Castillo de eppstein

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El castillo de Eppstein

Alejandro Dumas

una separación tan repentina. No otra fue la causa que retuvo a Jonathas en Viena más tiempo del que él hubiera querido. Sus superioras, las religiosas, no se mostraban menos entristecidas que sus condiscípulas. -Si, más adelante, cuando os encontréis lejos de nosotras, no fuerais feliz -dijeron a Rosamunda, como despedida-, regresad aquí, al Tilo Sagrado, donde siempre dispondréis de una plaza, tanto en el dormitorio como en las clases, junto con todo nuestro maternal afecto. -¡Gracias, madres, gracias! -respondía Rosamunda, entre sollozos-. Si mi padre no estuviera tan solo, si mi abuelo moribundo no me reclamase a su lado, si no tuviera un hermano que me espera, jamás os abandonaría. Tengo la sensación de que aquí dejo toda la tranquilidad y toda la alegría de mi vida. Si un día me encontrase mal, o si, en un momento dado, ya nadie necesitara de mí, tened por cierto que regresaría, y algo me dice, madres, que algún día así lo haré. Pero hubo de marcharse. El abuelo moribundo no podía esperar mucho tiempo. Había que abandonar el convento, religiosas y compañeras; tenía que separarse de Lucila. Tras besarse más de cien veces y prometer que se escribirían, las dos amigas se dijeron un último adiós. Pero, como recuerdo, Lucila suplicó a Rosamunda que se llevase consigo una pequeña biblioteca de cerezo, repleta de sus autores favoritos: oculta en uno de sus rincones, se encontraba una edición inglesa de Shakespeare. -Así, cuando leas a nuestros grandes poetas -le dijo Lucila-, te acordarás, Rosamunda, de los días en que los leíamos juntas, y de aquella que los leía junto a ti. ¡Adiós, mi querida hermana! ¡Adiós, o tan sólo hasta pronto! Y la pesada puerta del convento se cerró tras Rosamunda. -¿Volverá a abrirse alguna vez para mí? -se decía la muchacha, mientras se alejaba pesarosa del brazo dé su padre-. ¿Volveré a ver algún día estos apacibles muros, a estas buenas religiosas, a mis queridas amigas? Quién podría decirlo... ¡Quiera Dios que sí! Fui feliz allí, porque era joven, y no habré de volver, a no ser que me encuentre mal; y eso que, cuando nuestras alegrías se convierten en consuelo, resultan casi dolorosas; si nuestro paraíso se convierte en refugio, es algo casi triste. ¡Por eso, pido a Dios que no vuelva a verte jamás, dulce nido de mi infancia! Sin embargo, el viaje y la novedad de todas las impresiones que recibía pronto consiguieron distraer a Rosamunda. Aunque al principio se mostró silenciosa, enseguida comenzó a responder a las preguntas de Jonathas. Al cabo de dos días, fue la muchacha quien comenzó a preguntar acerca de Eppstein, sobre cómo era la vida que llevaban allí y sobre las personas que iba a ver. Con su carácter bondadoso, Jonathas trataba de satisfacer la curiosidad de su querida hija en todos sus extremos. Al principio, había estado un poco celoso, el pobre padre, por la melancolía de Rosamunda. No le dijo cómo iba a ser de feliz, sino cómo iba a sentirse de querida, porque, en primer lugar, volvería a ser todo su orgullo y toda su felicidad, y además estaría en su casa, libre y a su aire, como antes, cuando era pequeña y su madre tanto la mimaba. Le habló entonces de aquel joven huésped que tenían y a quien iba a volver a ver, Everard, que la esperaba tan impaciente, y que tan sencillo, tan melancólico y tan bueno era. Tampoco hubiera hecho falta. Aun cuando Rosamunda se hubiera olvidado del aquel rubio compañero de su infancia, las cartas fraternales que éste le había escrito habían servido para mantener vivo el recuerdo. Conservaba, pues, todo en la memoria de su corazón y, muchas veces, pensaba en Everard, huérfano como ella y nacido el mismo día. Era, por tanto, de su edad y, además, abandonado e infeliz. Una dulce com-pasión vino entonces a unirse al cordial afecto que Rosamunda sentía por él: ella le consolaría y sabría cómo llenar su soledad. Aguijoneó a Jonathas con preguntas acerca del joven y, a partir de las respuestas de éste, se imaginó a nuestro poético y encantador soñador. Fue entonces cuando sintió prisa por verle de nuevo, sin que supiera explicarse la razón de su impaciencia. Página 77 de 115


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