Las palabras andantes - Eduardo Galeano

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pasos. Y cuando te tendías en la hamaca, te espiaba los sueños. El viejo no comía ni dormía. Desangrado por los celos, torbellino de mosquitos que lo mordían día y noche, fue perdiendo su carne y su aliento. Y cuando no quedó de él nada más que un puñado de huesos mudos, lo enterraron junto a sus hijos.

N

o usabas vestidos de la Casa París, ni pulseras, ni aretes, ni anillos, ni un broche siquiera para tu largo pelo negro, siempre brilloso de baños de cepa de plátano. Pero cada vez que pasabas cerca, Escolástico, que era paralítico, pegaba un brinco. Allá ibas navegando por las calles del pueblo, invulnerable al polvo y al barro, y Escolástico sentía que el destino lo llamaba a gritos y a gritos le mandaba entrar en tu cuerpo y allí quedarse por todos los días de los años que tuviera su vida. —¿Qué hago yo aquí, fuera de ella?—se atormentaba Escolástico, hasta que una mañana, cuando te vio pasar, abandonó de un salto su silla de ruedas y corriendo pereció, atropellado por una bicicleta.

C

uando había marea alta, el río le llegaba al pecho: Fortunato era capaz de hundir cualquier barco con un brazo, y con dos lo reflotaba. Insaciable devorador de peces crudos y mujeres frescas, aquél sansón alardeaba:

—Mi espada de mango peludo sólo hace hijos machos. Un rayo lo aniquiló, cuando iba a pegarte el zarpazo. El rayo, que cayó del cielo sin nubes, sorprendió a Fortunato con su espada tiesa y sus brazos estirados, a la orilla de la hamaca donde dormías; pero seguiste durmiendo serenamente, sin enterarte de nada, y de Fortunato no nos quedó más que un tronquito de carbón erizado en tres puntas.

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lamados por tu fama de muy mujer, que se había regado por toda la costa del Pacífico, llegaron al pueblo un periodista y un fotógrafo del puerto de Buenaventura. Era noche bailandera. Estabas girando en el aire, al centro de un ruedo de aplausos, quietos los hombros, meneando las caderas, zumba que te zumban aquellos pies tuyos o alas de colibrí, y en oleajes se alzaba la espuma de los encajes sobre tus muslos oscuros y radiantes. El periodista alcanzó a musitar: —Qué suerte tuve, haber estado en el mundo, haberla visto, y ésas fueron sus últimas palabras. El fotógrafo se volvió loco. Queriendo atrapar tu imagen de mujer alada, tierra y cielo, suelo y vuelo, quedó por siempre tartamudo y tembleque. Fotografiaba estatuas y le salían movidas.

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