Montanelli, indro y gervaso, roberto historia de la edad media (1)

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Indro Montanelli, Roberto Gervaso

Historia de la Edad Media

donde había reservas de trigo y marchando de nuevo en cuanto las agotaban. Sus missi gozaban de un especial «derecho de alojamiento» que los calificaba para la hospitalidad en las casas de los súbditos. También era peripatética la administración, y cada uno puede imaginar con qué rigor funcionaría. Fue esta ruralización lo que dio una peculiar fisonomía al mundo feudal. Con la desaparición o decadencia de la ciudad, había desaparecido o se había reducido al mínimo el «mercado», es decir el punto de encuentro entre el productor y el consumidor. Estos se identificaban ahora en la misma persona, el campesino, que era al mismo tiempo productor y consumidor, pues no tenía más incentivo para producir que lo que reclama su estómago. Al fin y al cabo, no podía vender el excedente por falta de medios de transporte y de clientes. Esto es evidente por la decadencia de la técnica agrícola y la contracción de las cosechas. Pero para el campesino hubo, además, otra consecuencia nefasta: su incapacidad de resistir la crisis. Al no poder vender, tampoco estaba en condiciones de comprar, y una mala cosecha bastaba para causar el hambre y la necesidad de enajenar su hacienda en beneficio de un propietario más rico y fuerte. Es imposible decir cuántos campesinos propietarios pudieron sobrevivir desde los tiempos de Roma, que siempre se había esforzado por multiplicarlos. Cuando cayó el Imperio, ya debían de haber quedado reducidos a muy pocos. La falta del mercado ciudadano seguramente los destruyó de forma definitiva. Año tras año, sequías y hambrunas los echaban en brazos de los latifundistas, que podían resistir a todas esas calamidades. No fueron ellos quienes los devoraron; fueron los mismos campesinos quienes pedían entrar a su servicio como «colonos». El «colonato» no fue esa bárbara institución que muchos han descrito. Su formación espontánea demuestra que era necesario, y desde luego no se requiere mucho para darse cuenta de ello. En una sociedad como aquella, sin un Estado en condiciones de mantener el orden, la independencia era fatalmente privilegio de los ricos y de los poderosos que podían defenderla y defenderse. Para los pobres y los débiles se trataba de un lujo demasiado costoso. Entrar a formar parte de una gran propiedad significaba no solo protegerse de las hambrunas, sino también estar a salvo de los ladrones. El amo miraba con interés por los suyos. Los consideraba más que a la tierra, y esto por dos razones: ante todo porque la tierra abundaba en una Italia reducida a cuatro o cinco millones de habitantes y, en cambio, había penuria de hombres. Además, porque, más que por la extensión de sus dominios, la categoría de señor se calculaba por el número de sus súbditos. Por lo tanto, atendía a su conservación, y en la medida de lo posible, a su multiplicación. Hasta jurídicamente eran una «cosa» suya. No podían abandonar las tierras ni casarse sin su consentimiento. En esto eran verdaderos siervos de la gleba, pero en todo lo demás sus relaciones no diferían de las del moderno intermediario. El señor dejaba al colono en la tierra incorporada, que pasaba de padres a hijos, por más que aquel derecho hereditario no estuviera sancionado por la ley, y se limitaba a quedarse con una parte del producto, que variaba según los casos, pero que era generalmente la mitad. Los propietarios romanos habían sido mucho más gravosos, vejatorios y despiadados, porque actuaban en una economía de mercado dominada por el criterio de ganancia, que los obligaba a comprimir los costes de producción. Para reducir los de la mano de obra, se servían del trabajo forzado de los esclavos, exprimidos al máximo y alimentados al mínimo. El propietario feudal no sentía este aguijón. Fuera grande o pequeño, concebía su propiedad más como una institución social que como una empresa económica. Era un microcosmos autárquico, que había reducido al mínimo los intercambios con el mundo exterior. La falta de dinero era, al mismo tiempo, la causa y el efecto de esa arteriesclerosis económica. La moneda nunca desapareció del todo. Por ejemplo, la de Constantinopla, el bizante, siempre se mantuvo en curso. Pero circulaba muy poco, porque dentro del círculo cerrado de los feudos se hacían intercambios a base de productos naturales. En la Edad Media, la riqueza no se medía en oro, sino en tierras. Un patrimonio estaba formado únicamente de fincas y de colonos, sobre los que el señor ejercía una autoridad patriarcal como soberano absoluto, pero habitualmente benévolo. El latifundio tenía su centro administrativo, llamado «villa», que consistía en un conjunto de edificios, el más imponente de los cuales era el castillo del señor, que hacía de fortaleza, con su foso y su puente levadizo. Cerca estaba lo que hoy llamamos «granja», donde vivía el granjero, que entonces se llamaba balio. Este no se limitaba a proveer al reparto de los productos reunidos en los graneros y en las 157


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