había restos de pescado: inevitable tentación.

El sicario la vio alejarse despacio en la oscuridad. Unos metros más allá se cruzó con un mantero. Era un maliense que ya había recogido la mercancía. No era la primera vez, ella abrió su mochila. Sacó algo y se lo puso en la mano. El maliense sonrió y la cogió de la cintura.

Sabía que no podía acompañarla y miré al sicario. Él no había dejado de seguirla con la mirada. Arañó la barandilla oxidada, la pateó y se marchó.

Cuando regresamos al piso, ella olía a otro cuerpo. Se rindió sobre el colchón de dos por dos. Sin el Piazepán, la cama era un pantano incómodo. Las sábanas de algodón egipcio se inundaban de sudor. Era imposible dormir en aquel lecho movedizo y peligroso.

Hice mi ronda nocturna buscando algún trofeo para ofrecerle. Me habría servido un ratón, imposible con tanta

limpieza. No encontré ni una cucaracha, ni una triste mosca. La próxima vez que saliéramos lo tendría en cuenta. Aunque tenía claro que no podía competir con él. El sicario le quería ofrecer una presa muy grande.

La hubiera seguido al infierno solo para verla escapar.

Correr el domingo temprano, no era plan para mí.

Antes de ducharse encendió el Cac, trabajó un rato. Habló de suerte y países donde trabajaban los domingos.

Escuchó un audio, tres voces agudas se interrumpían riendo. En el siguiente, hablaba solo una de las voces. Le decía que lo ocurrido había sido un palo. Pero ya no se podía hacer nada por él. Que no fuera tonta, que no faltara al almuerzo. Las cuatro solamente se veían una vez al año.

Pasó el dedo, rápido y nervioso, por la pantalla. Dijo bajito que no le había saltado la alarma. Y que hoy era la comida de las Maripuris.

Dio un par de vueltas, escuchaba Highway to Hell. La vocecita de Scott se escapaba de los auriculares. Fue al vestidor y se quedó allí un rato.

Salió metiendo las llaves en el bolso de mano. Cogió las gafas de sol, las de montura blanca. Seguí los diez centímetros de tacón de las sandalias.

Las tres mujeres esperaban en la puerta del Aurende. La morena con voz de rata la recibió quejándose. Habían reservado para las dos y no tenían mesa. Todo funcionaba fatal, ya no había servicio ni profesionalidad. La rubia que olía a leche la estranguló abrazándola. Le preguntó si estaba bien, ella contestó que sí. Le

dijo que también podían sentarse en la terraza. Les habían ofrecido una mesa fuera, que eligiera ella.

Se sentaron y la de pelo corto la saludó. Dijo que ya no la veía por la notaría. Ella le dijo que no se le había ofrecido.

Cuando mentía, daba golpes al suelo con los tacones.

El accidente había salido en la prensa, ¡qué pena! Las tres sabían que ella solía trabajar con él. No quiso dar carrete al tema, entendieron su aflicción.

La rubia enseñó las fotos de un bebé esmirriado. Ella preguntó si estaba mejor para ir a verlo. Taconeaba y preguntó si le había gustado el regalo. La rubia contestó que sí, le dio las gracias.

La rata morena enseñó sus fotos de Nueva York. Hablaba sin parar y quería que fueran al baño. Se había empeñado en que vieran sus tetas nuevas. Se las había puesto con la paga de objetivos.

La rubia dijo que la excedencia se estaba acabando.

Hablaron de colegios bilingües, de concertados, de las monjas.

Ella miró tres veces el superTelefon y se retocó. La rubia la rescató para la conversación con recuerdos. Dijo que tenían que repetir el viaje de Perú. Ella tosió, se hizo hacia atrás en la silla.

La de pelo corto se quejó, ella no viajó. Por aquella época estaba preparando las oposiciones a notaria. Y seguramente contarían la misma historia repetida de siempre.

La voz de rata ya había empezado a contar. Se quedó en el hotel cuidando a la rubia. Mientras su amiguita querida se paseaba con el indio.

Ella miró a la rubia que volvió a disculparla. El muchachito merecía la pena; ella era un váter.

