Confesiones de un chef

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Anthony Bourdain de un chef

Confesiones

marchó de repente. Se cerró la discoteca, tal vez porque el vecindario se quejaba del ruido o de las ingobernables multitudes que se apiñaban en la calle. Tal vez porque cambió el dueño. El nuevo equipo de gerentes era un dúo de empalagosos ex camareros del Waldorf: un español y un no sé qué, a quienes les gustaba hacerse pasar por franceses. Contesté un anuncio del periódico buscando un chef y enseguida se presentó la ocasión. Llevé a Steven conmigo. Bastó una mirada al One Five para saber que el lugar estaba condenado. Jerry Kretchmer, con el muy talentoso Alfred Portale a la zaga, acababan de fracasar en el mismo sitio. Las nuevas dueñas eran dos damas de clase media muy agradables, con aspecto de matronas y poca o ninguna experiencia en restaurantes. Pero me enamoré de la cocina. Era enorme, estaba bien equipada y cargada de historia. Incluso había trabajado un día allí cuando estaba en el CIA, como parte del programa «Un día en Nueva York». El comedor estaba puesto con objetos salvados del transatlántico Normandie, hundido misteriosamente en la bahía de Nueva York. Un impulso irresistible me llevó a aceptar. Mi predecesor, un bobalicón lleno de ínfulas, había dado buena cuenta de casi toda la pasta de las socias. Insistió en una cadena de cocina de trece personas para servir alrededor de sesenta cenas por noche. Me imaginé, pues, que no sería demasiado difícil marcar la diferencia y hacer un trabajo honesto para las dos amables señoras, ahorrándoles unos cuantos dólares. Contratar personal —del caído Supper Club— y llevar a Steven como segundo chef fue divertido. Me sentía Lee Marvin, con Steven como Ernest Borgnine en Los doce del patíbulo, cuando reclutan una unidad de combate entre la escoria de una prisión militar. Steven y yo nos encontrábamos y decíamos: «¿Quién está disponible?». Analizábamos quiénes hablaban consigo mismos, sumidos en falsas ilusiones paranoicas («Pero ¿todavía será capaz de trabajar en la cadena?»); a quién podíamos sacar de otro trabajo tirándole un anzuelo («¿Está contento?» «¿Hasta qué punto está contento?» «¿Cuánto gana?»); quién seguía siendo leal entre los cocineros a tiempo parcial y los que trabajaban por cuenta propia en el Supper Club; quién tenía las noches libres después de largar Le Bernardin; quiénes podían trabajar juntos, presentarse puntualmente, mantener la boca cerrada y hacer lo que debían aunque se despertaran todas las mañanas desnudos y cubiertos de vómito en el suelo frío del cuarto de baño. Steven recorría el sector de los más marginales, las cocinas de otros chefs, abriéndose paso entre el asombroso Rolodex mental que tenía en la cabeza, los dos embarcados una vez más en una caza furtiva de hombres capaces que, a menudo, dejaba a las cocinas rivales con el culo al aire. Me gustaban aquellas primeras entrevistas, ponerle la vista encima a antiguos amigos, nuevas Página 179


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