Las tres rieron y la rata chilló aún más. Se recreó en las diarreas y vómitos de madrugada. Repitió lo buena que había sido: sacrificó su viaje. No como otra a la que no quería señalar. Otra que arrancó con la mochila y el pasaporte. Y nos vemos en el aeropuerto amigas, pásenlo bien. Encima, cuando apareció para coger el vuelo, vino acompañada.

Ella frunció una sonrisa, dijo que el tiempo pasaba.

Estaban hablando de algo que ocurrió quince años atrás. Halagó el tartar de salmón y cogió un poco.

La de pelo corto miró su Gartier: era tarde. Había que quedar más a menudo para planear viajes.

Ella les dijo que le tocaba pagar la cuenta. También tenía que irse, al día siguiente tenía reuniones.

La rubia le dijo que había venido en taxi. Le pidió que la alcanzase a casa para hablar.

Se

dieron

besitos

y

ella

respiró

dirigiéndose

al

aparcamiento.

Caminaron por el muelle deportivo, la brisa las empañaba.

Las seguí, la rubia preguntó si tenía un gato. Ella contestó que los gatos no son de nadie.

Condujo despacio hasta la parte alta de la ciudad. La rubia se mostró preocupada: trabajaba mucho, estaba delgadísima. Le dijo que la había visto en la televisión. Era una noticia relacionada con la confederación de empresarios. Se alegraba de que sus negocios fueran tan bien. La echaba de menos, regateó verse con más frecuencia. Ella concedió un almuerzo sin fecha y se despidieron. Le dijo adiós cuando cerró la puerta del chalé.

Llegó conduciendo hasta el final de la calle, paró. Quitó la capota, el aire era frío, se bajó. Se quedó un rato fuera, apoyada en

el coche. Desde la cornisa, miraba las luces de la ciudad.

Volvió al Cabrio y envió un mensaje de voz. Avisaba de que se iba a retrasar quince minutos.

Coleccionaba multas por exceso de velocidad y añadió otra. Cruzamos la isla en un maullido para llegar puntuales. Entró por la puerta VIP como las otras veces. Desde la acera vi cómo saludaba cordial y animada. Ya estaban todos los jugadores sentados en sus sillas. La vieja austriaca se levantó, le dio dos besos. El hombre pequeño y nervioso le dio la mano. Habíamos visto su cara sonriente en las vallas publicitarias. El cuarto jugador solo había venido dos veces anteriormente. Ella le dio la mano y miró al crupier. El chico de confianza sacó la baraja de póker.

Estaba empaquetada, el celofán brillaba sobre el tapete verde.

El chico saludó a todos y cerró la puerta.

Empecé mi ronda en busca de gatas en celo. No me alejé mucho, conocía el sitio: territorio hostil.

Lo vi en la entrada principal, donde hay luces. Sus suelas no hacían ruido, era él: el idiota. Conversaba arrogante con otros igual de repeinados y perfumados. Sacó su superTelefon y todos miraron la pantalla riendo. Estuvieron un tiempo en la entrada bajo los focos. Luego entró el primero y los demás le siguieron.

Me quedé bien escondido, detrás del seto de hibiscos.

No escuché sus pasos, ni pude oír su respiración. Cuando miré a mi izquierda, allí estaba el sicario.

II ¡Despierta!, menuda juerga tuvimos anoche, no has perdido facultades. Esto está hecho una pocilga, si entra la camarera…

Ella sabrá reconocer ese polvo blanco y tendremos problemas. ¡Levántate ya!, siempre te cuesta volver a la vida. Tienes que recoger las botellas vacías, abrir las ventanas.

Yo sé dónde estás: en el puente del sueño. No terminas de cruzar, te quedas quieto mirando recuerdos. He dicho que tenemos que olvidar lo que ocurrió. Ya sé, te despiertas despacio para ir dejándolo todo. Bien, así podemos empezar el día, engañar al mundo.

Te lavas la conciencia, ya no ves al niño. ¡Ajajá!, yo te conozco, eres mi soldadito: nueve corto.

Hacía mucho tiempo que no teníamos noche de vigilancia. Estabas un poco desentrenado, es mejor reconocerlo, qué desastre.

La luz del hervidor es roja, necesitas tres sobres. No sabe a café, brebajes peores nos hemos tragado.

Despiertas despacio de noche de vigilancia: seguir los pasos. Se apuntan costumbres, itinerarios, reuniones, entradas, salidas, horarios, compañías. Se aprenden vicios, miedos, enfermedades, enemigos, manías, necesidades, disputas. Se memorizan altura, peso, rapidez, agilidad, fuerza, flexibilidad, reflejos. El plan salió mal; hay que empezar de cero. Empieza todo desde el principio y vuelve al origen. Borra todo lo anterior y toma todo como nuevo.

Somos expertos en empezar de nuevo sin despertar sospechas.

El hombre quemado en el coche fue un error. Esta vez tomarás medidas, no volverá a ocurrir, ¿verdad?

Los viste a los dos, ellos no se ven. No se ven, juegan al mismo juego sin verse. Se llama idiota, ella te lo dijo cuando pagó. Están

ciegos no quieren verse en el mismo coliseo. Campeonato a navaja apuesta por el gallo malatobo padrillo. Ella quiso sacarlo de la arena, no se dejó. Pagará el precio, mejor se hubiera retirado, es tarde.

Estuvimos muy cerca, casi lo consigues, pero cometiste fallos. Fue buena idea simpatizar con el ayudante de cocina. Ellos hacen los peores trabajos y reciben poco salario. El basurero no es mal lugar para sacar información. Eres muy listo, le abriste el contenedor; diligente, amistoso. Con tu ropa de pobre hombre maduro sin trabajo. Estuviste genial al preguntarle si había trabajo para ti.

Cogiste la manguera y le dejaste el contenedor impecable. Y además le ofreciste un cigarro, eso nunca falla. Eso, y el viejo truco de las gafas inocentes. Tus gafitas de montura oxidada son el camuflaje perfecto. Nadie desconfía de un hombre que lleva esas gafas. Podías abrir su garganta, disfrutar la cascada de sangre.

Pero no, tú prefieres sacarle información; quieres ser profesional.

Empezaste con tu tabarra boba, preguntas por el idiota. Le dijiste que lo conocías, que trabajaste para él. ¡Mira qué casualidad!, lo viste entrar hace un rato. Y el otro se columpia feliz en tu argolla.

Y te lo cuenta todo: los domingos toca ruleta. Ha cenado solomillo Strogonov, no come marisco: es alérgico. Viene con amigos, siempre son diferentes, siempre se ríen. Él los invita generoso, a ellos y a ellas.

Y lo demás ya no te importó un carajo. Teníamos lo que íbamos a buscar: ¡material de primerísima!

Pero no eres cuidadoso, te fuiste deprisa y corriendo. No te cuidas la espalda, ya no miras alrededor. Y casi te tropiezas de frente con el idiota. Él estaba esperando por el aparcacoches, ya se marchaba. Y tú estabas saltando alegremente el seto de hibiscos.

Te faltó muy poco para pisar a un gato. Con tu traspié lo pusiste en guardia, te vio. El idiota te miró, se quedó con tu cara. ¡Te dije que la noche había terminado para nosotros!

Había que retirarse y volver al nido, bye bye. Pero no me haces caso, soldadito, ya has despertado.

Ahora dirás que no recuerdas nada y me acariciarás. Siempre lo haces cuando piensas, yo soy tu talismán. Aunque a veces te enfadas y no quieres escucharme. Aunque te tapes las orejas, no tendrás calma nunca. Aunque quieras parecer otra persona no me puedes parar. Soy una bala, eres una bala, giramos para avanzar.

Estábamos tan quietos que se nos pudrían los huesos.

Ese potingue despierta tu cuerpo, duerme a tus muertos. El sol de lunes ilumina botellas vacías, polvo blanco. Limpiamos y ponemos todo en orden, somos gente respetable.

Salimos ligeros a la calle cantando bajito nuestra canción: Precioso día en la nueva ciudad, huele a mar.

Es una tumba inmensa, otro cadáver no se notará.

El mar se lo traga todo, luego lo escupirá.

A nosotros nos gustan las montañas y las arañas.

Necesitas algo sólido en el estómago, desayuno en terraza. El camarero propone y el cocinero dispone, no discutas. Observas la avenida: turistas indiferentes, ancianos renacidos, corredores infartados.

Necesitas salir de la gente, te echas a caminar. Hay un castillo y un parque con pocos árboles. Hay bancos para pensar pero no hay animales pequeños. Diferente a la otra ciudad, allí tienes un retiro.

Es distinta a la ciudad donde eres otra persona. La ciudad donde ella te dejó para luego reclamarte.

Te siguen gustando los lugares sombríos como la selva. Y los animales pequeños, aprendiste que se llaman artrópodos. Ya no capturas arañas con tus manos para amenazar. Ahora las compras por internet, vienen en sus cajitas. Tienes varios terrarios, te has convertido en un experto. Le dijiste a tu mujer que te los cuidase.

Está cuidando de tus pequeñas amigas, menos de una. No puedes dejarla sola con ella, es muy peligrosa. No queremos accidentes, dejaríamos a tu hijo sin madre. No es muy exigente, puede viajar en tu maleta. Y allí la has dejado, protegida por la combinación.

La combinación de la maleta protege a la camarera. Ni siquiera la movió para limpiar, hay personas instintivas.

Llega una mujer con un niño de la mano. El niño sube al tobogán, ella mira su móvil. Cuando pasas cerca; la mujer te mira, sonríe, saluda. Inspiras confianza, hoy te has vestido de persona respetable.

Hoy mismo cumpliremos con nuestro trabajo, se quedará satisfecha. Estará contenta, se sentirá agradecida, admirada por tu capacidad. No me mandes a callar, la gente nos mira. Durante estos años, todos los días pensabas en ella. Mientras dormías pensabas en ella, ahora te ha despertado. Soldadito nueve corto no es el único que despierta. También ha despertado… ¡que no me mandes a callar!

Vamos a entretenernos, cantemos juntos como la Chabuca Granda:

Precioso día en la nueva ciudad, huele a mar.

Es una tumba inmensa, otro cadáver no se notará.

El mar se lo traga todo, luego lo escupirá.

A nosotros nos gustan las montañas y las arañas.

El aire se llena de fueloil, suena una sirena. Nos gustaría vivir en esta ciudad, no hace frío. A la doña no le gustaría que estuviéramos cerca. Ella te dejó bien lejos para luego poder reclamarte. Vale, no sigo, no quieres que use nuestro acento. Has olvidado nuestras palabras, quieres ser uno de ellos. Has conseguido disimularlo pero se te escapa el tono. Pequeño empresario, pequeño negocio, pequeño ciudadano, eso eres tú. Es lo que ven cuando comen en tu restaurante. Es lo que ven cuando saludan en el ascensor.

Respiras aire salado, terrazas invadidas de aperitivantes, ¡un vino!

Ahí está, es más joven que tú, más alto. Es fuerte y conoce la lucha cuerpo a cuerpo. Sonríe, vende la mercancía, bromea, le han dejado propina. Tiene una cicatriz en el cuello y mirada inquieta.

No hemos venido para esto pero te acercas más. No es nuestro objetivo, nos dará problemas, tocan retirada.

Pueden relacionarlo con ella y a ella con nosotros. Eso no sería bueno, eso sería un error tonto.

No quieres oírme, no me escuchas y te acercas. No formaba parte de nuestro plan, es mejor dejarlo.

Ya estás hablando con él, preguntas por el barquito. Lo ha tallado él, es hábil con las manos. Tiene que serlo, ella tiene buen ojo… vale, me callo.

Haces que se levante: es rápido en sus movimientos. Bajas el precio y saca la sonrisa de adolescente. Seguro que con ella le funciona, ¡oh, lo siento!

Trato hecho y extiendes tu mano; su apretón noble.

Le preguntas a qué hora recoge, vendrás para hablar. Le dices que te interesan sus figuritas de madera. Dejas caer que le vas a hacer un encargo.

Una vez puesta la trampa te gusta esperar, regodearte. Me acaricias, yo soy tu talismán, somos balas girando.

Ahora estás de buen humor, bronceas tu raquítico triunfo. Paseas bajo el sol y llamas a tu mujer. Mientes: sigues negociando el local, la echas de menos. Ella te pregunta otra vez si es buena idea. No tiene clara la necesidad de abrir otro restaurante. Las islas están muy lejos, no termina de verlo. Empiezas a darle la razón pero no del todo. Le preguntas por tu hijo y por el negocio.

Todo está funcionando bien, podrías quedarte aquí para siempre.

Tu mujer fue la que levantó tu próspero negocio. Ella fue la que crió a tu buen hijo. Sabes que no los mereces, estarían mejor sin ti.

Estás esperando que ella chasquee los dedos para quedarte.

Otra llamada, otra trampa, hoy es día de presas. Bien, ya está todo pensado, lo tienes todo calculado.

Volvemos a la vigilancia, nada de prisas, sin precipitarse.

El coche de alquiler es mejor que el tuyo. Tenemos que hacer cuentas para saber cuánto nos quedará. Será suficiente para

empezar una nueva vida con ella. También lo puedes guardar para la universidad del chico.

Tenemos que hacer un recadito, compras en tienda gourmet.

Ha sido rápido y limpio: muy eficientes estos dependientes.

Ciudad demasiado luminosa, todo se delata bajo el sol. Ese edificio es como un vivero: fachada de cristal. Aparcas junto a los contenedores, disimulas con el móvil. Cada uno está en su cubículo, no te miran.

Espera, espera, espera, espera, espera, espera, espera, espera, espera.

Empieza a salir el rebaño, qué contentos van todos. Ha sonado la campanilla del ruso: tienen una hora. También salen los de la nave de al lado. Van al mismo sitio, buena idea lo del menú. Las corbatas y los monos azules separan sus mesas. Él no sale, paciencia, no come en la oficina. Se levanta la barrera del aparcamiento: ahí está idiotita. Se ajusta las gafas de sol en el retrovisor.

Lo seguimos fuera del polígono industrial hasta un parking.

Salimos detrás, dejando distancia, sigilosos, invisibles, no puede vernos. Él sube por la escalera, nosotros por el ascensor. Camina ignorante de su destino, ufano, altivo y seguro. Se detiene frente al gran escaparate de una joyería. Unos minutos mirando los relojes, luego consulta el suyo. Sigue su camino hasta Gallo, tiene reserva, nosotros no. Esperamos hasta que se acomode al fondo del local.

Se sienta de espaldas, deja el banco para alguien. Le dices al camarero que prefieres dentro, una persona. Y nos ofrece el sitio perfecto para vigilancia, ¡insuperable! Lo tienes a tiro, mierda país, no puedes dispararle. Ni siquiera puedes cargar tu Star,

prohibido llevar armas. Tiro perfecto: levantarte y dejarle tatuado tu nueve corto. Podemos acabar con él de mil maneras, métodos comprobados.

Sin embargo, te has puesto melindroso porque quieres pavonearte.

Nuestro oficio es artesano, tan viejo como la vida. Si pretendes ser artista será desastroso, nos irá mal.

Llega su acompañante, abrazos, besos y risas de hiena. A ella la tienes de frente, concentrada en él. Miran la carta, deciden; él llama a la camarera. Afinamos el oído, atentos, ¡marchando enchiladas cochinas mesa tres!

Y la estrella del menú es… el langostino diablo. Eso es lo que pediremos con una cerveza Dinamita.

Tienes que darte un ratito, como unos quince minutos. Conoces los tiempos de la cocina: comanda, cocina, pase.

Mientras, saboreamos nuestro margarita fresquito cortesía de la casa.

Es lunes y hay pocos clientes, él lo sabe. Por ese motivo se ha citado aquí con ella. Es raro encontrar un restaurante que abra el lunes. Ella lo mira, gesticula y se toca el pelo. Él empuja el paquete que puso sobre la mesa. Ella lo coge y lo mete en el bolso.

Se ríen y brindan, no saben que los observamos.

Ya es la hora, ¡vamos a montar nuestro número!

Te levantas, el paso a la cocina es difícil. El barman está distraído, un camarero en la terraza. Es el momento, entras rápido, sin tiempo a reaccionar. Te quejas del tiempo que tardan, tienes mucha hambre. El cocinero es pequeño, tranquilo y pacifico; está sorprendido. Te pide disculpas y te indica la mesa caliente. Allí están tus langostinos pero no ves las enchiladas. Un ayudante las

está terminando, sigues con tu actuación. Suavizas el tono, hablas de hipoglucemia, no saben responder. El ayudante emplata las enchiladas, listas para el pase. Están a veinte centímetros quizá treinta de tu plato. Ahora tienes que lucirte, movimientos rápidos, nada puede fallar.

Le dices al cocinero que te llevas tus langostinos. Levantas el plato y lo miras a los ojos. Una macanche que captura la mirada de su víctima. Sigues hablando y viertes todo el jugo del plato. No se dan cuenta, se llama visión en túnel. Lo has dejado caer sobre la carne de cerdo. Y de tu manga sale el concentrado de langosta.

Cinco gramos son suficientes para liquidarlo; has recopilado información. Enchiladas cochinas con caldo de langostino, novedad en carta. Y hablas, manoteas, hipnotizas, embaucas, conquistas, enredas, engañas, cazas.

Das por terminado el primer acto, vuelves al comedor. El idiota y su acompañante no se han enterado.

Disfrutas de tu manjar, sabes que no durará mucho.

La camarera sale con las enchiladas, apuras la cerveza. Ellos ni la miran, están metidos en su conversación. Cada uno escoge una parte, son para compartir, ¡mierda! Tenías que haber estado más atento, son unos medioplato.

Vamos a esperar, tiene la cantidad necesaria de concentrado.

Recuerda que hablamos con su secretaria, ella nos informó. Fue mucho más precisa que el pinche del casino. Le contaste que le debías favores a su jefe. La llamaste para decirle que querías hacerle un regalo. Le pediste que te ayudara a elegir, tenías dudas.

Habías pensado unos percebes o una langosta con maridaje. Ella te previno, con cincuenta gramos de langosta, muere. Y te contó la noche en urgencias tiempo atrás.

El concentrado de la tienda gourmet es de fiar. El langostino diablo es nuestra coartada: confusión del chef. Solo nos queda la espera, paciencia que no tienes.

El camarero más joven tiene cara de cui asustado. Puedes ver con claridad como la mujer mastica despacio. Mira al idiota y dice algo que no entiendes. Él reacciona, mueve su silla hacia atrás, se levanta. El cui se acerca, pregunta cuál es el problema. Ella contesta que la enchilada le sabe a marisco. El cui no sabe qué decir y entonces reflexiona. El camarero te mira y ella también te mira. El idiota se gira, buscándote en un recuerdo cercano. Sabes que anoche te vio la cara, tienes problemas.

Disimulas mojando un nacho en salsa picante, mirada distraída.

Ella aprovecha su protagonismo, recrimina el descuido al camarero. Le recuerda que el idiota es un cliente habitual.

Y es la ocasión perfecta para dejar un billete. Lo dejas bien visible sobre la mesa y adiós. El camarero lo mira mientras intenta controlar la situación. Has pagado tu almuerzo multiplicado por cinco, no protestará.

Salimos fingiendo prisa, mirando el reloj pero nunca huyendo. El idiota te mira un segundo, ella sigue gritando. Gritos de mujeres y niños alteran a la gente.

Has conseguido escapar pero has fallado una vez más. ¿Qué le vas a contar ahora a la patrona? Claro, no se lo contarás, no es para tanto. Todos los días se sirven equivocaciones en los restaurantes.

Un grupo de manifestantes ocupa la calle, puedes desaparecer. El aire huele a mar aunque no lo veas. Esta ciudad siempre te envuelve con olor de mar.

Volvemos al hotel para pensar en un plan efectivo.

Leemos unas páginas de ese libro que te regalaron. Te lo compraron

para

el

viaje,

recomendado

por

autonomosinformados.com. Luego tu mujer te preguntará si lo has leído. Te gusta el título: Resucita tu negocio cada día.

También hay que alimentar a nuestra compañera de viaje. Mira por dónde, se nos ha ocurrido una idea. Sí, esta vez funcionará porque ella no falla jamás.

Para terminar el día nos daremos otra pequeña alegría. Te dije que no es nuestro objetivo, solamente asustar.

Te acercas y él no está en su esquina. Preguntas y el de al lado sonríe, él vigila. Le cuida la mercancía y te intenta vender algo.

Empiezas a enfadarte y entonces lo ves caminando acompañado.

Las luces de la avenida no permiten distinguirlos bien. Se detienen en una bocacalle y se despiden despacio. La abraza y la besa, le acaricia el pelo. Te arden las manos, no cabe duda, es ella. ¿Por qué para él sí y para ti no? ¿Ya no se acuerda de tu cruz del sur?

Ella se va, él se acerca y saluda contento. Hoy es su día de suerte: ¿qué pasó, amigo?

Tienes ganas de arrancarle esa sonrisa que te insulta. Le preguntas cuántas figuritas de madera podría venderte hoy. Quieres vaciarle los ojos porque la sonrisa sigue ahí. Él contesta un número que no te interesa escuchar. Calculas cómo derribarlo, pesa diez kilos más que tú. Dices que se las compras todas, preguntas cuánto es. No sabe qué decir, no se lo puede creer. Sacas de la cartera cuatro billetes que lo convencen. Le pides que te las lleve a tu coche.

Saca de la manta un par de cinturones apestosos. Quita también unos bolsos, un CD y unas pulseras. Dice algo en francés a su compañero sonriendo contento. Envuelve las figuras de madera

haciendo un hatillo mantero. Le indicas el camino por el callejón sin luz.

El martes es un día que tiene mala prensa. Un día para pasear por el puente del sueño. Ir y venir hasta que el hambre te hala. Te has cruzado con todos; ellos también están allí. La sonrisa obscena del capitán espera al otro lado. Los gritos de la madre desesperada lo atraviesan atrapándote. No terminas de cruzar, te quedas quieto mirando recuerdos. He dicho que tenemos que olvidar lo que ocurrió.

Sabemos que esta nausea no es hambre, es ansia. Hambre es estar una semana comiendo totora y sapos.

Quieres verla, te gustaría contarle que anoche fuiste ganador. ¡Ay anoche, qué noche, mejor que los viejos tiempos!

Debemos salir, dejar que limpien un poco la habitación. Los empleados sospechan de los clientes que no salen. Podemos celebrar nuestra buena forma con una rica cena. Pero tú quieres verla y no vas a conformarte.

El móvil de prepago siempre está cargado; la llamas. No hay conversaciones por teléfono, mejor quedas con ella.

El mismo rincón, para ti no hay restaurante fino. Huele a pescado podrido, a orines, así es imposible. Le dices que en cuarenta y ocho horas terminarás. Que necesitas un día para detalles, querías mantenerla informada. Ella se molesta, no es como lo había planeado. Y eso que no sabe lo del restaurante mexicano. Duda de tu profesionalidad, está incomoda, se quiere marchar. Le preguntas por el negocio que vale una vida. Finges curiosidad por saber cuánto hay sobre la mesa. Ella contesta que no es cuestión

de dinero solamente. Te habla de prestigio empresarial, no la mires así. Se ha dado cuenta de que no te enteras. Piensa que está perdiendo el tiempo, se lo noto. Y ahora..., ¿por qué le vas a dar eso?

Ella lo coge, está confusa, no sabe cómo reaccionar. Le dices que es para que no tenga dudas. Te despides y te vas sin esperar más respuestas. Mientras, ella se queda mirando el barquito de madera.

Supay satisfecho con nuestra ofrenda nos permite otro amanecer.

Abres la maleta, sacas la caja, disfrutamos en compañía. La acaricias aislados del mundo, estamos solos los tres. Necesitas un día para que se emparejen las almas. Preparamos el plan definitivo que nos dará el triunfo. Seguro que no fallará, ella tiene ganas de cazar.